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Escrito por

Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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Los herederos

En cierta ocasión, un medievalista balear me dijo que las lenguas se hablan según quien mande. Los que antes mandaban en Cataluña hablaban castellano y todo el mundo tenía que hablar en castellano. Ahora los dueños de la región hablan en catalán, de modo que todo el mundo ha de hablar en catalán. La lengua oficial es la lengua del amo. Así lo creo yo también. No hay tal cosa como un conflicto lingüístico: se trata de dejar bien claro quién manda aquí.

Un concejal del ayuntamiento de Barcelona, un tal Portabella, ultra nacionalista del partido de Carod Rovira, ha manifestado que el próximo domingo no asistirá al pregón de las fiestas de la Merced, patrona de Barcelona. La razón de semejante grosería es que la pregonera, la simpática Elvira Lindo, pregonará en castellano.

No me cabe la menor duda de que si el pregonero hubiera sido subsahariano y hubiese pregonado en suahili, el concejal Portabella habría aplaudido hasta hacerse sangre y derramado gordas lágrimas de emoción. El concejal Portabella cree que no es xenófobo.

La xenofobia de los ultras catalanes es gravitacional e inversamente proporcional a la distancia. Cuánto más lejano el lugar de origen del interfecto, menos rechazo les produce. Aman a los indígenas de Nueva Zelanda, a los chinos, a los chechenos. Sin embargo, a medida que nos vamos acercando, ya aman menos: a los turcos, a los bereberes, a los marroquíes. Y les disgustan profundamente los próximos: los de Cádiz (Elvira), los de Córdoba (Montilla), los de Madrid (todos los españoles que no piensen como ellos).

Sin embargo, el odio sulfúrico, lo que les provoca unas urticarias dolorosísimas que deben rascarse con cepillo de púas, son los ciudadanos que viven en Cataluña y se niegan a aceptar las imposiciones de los amos. Estos, los que hablan en castellano en la sagrada tierra catalana, o sea un 70% de la población, les provocan un profundo asco y mandan a sus muchachuelos a reventar aquellos actos en los que participan.

A Elvira Lindo la han pillado a media distancia; finalmente, Cádiz está en el otro extremo de España, es un poco ya África para ellos y creo que la dejarán pregonar en castellano sin demasiados problemas, aunque nunca se sabe. Lo que jamás sucederá es que un vecino de Barcelona pregone en castellano, eso sí que no. Este es el auténtico judío, el negro verdadero, el moro concreto del racismo catalán.

Es lógico. Podría producirse una confusión sobre la herencia: alguien podría dar por supuesto que esa gente tiene algún derecho a la misma, aunque no hable la lengua del amo.

Portabella y los suyos no están dispuestos a que nadie se les lleve ni siquiera el aparato de televisión. Y mira que está viejo.

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22 de septiembre de 2006
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¡Aló, aló…!

Iba yo a sorber plácidamente el té de las 17.30 cuando Radio Nacional me dejó de un aire, caí en una profundísima meditación y para cuando salí del ensimismamiento ya era la hora de cenar. Ensalada y foie.

Lo que me había abstraído eran los consejos que estaba dando un experto contratado por la emisora para instruir a los radioyentes en asuntos de vida cotidiana, autoayuda, felicidad conyugal, aceptación de sí mismo y otros ámbitos de la mayor importancia y en los que todos andamos faltos.

Decía el experto, Amador Cernuda, ese era su nombre, no lo olvidaré nunca, que hoy, a la hora de irnos a dormir, íbamos a enviar unos mensajes positivos al cerebro. “Vamos a enviar mensajes positivos al cerebro”, dijo. A lo que la directora del programa añadió, muy animosa, “¡Venga!”.

En este punto me olvidé del té y presté mucha atención. El experto dijo, con toda la razón del mundo, que “el cerebro no admite mensajes negativos”. Directora: “¡Claro que no!”. Y puso un ejemplo deslumbrante: si tú le dices al cerebro: “¡No pienses en un piano!”, de inmediato el cerebro se pone a pensar en un piano. “Así es, exacto”, dijo la directora. Lo probé, y en efecto, no sé yo cómo, pero me puse a pensar en un piano y aún no me lo he quitado de la cabeza por muchos mensajes positivos que le envío al cerebro en este sentido.

En consecuencia, dedujo el experto, si tratas de adelgazar no has de decirle al cerebro: “No quiero estar tan gordo”, sino todo lo contrario: “¡Cerebro!, ¡quiero estar aún más delgado!”. Sutileza. Hay que engañar al cerebro, que es un poco bobo. Por gordos que estemos, si el cerebro recibe un mensaje positivo nos adelgaza sin pausa porque, claro, él no puede vernos y no sabe si estamos gordos o flacos.

No es tan sencillo, no simplifiquemos. Me costaba un montón enviar mensajes positivos al cerebro sin usar el cerebro. Por mucho que repetía mis mensajes una y otra vez, todos me salían por el cerebro, y no servían de nada porque cuando llegaban al cerebro ya los conocía, y así no hay quien le engañe. ¿Cómo podía yo enviarle un mensaje positivo al cerebro desde fuera del cerebro? Esta es la cuestión.

Para cuando el té ya prácticamente se había evaporado, yo seguía cavilando quién era aquel yo sin cerebro que le enviaba mensajes positivos al cerebro de no se sabe quién ni en qué idioma. No obstante, le envié un mensaje positivo al cerebro y le dije que me estaba divirtiendo mucho pero que, por favor, apagara la radio con aquella gracia que le caracteriza. ¡Y así lo hizo! Lo del piano, no, pero la radio sí. ¡Cómo es, el cerebro!

Un poco más tarde, leyendo la prensa del día antes de dormir, momento supremo, me topé con otro asunto de cerebro sin cuerpo, o de yo sin cerebro. En este caso, sin pito, que en general no es lo mismo, pero vale. Según la prensa diaria, un caballero había pedido que le extirparan el pene que le había sido implantado meses antes, rotundo ejemplar de un pobre chico recién muerto, porque, decía el atribulado, “no lo siento mío”. O sea, que se movía por su propia cuenta y sin consultarle, a él.

Su señora estaba de acuerdo. Al parecer el pene respondía tan delicada y sutilmente a los arrumacos de la dama que la pareja, viéndolo animado y jubiloso, más contento que unas pascuas, se había aterrorizado. Ella venía a decir que era como si la violara el muchacho muerto. Los doctores, comprensivos, han aliviado al caballero de su aditamento.

Si esta pareja hubiera escuchado Radio Nacional de España el día 19 de septiembre, sabría que todo este embrollo se debe a los mensajes negativos que le han enviado al cerebro, no importa el de quién, al cerebro y punto. En lugar de decirle que se las arreglara con el pene de un muerto deberían haberle felicitado por su inesperada resurrección. “¡Hay que ver cómo te pones, cerebro mío, qué salvajada, muy agradecidos!”. Estos son los mensajes que hay que enviar, positivos.

Sin embargo, atención, no siempre funciona, yo, por ejemplo, sigo con el dichoso piano en la cabeza.

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21 de septiembre de 2006
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Viejos modos, modales antiguos

En el casco histórico de Montpellier hay un eje urbano de indudable grandeza. Un arco de triunfo encierra en su luz la estatua ecuestre de Luis el Grande. Algo más allá, el precioso templete de las aguas oculta un colosal acueducto que los lugareños llaman les arceaux. Es la huella de una potencia constructora que no podemos ni imaginar. Tras innumerables destrucciones, la ciudad de Montpellier, rebelde y hugonota, fue finalmente conquistada por los ingenieros, los arquitectos, los escultores y los consejeros de la corona francesa. Allí sigue, en esa plataforma barroca que domina el valle y la ciudad, petrificada, la huella de su anexión definitiva.

Dentro del casco urbano, en la calle Jean Moulin puede leerse una placa que guarda la memoria del jefe de la resistencia contra la ocupación alemana. La inscripción no dice “asesinado por los nazis”, sino “ejecutado por el ejército alemán”. Como la estatua del rey Luis, esta placa conserva la memoria de un suceso de armas, un sufrimiento, un pasado que debe olvidarse para seguir viviendo, pero que no debe olvidarse del todo para poder vivir adecuadamente. Según reza la inscripción, el jefe de la resistencia no fue la víctima de un crimen sino un oficial francés pasado por las armas del invasor.

Vivir con decencia, tanto en el ámbito público como en el privado, nos obliga a aceptar nuestras derrotas. Negarlas es infantil, como aquel corrupto jefe de la Guardia Civil, Roldán, que falsificó su currículo para presentarse ante sus subordinados como un diplomado universitario. Olvidarlas es correr el peligro de repetirlas, como los que tratan ahora de ganar una guerra civil que sus abuelos perdieron irremediablemente.

Sin embargo, la memoria ha de dignificar el pasado, no reducirlo a un pudridero. Ha de recordar a los héroes que se enfrentaron al ejército nazi, pero nunca debe ridiculizar a ese ejército porque entonces la derrota sería una mera consecuencia natural y los luchadores carecerían de valor. Rebajar al enemigo es rebajar el valor de quienes lucharon contra él. Los gigantes que vencen a enanos no suelen dejar muy buen recuerdo.

Europa ha sido un matadero durante siglos. Se ha construido sobre la sangre de millones de víctimas. A los cristianos europeos y americanos nunca les importó añadir otro millón de muertos al cementerio de su historia. Como dijo el infame Napoleón ante los cadáveres de la Grand Armée: “Esto lo arregla una noche de amor en París”. Se adivina en sus palabras la futura influencia de los publicistas. No obstante, los occidentales han sido siempre prudentes y han sabido digerir sus derrotas con sabiduría, asumirlas decentemente. Y cuando no lo han hecho, como Hitler, incapaz de reconocer que Alemania había sido derrotada, se convierten en delincuentes.

Tras la orgía de la Segunda Guerra Mundial, cuando los millones de muertos ya se aproximaban al centenar, parece que a los occidentales nos entró un cierto desasosiego. Es difícil dignificar semejante barbarie, respetar a enemigos tan monstruosos. Desde entonces no parece fácil distinguir entre guerra y crimen. Sin embargo, es imprescindible hacerlo, y es imprescindible petrificar el pasado del modo más digno posible.

Aquellos que se niegan a aceptar y petrificar el pasado, como quien se niega a aceptar y petrificar un abandono conyugal, mantienen el duelo y se lo exigen a todos los demás, a veces violentamente, como los bengalíes que arrojan ácido a la cara descubierta de sus mujeres.

Pero es inútil deformar sus rostros. No por eso volverán a cubrirse. No por eso regresarán las mujeres a la protección patriarcal. Si se igualan guerra y crimen, entonces Bin Laden y Josu Ternera son los nuevos Jefferson.

Porque tengo para mí que el motivo de la violencia islamista no obedece a ninguna otra causa que a la incapacidad de asumir la derrota, la ausencia de vigor para reconocer el fracaso. Y esa impotencia violenta está cada vez más extendida también entre muchos cristianos.

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20 de septiembre de 2006
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Fantasmas sin tumba

En otra de sus reveladoras intuiciones, Walter Benjamin afirmó que las fotografías, como los humanos, tenían inconsciente. No porque en ellas se colara disimuladamente el conflicto inabordable de un alma enferma, como aquel buitre inverosímil que Freud dibujó en una pintura de Leonardo, sino porque la máquina fotográfica captaba con sus ojos, más desnudos que los ojos humanos, aspectos del mundo que eran invisibles a los habitantes de aquel tiempo. Al mirar viejos retratos, Benjamin descubría detalles que habían pasado inadvertidos a quienes estaban presentes cuando se dispararon las fotografías. El inconsciente visual de una temporalidad histórica sólo se manifestaba muchos años más tarde a quienes ya no podían intervenir en la escena.

En un artículo de Michael Kimmelman (The New York Times/El País, 14 septiembre) sobre una exposición dedicada al gran Walker Evans, aparecen de nuevo fantasmas (distintos a los de Benjamin) que han permanecido petrificados en la luz apagada del pasado, durante décadas, como momias vivientes. Los actuales sistemas de revelado digital pueden hacer visibles muchos detalles que los viejos negativos han mantenido ocultos durante más de medio siglo. “El proceso digital permite descubrir detalles incrustados en los negativos”, escribe Kimmelman. El uso de “incrustados” invita a pensar en esos insectos atrapados en gotas de resina desde hace millones de años. Seres desaparecidos pero presentes, que esperan una mirada del futuro.

Kimmelman cita varios ejemplos del inconsciente fotográfico de Evans (¡del inconsciente de su máquina!) que pueden verse ahora en la exposición, y me han llamado la atención dos de ellos. El primero dice que es: “Una chica en sombras, en la puerta de un tenderete, junto a la carretera de Birmingham, Alabama”. Y el segundo, no menos inquietante: “Fotos de carné en la ventana de un estudio de fotografía de Savannah, Georgia”.

Aquella muchacha de Alabama que en 1936 no pudo ver Evans, pero sí su máquina, regresa ahora, setenta años más tarde, para que la pueda conocer su nieta, si hubo descendencia, o quizás para recoger una mirada atenta que nunca tuvo porque murió joven. Si aumentamos el tamaño de las fotos de carné de Savannah quizás averigüemos quién vivía entonces en aquella pequeña ciudad y qué actividad le obligó a hacerse un documento de identidad. De ese modo es posible que descubramos ahora por qué esa identidad ha tardado tanto en volver al mundo.

Como en aquella película de Antonioni en la que gracias a las sucesivas ampliaciones de una fotografía, el fotógrafo descubre un asesinato que le ha pasado inadvertido a pesar de haberlo fotografiado, así también están regresando ahora vidas invisibles que habían permanecido a la vista de todo el mundo, aunque perfectamente ocultas.

Hay un abismal pasado esperando a ser rescatado de los negativos fotográficos. Y junto a estos fantasmas sin tumba aparece también un futuro: el de los psicoanalistas de fotos. Porque también las fotografías que estamos haciendo en este preciso instante ocultan imágenes borrosas, muchachas en sombras, diminutas identidades disimuladas en el claroscuro de la fotografía, que nosotros jamás podremos ver y que en el futuro declararán sombríamente sobre sus ciegos fotógrafos.

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19 de septiembre de 2006
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Tú más

Benedicto XVI, un Papa que ama los nombres largos, signo inequívoco de intelectual, cita a un olvidado emperador bizantino, el cual hace quinientos años se quejaba de que habían hecho aparición unos individuos brutales los cuales extendían la religión de Mahoma a golpe de cimitarra (como si los cristianos hubieran actuado de modo distinto, por cierto), y de inmediato se alzan en armas unos seres barbudos, aullantes y desesperados de dolor que queman iglesias, matan monjas italianas, amenazan de muerte a todo bicho viviente y se quejan amargamente de haber sido insultados.

La primera vez que asistí a uno de estos asombrosos espectáculos de inocentes enfurecidos fue en San Sebastián, en cuya universidad daba yo clases allá por el año 1982. La noche anterior había saltado por los aires un sujeto a quien le había estallado en plena cara la bomba que estaba a punto de activar. Algunos alumnos comenzaron de buena mañana a llamar a la huelga y a manifestarse por la ciudad “contra la violencia y por la paz”. Como no podía creer que aquellos pájaros estuvieran del lado gubernamental, les pregunté la razón de su protesta.

“¡Anda pues! ¡Que no hay derecho a que la gente tenga que ir por ahí poniendo bombas y corriendo peligro y jugándose la vida!”. La que así chillaba era una muchacha de unos veinte años, gordita, simpática, buena mujer, lo que por allí suele llamarse “gente maja”, la estoy viendo rediviva, si es que vive. Para aquella descerebrada, los que se jugaban la vida eran los terroristas.
Muchísima gente de las provincias vascas sigue pensando (¿pensando?) del mismo modo. Para estos fanáticos, los “otros” no existen, sólo existen los “nosotros”. En realidad los otros no son asesinados, simplemente se esfuman en el aire y dejan de molestar.

Exactamente igual que aquellos energúmenos que pillé un día en Gerona lanzando ladrillos, testeros y hasta una farola a unos pobres policías que estaban a la puerta del ayuntamiento, protegiéndose con sus escudos de las malas bestias nacionales. Los atacantes gritaban: “¡Fachas! ¡Nazis! ¡Asesinos!”, cada vez que les lanzaban un pedrusco con intención evidente de partirles el cráneo. Las autoridades habían dado orden a la policía de que no respondiera al ataque. Vieja tradición española, el poder protege a la banda de la porra.

Así ahora, cada vez que alguien se queja de la violencia, la irracionalidad y la vesania de los islamistas, recibe una amenaza de muerte “por manchar el honor del Islam”, o lo que todavía es más gracioso “por calumniar a la religión”. Da un poco de miedo, tanta gente religiosa y pacífica.

No es muy distinto de lo que le ha sucedido al mentecato de Rubianes que suelta las más atroces barbaridades sobre la puta España y reza para que les exploten los cojones a los españoles (su estilo es el hombre) buscando el aplauso de unos empleados de la Generalitat, y luego se empeña en estrenar… en el Teatro Español de Madrid. Hay que ser idiota. De inmediato salen los inenarrables opinadores de sacristía en defensa de la libertad de expresión. ¿Es una opinión decir que te ciscas en la puta Francia? ¿O que los franceses son unos maricones? Altísimo nivel intelectual, el de los defensores de esta opinión.

Ya sólo falta que Farruquito demande por atentar contra su honor a los familiares del señor al que aplastó con su cochazo. ¡Como si fuera fácil manejar uno de esos tanques sin tener ni zorra idea de conducir! ¡Anda que no corrió peligro ni nada el fino artista!

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18 de septiembre de 2006
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Pero volver, volver, volver…

Llego a mi ciudad cuando, como cada año, cae el diluvio universal. Estas repeticiones tienen mucho misterio, embelesan, parecen dar sentido a lo que no lo tiene. Vieja ley: una mentira suficientemente repetida se convierte en una verdad. Que el sol haya salido hasta hoy todos los días, parece garantizar la verdad del enunciado: “El sol sale todos los días”. Y sin embargo, es falso.

Una de las hermosas moreras que bordean la entrada del parque, en la plaza Boston, aparece tumbada, sus amplias hojas oscuras son como los faldones de una reina súbitamente muerta. A media mañana ya la han aserrado. Le pregunto al portero de la finca adyacente y suelta una risita sarcástica. No la tumbó la lluvia, sino un camión que maniobraba sobre la acera conducido por un chapuzas. “¿Y qué hacía encima de la acera ese animal? ¿Y por qué no lo denuncian?”, le pregunto a punto de amostazarme. “Es que era del ayuntamiento. De Parques y Jardines”. A la morera la ha matado su jardinero. Violencia de género.

Cada año es lo mismo. El verano rabioso alarga su mano de fuego hasta septiembre. Antes, durante o después del Once de Septiembre, día de la orgía nacionalista catalana, se juntan las bajas presiones del atlántico y la borrasca de levante en una espiral casi perfecta. Cada año caen entre cien y doscientos litros en un solo día sobre una Barcelona amojamada, agria, leprosa, envenenada, mugrienta, en la que no ha asomado una gota de agua durante seis meses. La repetición le da un carácter de verdad incontrovertible, de necesidad fatídica al desastre. Es un momento magnífico, de limpieza general. La ciudad sale del trance rejuvenecida y enérgica. Aunque, eso sí, maltrecha.

Ayer cayeron 178 litros por metro cuadrado. El Euromed, el tren que enlaza con Valencia, quedó muerto en la provincia de Tarragona. Doscientos pasajeros tardaron catorce horas en llegar a Barcelona; hicieron noche en medio de la nada. El aeropuerto, cerrado. El polígono químico de Tarragona arrojó al mar una mancha de hidrocarburo de 2 km. Las líneas de Renfe C-3, C-4 y C-7 quedaron sin servicio, lo que equivale a paralizar el tráfico de cercanías. La Nacional II también estuvo cortada. Se averiaron 70 semáforos. Era muy estimulante ver el cruce Balmes/General Mitre colapsado y con todo el personal dándole al claxon como en Estambul. Ni un guardia urbano. Dos líneas de metro se paralizaron durante horas: estaciones inundadas. Y así sucesivamente.

Todo lo cual puede dar la sensación de una catástrofe colosal, y lo sería en cualquier lugar del mundo, pero no en Barcelona. Como dice el ayuntamiento, Barcelona es “la millor botiga del mon” y se queda tan ancho, estas minucias carecen de importancia. Sobre todo si tenemos en cuenta que se repiten cada año con marcada puntualidad y que por lo tanto son algo inevitable. Por eso el alcalde de Barcelona va a encargarse del Ministerio más estratégico del gobierno. Su eficacia, su capacitación, han quedado demostradas a lo largo de un montón de años. De repetición en repetición sin que jamás pasara nada.

Pensando en estas cosas, en el regreso de lo idéntico, en la irresponsabilidad de los jefes, en la arrogancia de los majaderos, en el maravilloso final del verano (esa estación inútil), y releyendo los poemas de Larkin elegidos por el distinguido público (no hubo ni una coincidencia: son doce poemas distintos), pensé si el más indicado no sería Church Going, incluido en el libro de 1955 The Less Deceived, un poema sobre visitas culturales, sobre iglesias, sobre la trivialidad de las visitas culturales a las iglesias, sobre la trivialidad de las iglesias, y sin embargo también sobre la necesidad ineludible de visitar iglesias para seguir creyéndonos gente seria, visitas repetidas una y otra vez con iguales resultados. Versos otoñales sobre la repetición.

Es un poema de una lucidez considerable sobre los hábitos de la gente ilustrada, sobre las excusas para matar el tiempo que nos damos incansablemente. Aunque la música es de Shakespeare, quizás sea una locura producida por la lluvia, pero me da a mí la impresión de que el poema podría haberlo escrito Antonio Machado en su última etapa, cuando narraba jornadas lluviosas y reguladas por el suave tic-tac de la extinción. Si sus padres hubieran regentado un negocio de corbatas en Birmingham, naturalmente.

Había una bonita edición de este libro, traducido por Álvaro García, en La Veleta (Granada), pero data de hace quince años y no sé si se encuentra en librería. De modo que ahí va el original.

Once I am sure there's nothing going on
I step inside, letting the door thud shut.
Another church: matting, seats, and stone,
And little books; sprawlings of flowers, cut
For Sunday, brownish now; some brass and stuff
Up at the holy end; the small neat organ;
And a tense, musty, unignorable silence,
Brewed God knows how long. Hatless, I take off
My cycle-clips in awkward reverence.

Move forward, run my hand around the font.
From where I stand, the roof looks almost new -
Cleaned, or restored? Someone would know: I don't.
Mounting the lectern, I peruse a few
Hectoring large-scale verses, and pronounce
'Here endeth' much more loudly than I'd meant.
The echoes snigger briefly. Back at the door
I sign the book, donate an Irish sixpence,
Reflect the place was not worth stopping for.

Yet stop I did: in fact I often do,
And always end much at a loss like this,
Wondering what to look for; wondering, too,
When churches will fall completely out of use
What we shall turn them into, if we shall keep
A few cathedrals chronically on show,
Their parchment, plate and pyx in locked cases,
And let the rest rent-free to rain and sheep.
Shall we avoid them as unlucky places?

Or, after dark, will dubious women come
To make their children touch a particular stone;
Pick simples for a cancer; or on some
Advised night see walking a dead one?
Power of some sort will go on
In games, in riddles, seemingly at random;
But superstition, like belief, must die,
And what remains when disbelief has gone?
Grass, weedy pavement, brambles, buttress, sky,

A shape less recognisable each week,
A purpose more obscure. I wonder who
Will be the last, the very last, to seek
This place for what it was; one of the crew
That tap and jot and know what rood-lofts were?
Some ruin-bibber, randy for antique,
Or Christmas-addict, counting on a whiff
Of gown-and-bands and organ-pipes and myrrh?
Or will he be my representative,

Bored, uninformed, knowing the ghostly silt
Dispersed, yet tending to this cross of ground
Through suburb scrub because it held unspilt
So long and equably what since is found
Only in separation - marriage, and birth,
And death, and thoughts of these - for which was built
This special shell? For, though I've no idea
What this accoutred frowsty barn is worth,
It pleases me to stand in silence here;

A serious house on serious earth it is,
In whose blent air all our compulsions meet,
Are recognized, and robed as destinies.
And that much never can be obsolete,
Since someone will forever be surprising
A hunger in himself to be more serious,
And gravitating with it to this ground,
Which, he once heard, was proper to grow wise in,
If only that so many dead lie round.

Nota y reparación:
En el blog anterior escribí apresuradamente que Fuerteventura carece de interés biológico o natural. Es una bobada que se me escapó llevado por la prisa que impone el género diario. Alfredo me escribe con muchas informaciones, de entre las que destaco la siguiente:

Fuerteventura, pese a ser la isla de mayor superficie de Canarias (a marea baja…) es una de las de menor territorio protegido, con tan sólo el 28,8 % de su superficie. En cualquier caso, en ese casi 28% de su territorio protegido encontramos tres Parques Naturales y seis Monumentos Naturales. Atesora el título de ser la cuarta región natural a nivel mundial en cuanto a endemismos florísticos se refiere, donde perviven plantas de la Era Terciaria que han desaparecido de la mayor parte del planeta. Y, por lo que respecta a su fauna, en la isla viven o transitan aves marinas y rapaces de alto valor biológico donde destaca la majestuosa hubara como emblema de sus no menos espectaculares llanuras y complejos dunares. Por no hablar de la importante colonia de cetáceos que habita en sus costas.

Pido perdón por mi impertinencia. Lo que trataba de explicar, a toda prisa y mal, es que la isla más extensa puede ayudar a mantener el equilibrio de la más pequeña y también más intensa Lanzarote.

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15 de septiembre de 2006
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Que todo se mueve

La Fundación César Manrique gestiona fondos para la protección ecológica de Lanzarote. Manrique, muerto en 1992, fue un artista que logró juntar una fortuna en el mercado de pintura de Nueva York durante los años sesenta, años de oro, y luego concibió una obra más sólida: la isla misma. Así, por ejemplo, las carreteras menores de la isla son las únicas de España que no llevan señalización central, para que la línea blanca no rompa la tonalidad azabache del conjunto volcánico.

Con una visión adelantada del desarrollo de la industria turística, intuyó el problema que afecta a todas las islas oceánicas a las que llegan visitantes: son los lugares más frágiles de la tierra, los más amenazados. En menos de treinta años, el turismo ha pasado de ser una actividad secundaria a convertirse en la industria más rentable del mundo, por encima de la química, la automovilística, o la farmacéutica. En el año 2000 se movieron 668 millones de turistas. Allí en donde desembarca el turismo de masas la destrucción es inmediata, sean las Ramblas de Barcelona o un oasis tunecino. En pocos años los lugares más delicados, como Lanzarote, sufren un verdadero arrasamiento, una nueva erupción volcánica en la que coches, motos y autocares hacen la función de la lava.

Manrique adivinó lo que iba a suceder y se planteó crear cuatro o cinco centros de atracción, construidos con suma inteligencia para aglomerar el turismo de la isla en unos pocos puntos y de ese modo dejar en paz a la mayor parte del territorio. Así lo hizo, gracias a la colaboración del Cabildo, pero el éxito ha sido tan rotundo que en este momento hay ya serios problemas para digerir las masas turísticas incluso en los puntos diseñados para tal fin.

La visita del núcleo volcánico de Timanfaya es un buen ejemplo. El lugar sigue teniendo tal potencia telúrica que resiste bastante bien la avalancha de autobuses y las colas interminables de automóviles, pero el visitante se ve obligado a pasar frente a paisajes estremecedores y junto a cráteres abiertos como heridas, a toda velocidad y sin salir del autocar. Imposible tomárselo en serio.

De modo que aquello mismo que atrae al visitante, queda destruido por la llegada del visitante. Una paradoja que parece el núcleo de una tragedia griega. A lo que debemos añadir un segundo elemento.

La encantadora Idoya, una de las biólogas de la Fundación, nos contó que su abuelo transportaba camellos de África a Lanzarote, cuando todavía la población era mayoritariamente agrícola. Cuando los aljibes menguaban, en todos los pueblos y en las viviendas aisladas había que ir a buscar el agua a Arrecife, donde estaban las grandes maretas, depósitos muy capaces que proporcionaban agua de boca a toda la isla. El transporte aún se hacía sobre la joroba de los camellos. Su hermano todavía estudió a la luz del candil en 1973, porque la luz eléctrica no llegaría hasta el año siguiente. En resumidas cuentas: ha sido el turismo lo que ha sacado a la isla de una vida que había quedado estancada en el feudalismo.

De modo que los isleños no pueden rechazar el turismo, pero es el turismo lo que va a destruir a la isla, la cual se quedará sin turismo en cuanto se banalice lo que atrae al turismo. Hay síntomas de agotamiento en las zonas más explotadas, como Costa Teguise.

Otro amigo de la Fundación, Alfredo, expuso el proyecto que se avecina: siendo así que Fuerteventura carece de interés biológico o monumental, pero en cambio posee una capacidad de almacenamiento turístico casi intacta, la solución que están estudiando los expertos es usar la plataforma vecina como isla dormitorio (y jolgorio), unida por rápidas lanzaderas y carreteras de primer orden con los centros turísticos de Lanzarote. De ese modo se preservaría la joya del archipiélago, con el beneplácito de los vecinos, encantados de la riqueza que les caería encima.

Una pesadilla, seguramente, pero, ¿hay alternativa?

Y con esto (suena el finale de las “Noches en los jardines de España”) nos despedimos de este marco incomparable con nuestro habitual no es un adiós sino etcétera, etcétera. (v. 3 julio)

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14 de septiembre de 2006
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Blanco y sin ojos

No estaba del todo cierto, pero cuando Paco me dijo que lo más importante de la isla era un cangrejo totalmente blanco y totalmente invidente, único en el mundo, supuse que me estaba llevando al huerto, como suele. En consecuencia, cuál no sería mi sorpresa al notar que una mano me agarraba por el tobillo y no me dejaba caminar. Al volverme, vi a una extraña muchacha que me miraba desde el suelo con una mueca de súplica y espanto. Miré a donde señalaba su otra mano con una uña pintada de marrón, y, en efecto, estaba yo a punto de pisar el cangrejo albino ciego, único en el mundo.

A la sazón me encontraba yo en los Jameos del Agua, una burbuja (chaboco) que contiene un lago a lo largo del tubo volcánico. Los chabocos son auténticas burbujas de lava a las que se les ha derrumbado la bóveda, de modo que por el agujero celeste entraba un foco de luz cegadora que daba sobre el lago subterráneo y se refractaba en verdes veroneses, óxidos de hierro, azules de Prusia y demás arpas cromáticas, una locura que rebotaba contra el techo verdegrís, azafrán y betún, si quieren sigo.

Aturdido por la despampanante exhibición de la madre de todos los colores, no había advertido yo que en aquel laguillo, justamente, es donde vive el albino ciego, que uno de ellos había trepado por la roca y emergido al aire para cambiar de ambiente, que como buen ciego no se percataba de que por allí caminábamos los turistas sobradamente pirados por el espectáculo, y que lo más probable es que lo dejáramos como una calcomanía en el bellísimo suelo de carbón vitrificado.

Pero allí estaba la turista, atenta al cangrejo y a mi pie, de modo que la buena mujer se había lanzado al suelo al tiempo que me sujetaba por el tobillo antes de que mi pie aplastara al ejemplar único. Atlética, la moza. Debíamos de formar una figura inquietante porque Eva me sugirió con su bella sonrisa que abandonara de una vez la conexión turística: “¿Quieres hacer el favor de sacar tu tobillo de la mano de esa interesante muchacha?”, me preguntó.

En ese preciso instante intervino Fernando Parra, que además de ecólogo tiene una vista de lince, y en veloz pirueta atrapó al albino con delicadeza de orfebre al grito de “¡Cielos, el albino ciego!”, con lo que logró que la mujer de la mano de hierro me soltara de una vez. Todos vimos entonces a Fernando, como un dios antiguo, lanzar el cangrejo al agua dibujando una parábola casi perfecta y al cangrejo volar a velocidad de vértigo primero por el aire y luego por el fondo esmeraldino sin que nadie pudiera decir en qué momento había cambiado de elemento.

“¡Gracias, Fernando! ¡Has salvado al cangrejo albino ciego!”, le dije emocionado y moviendo el pie como un pato.

“Es un langostino albino ciego, Azúa, por Dios. Se advierte que tú de crustáceos...”, añadió displicente. Ir con científicos, es lo que tiene.

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13 de septiembre de 2006
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La belleza del infierno

Seguramente me han salvado mis colegas de congreso. Nos habíamos reunido en Lanzarote un grupo de ecólogos, urbanistas, biólogos y sinvergüenzas (yo) para dar un curso sobre las peculiares características de la vida insular en la reputada Fundación César Manrique, gente encantadora. A mí me tocaba explicar la transformación de los centros urbanos en ínsulas de historia prefabricada. O sea, en simulacros ideológicos.

Lanzarote invita a gritar “¡esto está que arde!” incluso sin llegar a los 32º con una humedad del 60%, como alcanzamos desde el primero hasta el último día, porque lo cierto es que la vida natural de la isla es volcánica. Todo es volcánico, todo es erupción y lava y solfatara y azufre. Hasta los grifos del hotel tienen explosiones inesperadas. El suelo es negro con tachuelas metálicas y los campos de color ligeramente zaino se extienden entre lenguas de carbón. Uno cree encontrarse en las puertas del infierno.

Sin embargo (ya me lo habían contado los que se internan en el desierto), poco a poco la sinfonía carbonizada comienza a matizarse, aparecen manchas coloreadas aquí y allá, crecen vegetales minúsculos en los rincones más inverosímiles, en ocasiones tan sólo líquenes de pálido amarillo, y de pronto te das cuenta de que nunca has visitado un lugar tan lleno de vida, de plantas, de animales, de maravillosos colores cuya existencia jamás habías sospechado. La potencia de los supervivientes, por microscópicos que sean, hace gemir la tierra.

Así, por ejemplo, bordeamos un campo de cactus, a la altura de Guatiza, cuyas pencas me parecen enfermas y así lo digo. Frenazo. Todo el mundo a mirar los cactus. “Son Opuntias”, dice Rocío, la encantadora sevillana, y al ver que me pongo bizco, aclara: “¡Sí, hombre, que es la ficus índica, no la ficus carica!”. Respiro aliviado, “¡Ah, bueno, en ese caso...!”. “Hay que ver lo tonto que eres”, dice, toma en su mano una muestra del hongo blanco que mancha las pencas, lo aprieta, y su mano se tiñe de un color rojo vivísimo. Por la noche aún lo llevaba. No hay quien lo borre. Es el carmín más preciado del mundo, y no es un hongo, es una cochinilla, y no es una enfermedad, es un cultivo. Este espléndido carmín escondido en una chinche no se me olvidará en la vida.

Seguimos viajando por tierras de malpaís, es decir, zonas negrísimas en donde los escombros de lava no permiten cultivo ninguno, y de repente se abren unas lenguas de arena como brochazos amarillos que llenan el paisaje de luz. Son los jables, las tierras cubiertas de arena de playa que el viento arrastra desde el otro lado de la isla por pasillos naturales cuando soplan desatados los alisios.

Cerca de los jables, allí en donde la ceniza volcánica (el picón) tiene la hondura adecuada, en el valle de la Gería, se cultiva la viña en preciosos embudos protegidos por muretes diminutos en media luna llamados socos. Las hojillas y las uvas de malvasía se ven casi translúcidas contra el suelo oscuro de picón. El conjunto de las parras, cada una con su soco particular, forma un campo de semicírculos verdes cristalinos en admirables arreglos geométricos sobre fondo lacado en negro, un Kandinsky de los años cuarenta.

Camino del Mirador del Río, hacia el norte, el malpaís está ya alfombrado de tabaibas, sólo han pasado quinientos años y ya la tierra carbonizada y cubierta de escoria va verdeando con una vida pujante. Las manchas delicadas de las euforbiáceas nos van conduciendo hacia el único palmeral de Lanzarote, el de Haría, pero cuando lo avistamos, está muy estropeado. Fernando Parra, que lo había visto hace quince años, se lamenta. Imagino que para él debe de ser como haber conocido a Brigitte Bardot en los años sesenta y verla ahora. Están construyendo mucho en Haría, este pueblo de belleza escalofriante, el único cubierto de buganvillas de toda la isla y que parece salido del Antiguo Testamento. Sólo le falta un borrico y la Sagrada Familia para que venga Giotto y lo pinte.

De repente Fernando Roch, que es urbanista y está muy enfadado, señala una casita blanca y radiante como una novia abrazada a una palmera y exclama: “¡Pero a quién se le ocurre construir una casa al lado de una monocotiledónea!”.

Me parece una de las frases más poéticas de la jornada.

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12 de septiembre de 2006
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Antes de entrar en clase

Ya comienza el curso. Los alumnos se amontonan ahora en los pasillos de la Universidad para matricularse o saltar los obstáculos y tropiezos que los burócratas inventan cada año para justificar su sillón y dar trabajo a los esclavos. Los alumnos, como los pasajeros de Iberia y de RENFE, como los clientes de la Telefónica, son súbditos de unos jefecillos feudales que han heredado la prepotencia de los covachuelistas de Franco. Usan el bolígrafo a modo de látigo.

Nadie se apiada de ellos, pero da pena ver a los chavales perdiendo su vida, horas y horas y más horas, ante una ventanilla en donde esforzadas secretarias tratan de aliviarles la angustia creada por un par de comisiones de funcionarios, psicólogos y pedagogos de plantilla. Como los inmigrantes a las puertas de la comisaría.

Por bendición divina, antes de que comience el curso tengo unos días libres para poner los pies en Lanzarote. Ya era hora. Me voy con la ineludible luz de Humboldt. Por allí pasó en 1799, camino de la América colonial, protegido por aquel ministro inmenso, nunca igualado, Mariano Luís de Urquijo. Como casi todo español de una cierta valía en esos años, murió en el exilio francés. Entre otras cosas había abolido la esclavitud en España. Fue la primera abolición europea, pero parece que nadie lo recuerde. Venga quitar estatuas de Franco, ¿por qué no ponen una de Urquijo?

Antes de emprender viaje, mientras esperaba hacerse a la mar, Humboldt le escribe a Friedländer:

“Dirija una mirada al continente que pienso recorrer desde California hasta Patagonia. ¡Cómo me deleitaré en esta naturaleza grandiosa y maravillosa! Coleccionaré plantas y animales; estudiaré y analizaré el calor, la electricidad, el contenido magnético y eléctrico de la atmósfera; determinaré longitudes y latitudes geográficas; mediré montañas, por más que todo esto no sea la finalidad del viaje. Mi verdadera y única finalidad es investigar la interacción conjunta de todas las fuerzas de la Naturaleza, la influencia de la naturaleza muerta sobre la creación animal y vegetal animadas…”.

¡Señor, qué envidia! ¡Y qué asombrosa energía, audacia, ambición, soberbia! ¡Así se viaja! Nada menos que para investigar la interacción de todas las fuerzas de la Naturaleza. Y para averiguar (¿averiguar, se puede “averiguar” algo sobre ese asunto?) el paso de la naturaleza muerta a la vida viviente, la misteriosa, la augusta transformación de lo vivo en muerto y lo muerto en vivo, antecedente del ingeniero de Valeri Grossman que mencioné no hace mucho, el 24 de agosto.

Humboldt, como sus hermanos de aquella generación de fuego, la generación que heredó la Revolución Francesa para bien y para mal, para amarla y para odiarla, la que recibió sobre sus cabezas la sangre del decapitado, Kant y Hölderlin, Beethoven y Novalis, Goya y Schinkel, tenía ante sí un mundo unitario, trabado, en el que las grietas y perfiles rocosos se traducían en vegetales retorcidos y severos, entre los cuales ramoneaba el cornúpeta loco, cuya carne comían los nativos para aullar a la luna durante las fiestas equinocciales, luna que estiraba hacia su seno la sangre de las parturientas y la crecida de las mareas, etcétera, y en esa cadena aún no convertida en “evolución” veían la potencia primigenia de la Gran Madre, la infatigable, la Gea teogónica. ¡Qué contraste con nuestro mundo desintegrado en millones de microelementos separados entre sí por abismos atómicos y departamentos subvencionados! La nuestra es una poesía de la separación de los entes. La suya, de la unidad del ser.

Bueno, que me voy a Lanzarote. Ahora mismo vuelvo.

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11 de septiembre de 2006
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El Boomeran(g)
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