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Que todo se mueve

Por 14 de septiembre de 2006 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Félix de Azúa

La Fundación César Manrique gestiona fondos para la protección ecológica de Lanzarote. Manrique, muerto en 1992, fue un artista que logró juntar una fortuna en el mercado de pintura de Nueva York durante los años sesenta, años de oro, y luego concibió una obra más sólida: la isla misma. Así, por ejemplo, las carreteras menores de la isla son las únicas de España que no llevan señalización central, para que la línea blanca no rompa la tonalidad azabache del conjunto volcánico.

Con una visión adelantada del desarrollo de la industria turística, intuyó el problema que afecta a todas las islas oceánicas a las que llegan visitantes: son los lugares más frágiles de la tierra, los más amenazados. En menos de treinta años, el turismo ha pasado de ser una actividad secundaria a convertirse en la industria más rentable del mundo, por encima de la química, la automovilística, o la farmacéutica. En el año 2000 se movieron 668 millones de turistas. Allí en donde desembarca el turismo de masas la destrucción es inmediata, sean las Ramblas de Barcelona o un oasis tunecino. En pocos años los lugares más delicados, como Lanzarote, sufren un verdadero arrasamiento, una nueva erupción volcánica en la que coches, motos y autocares hacen la función de la lava.

Manrique adivinó lo que iba a suceder y se planteó crear cuatro o cinco centros de atracción, construidos con suma inteligencia para aglomerar el turismo de la isla en unos pocos puntos y de ese modo dejar en paz a la mayor parte del territorio. Así lo hizo, gracias a la colaboración del Cabildo, pero el éxito ha sido tan rotundo que en este momento hay ya serios problemas para digerir las masas turísticas incluso en los puntos diseñados para tal fin.

La visita del núcleo volcánico de Timanfaya es un buen ejemplo. El lugar sigue teniendo tal potencia telúrica que resiste bastante bien la avalancha de autobuses y las colas interminables de automóviles, pero el visitante se ve obligado a pasar frente a paisajes estremecedores y junto a cráteres abiertos como heridas, a toda velocidad y sin salir del autocar. Imposible tomárselo en serio.

De modo que aquello mismo que atrae al visitante, queda destruido por la llegada del visitante. Una paradoja que parece el núcleo de una tragedia griega. A lo que debemos añadir un segundo elemento.

La encantadora Idoya, una de las biólogas de la Fundación, nos contó que su abuelo transportaba camellos de África a Lanzarote, cuando todavía la población era mayoritariamente agrícola. Cuando los aljibes menguaban, en todos los pueblos y en las viviendas aisladas había que ir a buscar el agua a Arrecife, donde estaban las grandes maretas, depósitos muy capaces que proporcionaban agua de boca a toda la isla. El transporte aún se hacía sobre la joroba de los camellos. Su hermano todavía estudió a la luz del candil en 1973, porque la luz eléctrica no llegaría hasta el año siguiente. En resumidas cuentas: ha sido el turismo lo que ha sacado a la isla de una vida que había quedado estancada en el feudalismo.

De modo que los isleños no pueden rechazar el turismo, pero es el turismo lo que va a destruir a la isla, la cual se quedará sin turismo en cuanto se banalice lo que atrae al turismo. Hay síntomas de agotamiento en las zonas más explotadas, como Costa Teguise.

Otro amigo de la Fundación, Alfredo, expuso el proyecto que se avecina: siendo así que Fuerteventura carece de interés biológico o monumental, pero en cambio posee una capacidad de almacenamiento turístico casi intacta, la solución que están estudiando los expertos es usar la plataforma vecina como isla dormitorio (y jolgorio), unida por rápidas lanzaderas y carreteras de primer orden con los centros turísticos de Lanzarote. De ese modo se preservaría la joya del archipiélago, con el beneplácito de los vecinos, encantados de la riqueza que les caería encima.

Una pesadilla, seguramente, pero, ¿hay alternativa?

Y con esto (suena el finale de las “Noches en los jardines de España”) nos despedimos de este marco incomparable con nuestro habitual no es un adiós sino etcétera, etcétera. (v. 3 julio)

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Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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