Marcelo Figueras
Y pensar que todavía existe gente que cree que los escritores somos gente seria, que pasa el día abocada a los grandes temas, a los que sólo les dedica grandes pensamientos… Si me preguntan a mí, diría que es verdad que algunos escritores piensan en los grandes temas, pero agregaría que la ley de las compensaciones proporciona a sus vidas una generosa porción de frivolidad, aunque más no sea para compensar: no conozco a ningún gremio más proclive a los celos, la envidia y el chismorreo vil que el de los escritores.
Ya les conté que estaba leyendo la biografía de Capote, uno de esos raros artistas que no sólo no se esfuerzan por disimular la frivolidad que forma parte esencial de nuestras vidas, sino que por el contrario la subrayan. Voy por 1950, el año en que Capote y su amante Jack Dunphy pasaron en un chalet próximo a Taormina, alarmados por la presencia de un hombre lobo (parece que en Taormina eran cosa habitual), viviendo la erupción del Etna como una atracción turística y tomando martinis en el Americana Bar en compañía de Jean Cocteau, Orson Welles y Christian Dior. A pesar de estas distracciones Capote se sentía un tanto apartado del mundo, y enviaba cartas a troche y moche en las que, muy especialmente, reclamaba que le escribiesen también. Fue en el texto de una de esas cartas suyas, enviada al matrimonio amigo de los Cerf, que descubrí uno de los pasatiempos de Truman: un juego de relaciones que le gustaba llamar CIP, la Cadena Internacional del Polvo.
Yo conocía ya los Seis Grados de Kevin Bacon, que hace posible llegar desde Kevin Bacon hasta cualquier otro actor en un máximo de seis pasos, y que a su vez es una aplicación práctica de la teoría de los Seis Grados de Separación, tan bien explotada por John Guare en una magnífica obra teatral. Pero de la Cadena Internacional del Polvo no tenía ni noticias. “Es una cadena de nombres,” dice Truman en su carta, “todos enlazados por el hecho de que él, o ella, haya tenido relaciones con la persona previamente mencionada. Por ejemplo, esta es una cadena que va desde Peggy Guggenheim al rey Faruk. Peggy Guggenheim con Lawrence Vail con Jeanne Connolly con Cyril Connoly con Dorothy Walworth con el rey Faruk”.
Capote proporciona dos cadenas más. Una es la insólita que une a Henry James con la actriz Ida Lupino: James se acostó con Hugh Walpole que se acostó con Harold Nicolson que se acostó con David Herbert que se acostó con John C. Wilson que se acostó con Noel Coward que se acostó con Louise Hayward que se acostó con Ida Lupino. Y su cadena predilecta es la que une a Cab Calloway, el cantante de jazz que se hizo famoso gracias a Minnie the Moocher, con Adolf Hitler. Según Capote es así: Calloway se acostó con la marquesa Casamaury que se acostó con el cineasta Carol Reed que se acostó con Vanity Mitford (¡oh, Vanity, tu nombre es mujer!) que se acostó con el Führer en persona…
Para poder jugar hace falta un conocimiento enciclopédico del chismorreo y un grado equivalente de malicia, lo cual convertía a Truman en un candidato perfecto: “Puedes calumniar a diestra y siniestra, todo en interés de le sport,” se ufanaba.
Lo cierto es que el jueguito de Truman me puso a pensar en las cadenas de las que uno formó parte… o pudo haberlo hecho. Una vez, por ejemplo, ignoré los avances de una estrella internacional del pop, a quien estaba entrevistando en New York: si hubiese aceptado su juego, me habría convertido en un eslabón más de una cadena que puede dar vuelta a la Tierra varias veces. En todo caso, si quiero avergonzarme no tengo más que imaginar con quién me vinculan algunas cadenas de las que, ugh, formé parte en efecto.
Toda acción que aproxime a un escritor a la humildad es, en esencia, una buena acción.