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Escrito por

Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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El juego interrumpido

Durante muchos y repetidos días terminales de agosto hemos asistido al espectáculo del dolor popular retransmitido en directo con una autenticidad muy infrecuente en la televisión. El dolor popular está presente todos los días en los entierros del mundo islámico, en las familias destruidas por huracanes, incendios o bombardeos, en la omnipresencia del terror, la miseria y la crueldad, una constante en los diversos canales porque es un componente esencial sin el cual la televisión sería inútil. El contrapunto de los concursos, culebrones, series, deportes, galas y programas de obscenidad sentimental ha de ser necesariamente una presencia del dolor, la miseria y la muerte en espacios prime rate. Sólo de ese modo es posible salvar a los informativos del resto de la producción y darles un simulacro de realidad que permita pensar en el medio televisivo como algo que informa sobre algo. De no ser por la acumulación de muerte y terror, la televisión sería una play station y los adultos buscarían otros espectáculos más excitantes.

Sin embargo, la intensidad y emotividad del duelo producido por la muerte del joven futbolista del Sevilla ha superado con mucho todo lo habitual. En realidad, el suceso pertenece a un orden distinto al de la muerte en directo y no había sido planeado: escapaba por completo a la muerte televisiva habitual y por eso fue necesario un sobreesfuerzo para recuperarlo y domesticarlo.

Las familias arrasadas por un suicida en Bagdad o por un huracán en Nueva Orleans parecen de ficción si se comparan con la veracidad evidente que aparecía en los rostros de los ciudadanos trastornados por el suceso. Y ello, no por la proximidad geográfica o cultural que nos haría compartirlo con simpatía, sino porque las imágenes de desolación no venían incitadas por un daño personal, una pérdida material, una violencia en carne propia, sino por una desdicha ajena. La muerte inesperada e incomprensible de un muchacho, el espantoso aparecer del sinsentido. Algo de lo que la televisión huye desesperadamente.

Yo sólo recuerdo un movimiento popular comparable, cuando ETA compuso un escenario macabro para asesinar a Miguel Angel Blanco. En aquella ocasión la banda mostró el fondo profundo de la trivialidad política en la que se escuda, su mediocre alma funcionarial, y puso fecha a una pena de muerte dictada por el amor a la patria vasca. Aquellos dos días de reflexión les explotaron en las manos. La espontaneidad del dolor popular fue tan colosal que asustó incluso a los beneficiarios del terror, los que recogen las nueces, de manera que hubieron de retroceder algunos pasos en sus narcisismos nacionales durante unos meses, espantados ante la verdad que se había abierto a los ojos del mundo por un capricho de la banda.

Uno de los jóvenes que lloraba al futbolista sevillano ante las cámaras dijo que habría preferido perder la liga antes de que sucediera algo tan tremendo. A aquel chaval no le cabía en la cabeza posibilidad más terrorífica que perder la liga, pero la muerte del futbolista le había abierto un abismo vertiginoso. Para su horror, sí que había algo peor. La causa de tanta desesperación es la irrefutable presencia de la muerte, no como consecuencia de un acto  previsible o contabilizable (una guerra, un huracán, un incendio, un atentado terrorista, los celos del macho, la carretera, las drogas), sino como absurdo absoluto. La muerte como algo natural, inevitable, fatídico y que nos agrede a todos sin excepción. Desde la pantalla, desde el lugar de la paz y la felicidad.

Al ver cómo un joven atleta caía fulminado sin otra causa que su propio corazón, simplemente porque le había llegado su hora, todos nos hemos visto señalados por el dedo de la muerte real, la que no puede domesticar ni la administración, ni los psicólogos, ni los filósofos, ni los curas, ni absolutamente nadie. Una muerte para la que no cabe buscar culpables o responsables. La muerte de aquel muchacho es la acusación más grave que se pueda pensar contra la vida misma: que no tiene sentido. Eso es lo que desespera hasta el punto de desear perder la liga. O cosas peores. Cosas que la administración política, la garante de la paz y la felicidad, no se puede permitir.

La similitud con la espontánea manifestación que tuvo lugar cuando ETA asesinó a Miguel Angel Blanco se debe, a mi entender, a que los terroristas, llevados de su alma publicitaria, lo presentaron como un espacio televisivo, es decir, con una secuencia diseñada y previsible: proponían como premio la vida de la víctima y las pruebas a superar eran aquello que exigían de los concursantes a cambio de no asesinarle. La independencia de las provincias vascas, por ejemplo. Estaba mal planificado. La espera se hizo insoportable y las gentes salieron a la calle para exigir que los directivos anularan el programa.

En ambos casos la aparición de la muerte en pantalla provocaba un sinsentido insufrible: el asesinado de todos los días, el asesinado normal, como los dos ecuatorianos casi imperceptibles de Barajas, aparece ya muerto, como una consecuencia o un daño colateral de una causa reglamentada, y no produce espanto. Lo intolerable es la expectativa que obliga a una reflexión. O la reflexión que nos asalta a pesar de los esfuerzos que hacemos para evitarla. Cuando el horror se lleva en privado (una enfermedad, un accidente) no hay escándalo, todo queda en casa, el estado no interviene más que para recoger lo sobrante, es decir, el cadáver. Otra cosa es cuando la muerte aparece como espectáculo.

En un extraordinario ensayo titulado El arte, el terror y la muerte, el filósofo Arturo Leyte argumenta que la administración política se las entiende mucho mejor con el terror que con el pensamiento. Al fin y al cabo las víctimas del terror, como las de un huracán o un incendio, son contabilizables, forman la materia de una estadística, se pueden integrar en el sistema de la muerte televisiva o del programa de partido sin peligro. Lo en verdad insoportable es la reflexión que provoca la insignificancia de una muerte imposible de contabilizar, sea porque hay que esperarla, sea porque nos asalta sin haber sido programada, desde las pantallas de la paz y la felicidad, interrumpiendo el continuo de la publicidad.

La del joven Antonio Puerta rompió la infinita serie de partidos sedantes, la repetición serial y tranquilizadora de goles, derrotas, victorias, ligas, copas, contratos, lesiones, árbitros, directivos, equipos, y vuelta a empezar, día tras día, mes tras mes, año tras año, el ciclo repetitivo como garantía de una eternidad feliz. La misma felicidad que esa repetición de las elecciones, los ganadores, la oposición, ahora me toca a mi, han ganado los míos, nuevas elecciones, nuevos ganadores, garantía de una vida tranquila y sin fin encadenada por la lógica de la publicidad.
Sin embargo a veces lo real, como una peste hedionda, se cuela en la aséptica programación y hiere por sorpresa el corazón de millones de personas que, como suele decirse, sólo trataban de pasar un rato distraídos. Lo real no es otra cosa que la muerte, esa rareza. Y la muerte no es sino una interrupción. El momento en que algo que se daba por seguro se interrumpe. Habla Leyte del momento de inquietante suspensión que sufren los espectadores cuando se estropea el proyector y la película queda momentáneamente rota en un fotograma que muestra la entraña oculta del film, su discontinuidad, el simulacro de actividad formado por miles de escenas estáticas. Ver la interrupción, lo que hay en medio del continuo espectáculo de paz y felicidad publicitaria, unido sin diferencia al dolor y el terror espectaculares, esa nada, ese vacío, ese fotograma ciego, es lo que solemos llamar “conocer la verdad”. Y está oculta porque es lo que más tememos. Cuando de repente nos asalta por sorpresa, todo se difumina en la niebla del sinsentido, nada tiene ya importancia. Ni siquiera la liga.

Artículo publicado en: El Mundo, 1 de septiembre de 2007.

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3 de septiembre de 2007
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Fatalidad universal de las destrucciones

En la zona subártica de Québec y sobre una superficie similar a la de España, viven los indios Cri. En esa inmensidad blanca, costera de la bahía de Hudson, dispersos en un puñado de poblaciones, los Cri tratan de mantener su identidad. No llegan a veinte mil y su vida ancestral en los bosques, así como el nomadismo propio de las tribus cazadoras, hacen difícil la supervivencia. Durante tres años mi amiga Clara Valverde convivió con los Cri gracias a un programa de cooperación entre las autoridades sanitarias canadienses y el Consejo Cri de la Salud. Cuando aterrizó en Whapmagoostui, primera de sus etapas, la temperatura era de cuarenta grados bajo cero, lo normal durante la mayor parte del año. Su primer contacto, la responsable del programa por parte Cri, le advirtió: “Nosotros llevamos seis mil años aquí, en iyiyuuschii, “la tierra de las personas”. Cuando vinieron los primeros europeos, hace ciento cincuenta años, nosotros no sabíamos de dónde venían, pero ellos no sabían a donde llegaban”. Era su manera de advertirle que no se hiciera muchas ilusiones.

Casi todos los libros que relatan convivencias entre culturas sumamente distantes suelen adolecer de un aire novelesco. No sucede lo mismo con los recuerdos de Clara porque su transparente escritura delata un alma cristalina, tan cándida como la de los indios con quienes vive. La candidez no excluye severas turbulencias de carácter, pero es un don que algunas personas poseen para no interponerse entre el lector y lo narrado. Lo que Clara cuenta sobre los Cri tiene el brillo de la evidencia.

El drama de los Cri, como el de tantas tribus de indígenas americanos, es su incapacidad para vivir según el modelo técnico cristiano, eso que solemos llamar “civilización occidental”. Un modelo al que, en cambio, se adaptan los coreanos, los hindúes o los indios mejicanos. ¿Por qué unos pueblos pueden adaptarse y otros no? Lo ignoro, pero la inadaptación suele denunciarse como un problema para los colonizadores, cuando a todas luces es un problema de los colonizados. Quiero decir que son ellos quienes sufren los efectos de la inadaptación.

La gran amenaza que pende sobre los Cri es la construcción, en sus tierras, de enormes presas proyectadas por Hydro-Quebec. El brutal cambio de hábitat que traen los pantanos hidroeléctricos hace imposible mantener sus usos ancestrales: la vida en los bosques, la caza, los viajes rituales. De manera que la alternativa es, o bien la adaptación, o bien la extinción. A lo largo del relato uno comparte con cariño la arcaica existencia de este pueblo de carácter pacífico y bellas tradiciones, de manera que no puede sino indignarse ante la progresiva invasión de la técnica más destructiva, el abuso del poder blanco, la injusticia de ver expulsados a los indios de sus tierras y todo el cúmulo de vilezas a que nos han habituado los directivos de las grandes compañías. Vivimos, una vez más, el consabido triunfo de los fuertes sobre los débiles y la incapacidad de las naciones tecnificadas para respetar los enclaves vírgenes, las culturas silvestres, los restos de vida premoderna.

Luego, casi sin quererlo, uno se traslada a los países industrializados y comprende que tampoco en ellos la situación es muy distinta. También aquí hay una fuerza que empuja y destruye y otra que se resiste a desaparecer. Por ejemplo, en Cataluña, la cuestión tan debatida de la Línea de Muy Alta Tensión que debe electrificar el país con torres gigantescas que lo cruzarán desde la frontera francesa como una muralla de hierro. Los habitantes de los pueblitos de la provincia de Gerona por donde ha de pasar el río de kilovatios se defienden como fieras ante la invasión de las eléctricas. Como los indios Cri, son gente habituada a vivir en lugares apacibles, hermosos, en los que todavía la “naturaleza” (sea ello lo que sea) mantiene un aspecto acogedor.

Sin poderlo remediar uno piensa en los miles de ciudadanos para los que se está proyectando la red eléctrica. Los centros turísticos cada vez más escasos de servicios básicos. Los hogares cada vez mejor dotados de aires acondicionados. Las líneas férreas hipertécnicas, como el AVE. El déficit tremendo de flujos energéticos denunciado todos los días por los políticos catalanes. Y uno entiende que Hydro-Quebec no ha de ser muy distinta de Endesa, ni los Cri serán muy diferentes de los ampurdaneses.

De modo que uno se queda suspenso porque, o bien se detiene toda tecnificación para que unos pocos mantengan una vida ancestral (también llamada, abusivamente, “ecológica”) a la que tienen todo el derecho, así como a que no cruce por sus huertos ni un solo tendido eléctrico; o bien uno se pone del lado de la tecnificación (también llamada, abusivamente, “progreso”) y decide que el mayor número de beneficiados es el que manda, según reza el despiadado orden democrático.

Es difícil tomar una decisión que enfrenta minorías de vida limpia y mayorías de vida sucia. ¿Aunque quizás no son tan limpios? Porque tanto los indios Cri como los ampurdaneses también gastan electricidad: tienen aparatos de TV, neveras, microondas, ordenadores, radios, lámparas, planchas, hornos y teléfonos. Y cuando van al hospital, rayos X. Quizás si renunciaran a todo eso nos facilitarían la elección.

Artículo publicado en: El Periódico, 29 de agosto de 2007.

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31 de agosto de 2007
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Finales desprovistos de principios

Cuando Lord Byron estaba escribiendo su célebre poema Don Juan, el más hermoso canto jamás dedicado a la figura del diabólico libertino, había cumplido ya los 30 años. Era, para su época, un hombre en el umbral de la vejez. Además, su aspecto era lamentable: había engordado, se estaba quedando calvo, la cojera era más conspicua que nunca y él mismo se consideraba físicamente acabado. No obstante, en Venecia perseguía cualquier cosa que tuviera el aspecto aproximado de una hembra y tras poseerla se dedicaba a divulgar por toda la ciudad los caracteres internos de su conquista.

Entonces conoció a Teresa Guiccioli, condesita provinciana de 19 años destacadamente tonta, según todos los biógrafos, de una vanidad y una testarudez colosales, pero graciosa de cara. A los ojos de Byron tenía un atractivo peculiar: estaba casada con el conde Guiccioli, tipo riquísimo, sin escrúpulos, de izquierdas (o sea, enemigo del Papa), posible asesino y con un robusto físico de 60 años. La joya del viejo conde era una presa irresistible. Sería la última.

La historia de Lord Byron y Teresa no tiene nada de romántico, aunque los personajes se empeñaran en creerlo. El marido se dejó poner los cuernos porque el dinero y los contactos de Byron le gustaban más que su esposa. A la niña le chiflaba que la vieran con el célebre lord a sus pies. Los burgueses de Ravena y de Venecia se morían de risa. De modo que fue el pobre Byron quien hubo de poner sensatez en aquella cabeza de chorlito, el que limitara la codicia del marido, el que mantuviera una actitud convencional y prudente para evitar la difamación, y quien, tras producirse la separación, propusiera el matrimonio. En aquella historia, todos menos el poeta actuaron como diabólicos personajes byronianos.

Quizá asqueado por el papelón, Byron no tuvo más remedio que convertirse en un héroe. Salió huyendo de la condesa hacia el Egeo para ayudar en su lucha por la independencia a los nacionalistas griegos (que le robaron ipso facto), y al poco murió decentemente en Missolonghi. De enfermedad.

Artículo publicado en: El Periódico, 25 de agosto de 2007.

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27 de agosto de 2007
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Insondables debates estivales

Debo de ser el único ocioso, quiero decir, sin obligación profesional, que escuchó con mansa devoción a esos portentos públicos, Pizarro y Álvarez. El primero por ser el jefe de Endesa, causante junto con otro señor (de quien nada se puede decir porque es inexistente) del bonito número de lupanar llamado Barcelona a les fosques. La segunda por ser titular de Fomento y encargada del catatónico estado de aeropuertos, trenes, autopistas y cabaña porcina de la Ciudad de los Prodigios. Fueron horas, pero valió la pena. Los estudios de antropología dan mucha y buena información para luego comprar el pan, ir al cine o consentir caprichos a la amada de un modo justo y benéfico. Quiero decir que no me importaba averiguar si eran culpables o no (sin duda lo son), sino conocer sus maneras y averiguar si se les caen los espaguetis por encima cuando comen.

La ministra Álvarez tiene el furor impío de la plebe, pero con peor educación. Digamos que es un cruce entre la Pasionaria y Fraga Iribarne. Que personajes como esta buena mujer tengan cargos de gobierno dice mucho sobre cómo se selecciona al personal. Sin embargo fue redimida por un majadero de Esquerra que la comparó con “un señorito andaluz que fuere a dar limosna a Barcelona”. Los señoritos andaluces jamás han dado limosna, eso es propio de clases medias. Hay que ver lo paletos que son los de Esquerra.

Pizarro, en cambio, me pareció un virtuoso. Su intervención dio esplendor al abogadillo del estado que llegó a jefe de una gran empresa corsaria europea. Un tiburón, uno de esos expertos que si trabajara para la Generalitat, Barcelona ya sería Berlín. Pero, claro, no puede porque no tiene el nivel C de catalán. Verle disparar sin piedad crueles obuses contra los diputados catalanes, cuyas intervenciones iban de la queja llorica al sentimentalismo indigesto, era patético.

Como escribió Alfredo Abián, agudo director adjunto de La Vanguardia, fue como ver a unos aficionados a la esgrima agitando sus infantiles floretes frente a una descomunal Tizona. Y para colmo, de la Corona de Aragón.

Artículo publicado en El Periódico, 18 de agosto de 2007.

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20 de agosto de 2007
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En el mejor de los cinco sentidos

La noche comenzó con un joven polaco de aire desmañado, flequillo sobre los ojos al modo perruno y manos a la espalda en amable paseo ante el portal de Sant Genís de Torroella. A mi lado, un pianista profesional miraba atónito al polaco. "Vaya, ni ejercicios, ni calentamiento, ni concentración; ahí le tienes, mirando las estrellas. Qué fenómeno".

Poco después Piotr Anderszewski seguía paseando entre las estrellas, pero ahora sobre el teclado de un Steinway. El primer concierto de Beethoven sonó más leve, brioso y aéreo que nunca. Yo le tenía bien encarado y veía aquellos dedos volar sobre las teclas sin esfuerzo ninguno, como si solo las rozara con las yemas, y cavilaba yo acerca del ingenio de los humanos para forzar sonidos inauditos, arrancados al silencio de la tierra por nuestro arte, sonidos que solo nosotros entendemos, sonidos inteligentes.

Me pareció entonces que el oído era el sentido que mejor nos diferencia de otros animales y que el ámbito sonoro es todavía más insondable que el visual o el táctil. Una sutil membrana separa el mundo externo del interior de nuestros cráneos. La música viene a ser como un habla espontánea del cerebro que no pasa por la lengua.

Con estas elevadas disposiciones me fui a dormir, pero en la mitad de la noche los rayos y truenos cayeron sobre nosotros como ángeles condenados. Era la tan temida tempestad de agosto, desaforada, histérica. Los relámpagos iluminaban la habitación con fulgores de cadáver. Los truenos llegaban de seguido con su cavernosa voz ampliada en la caja del firmamento. Al día siguiente supe que habían caído catenarias, se detuvieron trenes y camiones, el mar se tiñó de otoño. En el horizonte mañanero permanecían los lejanos redobles del trueno.

Aquel era el sonido del pedregal cósmico. La potencia inmisericorde de la tempestad, el concierto para rayos y truenos, parecía arrasar el espíritu y la gracia del concierto para piano. Pero no: era tan solo ruido y furia, idiotez destructiva, el aullido del vacío por su dolorosa esterilidad. Aunque también hay una ternura en el caos.

Artículo publicado en: El Periódico, 11 de agosto de 2007.

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13 de agosto de 2007
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Tinieblas en el noreste

El muy amado Juan García Hortelano nos contó que en algún momento de su agitada juventud tuvo trato con un grupo de bohemios adictos al coñac de garrafón, memoria viva del siglo XIX, los cuales, en una disputa sobre la antigua institución de las casas de lenocinio, alababan sobremanera los refinados centros catalanes, uno de los cuales, en el nacimiento de la calle Tapias de Barcelona, ofrecía tableaux vivants a la manera francesa, pero con desbordada fantasía sureña. Un conocedor afirmaba no haber visto en su vida espectáculo más lúbrico y depravado que el cuadro viviente titulado Manresa a les fosques (Manresa a oscuras), orgullo del local, pero cuando se le preguntaba en qué consistía el tal tablado, enrojecía, farfullaba y no encontraba palabras para describirlo, tanto era el complicado conjunto e interconexión de las diversas mancebas que hasta número de ocho intervenían en el mismo.

Algo similar ha sucedido en las últimas semanas en Barcelona y si bien no puede decirse que la población haya montado un cuadro viviente de supremo erotismo, sí cabe afirmar que la ciudad se ha convertido en una tenebrosa casa de putas (casa de barrets) en la que los ciudadanos hacían de espectadores atónitos, mientras los políticos, a modo de pupilas, se entregaban a las más inverosímiles y oníricas contorsiones. Días atrás pude ver por la televisión a uno de los hijos de Jordi Pujol, mozo que se adorna con patillas de boca de hacha que le dan un aire trabuquero (trabucaire), acusando con toda la razón del mundo a un tembloroso conseller ("consejero") de actuar como el jefe de una asociación de vecinos y no como responsable de la energía en Cataluña. Boquiabierto, el público admiraba las inverosímiles convulsiones del cuerpo de los diputados con iluminado horror.

En este particular Barcelona a les fosques que han vivido y siguen viviendo los vecinos de la ciudad que fuera bautizada por su ayuntamiento como la millor botiga del món ("el mejor establecimiento público del mundo") han ido apareciendo en su más cruel desnudez y en retorcidos números las capacidades imaginativas y morales de nuestros representantes.

Es de todo punto evidente que Barcelona no ha dejado de crecer a pesar de los esfuerzos de los partidos nacionalistas para que lo hiciera en dirección única: la de continuar siendo capital de un país molt petit ("un país pequeñito"), adecuado al talento y la voluntad de la elite dirigente nacional. Sin embargo, no cabe duda de que nadie les ha hecho el menor caso y el trabajo (mal pagado) de buena parte de la población ha creado una ciudad digna de Gargantúa. En este momento la densidad urbana es la propia de cualquier ciudad oriental, de ésas en donde toda actividad (con predilección por los entierros) concentra a cien mil varones aullantes unos encima de los otros tirándose de las barbas. El simulacro de que la corona de ciudades que rodea a Barcelona no tiene la menor relación con Barcelona, desmentido por millones de automóviles que entran cada día en la ciudad, ha colapsado la red de carreteras y ni siquiera los carísimos peajes (rotundo desmentido a la leyenda de la avaricia catalana) detienen el tsunami humano que trata de llegar a su trabajo cada mañana con la lengua fuera.

Comunicaciones, aeropuertos, electricidad, agua, red de metros, muelles y demás sistemas de circulación de mercancías calculados para un país enano y para una ciudad de misa de doce, dan risa o hacen llorar. Que de ello tenga toda la culpa el malvado y nunca bien definido "Madrit" no se lo traga ya nadie. Ni los secesionistas, desde que han abandonado sus pueblicos y han accedido a una información más rigurosa sobre cómo funciona una región europea. Eso no quiere decir que, en efecto, no haya habido una abulia inadmisible por parte de los ministros que se supone tienen a España entera en la cabeza. Me temo que la tienen por partes y según quién manda en presidencia. En todo caso, ahora es quizás un poco tarde y van a tener que detraer inversiones de todos los azimuts, como dicen

Pasa a la página siguientenuestros vecinos, si no quieren que la cosa acabe con otro levantamiento de los segadores (els segadors) versión urbana y con botellón Molotov en lugar de la atávica hoz (falç) del himno nacional.

Dicho lo cual y en defensa de la verdad, añadamos que la otra parte de responsabilidad la tienen los políticos catalanes que desde hace treinta años están más preocupados por cómo se peina la gente y si respetan el modo catalán de dejarse flequillo que de las redes eléctricas o el transporte público. Todavía hoy un alcalde de pedanía puede detener un tendido de alta tensión, dos consellers una extensión de aeropuerto y tres diputados de la Generalitat colapsar la totalidad de las inversiones en infraestructuras. El actual Gobierno municipal está a punto de modificar por sexagésima vez el trazado del AVE antes de que llegue. Sin tapujos: en Cataluña no se sabe quién manda. Incluso es posible que no mande nadie.

Los lugares más o menos civilizados a los que nos comparamos constantemente hacen algo más que tener un rollizo club de fútbol. Tienen, por ejemplo, instituciones técnicas serias. Y las respetan. Me pregunto yo si buena parte de los desastres de la Barcelona a les fosques no será que los técnicos han dejado de tener la menor importancia para políticos y empresas y sólo se escucha con exquisita atención a los contables. Llámenlos jefes de marketing, si lo prefieren. En los países normales, una vez se ha escuchado a los técnicos y se conoce la mejor y más barata solución, los políticos están para tomar decisiones y ponerlas en práctica. Me pregunto yo si los políticos catalanes son capaces de semejante cosa. La imagen que dan es la de gente dubitativa, medrosa, influenciable, voluble, contradictoria, confusa y con muy poca autoridad. Todos acaban mascullando: "¿Y a mí qué me cuenta?, yo soy un mandao".

La falta de autoridad obedece a razones profundas. En los lugares civilizados a los que me he referido hay una jerarquía que se establece democrática, económica y socialmente. Luego todos tratarán de saltarse la línea de mando mediante sobornos, corruptelas, favores, amenazas o enchufes, pero por lo menos la cadena está clara. Vean si no estos días al fino Villepin declarando ante el señor juez o recuerden cuántos altos cargos de empresas colosales han mordido el polvo en los EE UU. En Cataluña nadie sabe quién manda y todos suponemos que basta una llamada de teléfono para que de la noche a la mañana se anulen planes, se desvíen trazados, se extiendan aeropuertos por lugares inverosímiles o surjan estaciones de metro en medio de la nada, como esos teatros nacionales construidos justamente donde no hay ni un miserable autobús. Yo he visto aparecer en la autopista AP-7, dirección norte, un aluvión de camiones desviados de Gerona por un alcalde listísimo y vomitados a la autopista justo cuando pasa de tres a dos carriles. Nadie sabe cómo ha sido, pero ahí están, haciendo carreras entre ellos y adelantándose a 0,7 kilómetros por hora. Y todo para no incomodar a los gerundenses con sus ruidos y sus gases. ¡Quién tuviera a ese alcalde!

Si en lugar de construir un país feérico, en donde todo el mundo se parezca a Núria Feliu y a Lluís Llach, nuestros representantes decidieran construir un país real, es posible que se percataran de que una ciudad como Barcelona, en efecto, no puede tener al mando un jefe de asociación de vecinos, como dice tan acertadamente ese hijo de Pujol de vis agitanada. Para lo cual es esencial que se pongan de acuerdo sobre quién manda aquí. ¿Nosotros, quiero decir, los que pagamos? ¿Ellos, los que cobran? ¿La Caixa, Endesa, Telefónica, Iberia, y tutti cuanti? ¿Las inmobiliarias? ¿Los recaudadores de los partidos? ¿La prensa local? ¿Una docena de familias? ¿Los hijos y nietos de esas familias? ¿Woody Allen? Porque lo que hasta ahora llevamos de política catalana nos ha convencido de que quien no manda, pero es que absolutamente nada, es nuestro representante en esta tierra afamada internacionalmente por la invención del Manresa a les fosques. Y no manda porque carece de responsabilidad. Es decir, no se siente responsable de nada y tiene cara de a mí que me registren. Un irresponsable henchido de amor patrio, eso sí.

Artículo publicado en: El País, 10 agosto de 2007.

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10 de agosto de 2007
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El más cruel de los meses

Un año entero preparándose para cuando llegue la fiesta, y cuando llega resulta que es agosto. Como cada año, el mes que se propone para reposar y tomar resuello se trueca en la gótica estampa de una población diezmada por la peste negra. De nadie es la culpa, esto cae sobre nosotros por un giro inefable de la rueda de Fortuna, como erupción volcánica. No es posible prever un colapso de trenes, eléctricas, aeropuertos, la visita de la legionela y la medusa, todo ello cercado por un anillo de fuego exterminador.

Cierto que algunas de las más insignes plagas son predecibles. Ya sabemos que a comienzos de agosto irá a la huelga la aristocracia: pilotos de avión, maquinistas de trenes, servicios de puertos aéreos y marítimos, y así sucesivamente. No suelen coincidir todos al mismo tiempo, lo que aviva la sospecha de que se lo reparten: este año toca camiones; el próximo, autopistas; al siguiente, supermercados. El caso es tomar como rehenes a varios cientos de miles de trabajadores desesperados y extorsionar a la empresa.

Sin embargo, y a pesar de que todo conspira para que el de agosto sea el más cruel de los meses, siempre acaba sucediendo algo que lo redime. Es la milagrosa virtud del ocio: bastan cinco minutos para que redescubramos nuestra ínfima y sin embargo gloriosa naturaleza y accedamos a la reconciliación y a la ternura del caos. A mí me pilló la otra noche, en L'Estartit.

Había luna llena. Rielaba sobre el mar a la manera griega con una sinuosa cola de plata que vibraba agitada por millones de joviales alevines. En la negra masa marina parpadeaban dos pesqueros lejanos en eco rítmico con el farillo de posición. Las islas Medas se recortaban rotundas, amenazadoras; parecía que respiraran contra un cielo color vino. Allí, al final del espigón, nadie había aparte de nosotros, dos insignificantes humanos, pero también guardianes de la única inmortalidad que ha concebido el cosmos. Solo por esos minutos ya doy por bueno el mes infame. Estoy persuadido de que a todos ustedes les ha sucedido algo parecido.

Artículo publicado en: El Periódico, 4 de agosto de 2007.

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6 de agosto de 2007
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A oscuras y en celada permanente

Me parece estupendo que, tras el apagón barcelonés de cada verano, los medios de formación de masas locales se lancen en busca de un culpable. La categoría del culpable varía según los intereses del medio y es instructivo comparar a quién señalan unos y otros. El resultado es una radiografía del poder real en Catalunya y su jovial ¡viva mi dueño! La pregunta fantasma es: ¿quién manda aquí? Y la respuesta: nadie a la vista. El poder real vive a oscuras todo el año. Jamás lo veremos. Más vale: nos llevaríamos un susto.

Antes era más fácil. El patriota Juan March exprimió a la región catalano-balear hasta dejarla exangüe. Su trompa de pulgón era una eléctrica. En cada cuadrante de la Península, Franco había impuesto un cacique armado de una eléctrica a modo de trabuco. A los gallegos, Fenosa. A los del centro, la familia Oriol. Todo en buenas manos. ¿Creen ustedes que ha cambiado algo? No se hagan ilusiones: Franco sigue vivo. Está escondido en las eléctricas, en las telefónicas, en Renfe, en Iberia, en el gang de banqueros, allí en donde siempre estuvo. Con leves matices sigue actuando con la impunidad, el despotismo y la chulería que le caracterizan, ante una sociedad abandonada por sus representantes.

El otro día cambiamos el contador de mi finca. Los vecinos nos preocupamos de mejorar unas instalaciones rotundamente viejas, como la casi totalidad de la red barcelonesa. Los de Fecsa-Endesa nos presentaron un presupuesto indescriptible. Amenazados con una auditoria, lo rebajaron- ¡a la décima parte! Eso sí, lo instalaron cuando les dio la gana. Por fortuna, uno de los vecinos había sido ingeniero en una eléctrica y antes de proceder al contacto general estudió la instalación. Se quedó lívido. La compañía nos había enganchado a 380 voltios. En una finca de 220. Si llegamos a conectar, salta la casa entera. Ordenadores quemados. Teléfonos fritos. Neveras congeladas. Televisores socarrados. Y así sucesivamente.

Franco vive entre nosotros disfrazado de enchufe eléctrico. Y sigue nombrando los gobiernos de cada centro caciquil.

Artículo publicado en: El Periódico, 28 de julio de 2007.

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30 de julio de 2007
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Un par de cosas que yo sé de ella

Los que busquen el París lírico y cordial tendrán que imaginarlo a solas


Las dos frases más celebradas que se han pronunciado jamás sobre la capital francesa son: "París bien vale una misa" y "Siempre nos quedará París". La primera se atribuye al rey Enrique IV, un navarro de religión calvinista dispuesto a vender su alma y convertirse al catolicismo con tal de reinar sobre los franceses. La segunda la pronuncia Humphrey Bogarth al final de la película Casablanca y es el resumen de una vida fracasada, un sacrificio inútil y haberse sacudido de encima a la mujer más interesante del norte de África.

Ambas frases se oponen del modo más absoluto, pero dan una idea rigurosa de dos modos de abordar la ciudad. La primera, de un cinismo descomunal, sabe cuánta es la riqueza que contiene la urbe y es la frase de un conquistador. La segunda, resignada y melancólica, se recrea en un París que solo es admirable en el recuerdo. Es una frase nacida bajo Saturno.

Referente mundial

Uno puede encarar el viaje parisino, sea desde la impostación del alma de Enrique IV o la de Bogarth, pero no de ambas. Es ineludible elegir entre el desalmado vencedor y el resabiado perdedor, si uno desea obtener una visión coherente de la que fue capital del orbe durante el siglo XIX, pero que sigue siendo, junto con Londres y Nueva York, la referencia mundial de la civilización. Es mejor no engañarse: ya pueden otras metrópolis hacer toda clase de contorsiones por alcanzar ese lugar olímpico, ya pueden Los Ángeles, San Francisco, Berlín o Tokio presentarse como modernos centros internacionales. Comparadas con las tres verdaderas capitales del mundo, son monos disfrazados de botones de hotel.

El París de Enrique IV es el de Balzac, el de Alejandro Dumas, el de Victor Hugo, un lugar de alma gótica y tenebrosa, con catacumbas tapizadas de huesos humanos y cloacas por las que escapan los condenados a muerte. El centro neurálgico de este París guerrero y nigromante es el laberinto de callejas de la Isla de San Luis, los muelles próximos al palacio de justicia, las tétricas naves de Notre Dame, el enjambre popular del Barrio Latino. Tiene una exposición nobilísima en el Museo de Cluny, antiguo palacio de un rico comerciante en cuyo interior se guardan las figuras del París romántico y lúgubre. Por el lado romántico, el maravilloso tapiz de la Dama y el Unicornio. Por el lado lúgubre, los calvarios policromados.

La visita de este París denso, augusto, es cada día más difícil, hasta hacerlo impracticable, pues es donde se concentra el mayor número de visitantes. El trayecto de la Plaza de los Vosgos, antiguo palacio de la corona, hasta el Louvre, que es el palacio moderno aunque hoy sea tenido por un museo, es casi insoportable debido al tsunami humano y la muralla de autocares. Su complemento, el trayecto desde Notre Dame hasta la iglesia de Ste-Etienne, en las proximidades del Panteón, terreno eclesiástico dominado por los obispos de horca y cuchillo (siempre asistidos por los teólogos de la Sorbona), no lo es menos. No obstante, nada se puede entender de la ciudad sin este esbozo geográfico de un París nuclear unido por un río que facilita la fluidez de ambas orillas, la eclesiástica y universitaria con la militar y cortesana. El turista animoso, el vencedor que se imposte en la aguerrida figura de Enrique IV, puede intentarlo.

La ciudad poética

El melancólico, aquel que se sienta inclinado a prescindir de lo más deseado, renunciar a la riqueza y el éxito con tal de que le dejen en paz, ese debe escapar del núcleo guerrero y episcopal. Ese debe internarse en el París poético y fantástico de los rincones dispersos, de los fragmentos e iluminaciones. A la manera de los surrealistas, deberá construirse un París propio en la medida de su fantasía, aunque también tan extenso como su corazón.

Si los surrealistas encontraron el cuerpo de París descuartizado en los mercados de viejo, en los traperos, en las librerías de lance, en los mercadillos y chamizos, en los bouquinistes del Sena, también el viajero saturniano deberá buscarlo, miembro a miembro, en sus cuevas íntimas.

Tanto era el desprecio de los surrealistas por el París de los vencedores que escribieron una guía de la ciudad que permitía recorrerla de arriba abajo sin toparse con un solo monumento artístico o edificio histórico. A veces el paseante debía hacer cosas raras, como meterse por la boca de un metro y salir por el lado contrario, o caminar una calle con la espalda pegada a la pared para no pillar una posible riqueza cultural. Así también deberá actuar el viajero melancólico, pero con tino. Véase el fracaso de uno de ellos, el imprudente Walter Benjamín. Este filósofo alemán se entusiasmó con los Pasajes, galerías construidas a mediados del siglo XIX para que los comercios de lujo expusieran sus productos. Cuando él los descubrió eran lugares perfectamente ruinosos solo frecuentados por rameras y navajeros.

Por desdicha, tras el éxito de Benjamín entre los universitarios (lo que atrae de inmediato a los periodistas y luego de ellos a los comerciantes), los pasajes han sido restaurados y hoy forman parte del París triunfante y guerrero, o sea, masivo.

Como ya dije al principio, aquellos que busquen el París lírico y cordial, tendrán que imaginarlo a solas y no compartirlo con nadie. Para lo cual es innecesario que viajen a París.

Artículo publicado en: El Periódico, 22 de julio de 2007.

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25 de julio de 2007
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Vivir en otros mundos vidas nuevas

Las estaba espiando con suma cautela. Simulaba leer el diario, pero la verdad es que ponía toda mi atención en la conversación que tenía lugar en la mesa contigua, a mi espalda. Cuatro mujeres conversaban animadamente sin conciencia de estar siendo escuchadas. "Claro, ellos no pueden saber que el niño no es deforme. Ellos creen de verdad que es deforme. Tiene la cabeza muy grande y se le cae, no puede sostenerla. Este es el problema, que para ellos es deforme, cuando lo que sucede es que solo es distinto. No deforme, distinto".

Interviene una muchacha más joven y algo atolondrada: "Tampoco la dejaban salir a cazar, porque las mujeres de esa gente no pueden tocar las armas. Si tocan un arma, bueno, es que las matan. Pero ella se entrena en secreto y para cuando se dan cuenta ya es la mejor cazadora del clan y les da ciento y vuelta a los cazadores machos. Y eso, es que no lo pueden soportar". De nuevo la primera: "Así que es ella la que va rompiendo las tradiciones del clan, una tras otra, sin querer, porque ella es diferente, claro, pero además va superando todos los castigos y cuanto más cerca están de matarla, mayor es la transgresión que acaba imponiendo la tía".

Durante un rato he creído que hablaban de una experiencia propia (¿niña adoptada?), o sobre la familia de algún inmigrante (¿ablaciones?), tanta era la pasión que ponían en el asunto. Hasta que una frase ilumina mi memoria. La más joven dice: "¡Porque su tótem es el león cavernario, que es un tótem masculino!" Recuerdo de golpe la novela, uno de esos superventas profesionales, eficaces, que narra las aventuras de una niña cro-magnon recogida y criada por un clan de neandertales.

Me asombra el hechizo de la literatura. Me emociona que mantenga intacta su fuerza mágica desde hace siglos. ¡Cómo multiplica nuestras vidas! Estas chicas han pasado una semana de vacaciones en el neolítico y ahora se lo cuentan a todo quisque como si regresaran de Marruecos. Están más familiarizadas con los neandertales que con los gallegos. ¡Qué bendición, qué milagro, qué gloria!

Artículo publicado en: El Periódico, 21 de julio de 2007.

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23 de julio de 2007
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El Boomeran(g)
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