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En el mejor de los cinco sentidos

Por 13 de agosto de 2007 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Félix de Azúa

La noche comenzó con un joven polaco de aire desmañado, flequillo sobre los ojos al modo perruno y manos a la espalda en amable paseo ante el portal de Sant Genís de Torroella. A mi lado, un pianista profesional miraba atónito al polaco. "Vaya, ni ejercicios, ni calentamiento, ni concentración; ahí le tienes, mirando las estrellas. Qué fenómeno".

Poco después Piotr Anderszewski seguía paseando entre las estrellas, pero ahora sobre el teclado de un Steinway. El primer concierto de Beethoven sonó más leve, brioso y aéreo que nunca. Yo le tenía bien encarado y veía aquellos dedos volar sobre las teclas sin esfuerzo ninguno, como si solo las rozara con las yemas, y cavilaba yo acerca del ingenio de los humanos para forzar sonidos inauditos, arrancados al silencio de la tierra por nuestro arte, sonidos que solo nosotros entendemos, sonidos inteligentes.

Me pareció entonces que el oído era el sentido que mejor nos diferencia de otros animales y que el ámbito sonoro es todavía más insondable que el visual o el táctil. Una sutil membrana separa el mundo externo del interior de nuestros cráneos. La música viene a ser como un habla espontánea del cerebro que no pasa por la lengua.

Con estas elevadas disposiciones me fui a dormir, pero en la mitad de la noche los rayos y truenos cayeron sobre nosotros como ángeles condenados. Era la tan temida tempestad de agosto, desaforada, histérica. Los relámpagos iluminaban la habitación con fulgores de cadáver. Los truenos llegaban de seguido con su cavernosa voz ampliada en la caja del firmamento. Al día siguiente supe que habían caído catenarias, se detuvieron trenes y camiones, el mar se tiñó de otoño. En el horizonte mañanero permanecían los lejanos redobles del trueno.

Aquel era el sonido del pedregal cósmico. La potencia inmisericorde de la tempestad, el concierto para rayos y truenos, parecía arrasar el espíritu y la gracia del concierto para piano. Pero no: era tan solo ruido y furia, idiotez destructiva, el aullido del vacío por su dolorosa esterilidad. Aunque también hay una ternura en el caos.

Artículo publicado en: El Periódico, 11 de agosto de 2007.

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Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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