Félix de Azúa
La noche comenzó con un joven polaco de aire desmañado, flequillo sobre los ojos al modo perruno y manos a la espalda en amable paseo ante el portal de Sant Genís de Torroella. A mi lado, un pianista profesional miraba atónito al polaco. "Vaya, ni ejercicios, ni calentamiento, ni concentración; ahí le tienes, mirando las estrellas. Qué fenómeno".
Poco después Piotr Anderszewski seguía paseando entre las estrellas, pero ahora sobre el teclado de un Steinway. El primer concierto de Beethoven sonó más leve, brioso y aéreo que nunca. Yo le tenía bien encarado y veía aquellos dedos volar sobre las teclas sin esfuerzo ninguno, como si solo las rozara con las yemas, y cavilaba yo acerca del ingenio de los humanos para forzar sonidos inauditos, arrancados al silencio de la tierra por nuestro arte, sonidos que solo nosotros entendemos, sonidos inteligentes.
Me pareció entonces que el oído era el sentido que mejor nos diferencia de otros animales y que el ámbito sonoro es todavía más insondable que el visual o el táctil. Una sutil membrana separa el mundo externo del interior de nuestros cráneos. La música viene a ser como un habla espontánea del cerebro que no pasa por la lengua.
Con estas elevadas disposiciones me fui a dormir, pero en la mitad de la noche los rayos y truenos cayeron sobre nosotros como ángeles condenados. Era la tan temida tempestad de agosto, desaforada, histérica. Los relámpagos iluminaban la habitación con fulgores de cadáver. Los truenos llegaban de seguido con su cavernosa voz ampliada en la caja del firmamento. Al día siguiente supe que habían caído catenarias, se detuvieron trenes y camiones, el mar se tiñó de otoño. En el horizonte mañanero permanecían los lejanos redobles del trueno.
Aquel era el sonido del pedregal cósmico. La potencia inmisericorde de la tempestad, el concierto para rayos y truenos, parecía arrasar el espíritu y la gracia del concierto para piano. Pero no: era tan solo ruido y furia, idiotez destructiva, el aullido del vacío por su dolorosa esterilidad. Aunque también hay una ternura en el caos.
Artículo publicado en: El Periódico, 11 de agosto de 2007.