Félix de Azúa
Los que busquen el París lírico y cordial tendrán que imaginarlo a solas
Las dos frases más celebradas que se han pronunciado jamás sobre la capital francesa son: "París bien vale una misa" y "Siempre nos quedará París". La primera se atribuye al rey Enrique IV, un navarro de religión calvinista dispuesto a vender su alma y convertirse al catolicismo con tal de reinar sobre los franceses. La segunda la pronuncia Humphrey Bogarth al final de la película Casablanca y es el resumen de una vida fracasada, un sacrificio inútil y haberse sacudido de encima a la mujer más interesante del norte de África.
Ambas frases se oponen del modo más absoluto, pero dan una idea rigurosa de dos modos de abordar la ciudad. La primera, de un cinismo descomunal, sabe cuánta es la riqueza que contiene la urbe y es la frase de un conquistador. La segunda, resignada y melancólica, se recrea en un París que solo es admirable en el recuerdo. Es una frase nacida bajo Saturno.
Referente mundial
Uno puede encarar el viaje parisino, sea desde la impostación del alma de Enrique IV o la de Bogarth, pero no de ambas. Es ineludible elegir entre el desalmado vencedor y el resabiado perdedor, si uno desea obtener una visión coherente de la que fue capital del orbe durante el siglo XIX, pero que sigue siendo, junto con Londres y Nueva York, la referencia mundial de la civilización. Es mejor no engañarse: ya pueden otras metrópolis hacer toda clase de contorsiones por alcanzar ese lugar olímpico, ya pueden Los Ángeles, San Francisco, Berlín o Tokio presentarse como modernos centros internacionales. Comparadas con las tres verdaderas capitales del mundo, son monos disfrazados de botones de hotel.
El París de Enrique IV es el de Balzac, el de Alejandro Dumas, el de Victor Hugo, un lugar de alma gótica y tenebrosa, con catacumbas tapizadas de huesos humanos y cloacas por las que escapan los condenados a muerte. El centro neurálgico de este París guerrero y nigromante es el laberinto de callejas de la Isla de San Luis, los muelles próximos al palacio de justicia, las tétricas naves de Notre Dame, el enjambre popular del Barrio Latino. Tiene una exposición nobilísima en el Museo de Cluny, antiguo palacio de un rico comerciante en cuyo interior se guardan las figuras del París romántico y lúgubre. Por el lado romántico, el maravilloso tapiz de la Dama y el Unicornio. Por el lado lúgubre, los calvarios policromados.
La visita de este París denso, augusto, es cada día más difícil, hasta hacerlo impracticable, pues es donde se concentra el mayor número de visitantes. El trayecto de la Plaza de los Vosgos, antiguo palacio de la corona, hasta el Louvre, que es el palacio moderno aunque hoy sea tenido por un museo, es casi insoportable debido al tsunami humano y la muralla de autocares. Su complemento, el trayecto desde Notre Dame hasta la iglesia de Ste-Etienne, en las proximidades del Panteón, terreno eclesiástico dominado por los obispos de horca y cuchillo (siempre asistidos por los teólogos de la Sorbona), no lo es menos. No obstante, nada se puede entender de la ciudad sin este esbozo geográfico de un París nuclear unido por un río que facilita la fluidez de ambas orillas, la eclesiástica y universitaria con la militar y cortesana. El turista animoso, el vencedor que se imposte en la aguerrida figura de Enrique IV, puede intentarlo.
La ciudad poética
El melancólico, aquel que se sienta inclinado a prescindir de lo más deseado, renunciar a la riqueza y el éxito con tal de que le dejen en paz, ese debe escapar del núcleo guerrero y episcopal. Ese debe internarse en el París poético y fantástico de los rincones dispersos, de los fragmentos e iluminaciones. A la manera de los surrealistas, deberá construirse un París propio en la medida de su fantasía, aunque también tan extenso como su corazón.
Si los surrealistas encontraron el cuerpo de París descuartizado en los mercados de viejo, en los traperos, en las librerías de lance, en los mercadillos y chamizos, en los bouquinistes del Sena, también el viajero saturniano deberá buscarlo, miembro a miembro, en sus cuevas íntimas.
Tanto era el desprecio de los surrealistas por el París de los vencedores que escribieron una guía de la ciudad que permitía recorrerla de arriba abajo sin toparse con un solo monumento artístico o edificio histórico. A veces el paseante debía hacer cosas raras, como meterse por la boca de un metro y salir por el lado contrario, o caminar una calle con la espalda pegada a la pared para no pillar una posible riqueza cultural. Así también deberá actuar el viajero melancólico, pero con tino. Véase el fracaso de uno de ellos, el imprudente Walter Benjamín. Este filósofo alemán se entusiasmó con los Pasajes, galerías construidas a mediados del siglo XIX para que los comercios de lujo expusieran sus productos. Cuando él los descubrió eran lugares perfectamente ruinosos solo frecuentados por rameras y navajeros.
Por desdicha, tras el éxito de Benjamín entre los universitarios (lo que atrae de inmediato a los periodistas y luego de ellos a los comerciantes), los pasajes han sido restaurados y hoy forman parte del París triunfante y guerrero, o sea, masivo.
Como ya dije al principio, aquellos que busquen el París lírico y cordial, tendrán que imaginarlo a solas y no compartirlo con nadie. Para lo cual es innecesario que viajen a París.
Artículo publicado en: El Periódico, 22 de julio de 2007.