Marcelo Figueras
Adolfo Barrera tiene su librería en una ciudad cuyo mero nombre exalta: Alta Gracia, a cuarenta y pocos kilómetros de la capital cordobesa. La ciudad es pequeña y preciosa y está flanqueada por sierras que recuerdan a propios y extraños que el sitio tiene vocación de eternidad. El aire es tan claro y seco que durante siglos la gente peregrinó hasta aquí para darle respiro a sus pulmones. Manuel de Falla vivió sus últimos tiempos en esta tierra. Ernesto Guevara pasó once años en Alta Gracia, todo un récord tratándose de un alma nómade; una de las siete casas que habitó se ha convertido en el Museo del Che. (Todavía pervive el alboroto de la reciente visita de Fidel, que en uno de sus viajes a la Argentina se tomó el trabajo de rodar hasta aquí para honrar su memoria.)
Vuelvo a Adolfo. Tal como dije, es dueño de una librería. Como también suele ocurrir en las grandes ciudades, lo que asegura la subsistencia del librero son las ventas de la temporada escolar, eso es lo que le permite respirar. (Además del aire claro y seco, por supuesto.) Pero Adolfo se metió en el baile porque buscaba algo más. Del mismo modo en que el guerrero relata sus batallas y enseña cicatrices, Adolfo cuenta una anécdota que lo define. Dice que la gente le pide que le recomiende libros, lo que convierte cada una de sus lecturas no sólo en placer, sino además en algo parecido a una responsabilidad. En una de esas ocasiones respondió al desafío con una recomendación puntual. (El título del libro no viene a cuento, al menos en esta ocasión.) Su cliente todavía sentía escepticismo, pero finalmente le hizo caso. Corte. Equis tiempo después: semanas, meses, es igual. La mujer regresa a la librería, y en vez del buenas tardes de rigor se abalanza sobre Adolfo y lo abraza. Cualquiera de nosotros, que hemos tenido la fortuna de cruzarnos con esos libros que iluminan la vida, entendemos la reacción sin necesidad de más explicaciones. Hay libros que además de pesar lo que pesan y costar lo que cuestan, son un regalo para el alma a quien nadie podría atribuirle precio.
Desde hace tres años Adolfo organiza a pulmón la Feria del Libro de Alta Gracia. Quiero decir que la piensa toda, que la sueña de pe a pa y con el paquete atado empieza a buscar auspicios. Ha tenido la fortuna de encontrar eco cada vez, haciendo que la Feria crezca año tras año. Con el apoyo de la Municipalidad local, de empresas y de particulares, se instala en el casco histórico de la ciudad y además de los obvios stands llenos de libros organiza actividades que permiten a la gente acercarse a los artistas. El viernes por la noche estaba lleno de gente escuchando a la escritora cordobesa Cristina Bajo, por ejemplo. El sábado por la mañana llegó uno de los periodistas y escritores más interesantes de la Argentina, Cristian Alarcón, autor de Cuando me muera quiero que me toquen cumbia. (Con quien sigo cruzándome en todas partes sin poder llegar a conocerlo.) Cuando yo me fui, el sábado al mediodía, estaban por llegar Juan Sasturain y Liliana Escliar. Poco después llegaría Guillermo Martínez, el autor de Crímenes imperceptibles, uno de los mejores escritores de este país. Y además estaban Los Musiqueros y Juan Terranova y Angela Pradelli y Cristina Loza.
Imagino que toda esta gente irá a Alta Gracia por la misma razón que yo, pero como sería injusto arrogarme semejante representación me limito a expresar mi propio motivo: uno va a la Feria de Alta Gracia porque nunca podrá agradecer lo suficiente la existencia de gente como Adolfo, uno de esos tipos que ama tanto la literatura que se toma el asunto –y por ende cada una de sus recomendaciones- como un sacerdocio. Gente que contagia su entusiasmo por los buenos libros, encendiéndolo todo a su paso. Ojalá se multipliquen los Adolfos en todas partes, custodios de la flama. Aprovecho estas líneas para agradecerle su invitación. De paso le agradezco también a Carina Chiuchich, Directora de Turismo. Y a Desirée y a Anita. Y a toda la gente que me hizo sentir su calor durante la charla pública junto a Adolfo. Y a Emanuel Rodríguez, de La Voz del Interior. (Con quien también sigo jugando a las escondidas.) Y a Virginia Barrera, a quien le debo una cena. Todos ellos se conjuraron para que una vez más la ciudad de Alta Gracia hiciese honor a su nombre.