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Escrito por

Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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Hubo cuerpos divinos en La Habana

Durante toda la semana me han destrozado los oídos las loas a los hermanos Castro de un puñado de señoritos mimados. El jueves leí en el diario del bar que el PSOE negaba el derecho de los estudiantes a conocer las matanzas estalinistas, pero en página par venía otro artículo de machaca sobre la memoria histórica. Necesitaba un respiro, así que cuando me dijeron que en el Círculo de Lectores presentaban un nuevo libro de Guillermo Cabrera Infante allí me fui disparado.

    No hay voz en el mundo más hermosa que la de Miriam Gómez, viuda del cubano más odiado por la gerontocracia castrista. Una voz que de la tierra mana suculenta, nutritiva, irisada, como la de Kathleen Ferrier. En cuanto comenzó a hablar se me subió el corazón a la boca. El libro, Cuerpos divinos, viene a ser el complemento de Tres tristes tigres porque sucede en ese momento milagroso, cuando por fin cae abatido el viejo tirano, pero aún no se ha impuesto la nueva tiranía. Un instante de frágil felicidad en el que la voluntad de justicia y libertad parece en verdad mover el mundo, la traición se reputa imposible y es inconcebible que alguien se apropie de la revolución para su miserable provecho.

    Decía Miriam (y ahí es cuando yo lloraba y no me avergüenza decirlo) que Guillermo comenzó la redacción de este libro en 1962, pero le dolía tanto trabajar sobre aquellos recuerdos de vida urgente que no podía mantener la tensión muchas horas seguidas. Vinieron después los problemas psíquicos, la sordidez de la clínica, la dura y magnífica vida del más grande de los escritores cubanos. Aquel libro le causaba excesivo dolor para escribirlo seguido, pero nunca renunció. Sólo la muerte le obligó a darle fin. Aquí están las más de quinientas páginas con las que Cabrera Infante daba nueva vida a su ciudad, a sus amigos, a la lucha por la libertad. Sin él, La Habana de los gerontes, junto con tantas capitales del crimen, sólo sería un signo de muerte en el mundo. Quienes han asesinado a La Habana odian a Cabrera Infante porque la mantiene con vida después de muerto.

Artículo publicado el domingo 14 de marzo de  2010.

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15 de marzo de 2010
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Agarrados al amor de las momias

Hay en la Real Armería de Madrid una soberbia colección de armaduras para jinete y bardas de caballería que fueron usados en torneos y justas renacentistas. Pertenecieron a cuatro reyes ilustres, Fernando de Aragón, Maximiliano de Austria, Carlos V y Felipe II. Alguna hay también con uso de guerra, pero es excepción porque ya para entonces la caballería era más bien un estorbo ornamental.

    A medida que se perfeccionaba la artillería y el uso de armas de fuego, la nobleza y sus bellos brutos forrados de acero iban siendo discretamente apartados del campo de batalla. En 1415 las bombardas de la batalla de Azincourt dieron la puntilla al cuerpo de nobles caballeros. Sin embargo, si no era imprescindible para la guerra, ¿qué justificación podía tener una caballería aristocrática acorazada? A partir de ese momento se multiplicaron los torneos, los escudos grabados con ninfas y dragones, las espadas floreadas, las bardas de acero plateado y engastes de bronce, los penachos líricos, la espuela de orfebre, las damas despechugadas y algo histéricas atando cintas en las lanzas de sus campeones.

    Cuenta Burckhardt que cuando un viajero describía a florentinos o milaneses estos festivales de la Borgoña y Flandes, se caían al suelo de la risa. En efecto, aquellos guerreros de juguete acabarían arrodillados ante los Medici y los Sforza cuya caballería la formaban millones de florines y ducados de oro montados por los mejores ingenieros y pensadores de su tiempo.

    Así veo yo, con el añadido de una decadencia insondable, a los nostálgicos de los estados totalitarios del siglo pasado, esos guerreros de juguete que hacen filigranas ante las señoras defendiendo dictaduras del siglo XX. Esta misma semana, un cómico madrileño luchaba como un campeón con el pañuelito de los hermanos Castro atado al puño. Un siniestro puño de juguete que agitaba varonilmente frente al insumiso muerto tras una huelga de hambre. El mequetrefe se pavoneaba ante el cadáver del cubano como un bufón que por complacer a su rey baila sobre la tumba de un inocente asesinado.

 

Artículo publicado el domingo 8 de marzo de 2010.

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8 de marzo de 2010
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Hallado en el laberinto del tiempo

En 1895, Antonio Martínez Ruiz (aún no era Azorín), llega a Madrid dispuesto a convertirse en un gran periodista. Esta imagen me fascina porque ilustra una época extinguida. Antaño algunas ciudades diminutas mantenían el empaque de las capitales imperiales, París, Londres. El que valía estaba obligado a demostrar su talento en el más cruel de los tablados. Así Lucien de Rubempré desde la colina del Sacre Coeur, con la inmensa capital tendida a sus pies, el desafío: "¡Ahora solos tú y yo!".

    Un día ve llegar al Congreso a don Práxedes Mateo Sagasta. "Desciende de la berlina de la Presidencia del Consejo, tirada por dos magníficos caballos, y se queda un momento inmóvil en la acera". Aquellas berlinas que sugieren ministros ingleses bajando del coche con la chistera en la mano y mojando sus botines de polaina en el suelo lluvioso. Los carruajes que usaban los jerarcas para mostrarse en público y sobre los que caían bombas nihilistas, disparos anarquistas. Muchos fueron los hombres de estado y miembros de la realeza que murieron en el carruaje anticipando el asesinato de Kennedy con la pobre Jacqueline reptando agusanada. Son escenas tan eternas como la del niño que se quita una espina del pie.

    Luego Martínez, que era un hombre gordo, lustroso, bermejo, se transformó en Azorín y fue perdiendo grasa. Su estilo también se afiló para no abandonar al propietario y de una prosa de latinista lector de Tácito, acabó en una exótica antelación del minimalismo. Entonces fue cuando le conocí y pude asistir a otra escena eterna.

    El estudiante y su novia se acercan a la altísima puerta. Pulsa el timbre y abre una muchacha. "¿Cree usted que nos pueda recibir el señor Azorín?", pregunta. Y en efecto les recibe hundido en la enorme cama con dosel. Está en los huesos, acabado, mucho más esquelético que en el retrato de Zuloaga, pero tiene fuerzas para firmar el libro del estudiante mirando fijo a la novia con ojos desorbitados. Bajo la firma añade la fecha, 1º de febrero de 1967. Duró pocas semanas. Debió de ver en Virginia al ángel de la muerte.

 

Artículo publicado el domingo 28 de febrero de 2010.

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3 de marzo de 2010
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Hablemos de los grandes hombres de antaño

La fachada de Santa María del Mar está ahora cubierta en su mitad izquierda por una de esas espesas lonas de obra que la convierte en una escultura de Christo, o quizás en una iglesia tuerta. La pulcra construcción gótica, sin duda la más gentil de Barcelona, es tan femenina que los arcos de la girola parecen formar los pliegues de una falda pétrea, quizás la de la Virgen que protegía de la furia procelosa a los marineros renacentistas y sus embarcaciones. Últimamente es muy visitada gracias al éxito fenomenal de una novela. La comparación de ese relato y su iglesia con otra célebre pareja, la de Nôtre-Dame y Victor Hugo, también invita a imaginar la diferencia entre una doncella levantina y una matrona nórdica.

    Frente a este monumento en honor de las muchachas vírgenes, tan poderosas hace unos siglos, hay un bar de vinos que también luce un título ilusoriamente religioso, "La Viña del Señor". Podría parecer que se trata de la sagrada viña en cuyas cepas los monjes cristianos velaban la sangre de Cristo, pero no. El tal "señor" es más terrenamente el señor Parellada, propietario y artista de la cocina con establecimiento a cinco minutos andando.

    En esa taberna rica de caldos e inspirada por el efluvio de María del Mar, solíamos juntarnos un grupo de amigos con tanta afición a la tertulia como a la botella. No éramos meros trompetas de serpentina y Asturias patria querida, sino jóvenes vagamente teóricos, muy partidarios de lo que Claudio Rodríguez llamó famosamente el don de la ebriedad. Nos reunimos allí asiduamente hasta que murió nuestro más amado compañero. Luego ya no.

    Ayer regresé después de varios años para constatar cómo se desvanecen nuestros pasados rostros y levantar la copa de verdejo a la salud de las vírgenes y el amigo escondido. El líquido, a la luz del sol más uva que pámpano, llamó a la lejanía y volví a verle como si acabara de bajar de su apartamento, un cuchitril de la zona histórica, es decir, ruidosa y sucia, con el perfecto aplomo de la clase social más elevada de España, aquella que Eugenio Trías llamó la lumpenhidalguía. No había cambiado en absoluto. Es privilegio de quienes se ausentan cuando aún no ha acabado la fiesta el de mantenerse intactos e invictos. Tampoco comentó, era demasiado serio para hacerlo, el mazazo de tiempo que había caído sobre mi cabeza. Sólo tomó apoyo en la barra, pidió su verdejo y comenzamos a disputar sin dilación sobre el destino fatal de la poesía. Cada vez que aparecía la palabra "extinción" pedíamos otra botella.

    Pensaba yo, mientras le oía afirmar una vez más aquello de que como poeta habita el hombre la tierra (y si no más vale que se ahorque con el cinturón), pensaba, digo, que muy poca gente que nos viera allí sentados con nuestras copas y nuestro blablá se percataría de que yo estaba escuchando a uno de los mejores cerebros de mi generación, y que, como en el poema de Ginsberg, aquel cerebro había sido ya reclamado por la destrucción. Muy pocos. Quizás los seis o siete que nos solíamos reunir. A veces diez. Pero "destrucción" es una palabra que parece dura y es sin embargo blanda, como la poesía de Ginsberg. A este amigo mío no lo ha destruido absolutamente nada. Él no lo habría permitido. Así que, sencillamente, se ausentó. Aunque es cierto que había decidido no dejarse conocer por nadie más que aquellos seis o siete amigos antes mencionados y un coro wagneriano de mujeres gloriosamente polifónicas, de modo que nunca nadie más pudo saber que en aquel bar sostenía en alto la copa un tipo capaz de poner en apuros a Spinoza.

    Consecuencia de lo anterior es que no permitía (y es una lección superior a cualquier otra) que nuestra condición efímera y endeble le estropeara la existencia. De modo que jamás aceptó la necesidad, lo que está mandado. Hubo tiempos en los que no tuvo para comer sino lo que ofrecían los frutales del Empordá, sorteando con majestad la escopeta del labriego. O un pez atrapado con alambre torcido en cuya punta había clavado un fósil de flan de huevo. Vivió espléndidamente en una lujosa pobreza.

    La última vez que le vi, pocos días antes de que se ausentara, fue en el terrado de su madriguera, sentado como un pontífice en una silla plegable de contenedor. El maligno ya se había apoderado completamente de su hígado y no cabía esperanza alguna. Hablamos de poesía y de que indudablemente el humano como poeta habita la tierra. No apareció la palabra "extinción" en ningún momento. Al caer la tarde se hizo un silencio de adiós y que usted lo pase bien ya nos veremos en el valle de Josafat. Cruzó el cielo color de vino una gaviota poco apresurada. Vi que la miraba con mucha atención, no se le fuera a olvidar. Él vio que yo le veía mirarla. Sonrió. Levantó la copa de verdejo y sonrió. Mantuvo largo rato la sonrisa. Con esa misma sonrisa le veía yo ahora levantar la copa a la sombra del templo de las doncellas, en la viña del Señor, frente a un espectro.

 

Artículo publicado el miércoles 24 de febrero de 2010.

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1 de marzo de 2010
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Lo que está preso en las redes

Quienes pasamos muchas horas leyendo, luego escribiendo, o bien escribiendo, luego leyendo, sufrimos a veces una confusión y no sabemos si lo que acaba de suceder lo hemos leído, escrito o vivido. No es por darse importancia. Es una enfermedad laboral.

    Una de nuestras confusiones más comunes es la persecución o el acoso. Basta con que nos seduzca un detalle, futesa, palabra u ornamento para que surja por todas partes, multiplicándose como ranas tras el chubasco. Sucedió que el pasado verano topé con un párrafo admirable de Malraux en el que describía a la deidad más temible de la teología universal. La diosa Ananké carece de cuerpo, rostro, figura o aspecto. Nadie sabe ni siquiera si existe, pero conocemos sus efectos. Y estos son lo que llamamos "la fatalidad", aquello que forzosamente sucede y no hay modo de evitarlo.

    La diosa Ananké es tan poderosa que domina a todos los dioses, los doblega, le obedecen. Si Ananké así lo decide, ni Zeus puede evitar lo que fatalmente va a suceder. Cuando entiendes por primera vez una palabra, te sobrecoge, así que no tuve más remedio que escribir un capítulo entero sobre esta diosa terrible e ignota. A partir de entonces comenzó a asomar por todas partes. Hoy daré cuenta del último acecho.

Un médico polaco de nombre impronunciable, Andrzej Szczeklik, en un precioso tratado de medicina lírica titulado Catarsis (Acantilado), describe las redes de conexión entre cosas, personas, astros, plantas, minerales, en fin, la totalidad del universo. Es la telaraña cósmica tejida por Ananké en cuyas ligaduras caemos presas de la fatalidad. La medicina es la exploración de los enlaces y contactos que tejen la red de la necesidad. Los médicos se deslizan arriba y abajo por los cables que construyen la red de Ananké tratando de deshacer nudos, remover vínculos, atar nuevas conexiones que liberen a los pacientes de su dolor y su condena.

Los médicos, cuando son dignos de este nombre, son los únicos a quienes Ananké permite la cercanía. De ahí que los veamos insondables, lejanos, incognoscibles. Necesarios.

 

Artículo publicado el domingo 21 de febrero de 2010.

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24 de febrero de 2010
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A favor de la memoria histórica

Tener un amigo que, cuando lo necesitas, te presta mil euros para pagar el alquiler es una bendición, pero hay regalos más duraderos que el dinero, aunque no muchos. Uno de ellos es un libro porque sus efectos sobre nuestra vida pueden ser perdurables. Cuando Jorge Vigil me regaló hace una semana el libro de Tony Judt titulado "Sobre el olvidado siglo XX" no me libró de un casero ocasional, sino del deudor más peligroso: el desánimo.

    Llevaba yo una temporada abatido al constatar el escaso número de escritores, periodistas, profesores, en fin, gente responsable, que compartía conmigo una visión tan poco optimista de la España actual, de su vanidoso gobierno y de sus caprichosas autonomías, cuando de pronto me vi arropado por un profesional cuya opinión se respeta en el mundo civilizado. Un alivio. Tras leer a Judt me pareció entender que no éramos, mis colegas críticos o yo mismo, un cultivo cizañero al que divierte poner a parir el espectáculo gubernamental, un fruto de secano cubierto de espinas que sigue, como en tiempos de Franco, arrastrando su soledad a la manera de un estandarte. Si un producto de regadío tan bien nutrido como Judt decía exactamente lo mismo, aunque referido a objetos de mayor tamaño, cabía la posibilidad de que no estuviéramos del todo equivocados, los incorrectos de esta provincia.

    Aunque sea una colección de artículos, algunos ya con una década sobre el título, la poética del libro de Judt, su claro y distinto pensamiento, puede resumirse sucintamente. El "olvidado siglo XX" (así le llama) ha sido uno de los más atroces de la historia de la humanidad. Sus matanzas no pueden compararse, ni en cantidad ni en calidad, a las añejas barbaridades. La gigantesca nube de horror del Novecientos tiene, además, una característica peculiar. A diferencia de los tiempos antiguos, en el siglo XX se expande y domina una fuerza de choque ideológica que desde el caso Dreyfus se denomina "la intelectualidad", la cual se encarga de justificar todas las salvajadas pretendidamente izquierdistas. De ahí el "olvido" y la buena conciencia.

    A comienzos de siglo, tras la primera guerra mundial y la revolución rusa, la parte mayor y mejor de esa intelectualidad europea apoyó lo que se solían llamar "posiciones de izquierda". Y entonces lo eran. El drama es que a medida que el siglo avanzaba, las "posiciones de izquierda" iban dejando de ser de izquierda y se convertían en mero usufructo de intereses de partido, cuando no económicos y de privilegio. La derecha nunca ha tenido necesidad de justificar sus infamias, no trabaja sobre ideas sino sobre prácticas, pero se suponía que la izquierda era lo opuesto. En la nueva centuria ya no hay diferencia.

    Quienes nos hicimos adultos en la segunda mitad del siglo XX y nos creímos parte integrante de esa izquierda que, según nuestro interesado juicio, recogía lo mejor de cada país, no sólo estábamos siendo conservadores y acomodaticios al no movernos de ahí a lo largo de las décadas, sino que fuimos deshonestos. Eso no quiere decir que no hubiera en la izquierda gente honrada y dispuesta a sacrificarse, muchos hubo y algunos murieron en las cárceles de Franco, pero no eran escritores, ni periodistas, no eran, vaya, "intelectuales". Y lo que es más curioso, aquellos escritores que en verdad eran de izquierdas tuvieron que soportar los feroces ataques de los "intelectuales de izquierdas" oficiales que entonces, como ahora, apoltronados en sus privilegios, eran enemigos feroces de la verdad. Tal fue el caso de Camus, de Orwell, de Serge, de Koestler, de Kolakowski, que se atrevieron a ir en contra de las órdenes del Partido y de la corrección política. Las calumnias que sobre ellos volcó la izquierda aposentada, descritas por Judt, son nauseabundas.

    De ellos habla su libro, pero podría haber hablado de otros cien porque cualquiera que osara ir en contra de la confortable izquierda oficial para denunciar las carnicerías que se estaban produciendo en nombre de la izquierda, era inmediatamente masacrado por los tribunos de la plebe. Tachados de fascistas, de agentes de la CIA, de criptonazis o de delincuentes comunes, hubieron de soportar casi indefensos los embustes de los ganapanes. Luego los calumniadores se tomaban unas vacaciones en Rumania y regresaban entusiasmados con Ceacescu. En las hemerotecas constan nuestros turistas entusiastas. Lo mismo, en Cuba. Fueron muchos.

    La deshonestidad no afectó tan sólo a los crímenes estalinistas, maoístas o castristas. En un capítulo emocionante explica Judt las dificultades que tuvo Primo Levi para que la izquierda italiana tomara en consideración sus libros sobre Auschwitz, comenzando por el arrogante Einaudi. Y cómo hasta los años sesenta, más de veinte años después de escritos sus primeros testimonios sobre el Holocausto, no comenzaron a horrorizarse los izquierdistas. ¡Veinte años en la inopia, la progresía!

    La impotencia de tres generaciones de izquierdoides para defender la verdad se acompañó del triunfo de los héroes de la mentira, desde el Sartre envilecido de los últimos años, hasta el chiflado Althusser cuyos delirios devorábamos los monaguillos de la revolución maoísta. Todavía hoy un valedor de la dictadura como Badiou fascina a los periodistas con un libro sobre "el amor romántico", cuando es el sentimentalismo tipo Disney justamente lo propio del kitsch estalinista y nazi, su producto supremo. Sigue siendo uno de los más dañinos errores de la izquierda no aceptar que entre un nazi negacionista y un estalinista actual no hay diferencia moral, por mucho que el segundo pertenezca al círculo de la tradición cristiana (y haya tanto sacristán comunista) y el primero al de la pagana (y por eso ahí abunda el fanático de la Madre Patria).

    Ya es un tópico irritante ese quejido sobre el galimatías de la izquierda, su falta de ideas, su desconcierto. ¿Cómo no va a estar desnortada, o aún mejor, pasmada, si todavía es incapaz de admitir honestamente su propia historia? ¿Si sólo entiende la memoria histórica en forma de publicidad comercial sobre la grandeza moral de sus actuales jefes? Aún hay gente que dice amar la dictadura cubana "por progresismo" y el actual presidente del gobierno (uno de los más frívolos que ha ocupado el cargo) se ufana de ello. ¿Saben acaso el daño que producen en quienes todavía ponen ilusión, quizás equivocada, pero idealista, en la palabra "izquierda"? ¿Y cómo puede un partido que alardea de progresista pactar hasta fundirse con castas tan obviamente reaccionarias como las que defienden el soberanismo de los ricos? Dentro de un lustro no quedará nadie por debajo de los sesenta años que se crea una sola palabra de un socialismo fundado sobre tamaña deshonestidad.

    No es que la izquierda ande desnortada o carente de ideas, es que no existe. Su lugar, el hueco dejado por el difunto, ha sido ocupado por una empresa que compró el logo a bajo precio y ahora vende que para ser de izquierdas basta con decir pestes del PP. ¡Notable abnegación la de estos héroes del progreso! ¡Cómo arriesgan su patrimonio! ¡Qué ejemplo para los jóvenes aplastados por la partitocracia farisaica! El resultado, como se vio en Francia, es el descrédito de los barones, marqueses y princesas del socialismo. Su inevitable expulsión del poder. Y la destructiva ausencia de ideas en un país que ya soporta el analfabetismo funcional mayor de Europa. Una herencia que enlaza con la eterna tradición española de sumisión al poder llevada con gesto chulo por los sirvientes. Esta vez bajo el disfraz del progreso.

    Y mira que sería sencillo que la izquierda recuperara su capacidad para armar las conciencias, inspirar entusiasmo y ofrecer esperanza en una vida más digna que su actual caricatura. Bastaría con decir la verdad y enfrentarse a las consecuencias. ¡Ah, pero son relativistas culturales! Y por lo tanto para ellos la verdad es un efecto mediático.

 

Artículo publicado el sábado 20 de febrero de 2010.

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22 de febrero de 2010
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La siempre ubérrima y sonora Valencia

Allí me voy a golpe de Euromed, con tres horas por delante para leer lo que Azorín escribía sobre la ciudad de 1890. Pasmoso: en el café España hay un joven pianista sobre una tarima, "los primeros compases de la obertura de Tannhauser resuenan en la sala sobre el tumulto de las conversaciones. De pronto se hace un silencio profundo. Del tablado se esparce por la sala como una misteriosa corriente magnética. El público escucha embelesado. Y cuando se apagan las postreras notas, un estruendoso aplauso llena el ámbito". ¡En el café España de Valencia, en 1890! Por esas fechas eran cien quienes habían oído sonar la música de Wagner en París. Poco antes Debussy hubo de viajar hasta Bayreuth para oírlo.

    A Valencia me lleva Debussy, justamente, a un concierto del excelente Grup Instrumental de Valencia que dirige Joan Cerveró. Es aquella la parte musical de España que cuida de los vientos que suenan a madera y a metal. Uno se imagina a los valencianos tocando la flauta, el trombón o el oboe por las calles, e intercambiando melodías en lugar de darse las buenas noches. La ciudad, es además, un objeto como aquellos que Debussy coleccionaba, láminas japonesas, vidrios de Lalique, marfiles eróticos.

    El concierto nos salió bastante bien. Mejor a ellos (en especial a Carlos Apellániz, impávido junto al espectro de Pas sur la neige), que a mi, trivial presentador, pero el público que rebosaba de la sala del Instituto Francés me pareció tan entusiasta como el de 1890. Las ciudades con buen oído, Salzburgo, Zurich, Aix, ¡son tan superiores a las ciudades sordas!

    El día siguiente lo dediqué al ojo. En el Museo de Bellas Artes hay dos piezas colosales. En su autorretrato, un Velázquez harto del mundo mira derrotado al espectador. Goya pintó a Bayeu con temor y temblor. No era sólo su cuñado, cosa sensacional, sino también el primer pintor del reino. No valían trampas. El de Valencia es plomo, nácar y niebla. El del Prado es doradito.

    Tras el oído y la vista llegó la paella, pero este es asunto teologal y pide otro espacio. ¿Verdad Miguel Sen?

 

Artículo publicado el domingo 14 de febrero de 2010.

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17 de febrero de 2010
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El año más peligroso de su vida

El profesor Rico llega al restaurante con su largo gabán y la gorrilla de cachemira. Mientras se desabrocha deja caer sobre la mesa un libro y me espeta: "¡Léelo de contino!" Cuando el profesor Rico me ordena que lea un libro, yo así lo hago. De igual modo, si codicio una recomendación para entrar en el cuerpo de Correos sé perfectamente a quién dirigirme. Hay que ser muy egoísta para no aprovecharse de los amigos. De otra parte, este libro es el primero que publica una nueva editorial, "Libros del Silencio" (está bien este nombre) y tengo por costumbre presentar en sociedad a los últimos suicidas.

    Se llama la novelita "Función en el colegio" y fue escrita hace muchos años por un italiano, Orio Vergani, que lleva medio siglo en el otro mundo. Si alguien como el profesor Rico resucita una novela con tanto aplomo y además la prologa, seguro que merece la pena torcer nuestra inercia por unas horas. Y así me ha parecido. Antes empleé el diminutivo "novelita" porque este relato es tan delicado, tan femenino, tan sutil, que parece escrito por una señorita alicantina en el año de 1940. Pero no hay en ella nada blando, popular o cursi. El relato presenta ese momento tremendo y único en que los hombres (las mujeres están armadas con otra voluntad) nos acogemos a un sexo, usualmente de modo atolondrado, al que seremos fieles el resto de nuestra vida. Es un instante lóbrego y tenebroso, aunque suele pintarse con mucho cielo rosa, pétalo de margarita y nube limonera, disimulado bajo el palio traicionero del amor.

    El protagonista, un muchacho de catorce años, tomará partido por un sexo tras ver a su amada vestida de general romano y ponerse él, a su vez, las ropas de la chica. Descubrirá, como es de ley, que el sexo es la puerta del mundo empírico, pero que tras esa puerta yace siempre, ineludiblemente, un primer cadáver. En esto consiste la iniciación: ¿qué vas a hacer con este cadáver cuando seas mayor? Y la respuesta es tan torpe como irremediable: tenerlo presente hasta el día de mi muerte. Aunque siempre hay quien no quiere crecer.

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15 de febrero de 2010
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Para un cansado espectador II

Mi visitante detuvo el relato unos instantes. Aproveché para pedir otra cerveza u otro café cortado con leche fría, y de seguido le oí decir que varios años más tarde él mismo en persona había visto dos de esos dibujos, enmarcados y con plaquita de latón donde figuraba el nombre de uno de los artistas antes mencionados, en el estudio de un arquitecto bonaerense que le había invitado a dar unas conferencias en Argentina a través de su antiguo profesor. "Ya antes lo había pensado, pero en ese momento decidí que lo mío no podía ser la pintura a la que aún entonces me dedicaba sin entusiasmo, de manera que compré una Rolleiflex de ocasión y desde entonces vivo entregado al olor de los ácidos, las celulosas y los nitratos de plata, pero sobre todo a la luz roja, con los que me solazo. ¿Te parece que aún puede hacerse algo que no sea ofensivamente pretencioso con esos ingredientes?".

    Traté de defenderme como pude e inicié una maniobra de diversión preguntando a mi vez por qué demonios me había elegido para apartar una incógnita que sólo se podía despejar mediante el uso de ácidos, celulosas, nitratos y luces rojas prostibularias, elementos todos con los que jamás había tenido yo trato. "¡Oh, no, no es eso! Es que he venido a Barcelona para curar a una chica anorgásmica y como me quedaban unas horas entre sesiones, he pensado que podía cubrirlas de un modo imaginativo". Entonces le pregunté con toda humildad qué era una chica anorgásmica y cómo se procedía a su curación. Me lo explicó.

Seguimos hablando un rato y luego partió para su sesión de terapia. Quedamos para vernos al día siguiente, antes de que tomara el tren de Valencia y cuando volvimos a encontrarnos no lo dudé ni un instante: le pregunté sin disimulo por la paciente. Se encogió de hombros. "Era lo que ya imaginaba, a la vista de lo que me había escrito por carta. Estas mujeres tardan en aceptar lo que en verdad precisan, no por vergüenza, sino por modestia. Y jamás se lo dirían a sus parejas. No sólo no era anorgásmica, sino que en la primera sesión tuvo dieciocho orgasmos y en la segunda llegó a treinta y cuatro". Yo repetí, como quitándole importancia, "Treinta y cuatro, ¿eh?". Se entenderá que ya no volvimos a hablar nunca más de teoría, de arte, de pintura o de fotografía. Donde hay ciencia, hay ciencia, y no queda más remedio que hincar los codos y tratar de aprender algo.

    Desde entonces hemos mantenido una relación epistolar y más tarde electrónica. Seguí su blog con fascinación porque creo que es el único experto en arte y sexualidad femenina capaz de hablar de ambas cosas en estricta paridad como si fueran ámbitos intercambiables, e igualmente necesario su conocimiento para alcanzar la paz interior. En estas páginas (que ahora el lector curioso podrá recorrer) se demuestra que no hay problema, goce, exaltación, miseria o elevación femenina que no tenga de inmediato su permutación en el arte, donde lo problemático, lo gozoso, lo exaltado, lo miserable y lo elevado aparecen con el mismo grado de azar estocástico que en la vida de algunas mujeres imprevisibles. Así, por ejemplo, el estudio de los géneros se descompone en, de una parte, naturaleza muerta, paisaje, retrato e historia, y de otra en coprofilia, asesinato sexual, sadomasoquismo y violencia de género, en un reflejo especular.

    El lector que esté leyendo este anuncio en una librería y dude sobre si debe o no comprar el libro vaya directamente al fragmento titulado "Miró...habla" en donde leerá una disección anatómica del arte anorgásmico que no le dejará indiferente. No me cabe la menor duda de que si Miró hubiera podido someterse a las técnicas sanatorias de Alberto Adsuara su obra habría alcanzado los treinta y cuatro orgasmos en lugar de quedarse en los dos o tres que todos conocemos y tanta gloria le han procurado.

    Debo advertir también que el autor me cita repetidas veces en términos que harían sonrojarse a un pavo real. Se trata, naturalmente, de una deuda de juego y no debe tomarse en consideración.  

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10 de febrero de 2010
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Para un cansado espectador I

Prólogo que he elaborado para el libro de Alberto Adsuara De un espectador cansado (Ed.Krausse) que acaba de salir en librería. Debido a su extensión estará en este espacio en dos partes: la primera hoy lunes y la segunda el miércoles 10 de febrero.

 

Para un cansado espectador

 

    Previamente recomendado por un amigo, cierto día recibí la visita de un joven artista levantino interesado en lidiar con algún cabo suelto de la teoría entonces pos-posmoderna. Al abrir la puerta recuerdo haberme sentido levemente desconcertado por un cráneo rasurado con fiereza y una escueta barba modelo corsario, pero también inquieto por ese tipo de mirada que de inmediato los expertos reconocemos en los escrutadores implacables. De esto debe de hacer por lo menos quince años, cuando todavía era posible hablar con cautela de los últimos embozos artísticos. Decidí que merecía la pena y nos fuimos a un café a tomar cervezas o quizás a una panadería donde aún sirven el café con impávida inepcia. No hablamos ni una sola palabra de teoría.

    Me contó que habiendo estudiado en Bellas Artes y persuadido de la inutilidad de la institución había comenzado a buscar otros ámbitos por donde dar escapatoria a sus habilidades. Como tenía una gran facilidad para el dibujo (tomó una servilleta de papel y en un fenomenal garabato me retrató con maligna exactitud) había decidido, dijo, imitar a los antiguos como único y real ejercicio de investigación, en lugar del implemento humanista de su genialidad expresiva y solidaria como le recomendaban en la institución. Con gran agudeza me expuso que era una pérdida de tiempo copiar a los grandes artistas, de modo que había optado por pintores de segunda fila y muy especialmente los catalanes, que son probos artesanos y fáciles de identificar. Llevaba un año copiando a Casas, a Nonell, a Sunyer y otros talentos menores.

    Un día había descubierto en el desván de la morada familiar, casona destartalada pero con el inmenso zaguán que antaño no faltaba en ningún hogar honrado, unas resmas de papel del siglo XIX, seguramente restos de un bisabuelo notario, que allí habían quedado hundidas entre colecciones encuadernadas de Blanco y Negro, baúles con ajuares de novias muertas y aparejos de pesca. Al usar aquel noble papel sintió un verdadero vértigo, según dijo. Los dibujos parecían hacerse por sí mismos, sin su intervención, y llegó un momento en que se vio totalmente abducido por creencias paranormales, como si los espectros del Ochocientos, alzándose del Hades, hicieran cola a su espalda para dibujar en aquellas hojas.

    Hubo de detenerse cuando se percató de que hacía casi una hora que estaba dibujando sin luz, a ciegas. Y quedó atónito cuando comprobó que uno de los últimos dibujos era el retrato de una dama barcelonesa, con sombrero de redecilla, corpiño de alto cuello y una sonrisa ladeada inquietantemente seductora. También comprobó que había consumido casi todo el papel.

    Días más tarde, acuciado por la curiosidad y tras proceder a una rigurosa selección, se los mostró, sin decirle que eran cosa suya, a uno de los profesores de la institución, hombre canijo, picado de viruela, con una perpetua gota colgando de la afilada nariz, pero idólatra de lo bello en su acepción valenciana. "Los he encontrado en el desván de la abuela escondidos entre camisones y refajos", mintió. "¿Cree usted que puedan tener algún valor?". El profesor los miró uno a uno con atención y sobreponiéndose a su perplejidad le dijo que carecían de valor al no llevar firma ninguna, pero que tenían el encanto burgués y discreto del Novecentismo barcelonés y que si le convenía se los compraba por seiscientas cincuenta pesetas.

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8 de febrero de 2010
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El Boomeran(g)
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