Félix de Azúa
Prólogo que he elaborado para el libro de Alberto Adsuara De un espectador cansado (Ed.Krausse) que acaba de salir en librería. Debido a su extensión estará en este espacio en dos partes: la primera hoy lunes y la segunda el miércoles 10 de febrero.
Para un cansado espectador
Previamente recomendado por un amigo, cierto día recibí la visita de un joven artista levantino interesado en lidiar con algún cabo suelto de la teoría entonces pos-posmoderna. Al abrir la puerta recuerdo haberme sentido levemente desconcertado por un cráneo rasurado con fiereza y una escueta barba modelo corsario, pero también inquieto por ese tipo de mirada que de inmediato los expertos reconocemos en los escrutadores implacables. De esto debe de hacer por lo menos quince años, cuando todavía era posible hablar con cautela de los últimos embozos artísticos. Decidí que merecía la pena y nos fuimos a un café a tomar cervezas o quizás a una panadería donde aún sirven el café con impávida inepcia. No hablamos ni una sola palabra de teoría.
Me contó que habiendo estudiado en Bellas Artes y persuadido de la inutilidad de la institución había comenzado a buscar otros ámbitos por donde dar escapatoria a sus habilidades. Como tenía una gran facilidad para el dibujo (tomó una servilleta de papel y en un fenomenal garabato me retrató con maligna exactitud) había decidido, dijo, imitar a los antiguos como único y real ejercicio de investigación, en lugar del implemento humanista de su genialidad expresiva y solidaria como le recomendaban en la institución. Con gran agudeza me expuso que era una pérdida de tiempo copiar a los grandes artistas, de modo que había optado por pintores de segunda fila y muy especialmente los catalanes, que son probos artesanos y fáciles de identificar. Llevaba un año copiando a Casas, a Nonell, a Sunyer y otros talentos menores.
Un día había descubierto en el desván de la morada familiar, casona destartalada pero con el inmenso zaguán que antaño no faltaba en ningún hogar honrado, unas resmas de papel del siglo XIX, seguramente restos de un bisabuelo notario, que allí habían quedado hundidas entre colecciones encuadernadas de Blanco y Negro, baúles con ajuares de novias muertas y aparejos de pesca. Al usar aquel noble papel sintió un verdadero vértigo, según dijo. Los dibujos parecían hacerse por sí mismos, sin su intervención, y llegó un momento en que se vio totalmente abducido por creencias paranormales, como si los espectros del Ochocientos, alzándose del Hades, hicieran cola a su espalda para dibujar en aquellas hojas.
Hubo de detenerse cuando se percató de que hacía casi una hora que estaba dibujando sin luz, a ciegas. Y quedó atónito cuando comprobó que uno de los últimos dibujos era el retrato de una dama barcelonesa, con sombrero de redecilla, corpiño de alto cuello y una sonrisa ladeada inquietantemente seductora. También comprobó que había consumido casi todo el papel.
Días más tarde, acuciado por la curiosidad y tras proceder a una rigurosa selección, se los mostró, sin decirle que eran cosa suya, a uno de los profesores de la institución, hombre canijo, picado de viruela, con una perpetua gota colgando de la afilada nariz, pero idólatra de lo bello en su acepción valenciana. "Los he encontrado en el desván de la abuela escondidos entre camisones y refajos", mintió. "¿Cree usted que puedan tener algún valor?". El profesor los miró uno a uno con atención y sobreponiéndose a su perplejidad le dijo que carecían de valor al no llevar firma ninguna, pero que tenían el encanto burgués y discreto del Novecentismo barcelonés y que si le convenía se los compraba por seiscientas cincuenta pesetas.