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El Boomeran(g)

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Agitadores profesionales

La semana pasada comenté la novela de ciencia ficción Ubik de Philip K. Dick. Hoy quisiera compartir con ustedes una maravillosa escena de ese libro. Básicamente, la situación es la siguiente: el protagonista Joe Chip y su equipo anti PSI han viajado en el tiempo y llegado a 1939, en los primeros días de la II Guerra Mundial. En ese contexto, Chip conversa con un taxista. El diálogo es más o menos así: TAXISTA: ¿Exactamente a qué se dedican ustedes? ¿Qué es PSI? CHIP: Poderes parapsicológicos. Fuerzas mentales que operan directamente, sin la intervención de ningún agente físico. T: ¿Poderes místicos? ¿Cómo conocer el futuro? C: Algo así. T: ¿Y qué pasará con la guerra en Europa? C: Alemania y Japón van a perder. Estados Unidos entrará en guerra el 7 de diciembre de 1941. T: ¿Y Rusia? ¿Vamos a cargarnos a los rojos? C: En realidad, Rusia y EEUU pelearán del mismo lado. T: ¿Los comunistas? ¿De nuestra parte? Imposible, tienen un pacto con los nazis. C: Alemania violará el pacto. Hitler atacará a la Unión Soviética en junio del 41. T: Y la barrerá, espero. La verdadera amenaza son los comunistas, no los alemanes. Lo de los judíos, por ejemplo, es normal. Los alemanes se han pasado un poco, pero había que hacer algo al respecto. Nosotros tenemos por aquí muchos judíos y negros, y en algún momento también tendremos que tomar cartas en el asunto. El problema es que Roosevelt quiere meternos en una guerra que no es nuestra. Los americanos no queremos pelear la guerra de los ingleses, ni ninguna otra. C: Pues le aviso que no le van a gustar los próximos cinco años. T: ¿Por qué no? Todo el estado de Iowa está conmigo ¡En cambio ustedes, por lo que veo, son agitadores profesionales! Me encanta esa escena, por razones de trabajo. A veces escribo análisis políticos, y entonces trato de explicar con claridad e imparcialidad las partes de un conflicto y lo que opina cada parte. Sólo tengo que recoger datos, no me corresponde tomar partido. Pero los simpatizantes de ambos lados, si no despotrico contra sus enemigos, consideran que estoy del lado opuesto. Con frecuencia, un buen análisis no es aquel que ambas partes aceptan, sino el que rechazan con el mismo énfasis. En el diálogo citado, Chip se limita a dar con precisión la información escueta que conoce sobre lo que va a ocurrir. Pero ¿Acaso eso no implica una postura? Dicho de otro modo: si alguien viniese del futuro y nos dijese la verdad pura, simple y objetiva, me temo que no serviría de nada. No sabríamos reconocerlo. Lo que consideramos verdad no depende sólo de los hechos que veamos, sino de los ojos con que los observamos y con que nos observan a nosotros. Escoger sus anteojos es el desafío que debe resolver todo periodista. De alguna manera, el periodista es inevitablemente un agitador profesional.

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20 de febrero de 2006
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El futuro fue ayer

Acabo de terminar Ubik, una novela del autor de culto de ciencia ficción Philip K. Dick. Quizá crees que no sabes quién es Dick, pero si has visto películas como Blade Runner y Minority Report, sí lo sabes. Philip K. Dick es la mente retorcida detrás de esas historias futuristas que llevan al límite nuestras nociones sobre la humanidad, la libertad, la memoria o el tiempo. Ahora bien, leído en el año 2006, el futuro según Dick está un poco pasado. En el mundo ultramoderno que nos pinta su novela, publicada en 1969, la televisión se activa a distancia con un deslumbrante… pedal. A Dick no se le ocurrió que habría controles remotos inalámbricos. Lo mismo ocurre con la tecnología de la comunicación. Cuando los personajes requieren un documento, lo piden por teléfono y el papel es velozmente enviado a una ranura, una especie de buzón que hay en todas las oficinas y domicilios. Internet era una fantasía demasiado delirante, incluso para Dick. Hasta los videófonos, teléfonos con pantalla, se le quedaron cortos a su prolífica imaginación. Hoy en día, sus funciones son cubiertas por teléfonos portátiles que, además, llevan Internet y computadora incorporada. Puedes trabajar desde la playa si quieres. En el mundo de Ubik, en cambio, para cualquier gestión de trabajo, te buscas una oficina. Y, por cierto, te aguantas el humo, porque eso sí, no existe ese imprevisible invento que son las leyes antitabaco. Nuestra vida cotidiana ya es de ciencia ficción. Usamos computadoras portátiles en los metros y los trenes, y los autos tienen sistemas GPS que le indican el camino al conductor. Hay alimentos transgénicos, y los robots ya están incorporados en buena parte de la industria tecnológica. Tenemos chats y blogs, y podemos armar tertulias virtuales y videoconferencias que reúnan en la misma mesa a personas separadas por océanos. Nada de eso imaginaron Dick ni Ballard ni los más exagerados visionarios del siglo XX. Ahora bien, si se quedaron cortos en los cambios de la vida cotidiana, los autores de ciencia ficción sobreestimaron las grandes transformaciones. En Ubik, los humanos han comenzado la colonización de otros mundos, y viajar a la Luna es tan fácil como tomar un puente aéreo. Pero en nuestro deslucido siglo XXI, hay pocos destinos turísticos en el sistema solar y ninguno baja del millón de dólares. También la historia política les ha jugado una mala pasada a los visionarios. Ubik prevé la disolución de Estados Unidos y el cambio del dólar por una moneda llamada poscred. En un momento, refiriéndose a figuras muy antiguas y desaparecidas del globo, menciona a Fidel Castro. La novela está ambientada en 1992. Catorce años después de eso, EEUU sigue ahí, Castro también, y el tono de sus relaciones ha cambiado muy poco. El siglo XXI nos ha traído un mundo mucho más cómodo y libre de humo en el que nada ha cambiado en el fondo. Incluso la bomba atómica, pesadilla favorita de la ciencia ficción que se creía extinguida, está volviendo a aparecer en el periódico. Como van las cosas, el planeta explotará, pero podremos verlo en vivo y en directo, en un televisor de pantalla plana, y comentarlo con los amigos en el chat.

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17 de febrero de 2006
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Venecia abandonada

Venecia es como en las películas. O mejor que en las películas: las góndolas son aún más brillantes de lo que yo esperaba, y todos sus conductores llevan esos simpáticos jerseys a rayas. La plaza de San Marco, cerrada en tres de sus lados por los pórticos y presidida por la basílica bizantina, es un testimonio del esplendor mediterráneo entre la Edad Media y el Renacimiento. Pero lo más impactante, sin duda, es el concepto de ciudad acuática. No hay automóviles en Venecia, ni autobuses, ni metros. Los taxis son lanchas, los autobuses son barquitos con paradas fijas, los distribuidores de las tiendas van en botes fuera de borda, incluso los camiones de mudanza son fluviales. En vez de policías de tránsito, uno ve botes-grúa que arrancan del suelo los troncos viejos de estacionamiento, como si fuesen muelas podridas. El corazón de este mundo marino es el barrio de San Marco, centro de concentración de los turistas, y por lo tanto, de las tiendas. Cruzar el puente de Rialto que lleva a este barrio es como entrar en un mundo mágico, sin motores ni semáforos, donde la única tecnología superviviente es la de las cámaras fotográficas digitales, y donde un jabón te puede costar cinco euros, y una turística capa negra para el carnaval alcanza los 221. Todo este brillo tiene un lado siniestro, sin embargo, que queda del otro lado del puente, en los barrios alejados del bullicio turístico. Aquí, en San Polo o Santa Croce, es fácil perderse, y el laberinto urbano está cruzado de callejones sin salida y calles que desembocan en el agua. Si uno ha leído la novela de Ian McEwan El placer del viajero, resulta escalofriante imaginarse como el protagonista perdido entre las callejuelas, huyendo de un psicópata. De encontrarme en la misma situación, yo perecería sin remedio de sólo doblar la esquina incorrecta. Pero también leí una vez La muerte en Venecia, y pienso que en ese caso esperaría el cuchillo con la huachafísima certeza de una extinción elegante, un grand finale. Tanta película y tanta novela han inmortalizado a Venecia, pero también son la causa de su soledad. Estas calles no están vacías por un fenómeno estético, sino porque sus habitantes, sencillamente, han huido. Vivir en esta ciudad puede ser muy romántico, pero es demasiado caro. Los precios venecianos están pensados para los turistas, no para los residentes. Los alquileres cuestan lo que le costarían a un millonario excéntrico, y la especulación inmobiliaria es criminal. Comer fuera es prohibitivo. La ropa es mayoritariamente de diseñadores, porque aquí no hay espacio para un centro comercial. Ah, y si quieres muebles o adornos, prepárate para ir a un anticuario. No sueñes con un IKEA. Además de caro, vivir aquí es incómodo. Se gasta mucho dinero en impuestos municipales y es obligatorio mantener turísticamente presentables las fachadas de los antiquísimos edificios. Debido al precio de las necesidades básicas, los venecianos deben salir de su ciudad para satisfacerlas, pero como los autos sólo llegan a la entrada, todo contacto con el mundo exterior exige una complicada combinación de transportes fluviales y terrestres. La cosa empeora si se te ocurre mudarte, por ejemplo. Llevar hasta tu casa una mesita de noche sale más caro que comprarla en el anticuario. La ciudad se vacía tan rápido que el ayuntamiento ha puesto en marcha un programa de repoblamiento, como si sus habitantes fuesen refugiados de guerra. Pero repoblar implicaría reducir los precios, y eso podría hundir la única industria veneciana: el turismo. Venecia es una víctima de su propia leyenda. Obligada a morir de a pocos para seguir viva, se va convirtiendo en un hermoso museo de cera, hermosa pero vacía, como una duquesa camino de la guillotina.

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16 de febrero de 2006
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Por favor, di algo de izquierdas

Las elecciones en Italia son el 9 de abril, pero desde que uno llega, tiene la impresión de que el único candidato que concurre es Berlusconi. Sus monumentales pancartas atiborran las carreteras, repletan las estaciones de trenes, ahogan el paisaje de las diferentes ciudades. La izquierda de Romano Prodi, imagino que por falta de recursos, se limita a pegar afiches en las paredes. Y donde consigue colocar verdaderos paneles publicitarios, los estrategas de Forza Italia los rodean con los suyos hasta ahogarlos. La guerra publicitaria no sólo muestra la cantidad de artillería con que cuenta cada una de las opciones políticas, sino también la calidad de su armamento retórico. La derecha ha montado una campaña llamada “No, gracias”, basada en el miedo al cambio. Bajo la límpida sonrisa post-lifting de su líder Berlusconi, las consignas son: “¿Más impuestos sobre tus ahorros? No, gracias”. “¿Más impuestos sobre tu casa? No, gracias”. Uno de los carteles más grandes en la estación de Milán dice “La izquierda dice que todo va mal. Dejemos que pierda”. Esta parte de la campaña apela al votante conservador estándar: el hombre satisfecho con sus posesiones, cuya mayor preocupación es que no se las toquen. Pero otros avisos son de un inesperado alarmismo. Berlusconi acusa de “comunistas” a sus rivales, y recuerda constantemente en los medios que el comunismo trajo al mundo sólo “miseria y muerte”. La campaña se completa con las preguntas: “Los antiglobalización al gobierno? No gracias”. “¿Inmigrantes clandestinos sin control? No, gracias”. Para Forza Italia, un gobierno de izquierda sumiría al país en una especie de caos polpotiano de africanos saqueando los bancos y las casas de los honestos italianos. Cuesta imaginar al apacible y más bien soso Romano Prodi como un sanguinario Stalin o un agitador antisistema. De hecho, su estable currículum como líder de la Comunidad Europea debería servir para contrarrestar la campaña que lo pinta como un pelucón rebelde enloquecido. Y sin embargo, la coalición ha optado por una estrategia diferente. Su contracampaña se titula, “Hoy y mañana”, y sus principales eslóganes son los siguientes: “hoy ilusiones, mañana soluciones”, “hoy privilegios, mañana derechos”, “hoy discriminación, mañana derechos civiles.” Otros carteles prometen “esperanza” y “apertura”. Ahora bien, contra la campaña concreta de Forza Italia ¿no son un poquito abstractos esos conceptos? Si alguien me acusara ante un jurado de querer entrar en su casa y robarle ¿Sería convincente que yo le respondiese: “yo sólo quiero llevarle alegría”? Quizá sería más productivo demoler su acusación. Del mismo modo, la campaña de Berlusconi es fácil de desbaratar con argumentos ante la opinión pública italiana. Pero la izquierda se empeña en caer en los mismos estereotipos de idealistas sin programa que sus enemigos les achacan. Esa indefinición de propuesta es uno de los grandes obstáculos para la unidad de izquierda de todas partes. Pero la italiana ni siquiera ha conseguido unidad de logotipo. Los carteles llevan por firma el arbolito de los Demócratas de Izquierda al lado de la rama de la agrupación El Olivo. Entre semejante diversidad botánica, los propios izquierdistas italianos están confusos. La gente a la que le pregunto sabe que votará por Prodi, pero no sabe ni cómo se llama la coalición. Mi amigo el ensayista peruano Eduardo Dargent solía decir: “la izquierda debería entender que no tiene el monopolio de la bondad”. Las campañas basadas en valores y no en propuestas aglutinan a los votantes tradicionales, pero no atraen a los indecisos que inclinan las balanzas electorales. Es decir, convencen a los que ya estaban convencidos. Quizá sea un problema de planeamiento de campaña, o quizá, en efecto, la izquierda esté tan dividida que no sea conveniente, ni siquiera posible, articular una propuesta clara. En cambio, la derecha siempre sabe perfectamente lo que quiere. En una memorable escena de la película Abril, Nanni Moretti se desespera ante el televisor, donde un candidato concede una entrevista. Angustiado, Moretti le repite a la pantalla: “di algo de izquierda, por favor, di cualquier cosa de izquierda”. Todo el mundo quiere un mundo mejor, pero cuando ése “algo de izquierdas” resulta difícil de encontrar, ganar elecciones se vuelve una cosa de derechas.

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15 de febrero de 2006
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El último romántico

Mi libro de cuentos acaba de aparecer en Italia, pero no con un gran grupo editorial ni con una megaempresa, sino con la editorial más pequeña de ese país. Es una editorial tan joven que sólo ha publicado dos libros, y tan pequeña que lleva el nombre de su editor y único trabajador: Roberto Keller. Roberto va a recogerme en persona al aeropuerto, acompañado por Giacomo. Giacomo es su furgoneta. La compró para poder viajar y dormir en ella. Y en efecto, dentro de Giacomo es posible dormir, vivir, instalar una fábrica de jabones o jugar un partido de fútbol. Y es que Giacomo es más que un coche, es un socio de Roberto, que además de editor literario es promotor de conciertos de música electrónica, redactor de discursos políticos, periodista, profesor escolar y consejero cultural. Por si fuera poco, Roberto es amigo de medio mundo, por lo que el gigantesco Giacomo es constantemente requerido para excursiones infantiles, giras rockeras y todo tipo de necesidades de la comunidad que van llenando su espacio de juguetes, instrumentos musicales, discos y otras señales de una rica vida interior. Está claro que un editor como Roberto no responde a las convenciones del oficio. Los editores suelen tener interés sólo por las novelas. Pero Roberto me pidió un libro de cuentos. Nadie suele comenzar una editorial con traducciones, porque es más barato y fácil comenzar con autores cercanos. Pero a él le da igual. Muchos editores, incluso grandes grupos editoriales, consideran que invitar a los autores para presentar su primer libro es un gasto innecesario. Pero Roberto ha movido cielo y tierra para reunirnos en Italia, me ha alojado en el apartamento vacío de unos amigos, ha conducido durante dos horas y media –y otro tanto de regreso- para encontrarnos en el aeropuerto de Treviso y se niega a dejarme invitar siquiera el café. Para hacerlo, tengo que acercarme subrepticiamente a los camareros. En algún momento, me pregunto si Roberto es consciente de esa cosa llamada mercado, y se lo digo. Él me responde: -Yo sólo publico los libros en que creo. Y así, el trabajo no es una carga. En efecto, la semana de gira por el norte italiano es una de las más divertidas que he pasado en mucho tiempo. A bordo de Giacomo, Roberto y yo recorremos Milán, Bolonia, Trento y Venecia pegando afiches, convocando a la prensa regional, haciendo pequeñas presentaciones y cargando nosotros mismos las cajas con los libros. Parecemos una banda de rock de garaje o un grupo de cómicos trashumantes ganando lectores a pulso, de uno en uno. Todo el viaje transcurre en una atmósfera de adolescente amistad. Durante las interminables horas de carretera, hablamos en una mezcla de italiano, español e inglés, pero en ese improvisado esperanto, nos arreglamos para conversar sobre libros, nuestras novias, Italia, la vida, la política. Además, en los distintos tramos del camino, se nos suma el equipo de Roberto: las traductoras, distribuidoras y colaboradoras de la editorial, que son todas chicas y todas guapas (¿o será que todas las italianas son así? Misterio). Y sobre todo, que comparten un contagioso entusiasmo por la editorial y una gran ilusión. La gente suele creer que los escritores somos unos tipos muy románticos y los editores, unos buitres capitalistas sin sentimientos. La verdad, cuando la literatura es tu trabajo, llega un punto en que la mayoría de tus conversaciones de escritor son sobre contratos, agencias, condiciones editoriales y plazos de entrega. En cambio, los días en Italia me han recordado de qué se trataba todo esto. Creo firmemente que Roberto Keller, por su infatigable trabajo y el cuidado de sus ediciones, va camino de convertirse en un gran editor. Pero aunque no llegase a serlo, lo bailado no se lo quitará nadie.

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14 de febrero de 2006
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El torturador danés

Después de la guerra de las caricaturas detonada por el periódico danés que reprodujo imágenes burlonas de Mahoma, un director de ese mismo país dirige una película irreverente sobre los conflictos entre negros y blancos: lo único que faltaba para convertir al apacible país nórdico en la nueva meca de la intolerancia racial y cultural. Para colmo, ese director es el inescrupuloso Lars von Trier. Quien haya visto su documental Las cinco condiciones puede dar fe de su inhumana crueldad. Quien recuerde Dancer in the Dark o Rompiendo las olas ya se habrá acostumbrado a su misógina tendencia a someter a sus mujeres protagónicas a las más implacables torturas físicas y psicológicas. Y en su última película, Manderlay, se añade a la lista un grupo de esclavos negros que se niega a ser libre, clasificados numéricamente según sus defectos de carácter, sazonados con un par de escenas de flagelación y condimentados con varios clichés sobre su rendimiento sexual. ¿Se le puede pedir algo más a alguien antes de colgarle el brazalete con la esvástica? Manderlay continúa con la historia de Grace, la heroína interpretada por Nicole Kidman en Dogville. Esta vez, Grace pasa de víctima a verdugo, aunque en ambas películas se pone de manifiesto precisamente la ambigüedad entre ambas categorías, el modo en que el amo es también esclavo de sus esclavos, lo que las carga de una gran ambigüedad moral. Y es que esta película, aunque forme parte de una trilogía sobre Estados Unidos, no habla de los dilemas políticos de Alabama, sino de la libertad y sus contradicciones. O, por decirlo así, de la serie de esclavitudes que escogemos libremente. De hecho, los dilemas que plantea son más interesantes en la actualidad que en el sur de la Guerra de Secesión: ¿Qué ocurre si un grupo social escoge libremente continuar sojuzgado? ¿O si decide mayoritaria y libremente votar por un autoritario como Hugo Chávez? ¿O si, democrática y limpiamente, elige que lo gobierne Hamás? ¿Tenemos derecho a imponerle su libertad, como hizo EEUU en Irak? ¿Es moralmente lícito convertirse en amo de alguien en nombre de su capacidad de decidir? ¿No es toda institución social un sistema de restricciones aceptado por sus miembros? Es raro que un cine tan formalmente recargado tenga una carga política tan fuerte. Manderlay, igual que Dogville, está grabada íntegramente en un interior teatral artificioso. Y sus diálogos y su oscuridad pueden resultar por momentos asfixiantes. Y sin embargo, quizá aún más que en su anterior película, Von Trier da en el clavo del conflicto moral de nuestro tiempo, un conflicto incrustado en la identidad del país más poderoso del mundo, pero también en la delgada línea roja entre nuestros valores más profundos y nuestras más perversas pretensiones.

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13 de febrero de 2006
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Las chicas al poder

La escena de una mujer recibiendo el mando en un país latinoamericano va dejando de ser imposible y volviéndose casi habitual. La nueva presidenta chilena, Michelle Bachelet, es ya la cuarta de una región donde, hasta hace tres décadas, el poder vestía con botas, kepis y un mal gusto exclusivamente masculino. La primera presidenta latinoamericana, la argentina María Estela Martínez de Perón, alcanzó el poder a la muerte de su esposo. Claramente incapaz de gobernar, Isabelita fue un títere del ministro de Bienestar Social, José López Rega, un ultraderechista conocido por el simpático apodo de El Brujo. Con ese tutor, las obras de Isabelita fueron: una escandalosa inflación, la suspensión de exportaciones de carne, el descontrol de la deuda externa, la crisis de seguridad interior y el surgimiento del brutal grupo paramilitar Triple A. La transmisión de mando fue violenta y dejó en la presidencia al temible Jorge Rafael Videla, que por cierto, fue nombrado jefe del Ejército por ella misma. Isabelita, con todo y ser mujer, o precisamente por ello, fue un personaje manipulado por hombres autoritarios como López Rega y el propio Perón. Más independencia tuvieron las centroamericanas Violeta Chamorro de Nicaragua y Mireya Moscoso de Panamá, que alcanzaron el poder mediante elecciones. La primera de ellas, directora del diario La Prensa, gobernó del 90 al 97, pero ya había participado activamente en la oposición contra Somoza –que asesinó a su esposo- y luego contra los sandinistas. La segunda había sido la joven esposa del tres veces presidente Arnulfo Arias, y su turbulento mandato se extendió de 1999 a 2004. Las tres presidentas latinoamericanas eran políticas por viudez, es decir, comenzaron sus carreras apoyando a sus esposos y saltaron a la palestra tras la muerte, y a menudo, en memoria de ellos. Ésa es la primera diferencia con La Bachelet. La presidenta de Chile también tiene un pasado bañado en sangre: su padre fue asesinado por la represión pinochetista y ella misma sufrió prisión, tortura y exilio. Y sin embargo, ha gestionado su memoria de otro modo. Se negó a utilizar su pasado en la campaña, y ha dirigido a sus ex torturadores en el ministerio de defensa. Bachelet no es un símbolo de revancha, sino de reconciliación. O como dice el New York Times hablando de Bachelet y su homónima liberiana Ellen Johnson Sirleaf: “han adoptado lo que ambas definen como virtudes femeninas, y las han ofrecido como lo que precisamente necesitan los países que salen del sufrimiento de la tiranía y el conflicto”. Otra diferencia es que llega en un momento en que la mujer latinoamericana se ha convertido en un símbolo de eficiencia. Especialmente entre las familias sin recursos, la madre es la que se ocupa de que las cosas funcionen mientras el hombre se dedica a no hacer nada porque es hombre. No son sólo ellas las que han construido esforzadamente su liderazgo, sino también ellos los que han demolido su antigua autoridad. El cambio de actitud ante el género en la política queda resumido procaz pero expresivamente en un grafitti de un barrio pobre de Lima: “que gobiernen las putas. Sus hijos ya fracasaron.” ¿Cambiaría sensiblemente la región con un equipo de mujeres en las presidencias? Bueno, lo peor que puede pasar es que todo siga igual, que Latinoamérica sea un continente con faldas pero no a lo loco. La propia Bachelet, fiel a la moderación de su estilo, ha enfatizado que no es cuestión de revanchismos de género. Cuando un periodista le preguntó cómo iba a gobernar sin un amor a su lado, respondió: -Espero que les haga la misma pregunta a mis ministros solteros.

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10 de febrero de 2006
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Buenas noches y buena suerte

Este viernes se estrena en España Good Night, and Good Luck, la película de George Clooney que ha conseguido el milagro: es en blanco y negro, está llena de diálogos, Clooney no es protagonista y los personajes fuman como chimeneas, y aún así, ostenta orgullosamente seis nominaciones para los próximos Oscar. Quizá la razón es que ha tocado una fibra sensible en el público norteamericano al narrar el enfrentamiento -y el triunfo- de un grupo de periodistas contra el temible senador McCarthy, cuya paranoia anticomunista era una amenaza contra las libertades civiles. Han pasado cincuenta años de eso, pero ni siquiera la robusta democracia del país más poderoso del mundo está aún libre de esa amenaza, como demuestra que el gobierno de George Bush ha autorizado escuchas telefónicas contra sus propios ciudadanos y ha sostenido cárceles y prácticas ilegales y de lesa humanidad en Guantánamo y Abu Ghraib. La pregunta que se hace Good Night, and Good Luck es ¿Hay que sacrificar la libertad para proteger nuestra seguridad? Y la respuesta que se desprende de ella es: no, EEUU sigue aquí, y el bloque comunista –que sí amordazaba a sus medios de prensa- ya no existe. Mañana, la película llegará a España, justo después de la “guerra de las caricaturas” que sacó a las calles a miles de árabes a protestar contra los medios de prensa occidentales. La encrucijada moral actual es la misma: ¿Hay que sacrificar la libertad de expresión para que no nos quemen las embajadas? Y sin embargo, el escenario es completamente diferente, porque lo que entra en juego no son dos sistemas excluyentes, sino la posibilidad de la convivencia: el límite entre la libertad y el respeto, entre la tolerancia y la autocensura, entre la guerra y la paz. Si no te molesta que la película esté en blanco y negro y se la pasen fumando y hablando, Good Night, and Good Luck es una estupenda oportunidad para reflexionar sobre un mundo que ha pegado un volteretazo en cincuenta años, pero cuyas preguntas se repiten una y otra vez.

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9 de febrero de 2006
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El rock de nuestro señor Jesucristo

Mientras estaba en Bolivia, hace un par de semanas, salí con un amigo a dar una vuelta por la noche de La Paz. Recorrimos un par de bares, paseamos por la parte antigua –que es muy pequeña- y al final topamos con un gran coliseo en el que miles de jóvenes formaban cola. Nos explicaron que era el concierto del mejor grupo de rock hispanoamericano: Rojo. La chica de la taquilla nos dijo: -¿No los han escuchado, hermanitos? Son muy conocidos. Son de México. Nos había llamado “hermanitos”. La gente de La Paz es muy dulce para hablar. Compramos entradas y nos pusimos en la cola. Entramos justo para la primera canción. En el anfiteatro había unas 5.000 personas. Además de bolivianos, había gente de Perú, Chile y Ecuador, todos con banderas. El escenario estaba flanqueado por dos pantallas gigantes y tenía un alucinante equipo de luces psicodélicas. El público coreaba el estribillo de “Revolución”, cuyo sonido recordaba al rock de los ochenta. De la letra entendimos poco, pero pensamos que una canción así resultaba muy oportuna para la toma de mando de Evo Morales. Sólo caímos en la cuenta de nuestro error al final de la canción, cuando el cantante preguntó al público: -¿Van a ser todos unos revolucionarios como Jesús? Poco a poco, los detalles empezaron a encajar: en el concierto se vendían gaseosas pero no alcohol. Nadie fumaba. Los baños estaban vacíos. No había pogos violentos. Una pancarta nos explicó que estábamos en el concierto de clausura de un congreso latinoamericano de iglesias evangélicas. Yo es que crecí en los noventa. Creer no estaba de moda. Formar grupos, tampoco. La misa era una cosa aburrida y los conciertos eran ateos. Si querías divertirte, te drogabas. El mundo era un lugar ordenado y cada cosa tenía su lugar. Ahora se han confundido los valores. Las iglesias tienen canales de televisión. Los jóvenes consumen sano esparcimiento. La fe se ha puesto de moda. Los cuatro conciertos previstos para el Congreso sumaron tanto público como la celebración de Evo Morales en Tiwanaco. El único evento más exitoso de la semana fue Hugo Chávez superstar hablando en el auditorio de la universidad, con el público aglomerándose en la calle para escucharlo. Mientras abandonamos el concierto, mi amigo y yo escuchamos al cantante hablando con su público: -¡Ahora todos juntos, palmas por Jesús! Esto tiene que ser una señal del Apocalipsis.

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8 de febrero de 2006
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Jesuitas

Los ex alumnos jesuitas somos una mafia. Esto no es novedad. Pero recientes sucesos me revelan que es más grave de lo que parecía. La historia es larga. Recuerdo a un cura de mi colegio que nos daba la lata con las personalidades jesuitas de la historia universal: Descartes era alumno jesuita, Fidel Castro era alumno jesuita, esas cosas. Un día le respondí: Julio César Mezzich, número dos de Sendero Luminoso, era jesuita. El cura respondió: “a mí no me importa que ustedes sean grandes estadistas o grandes delincuentes. Lo importante es que sean grandes”. Esa era la filosofía. La mayoría de los colegios religiosos te exigían ser un reprimido. A los del Opus Dei les bastaba con que fueses rico. Pero los jesuitas te educaban para ser “importante”. El lema de San Ignacio, fundador de la Compañía, era “siempre más”. Con el tiempo, mis compañeros de colegio desarrollaron un sentido de tropa que era el orgullo de los curas y la burla del resto de chicos de nuestra edad. Los de mi colegio eran conocidos por llevar la ropa deportiva escolar incluso fuera de las horas de clase, por andar siempre juntos y sentirse superiores, por cantar el himno del colegio en las borracheras. El sentido gregario de los jesuitas es casi como una secta. Una vez, en Lima, yo preparaba un reportaje sobre cómo los doctores preparan a los pacientes para la muerte. El tema era tan desagradable que ningún doctor quería hablar. Cuando ya daba el reportaje por perdido, me encontré con un relacionista público de un hospital que era del colegio. Y él me presentó al director del hospital, que también era del colegio. Todo arreglado. En otra ocasión, recién llegado a República Dominicana, tuve acceso a una de las mejores bibliotecas del país porque era de los jesuitas. Bastó citar un par de nombres que certificasen mi currículum en la compañía. En Lima, ser del colegio te conseguía trabajos. Yo mismo, entre dos directores teatrales igualmente cualificados, escogí para mi obra al que era del colegio. Hasta ahí, la historia es graciosilla. Pero ahora he encontrado una constante triste entre mis mejores amigos peruanos en España. Uno de ellos tiene sólo 24 años y ya es redactor principal de una revista cultural. Su opinión es valorada por algunos de los editores más importantes de este país. Muchos escritores hispanoamericanos mayores que él le damos nuestras novelas antes de publicarlas para escuchar sus comentarios. Su red de contactos parece la de un productor de Hollywood. Sin embargo, él lleva meses deprimido porque se siente “estancado”, y se considera capaz de enfrentar retos más complejos. 24 años tiene el niño. Mi otro amigo fue siempre el prototipo del inmigrante de éxito en España: aún en los años más difíciles para todos nosotros, él tenía esposa, hija, casa, coche y trabajo en una corporación transnacional. Ahora se está comprando un piso de tres dormitorios con un balcón que mira hasta el mar de Barcelona, y trabaja en una empresa que cotiza en bolsa. Y sin embargo, se siente frustrado. Cree que en el Perú tendría un puesto más relevante, podría hacer cosas por el país. Hasta cierto punto, se siente culpable por no hacerlas. Yo mismo soy incapaz de reconocer que me va bien, incluso cuando me va muy bien. Los que me conocen me dicen “tú siempre necesitas una razón para estar insatisfecho”. Ya ni siquiera puedo deprimirme porque no me toman en serio. Hasta hace poco pensaba que yo era neurótico y, por lo tanto, tiendo a conseguir amigos neuróticos. Sólo hoy he tomado conciencia de que los tres somos del mismo colegio. Por Dios ¿Qué nos han hecho? ¿Por qué no se limitaron a despotricar contra los condones como todos los curas?

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7 de febrero de 2006
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