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El Boomeran(g)

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Un cornudo en el ciberespacio

La última edición en español del New York Times trae una historia espeluznante: todo empezó con un marido cornudo.

Como tenía dudas, el hombre se dedicó a husmear en el buzón electrónico de su esposa, sólo para descubrir que, en efecto, ella le era infiel. Y con un joven estudiante universitario. Esa primera vez, el esposo fue comprensivo. Habló con ella y le hizo prometer que ese bochornoso episodio no se repetiría. Poco después, para sentirse más seguro, volvió a violar la correspondencia de su mujer, con el desagradable resultado de confirmar que el affaire continuaba. En esas circunstancias, decidió emprender la venganza más cruel: hizo pública la conducta de su esposa con el nombre propio de su amante en uno de los foros más visitados por los chinos.

El mensaje contenía cinco mil palabras de pasión adolorida y desilusión, e iba firmado con un nickname tristemente sexual: Espada Congelada. En respuesta, un alma caritativa identificada como Azalea de Primavera pidió en el foro a “cualquier empresa, establecimiento, oficina, colegio, hospital, tienda y calle que rechace a este hombre –al estudiante, es decir- hasta que muestre un arrepentimiento satisfactorio y convincente”. Finalmente, alguien encontró la dirección y el teléfono del chico, y los colgó en la página. Entonces se desató el infierno.

Decenas, y luego cientos, y luego miles de personas empezaron a acosar al infiel. Hacían llamadas anónimas a su casa, o se presentaban en ella para insultarlo. Muchos exigieron a la universidad que lo expulsase, y cuando ésta se negó, sitiaron su casa y lo mantuvieron encerrado en ella por semanas. En Internet, la gente demandaba que fuese “decapitado por el sufrimiento del marido”, o metido con la mujer “en una jaula para cerdos” y arrojado al mar.

Desesperado, el estudiante colgó un video en el foro jurando que él no tenía nada que ver con la mujer de Espada Congelada. La presión llegó a tal punto que el propio cornudo se retractó de sus afirmaciones, pero era tarde. La turba había encontrado a su víctima. El chico aún no puede salir de su casa.

El relato roza lo trágico, lo absurdo y lo siniestro y, por tratarse de China, evoca reminiscencias de la Revolución Cultural, en la que todos los comunistas se acusaban mutuamente de no ser buenos comunistas, lo que derivó en un festín de castigos crueles y asesinatos masivos. Sin embargo, lo ocurrido con Espada Congelada es una manifestación extrema de algo que se manifiesta en cualquier cultura: el placer humano por juzgar a los demás.

Piensen en los reality shows, en que el público participa repudiando a esos esposos infieles, a esos malos hijos, a esas madres desnaturalizadas. Una señora de la audiencia se levanta y dice: “tú no te mereces el hijo que tienes ¿me oyes? ¡Tú no te mereces ni siquiera vivir!”. Y todo el mundo aplaude. Piensen, si no, en la vecina que vive pendiente de lo que ocurre en la puerta de al lado. Recuerden el éxito internacional del culebrón, un género narrativo basado en la necesidad del espectador de comentar y opinar durante meses sobre la vida privada de algún personaje. Y las revistas del corazón. Y los programas de la farándula.

Según parece, necesitamos compararnos con otras personas, personas que nos garanticen que saldremos bien parados. Necesitamos saber que nuestra soledad, nuestro aburrimiento y nuestra insatisfacción sexual no sólo es voluntaria, sino incluso ejemplar, que es algo que hacemos porque somos virtuosos. Y necesitamos ostentar mundialmente nuestra virtud, ventilarla en la tele de ser posible, para que la gente no vaya a pensar que somos felices, que satisfacemos nuestras necesidades emocionales o, simplemente, que nos divertimos. La sociedad podría no resistir un impacto de ese calibre.

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22 de junio de 2006
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La responsabilidad moral de Caperucita Roja

Recuerden este nombre: Stephen Sondheim. Si ustedes piensan que el teatro musical es un género banal lleno de tipos que se enamoran bailando y compran el periódico cantando, busquen un espectáculo de Sondheim: el hombre que revolucionó el género.

Sondheim no tuvo una vida fácil. Creció en una familia judía no practicante del Upper West Side de Manhattan, donde vivió una infancia solitaria y aislada incluso de su comunidad de origen. A los 10 años, las cosas se agravaron para él, cuando su padre huyó de casa dejándolo con su narcisista, hipocondríaca y emocionalmente abusiva madre, Foxy.

Foxy Sondheim trató de sustituir la figura del esposo con la del hijo, y se volvió sexualmente posesiva con él: se bajaba la blusa y extendía las piernas enfrente suyo, le tomaba la mano y se lo quedaba mirando durante las funciones de teatro a las que asistían, le pedía que le preparase los cócteles, lo besaba en exceso, esas cosas.

Quizá ese episodio marcó la ambigüedad moral de los espectáculos de Sondheim, que por entonces escribió su primera historia y, con sólo 25 años, escribió las letras para el West Side Story compuesto por Leonard Bernstein.
 
A lo largo de cincuenta años de carrera, Sondheim ha escrito grandes clásicos como Gipsy, que ha sido interpretada por Bette Midler: la historia de una bailarina de strip tease acosada por su madre, que ha tratado de hacer de ella una estrella desde su más tierna infancia. O Sweeney Todd, el relato de un barbero asesino en serie que servía a sus víctimas en los pasteles de carne de su vecina y amante, la obsesiva Mrs. Lovett. Pero mi favorita, sin duda, es Into the woods.

Durante la primera parte, Into the woods no es más que un juego, un divertimento en que se mezclan diversos cuentos infantiles: Rapunzel, Caperucita Roja, el chico de Las Habas Mágicas y Cenicienta comparten escenario, con el eje de un campesino que debe reunir varios objetos para quitarse de encima un hechizo. El campesino relaciona las historias de los demás y las lleva de una a otra: le da las habas mágicas al chico, salva a Caperucita de la barriga del lobo, le roba su zapato a Cenicienta. En fin, que todas las historias llegan a sus finales felices con la intervención de los personajes ajenos. Simpático. Ingenioso.

Pero no decimos Colorín Colorado. En la segunda parte del musical, cada uno de estos personajes ya ha cumplido su sueño: casarse con el príncipe, llevarle la merienda a la abuela, hacerse rico con las habas… Pero ahora, todos se enfrentan a lo horrible que es su vida con sus deseos cumplidos.

Así, Caperucita Roja se aburre porque ahora echa de menos el placer de hacer las cosas por el camino oscuro y lleno de lobos. Cenicienta vive una existencia sin preocupaciones –ni emociones- en el palacio, y el príncipe la engaña. Como él dice, “me criaron para ser encantador, no sincero”. El chico de las habas ahora es rico, pero aún no tiene amigos y no ha dejado de ser tonto.

Y para colmo, un gigante viene a matarlos a todos.

Into the woods es una historia que, bajo su empaque infantil, pervierte el sentido de los cuentos para niños y les da una dimensión humana: si los cuentos están hechos para soñar, Sondheim dice aquí: “ten cuidado con tus sueños, que se pueden hacer realidad”. Lo que caracteriza a sus musicales es precisamente que se mueven en el tenue límite entre el cuento de hadas y el horror.

Pero hay un detalle más como marca de fábrica: la bruja del cuento, una mujer repugnante obsesionada con retener a su hija Rapunzel en la torre, capaz de arrancarte los ojos y entregarte al gigante con tal de que no te la lleves. Una madre sobreprotectora –como la de Gipsy, como Mrs. Lovett- , que transfigura en esta ficción lo que Sondheim conoció en su infancia real. Quizá sea ese precisamente el detalle que hace interesantes los musicales de Sondheim entre tanto bodrio. Sondheim camino al filo del abismo que separa el espectáculo con brillos y lentejuelas de la descarnada miseria moral que caracteriza a la realidad.

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21 de junio de 2006
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Negros y blancos

Cuando Crash ganó el Oscar a la mejor película, lo único recordable de su triunfo fue la imagen de una Sandra Bullock rubia chillando de felicidad en las gradas del auditorio. Y luego, el silencio. Con premio y todo, ni los periódicos ni el público hablaron de esa película como hablaban de Brokeback mountain o Buenas noches y buena suerte, sus competidoras. Este año, las nominadas fueron todas producciones de gran calidad, sabor independiente –incluso la de Spielberg- e inédito interés por los temas sociales y políticos. De modo que la ganadora debía ser realmente excepcional. Pero aún después de la ceremonia, nadie parecía demasiado convencido. Las opiniones sobre la película oscilaban entre la indiferencia y el desinterés. Así que no fui a verla.

Sin embargo, ayer vi en el periódico que Crash sigue en cartelera tres meses después, lo cual representa un silencioso pero notable éxito. Y me decidí a comprobar por qué.

De arranque, el planteamiento es interesante. Se trata de una historia coral cuyos relatos giran en torno a la violencia racial en los EEUU. Algo así como Magnolia o Happiness en clave social. Como Traffic. Los personajes son todos víctimas y verdugos de los demás, y a pesar de que tienen buenas intenciones, terminan por hacerles daño casi sin querer, frecuentemente debido a la suma de estrepitosos malentendidos implicados en la relación entre negros y blancos.

Así funciona el policía que encarna Matt Dillon, que no consigue salvar a su padre enfermo de la burocracia de la seguridad social. Sus enfrentamientos con el estado le roban los ideales y lo llevan a desfogar sus frustraciones amparándose en su pequeño poder en las calles. Y también está el fiscal representado por Brendan Frasier, que en la primera escena es víctima de un asalto y en la segunda, trata de usar ese episodio para conseguir votos. O el cerrajero con la cabeza rapada y el tatuaje carcelario que resulta el mejor padre que una niña puede tener. Lección número uno del manual del guionista: personajes ricos, ambiguos, humanos. Aprobada.

La lección número dos del guión: una acción que atrape al espectador, también queda aprobada con sobresaliente. Durante toda la primera parte, la historia es trepidante, y cada escena nos deja sin respiración. Queremos saber qué ocurrirá con la historia a su regreso, pero también quedamos fascinados con la nueva historia que se desarrolla mientras tanto, y con los momentos en que las tramas se cruzan siempre sorprendentemente.

Cerca de la media hora final, casi todos los personajes tienen buenas razones para matarse entre ellos, y para colmo, van a hacerlo debido a una serie de tonterías y malentendidos. A estas alturas, uno está convencido de que Crash es el mejor filme social que ha visto en su vida. Y entonces, todo se viene abajo.

Conforme llega la hora de cerrar las historias, el funcionamiento del guión se vuelve mecánico. Los malos se tienen que volver buenos aunque sus actos sean inverosímiles. Y los buenos se tienen que redimir de sus malas acciones aunque para ello haga falta la magia (¡Sí, la magia!). Los personajes dejan de actuar según su lógica interna y comienzan a hacerlo por exigencia del libreto. Y, sobre todo, el libreto les exige un final feliz.

Y entonces, un acto sobrenatural salva una vida; el ladrón de coches no deja de odiar a los blancos pero se da cuenta de que los camboyanos viven peor que él; el brutal policía emprende una gesta heroica que, además, requiere una considerable dosis de casualidad; el esposo cobarde decide enfrentarse a la policía y justo entonces encuentra un policía idealista y comprensivo. Considerando que nos han vendido la historia como social y realista, es extraño que todos empiecen a actuar como en una película de Disney.

El director Paul Haggis era guionista del Crucero del amor (en España, Vacaciones en el mar) y ha dedicado la mayor parte de su carrera a la televisión. Claramente, las herramientas que maneja le permiten satisfacer al público familiar y por tanto a sus productores. Pero también consigue lo imposible: estropear una historia violenta y dura con un mensaje edulcorado: “en el fondo todos somos buenos, y la magia nos salvará”. Quizá esa facilidad de digestión sea la razón por la que recibió el Oscar, pero también es la razón de la indiferencia de los comentarios, porque al salir del cine, no te queda nada que discutir, nada que no hayas visto en los dibujos animados.

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20 de junio de 2006
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Señoras rubias buscan morenos jóvenes

Cuando fui a Cuba me quedé en un hotel para turistas sexuales. La mayoría de los huéspedes no eran hombres sino mujeres: europeas de clase media que chapoteaban en las piscinas y se divertían en los bares con atractivos mulatos de abdómenes cuadriculados y sonrisas de comercial de dentífrico.

Las mujeres no eran ancianas ni feas. Al contrario, muchas de ellas eran atractivas, y la mayoría oscilaban entre los treinta y los cuarenta años. Sus chicos podían ser un poco más jóvenes, pero los que vi eran todos claramente mayores de edad. De hecho, nada tiene de anormal que alguna turista conozca a un chico del país que visita, lo invite a su hotel y salgan y se diviertan juntos. Lo raro es que todas las turistas lo hagan. En la piscina y en el restaurante del hotel había decenas de parejas bicolores. Nunca había visto algo así, en ningún hotel del mundo.

Esa experiencia me mostró el tenue límite entre la diversión y la prostitución. Ninguno de los chicos de la piscina se consideraba un asalariado del sexo, y ninguno tenía una tarifa. De hecho, la mayoría de ellos tenía trabajos y no recibía dinero por lo que hacía con las turistas. Pero todos recibían regalos, cenas, ropa, copas. Y sin embargo, era lógico. Eran cubanos. ¿Acaso podían invitar ellos a una chica a cenar en el hotel?

Invirtamos la situación: si yo hubiese encontrado una chica guapa pero sin divisas. ¿Habría tenido que dejar de invitarla, y por tanto dejar de verla, para no ser un turista sexual? Si fuésemos rígidos con las definiciones, habría que prohibir el amor en la isla. Eso es lo más complicado del comercio de las emociones. Es muy difícil reglamentar la protección al consumidor.

La película Hacia el sur del director Laurent Cantet apunta directamente al núcleo de esa cuestión. Sus personajes son tres mujeres alrededor de la cincuentena que frecuentan un paradisiaco balneario haitiano en busca del amor de jóvenes negros. En uno de los países más pobres del mundo, bajo la dictadura del sangriento Papa Doc, esas señoras pueden vivir como ricas y sentirse a salvo de las exigencias sexuales de sus liberales pero sosas sociedades primermundistas. Sin embargo, cuando uno de esos jóvenes, el más guapo, el dueño del cuerpo más púber, empieza a producirles sensaciones que van más allá del sexo, el hechizo se rompe, y el amor da al traste con la fantasía de un edén perfecto.

Con esas premisas es muy fácil desbarrancarse en el cliché, pero la historia fluye con la ambigüedad moral que necesita para ser profunda y conmovedora. Porque no nos muestra la manipulación de los pobres por los ricos, sino la manipulación mutua de dos pobrezas: la material y la de los sentimientos. Quizá estas señoras puedan comprar el cuerpo de estos chicos, y quizá estos chicos estén dispuestos a mentirles para sostener sus fantasías. Pero a la vez, ellos les ofrecen un refugio para su soledad, y ellas les dan a cambio unos momentos para olvidar un país en el que te pueden perseguir a balazos por la calle. Cada quien trafica con sus miserias en un libre juego de oferta y demanda mutua.

Por eso, visualmente, la película se construye a base de contrastes: las playas de postal caribeña contra la repugnante miseria de Puerto Príncipe; los cuerpos núbiles, prietos y oscuros contra los blancos y decadentes. Y ahí, una Charlotte Rampling más brillante que de costumbre, capaz de desmoronarse por dentro sin modificar su mirada azul hielo, dice: “soy adicta al sexo. O al amor. Ya no recuerdo a cuál”.

El peligro con esa adicción es que es cara, y no sólo me refiero a los billetes deslizados en los calzoncillos de sus jóvenes amantes. De hecho, ésa es la parte menos costosa.

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19 de junio de 2006
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Novias imaginarias

“Las chicas son reales. Las relaciones, no.” Ese es el lema del servicio “Novias imaginarias”, que se ofrece en este site. El producto es una novia a distancia. Puedes escribirle, puedes recibir mails de ella, fotos y mensajes telefónicos. Puedes presumir de ella con tus amigos y tendrás pruebas de tu relación, incluso fotografías en ropa interior. Pero no puedes tocarla. No es una prostituta: es tu chica instantánea, a medida y por pedido.

¿Que por qué querrías una de ellas? Según la publicidad, es posible que estés harto de que tu familia y amigos te presionen para tener una pareja. O quizá quieres poner celosa a esa persona tan especial. O simplemente, a todo el mundo le gusta recibir cartitas de amor, manuscritas y perfumadas, quizá acompañadas por una coqueta prenda de lencería rosa. ¿Por qué no?

Las chicas propuestas, huelga decirlo, no tienen pinta de bombas sexuales. De hecho, las condiciones del contrato prohíben cualquier referencia a fantasías vinculadas con la violación, el sexo con menores, el bestialismo y los deportes acuáticos (?). Si quieres eso, búscate una línea caliente. Estas chicas tienen un aire simpático y natural que las hace verosímiles, y su trabajo es enviarte mensajitos al teléfono móvil, mails y fotos contándote su vida y diciendo cuánto te echan de menos y lo duro que es llevar su amor a lo lejos.

Tú también les puedes escribir, pero nada de pedirles cosas raras ni de preguntar su verdadero nombre o lugar de residencia. Y tras un plazo de dos meses, tienes que terminar con ella. Puedes aducir la razón que te dé la gana. Entre las habituales están “creo que debemos darnos un tiempo”, “las relaciones a distancia son muy difíciles” y “eres demasiado buena para mí”. Por contrato, ella te enviará una última carta suplicándote que no la abandones. Entonces puedes retomarla o buscarte otra. Todas cuestan entre $45 y $60.

En el catálogo de Imaginary girlfriends hay de todo, pero nada especialmente bizarro. Todas son tan anodinas como la gente real. Por ejemplo, está la neoyorquina Anna Johnson, 24 años, administradora de una empresa de computadoras, amante de la música y los conciertos. Te ofrece cartas de amor “traviesas” pero también conversaciones amistosas. Pelo bonito. Ojos negros. Si te va más el rollo intelectual, quizá prefieras a Roxy, 20 años, Los Ángeles. Roxy lee mucho y quiere ser escritora, pero también sabe ser espontánea: le gusta trepar cercas, bucear, improvisar viajes en coche y dormir bajo las estrellas. Ofrece aparte de los mensajes digitales una carta manuscrita semanal y un regalo, quizá un anillo, por el paquete de dos meses. Para los que prefieren el sexo duro, Kristin (18) manda sus pantimedias con la primera carta, te deja mensajes constantes en la grabadora del teléfono y te ofrece mensajes de amor/lujuria, pero no puedes llamarla por teléfono.

Esta es la parte que se muestra a los clientes. Pero la página web también tiene un apartado para reclutar chicas que quieran ser novias imaginarias. Si tienes más de 18 años, puedes enviar tus fotos, y no tienen que ser de estudio. Al contrario, se valora especialmente el aspecto amateur, de ser posible, con sobreexposiciones o desenfoques que garanticen la espontaneidad de la toma. De todos modos, eso es lo peor pagado: $1 por imagen y $3 si cedes los derechos exclusivos.

El trabajo con verdadera demanda es el de escritora: la empresa necesita chicas dispuestas y capaces de escribir las cartas, los mensajes y grabar las llamadas. Deben ser creativas y adaptables, para ajustarse mejor a las necesidades emocionales de sus clientes. Su aspecto físico no importa y su privacidad está garantizada. Pueden ganar hasta $100 por su personaje, si suficientes clientes la escogen.

Imaginary girlfriends es un servicio para quien está solo y además necesita fingir que no lo está. Es la industria de la fantasía enlatada. Su éxito refleja una sociedad en que la soledad se ha convertido en un bien de consumo.

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16 de junio de 2006
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Autoayuda para psicópatas

¿Y qué pasa si el mundo no te da lo que te prometió? ¿Si sientes que mentir es la única manera de sobrevivir y te niegas a hacerlo? ¿Si continuamente te parece que los humanos funcionan según reglas que te sobrepasan? Si te sientes así, quizá sea hora de que le pegues un balazo al presidente de EE. UU. 

Al menos, esa es la tesis de El asesinato de Richard Nixon, una demoledora diatriba contra el sueño americano que cuenta con una sobrecogedora actuación de Sean Penn en el papel de Sam Bicke. Bicke es un hombre cuyo universo se resquebraja y se cae en pedazos mientras él hace inútiles esfuerzos para comprender por qué, o al menos, para encontrar un culpable:

progresivamente pierde a su familia, pierde su trabajo, pierde sus sueños. Y decide culpar al hombre que aparece todos los días en la televisión hablando de lo grande que es su país y sus habitantes, el hombre que en sus discursos pinta un mundo que él ya no es capaz de reconocer.

La ficción nos ofrece historias inventadas para refugiarnos de nuestra realidad, que por lo general necesita un poco más de emoción. Pero la buena ficción nos devuelve a la realidad mejor equipados para vivirla, con una reflexión sobre lo que ella ha hecho con nosotros y lo que nosotros podemos –o no- hacer con ella. Por eso, la ficción es peligrosa, porque rasga silencios y nos muestra cosas que no queremos ver de nosotros mismos, cosas que, dichas directamente y sin tapujos, serían demasiados duras de digerir y admitir.

Así, en una lectura obvia, la historia de Sam Bicke es un alegato contra América, el reino del dinero donde la mentira es el principal bien de consumo. Pero una lectura más profunda y dura afecta a cualquier adulto de cualquier país, porque todas las sociedades organizan su propio teatro a su medida. Y al que se cae del escenario y ve las cosas desde la platea, luego se le hace muy difícil reincorporarse a la función.

Bicke es cualquier persona que se ha sentido en algún momento obligada a afeitarse el bigote para verse seguro de sí mismo, a usar una minifalda y dejar que le metan mano para conservar el trabajo, a mentirle a sus clientes para venderles cosas que no necesitan, a pensar que, para ser un ganador, basta con creerlo. Y todas las mañanas mira a ese hombre derrotado en el espejo y se pregunta cómo va a esconderlo de sí mismo hasta que caiga la noche.

El personaje de Bicke, por eso, va enloqueciendo en la medida en que se vuelve más lúcido. Señala lo que funciona mal en el sistema, denuncia lo que apesta a su alrededor, pero la gente que lo rodea solo quiere mantener su trabajo, solo hace lo que puede por ser feliz con las cosas como están. La agudeza de Bicke solo le sirve para aislarse progresivamente y alejar de sí a quienes ya decidieron aceptar las reglas del juego sin chistar. Al abrir los ojos, no se acerca a la verdad. Sólo se precipita hacia su propia destrucción.

En una notable escena, el jefe de Bicke señala al presidente Nixon en la pantalla del televisor y dice con admiración: “ese hombre es el mejor vendedor del mundo. Ganó las elecciones diciendo que acabaría con la guerra de Vietnam. Llegó al poder y mandó más bombarderos. Y ¿qué ofreció en las siguientes elecciones? Que nos sacaría de Vietnam. Y volvió a ganar. El mejor vendedor es el que te engaña una vez, y luego te vuelve a engañar y tú le vuelves a comprar lo mismo”.

Quizá seguimos comprando lo mismo porque tenemos miedo de ver las cosas que ve Bicke. No nos conviene. El jefe es un hombre con inteligencia pero sin la más mínima sensibilidad. En cambio, Bicke tiene exactamente las cualidades opuestas: percibe con demasiada claridad la farsa social pero carece de la inteligencia necesaria para cumplir su papel satisfactoriamente. Esa es la diferencia entre un triunfador y un psicópata.

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15 de junio de 2006
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El equipo de los problemas

Futbolísticamente, nadie espera que la selección de Irán desequilibre o sorprenda en el Mundial de Alemania. Pero políticamente, está causando una cantidad de dolores de cabeza que más le correspondería a un grupo armado que a un inocente equipo de fútbol.

Y es que los torneos deportivos internacionales son ocasiones propicias para que cualquier manifestación –o desviación- política sea captada por las cámaras de todo el mundo. En este Mundial, el grupo más importante en busca de relevancia internacional son los skinheads, neonazis que se empeñan por todos los medios en aguar la fiesta. A pesar de las buenas intenciones de la canciller Angela Merkel, que espera que el Mundial sea una fiesta de la fraternidad y la tolerancia, los alemanes no han tenido más remedio que publicar un mapa-advertencia que señala las ciudades del país no recomendables para los extranjeros, especialmente de razas coloridas. En el mapa aparece vetado todo el Este del país.

Por supuesto, los neonazis ven en el mundial ante todo la oportunidad de su raza para demostrar su superioridad física. Pero más allá del patrioterismo habitual, su equipo favorito es el iraní. Como el presidente Mahmud Ahmadineyad se despacha un día sí y otro también contra el estado de Israel y niega públicamente el Holocausto, los skinheads lo consideran una persona sensata y razonable a la que hay que defender, y proclaman su adhesión en los partidos de su selección, sin tomar en cuenta que, si se encontrasen por la calle con esos mismos jugadores, les abrirían la cabeza a garrotazos (francamente, para estar tan obsesionados con la raza, los nazis ya podrían al menos ser capaces de distinguir a un iraní de un colombiano).

A ese grupo se enfrentan, claro está, los activistas sionistas que también asisten a todos los partidos para denostar a su enemigo. Y, ya para no ser menos, el grupo yihadista de los Muyahidin al Jalq también se ha apuntado públicamente a la fiesta.

Sólo con eso, la selección iraní ya requiere una cantidad de previsiones de seguridad inusuales. Pero las autoridades germanas ruegan al cielo que no pase a la segunda ronda. El presidente Ahmadineyad ha prometido que, si clasifican, irá personalmente a ver jugar a su equipo en Alemania. En plena crisis por el uso de energía nuclear. Un aficionado berlinés declaró recientemente a un noticiero que prefiere que Ahmadineyad les lance la bomba atómica. Según él, hará menos daño así.

Lo curioso es que, en el interior de su país, el equipo también causa polémica, porque pone en conflicto el populismo mediático del líder con las tradiciones religiosas. Así, por ejemplo, Ahmadineyad anunció este año que permitiría la entrada de mujeres en los estadios. Un importante ayatolá se ha opuesto abiertamente a la medida, ya que eso contradice la jurisprudencia que prohíbe que la mirada de las mujeres se deslice sobre el cuerpo masculino. Pero es posible que termine por ceder, ya que, en un país sin discotecas ni pubs y en que el alcohol es ilegal, el fútbol puede convertirse en un saludable catalizador de la energía juvenil.

Todo este lío ha representado un alivio para una de las estrellas iraníes, Mehdi Mahdavikia, jugador del Hamburgo, que recientemente fue acusado de bigamia por un diario alemán. Al parecer, Mahdavikia se casó dos veces en Teherán, donde la legislación lo permite, pero la bigamia es ilegal en Alemania, donde residen ambas mujeres. La noticia fue un escándalo cuando salió a la luz, en abril. Sin embargo, ahora que Irán anda metido en todos estos fregados, nadie parece concederle demasiada importancia a la vida marital del buen Mehdi. Ojalá todos los problemas fuesen como el suyo.         

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14 de junio de 2006
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Donde todo es posible

El camarero nos trae unas bolitas blandas salteadas con cebolla y guacamole. Son escamoles: huevos de hormiga roja. Están ricos, pero no puedo evitar la sensación de que me corren bebés insecto por la boca. En cambio, el inglés que está sentado frente a mí come con avidez. Tiene unos setenta años y fue corresponsal por todo el mundo. Asegura haber comido serpientes, monos y perros. Pero prefiere los escamoles.

-Me fui de México a fines de los años sesenta –me dice-. Por entonces, había sido la matanza de Tlatelolco, y el gobierno estaba bien abusado con los estudiantes rebeldes. Aunque después de la matanza, habían quedado muy pocos con ganas de fastidiar.

Me cae bien este tipo. Su español es una mezcla de gringo con mexicano, y su mirada está llena de pasado y aventuras. Es una mirada que ha dado un largo paseo por la humanidad. Y por la inhumanidad también. Ahora, nos traen gusanos de maguey fritos en un plato, que mi compañero de mesa casi vacía de un manotazo. Según me explican, hay gusanos blancos (meocuil) y colorados (chilocuil). Los mejores son los primeros. Pero esta tasca está oscura, y no distingo el color de los gusanos. Me parecen más bien marrones.

-Hubo un dirigente estudiantil que tuvo una historia muy curiosa –continúa diciendo-: era muy revoltoso, muy contestatario. El gobierno le ofreció una beca para estudiar lo que quiera en la universidad que él escoja, en cualquier país. Pero el chico se negó y siguió molestando, organizando manifestaciones, dirigiendo protestas… Después de un tiempo, el gobierno le ofreció nombrarlo agregado cultural en la embajada mexicana que él escoja, donde quiera. Pero él rechazó la oferta y siguió molestando. Un día, salió de una fiesta y le dieron una paliza que casi lo mata. Se pasó dos semanas en el hospital recuperándose. Al salir, siguió chingando la madre. Un día sí y otro también azuzaba a sus compañeros. Era muy exaltado. Al final, una mañana, cuando se iba a la universidad, el coche explotó. Ahí quedó.

Ahora han llegado a la mesa los chapulines: saltamontes fritos. Son como pop corn, crocantes, salteaditos en aceite. Sólo que a veces se te queda algo atracado entre los dientes, y cuando lo sacas, es una patita de insecto. Consigo sobreponerme, pero trato al menos de no mirar a los ojos a los bichos que me estoy comiendo. El inglés se los zampa como si fueran papas fritas, y sigue hablando:

-Yo me hice amigo del ministro del Interior, fíjate. Pero nunca le hablé de estas cosas. Sólo cuando ya iba a irme, fuimos a tomar unas sangritas. Y entonces le narré la historia del estudiante tal y como me la habían contado a mí, enterita. Y, ya en confianza, le pregunté: “¿Cómo es posible, güey? ¿Cómo puede ocurrir algo así en este país? ¿Cómo el estado puede primero tratar de sobornarte y luego directamente matarte? ¿Ése es el trato? ¿Eso es la ley?”. Él me respondió: “Pues no le veo lo raro. Mira, el gobierno mexicano tiene ante todo un gran respeto por el derecho a la vida. Pero también valoramos enormemente el derecho a la libre opción. Así que, si una persona quiere suicidarse, hacemos todo lo posible por evitarlo. Pero si a pesar de todo insiste, pues ya lo ayudamos”.

Ahora nos traen brochetas de cocodrilo. La carne de los reptiles está puesta como por capas. Vas sacando un trozo tras otro, y se deslizan suavemente fuera del cuerpo, como si no estuviesen trenzados sino encajados ahí. Le pregunto al inglés por qué, con recuerdos como ese, regresó a México tras su jubilación. Me dice:

-En este país, cambiaron la fecha de la independencia para hacerla coincidir con el cumpleaños de un dictador. Y se inventaron la fecha del día de la madre. En esta ciudad, cuando la contaminación mató a una bandada de palomas que aparecieron tiesas en el Zócalo, el ayuntamiento dijo que eran aves migratorias que habían muerto por agotamiento del viaje. Y se comen calaveras de azúcar, insectos y reptiles. Este es el país donde cualquier cosa puede ocurrir. Todo es posible. Eso me gusta. Aquí te puedes morir de cualquier cosa menos de aburrimiento.

Entonces se calla y seguimos comiendo. Yo hago lo mismo. El camarero ya trae otro plato, y tengo curiosidad por saber qué es.

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13 de junio de 2006
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El arte de perder

Soy un peruano nacionalista y patriota. Y como tal, parte de la cultura que reivindico rabiosamente es perder en el fútbol.

En efecto, ganar es vulgar. La estadística obliga incluso a los peores equipos a vencer en algún partido: así, Bolivia derrotó a Brasil hace un par de eliminatorias, Colombia goleó a Argentina en la mismísima Buenos Aires en un vergonzoso partido que aún nadie comprende, y hasta Túnez le ganó un partido a México, su única victoria en un mundial. Ganar siempre es una posibilidad. Lo difícil, el verdadero reto, es perder constantemente y sin distraerse, mostrar una convicción indestructible, inconmovible y fanática por la derrota. Eso es mi Perú.

Indiscutiblemente, a veces cometemos un desliz y empatamos o incluso ganamos a equipos como Trinidad y Tobago o Panamá. Pero hay que ver las líneas generales: lo importante es que tenemos una tendencia hacia el fracaso clara e insobornable. Porque hace muy pocos años, solíamos decir lo mismo de Ecuador y Bolivia. En ellos se cimentaba nuestro mezquino y ordinario orgullo de ganar partidos. Y sin embargo, desde que yo tengo memoria, esos equipos han asistido a más mundiales que nosotros. Ecuador y Bolivia, pobres, no saben lo que quieren. Ilusionados por las batallitas ganadas, pierden la oportunidad de convertirse, como Perú, en un baluarte, un símbolo, un ícono de la catástrofe deportiva. Pero allá ellos. La historia los juzgará. 
 
Yo, por mi parte, como buen peruano, disfruto las distintas etapas de cada torneo futbolístico. Me encanta ese primer momento en que, para animar al televidente, la televisión transmite los triunfos históricos del Perú. Ah, nada como el blanco y negro para disfrutar de la blanquirroja. Me estremezco de placer cuando escucho a mis amigos frente al televisor con sus cervezas y sus escarapelas diciendo “¡esta vez sí la hacemos!”. Henchido de gozo, trémulo de deseo, veo venir el siguiente paso, ese momento de la segunda o tercera jornada del torneo, cuando empiezan a mascullar “hemos tenido un traspié”.

Pero la frase que realmente espero, como una liturgia, como un mantra, es la siguiente: “aún es matemáticamente posible”, ese melodioso preludio al momento final del ritual, que se clausura siempre con las mismas palabras: “es el momento de trabajar con las divisiones inferiores”. Cuando llega esa sentencia con su cadenciosa sonoridad, uno sabe que todo ha terminado, y que mi país ha sido fiel una vez más a sus más arraigadas tradiciones.

Para un peruano hecho y derecho como yo, vivir en España se hace muy difícil. Al menor descuido, te haces hincha de un equipo ganador como el Real Madrid o el Barcelona, olvidando tus orígenes y traicionando lo que te define en última instancia. Por suerte, yo he encontrado un lugar en el Atlético de Madrid, un equipo hecho a mi medida, virilmente orgulloso de su tradición de perdedor.

No quiero decir con eso que no hayan tratado de quebrar mis convicciones. Como Cristo en el desierto, he sufrido tentaciones, algunas de ellas difíciles de resistir. Coincidiendo con el mundial del 2002, tuve una pareja brasileña. Veía los partidos con una camiseta verdeamarela y, lo peor de todo, ganaba constante, imparablemente. Cada día era una nueva celebración, cada triunfo un abandono de mi ser. Me sentí mal. Algo dentro de mí sabía que ése no era yo. Mi relación de pareja no sobrevivió mucho tiempo a ese mundial devastador.

Por eso, en este mundial, mis favoritos son Angola, Arabia Saudí, Costa Rica, Togo y Túnez. No sólo porque son los equipos con que me identifico plenamente, sino sobre todo, porque con ellos estoy seguro de que me ahorraré el aburrimiento de seguir el mundial entero, viendo a esos equipos sin sentido estético ganando y ganando todo el tiempo, ofreciendo el lamentable espectáculo de lo predecible. 

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12 de junio de 2006
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El muerto

El panteón de Xoco, en el distrito mexiquense de Coyoacán, ocupa 25 mil metros cuadrados repartidos entre 6 mil sepulcros. El 1 de noviembre, fiesta de todos los santos, el panteón se llena de familiares armados con baldes y trapos que vienen a limpiar y arreglar las tumbas de sus seres queridos. Pero durante todo el año, los ocupantes del cementerio ostentan rosas, tulipanes y cempoazúchitl, como para alegrarse un poco la muerte.

-¿Vienes todos los días?
-No, sólo cuando tengo ganas de conversar con Miguel.

La mujer con que hablo es una morena muy guapa de unos cuarenta años. Su esposo Miguel está enterrado cerca de una de las esquinas del cementerio, en una pulcra tumba decorada con claveles que ella visita con suficiente frecuencia para mantenerlos frescos. El epitafio dice “Algo de ti se queda con nosotros”.

-¿Todos tus parientes están enterrados aquí?
-No, pero mejor. Así puedo visitar varios cementerios.
-Como paseo de fin de semana es un poco raro ¿no?
-No. En esta ciudad, los únicos lugares tranquilos son los panteones.

Dora –así se llama la mujer- disfruta paseando entre los mausoleos. Yo no me había fijado pero son como casas, incluyen hasta artículos de uso diario: uno tiene una grabadora y los discos favoritos de su dueño, en una vitrina cerrada para que nadie los robe. Otro tiene una botella de tequila refinado. En otro, que por lo visto era muy futbolero, hay una pelota esculpida en mármol. También los epitafios resumen la vida de los muertos. En la lápida de un niño se lee la siguiente inscripción: “faltaba alegría en el cielo y se llevó la nuestra”.

-¿Y qué te dice Miguel cuando hablas con él?
-Pus que me anime. Es que siempre le cuento lo que va mal: que si mi jefe no me deja en paz, que si no llego a fin de mes…
-¿Y no tienen conversaciones más animadas?
-Pus no. Es que está muerto.
-Ya.

Aunque este cementerio sea católico, las 14 mil personas que lo visitan el día de muertos perpetúan una tradición pagana precolombina. A principios de noviembre terminaba la escasez y comenzaba la temporada de la cosecha. Entonces, el espíritu se encaminaba por el sendero de los dioses. Uno de esos dioses era Mictlantecuhtli, “señor de la región de los muertos”, cuyo reino, para los ancestros de los mexicanos, no constituía el fin de la vida, sino su complemento necesario para alcanzar la trascendencia. A esa región oscura se dedicaban y aún se dedican altares con sal, vino y alimentos, espejos para purificar el alma del muerto, agua bendita para saciar su sed, calaveras de azúcar, caricaturas de la muerte. El advenimiento del catolicismo no detuvo esa cultura de la muerte, apenas le puso un vestido nuevo.

-¿Y cómo murió Miguel?
-En un accidente de tráfico. La camioneta se volcó y se salió del camino.

Dora pasa un trapo húmedo por la lápida. Sus mejillas también están húmedas. Miro para otro lado. Supongo que quiere un poco de intimidad. Ni siquiera vuelvo a verla cuando le pregunto:

-¿Y dónde estabas tú cuando murió?
-Yo conducía la camioneta.
-Debe haber sido muy duro ver morir a tu esposo. Lo siento.

Dora no responde. Me vuelvo hacia la tumba pero ahí ya no hay nadie. Ni rastro del trapo, ni de las flores. Sólo el epitafio: “Algo de ti se queda con nosotros”.

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9 de junio de 2006
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El Boomeran(g)
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