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Escrito por

Basilio Baltasar

Basilio Baltasar (Palma de Mallorca, 1955) es escritor y editor. Autor de Todos los días del mundo (Bitzoc, 1994), Críticas ejemplares (BB ed; Bitzoc), Pastoral iraquí (Alfaguara), El intelectual rampante (KRK), El Apocalipsis según San Goliat (KRK) y Crítica de la razón maquinal (KRK). Ha sido director editorial de Bitzoc y de Seix Barral. Fue director del periódico El día del Mundo, de la Fundación Bartolomé March y de la Fundación Santillana. Dirigió el programa de exposiciones de arte y antropología Culturas del mundo (1989-1996). Colabora con La Vanguardia y con Jot Down. Preside el jurado del Prix Formentor y es director de la Fundación Formentor.

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El hombre ridículo

Agachándose con dificultad la madre se arrodilla en el suelo del estudio y abraza las piernas de su hija adolescente. Su rostro empañado en lágrimas ocupa la pantalla. Balbucea una frase confusa entre sollozos pero se adivina lo que implora con desesperación. La muchacha lleva un piercing en el labio y mira a la madre con fastidio. Cuando la pobre mujer insiste, el público aplaude. Cuando la niña arruga el morrito con desdén, el público abuchea.

La semana anterior un pastor entró en el estudio con sus ovejas. Analfabeto y desdentado, el hombrecito afirma entender el balido de sus animales aunque no pueda traducir lo que dicen. “Es muy complicado”, dice. Divertida, la presentadora anima la conversación y celebra las ocurrentes respuestas del anciano. Con sus manos huesudas el pastor levanta una oveja y se la pone en las rodillas. Acerca su oreja al hocico y frunce el ceño con preocupación. Cuando la oveja suelta por el culo un racimo de excrementos, el público también suelta sonoras carcajadas.

El productor del programa recuerda sus comienzos profesionales y le maravilla el modo en que la gente ha ido perdiendo poco a poco el sentido del pudor. Al principio, cuando los espectadores sentían vergüenza ajena y protegían su vida privada de miradas extrañas, cualquier ocurrencia entretenía a un público celoso de su intimidad. Pero al desbocarse, el afán de notoriedad moviliza a gente dispuesta a todo con tal de darse a conocer.

Hace poco parecía sencillo dar con ellos y llevarlos al programa. Pero hoy, el hombre ridículo es insaciable y cada día es mayor su exigencia de escarnio. Tanto le da darlo como recibirlo.

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31 de enero de 2007
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Reivindicación de Nerón

De tarde en tarde tenemos la fortuna de conocer investigaciones reveladoras sobre la antigüedad y llegan hasta nosotros los sagaces ejercicios de interpretación que facilitan una más fidedigna comprensión del pasado. Nos ocurrió hace años con La Biblia desenterrada –de Filkenstein y Silberman (Siglo XXI, 2003) y ahora mismo con Nerón (Edward Champlin, Turner-Fondo de Cultura Económica, 2006).
Coincide la lectura del libro con la esperada abertura en Roma de los restos arqueológicos de la Domus Aurea, el descomunal palacio que Nerón mandó construir después del incendio de Roma.

El discípulo de Séneca ha pasado a la historia como un modelo de atrocidad, preludio enfermizo del fin de una época. Su figura ha cargado con el oprobio de la historiografía cristiana por razones obvias –alumbraba sus jardines con los cuerpos de los mártires ardiendo como teas- pero también ilustres historiadores y biógrafos romanos nos han transmitido su escandalizado juicio ante los excesos de Nerón.

Tácito, Suetonio y Dión Casio, ampliamente citados por Champlin, testimonian con relatos pormenorizados la permanente orgía en que vivía el excéntrico emperador romano y el espanto que semejante depravación produjo en los respetables miembros de la aristocracia imperial.

Pero a la luz de la investigación de Champlin, el Nerón que cometió incesto con su madre antes de asesinarla, pateó a su esposa hasta la muerte, arrancó a mordiscos los testículos de sus esclavos y dilapidó el tesoro imperial en fiestas y parodias que hacían enrojecer de vergüenza -y palidecer de miedo- a los senadores romanos, fue un personaje que no merecía ningún eximente clínico.

Nerón, efectivamente, nunca estuvo loco y Champlin nos lo presenta como un gobernante con una sofisticada estrategia de legitimación concebida para escenificar ante el pueblo romano la grandeza heredada de los griegos. Nerón hizo de Roma el gigantesco escenario de un acontecimiento irrepetible: ante la mirada atónita de los ciudadanos romanos él mismo encarnaría a las poderosas figuras del repertorio mítico de la antigüedad, los arquetipos consagrados por la tradición literaria y religiosa.

Las vinculaciones subrayadas por Champlin entre las supuestas excentricidades de Nerón y las leyendas del acervo cultural greco romano son asombrosas y deslumbran por la precisión de propósito del que hasta ahora se consideraba un desquiciado arpista romano.

Los crímenes cometidos por Nerón responden con tanta fidelidad a los dramas o historias de Orestes o Penandro, que el autor, profesor de clásicas en Princenton, debe dejar en el aire la cuestión de si Nerón utilizó a estos personajes para reconocer su culpa o imitó sus crímenes para vivir, como ellos, ensalzado en los relatos de la posteridad.

Los Misterios de Mitra o las profecías de los oráculos pertenecían también al argumento que Nerón utilizó a su conveniencia para hacer excelso y espectacular su mandato.

Pero entre otras muchas observaciones, Champlin nos ofrece una perspectiva todavía más sorprendente: nos presenta a Nerón como un gran sátiro populista que irrita a la aristocracia romana con una permanente fiesta saturnal. La grotesca pantomima neroniana no era la bufonada de un perturbado, sino la maquinación de un emperador harto de sus nobles.

Quizá fuera éste, y no sus crímenes, el motivo que le granjeó la hostilidad de los historiadores de Roma y, por la interesada enumeración de los hechos transmitida en sus libros, la unánime condena de la posteridad.

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30 de enero de 2007
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Identidad, Tradición y Soberanía

Salvo una reducida porción de sinvergüenzas, la mayoría de los militantes cree a pies juntillas en la causa que defiende. Los revolucionarios partidarios de la Dictadura del Proletariado creían luchar por la liberación de la Humanidad y no se les ocurría sospechar que hubiera alguna contradicción en los términos de su programa. Con los falangistas españoles y los fascistas italianos ocurría simultáneamente algo muy parecido. Su rudeza era el único recurso que imaginaban para librar a la nación de sus tormentosos males y dolores.

Si queremos comprender el impetuoso sacrificio de los creyentes no nos servirá de mucho estudiar su doctrina pues los partidarios de arreglar las cosas de una vez se lanzan a pugnas y batallas empujados por un espontáneo instinto de generosidad heroica. Si más tarde tienen la suerte de disfrutar el privilegio de una larga vida podrán lamentar las consecuencias de sus actos y arrepentirse, si bien no todos llegan a tener la lucidez que exige semejante impugnación.

Debe ser terrible admitir que se inmolaron en balde los mejores años de la mocedad y que sin saberlo se sometieron a una fuerza que pretendía lo contrario de lo que proclamaba. A veces no hace falta llegar a viejo para desmentir las ficciones ideológicas que embaucan a los más osados, aunque está por ver cuántos son capaces de liberarse a tiempo de las ataduras de su irreflexivo entusiasmo.

Escribo todo esto mientras intento adivinar los confusos sentimientos que bullen estos días en el corazón de los fervorosos militantes nacionalistas que en España creen pertenecer a la corriente histórica de la izquierda. Esos que sacralizan el derecho a la ruptura soberanista en los pueblos cuya identidad brota de la tradición deberán meditar qué significa ese nuevo bloque de la extrema derecha creado en el Parlamento Europeo y bautizado como Identidad, Tradición y Soberanía.

El estreno de este grupo parlamentario ha sido posible gracias a las aportaciones de los partidos de extrema derecha procedentes de Austria, Bélgica, Bulgaria, Francia, Italia, Rumania y Reino Unido. Para empezar tienen veinte diputados y entre ellos destaca no sólo el Frente Nacional de Jean Marie Le Pen, sino el Vlaams Belang, partido nacionalista y xenófobo partidario, como no, de la autodeterminación de la nación flamenca. Los rumanos del Partidul Romania Mare quieren expulsar de su país a la minoría búlgara, son homófobos y antisemitas. El resto no añade novedades sustanciales a este nauseabundo repertorio de sandeces.

En su primer discurso en la eurocámara, el líder parlamentario de Identidad, Tradición y Soberanía, un tal Bruno Gollnisch, exhorta a sus partidarios a defender los valores cristianos, la familia tradicional y la civilización europea. Dando a entender que los conservadores mansos también tienen cabida en su club.

Podrá decirse que usurpar títulos tan honrosos como "identidad", "tradición" o "soberanía" es una fechoría maliciosa pero la extrema derecha europea está en condiciones de demostrar que fueron los primeros en acudir al registro de propiedad intelectual. Esta patente es la que hoy les permite crecer y multiplicarse.

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26 de enero de 2007
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La perpetua decepción

Paul Theroux nos contó la historia de su amistad con Naipaul y mediante un magistral artilugio narrativo nos obligó a catar la amargura de su dolorosa decepción.

La extensión de La sombra de Naipaul (436 páginas) expresa elocuentemente el alcance de su frustración pero nada en el libro nos permite atribuir su empeño a un desagradable resentimiento. Al contrario, liberándose de la habitual mala saña con que algunos cultivan su rencorosa animadversión, Theroux confiesa al lector sus ambiciones filiales y recorre de nuevo el camino que le llevó a someterse al juicio de un solo hombre.

La biografía de una amistad -pues así se subtitula el libro- nos advierte contra los peligros de la admiración. Como embelesamiento, viene a decir Theroux, puede acabar muy mal. Como vínculo sacramental lleva necesariamente al infierno de una violenta desilusión.

Supongo que permanecerá arraigada en el hombre durante mucho tiempo la natural inclinación a la idolatría. Parece que no tiene remedio. La hemos visto florecer en sociedades patriarcales y en épocas sometidas al poderío de los grandes hombres. Subsiste ahora bajo múltiples aspectos. Las más inocentes sumisiones se resuelven consumiendo los productos comerciales que facilitan el contacto virtual con el mito (la música, el cine). También en su aspecto más banal se resiste a desaparecer: es el entusiasmo popular por los líderes políticos.

Podía entenderse en tiempos más opacos que los nuestros, cuando a la prensa le avergonzaba descubrir sus vicios. Sin embargo, a pesar del implacable relato de los hechos que difunde el buen periodismo no se lesiona la tendencia innata de la población a ver héroes donde sólo hay individuos encumbrados.

Quizá sea inútil fomentar la indiferencia de los escépticos, pero no veo como podrá evitarse el amargo sabor de la decepción. Con un poco más de astucia por nuestra parte, nos ahorraríamos muchos disgustos.

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25 de enero de 2007
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Redes, señuelos y anzuelos

Para que nos venza la curiosidad y no resistamos la tentación de abrir los correos que llegan a nuestro ordenador con remitente desconocido, a sus maliciosos autores se les ha ocurrido la feliz idea de anunciar con titulares irresistibles su mensaje.

Castro ha muerto, dice uno de ellos. Putin ha muerto, dice otro. Hay un titular que además de improbable es insuperable: Saddam no ha muerto.

Como la intención de los correos es traspasar las medidas de seguridad del ordenador para instalar en su circuito el virus que ponga nuestros documentos en manos extrañas, hay que atribuir a estos laboriosos piratas informáticos una pericia sofisticada y un esmero profesional encomiable. Aunque no sepamos qué ganancia sacarán al hurgar en los archivos de destinatarios elegidos al azar.

La selección de los asuntos escogidos para captar nuestro interés pone en evidencia el escaso respeto intelectual que merecemos los internautas. Emulando la habilidad del estafador que reconoce de un vistazo a la más tonta de sus víctimas posibles, el pirata nos tienta con titulares bastante ridículos. Es probable que Putin o, incluso Castro, fallezcan un día de éstos pero la noticia sobre Saddam más bien parece un sondeo. Como si el pirata quisiera atraer a su redil tan solo a los que habiendo visto el vídeo de la ejecución estuvieron en condiciones de pensar que era un montaje.

Excitando el instinto de la sospecha, siempre a flor de piel, el hacker obtendrá una curiosa relación de ingenuos desconfiados. Un selecto mailing, como se dice ahora por pereza, de incautos dispuestos a picar el anzuelo.

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23 de enero de 2007
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El último tabú de la Historia

La más antigua institución política de la historia contemporánea posee una extraordinaria cualidad para desenvolverse con soltura en medio de los imprevisibles acontecimientos de nuestro tiempo. La Iglesia Católica es probablemente la única entidad dotada con un milenario caudal de memoria y con el recuerdo corporativo que hace falta para entender las cosas de otra manera. Eso que ahora se llama “memoria histórica”, y que apenas se remonta a deudas contraídas hacia medio siglo, es para la jerarquía romana un patrimonio secular y el más excelente atributo de su singular y anacrónico estado moderno. De hecho gran parte de las incomprensibles decisiones adoptadas por Roma en la controversia contemporánea han sido posibles gracias al terco afán de durar y sobrevivir a lo contingente.

La opinión pública asiste con disimulada sorpresa al derribo del último gran tabú de nuestra cultura. Lo contempla como uno más de los programas del espectáculo circundante, ocupado a partes iguales por la política y las catástrofes, pero la repentina aparición del suicidio como derecho personal conmueve el fundamento de los temores más secretos. No en balde, suicidarse significa aceptar la existencia de la muerte que la ilusión civilizada quiere negar y precipitar la confrontación que todos deseamos postergar.

Que existan individuos dispuestos a convocar plácidamente la llegada de la muerte, como hizo ante nosotros la señora Madeleine Z desde las páginas de El País, no es sólo un dato más de la imparable liberalización de las costumbres sino el más radical cambio de perspectiva que una sociedad puede adquirir.

No es la primera vez. El movimiento religioso y social del catarismo lo consideró el más lógico de los derechos humanos que cabía imaginar en un mundo creado por el gran demiurgo del mal para torturar a las criaturas. Aquéllos que consideraran insoportable el sufrimiento que el mundo les infligía podían abandonarlo sin remordimiento. Roma ordena lo contrario, decían los herejes cátaros, pues su misión es prolongar la agonía de la creación. Al ser coherentes con la tradición gnóstica que habían recibido de los bogomilos búgaros, los cátaros desplegaron en su Occitania natal un insólito esfuerzo de interpretación. Su filosofía vegetariana y pacifista excitó las iras de Roma y la sangrienta cruzada que acabó con ellos. El exterminio del movimiento cátaro fue uno de los primeros genocidios modernos.

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23 de enero de 2007
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Motivos criminales en Fago

Aunque por motivos obvios de autoestima prefiera no tenerse en cuenta de dónde procede nuestra cultura, de vez en cuando conviene recordar el origen de los actos de imitación cometidos para homenajear a nuestro primer padre Caín.

La herencia legada por este patriarca bíblico a sus descendientes no ha consistido tan sólo en la osadía de matar al prójimo sino en la susceptibilidad que le llevó a descubrir el misterio de la sangre derramada. Si hacemos caso del Génesis, el semblante de Caín decayó cuando su ofrenda de agricultor fue rechazada en un concurso de ganaderos. Con lo que el crimen fundacional de nuestra historia consagra a la estupidez como una de las apacibles formas del mal.

Ha sido por vergüenza que la literatura moral prefiere ensalzar la codicia o el odio como los abominables instintos de la locura criminal de la Humanidad, en lugar de resignarse a lamentar con espantado asombro el poder de la estupidez.

Un memorable film de los hermanos Cohen estuvo dedicado a este tenaz fulgor del comportamiento humano y a la orgullosa miopía antropológica que nos impide darle el lugar que le corresponde. En Fargo (1996), un pueblo perdido en un desolado cruce de carreteras, una respetable familia de idiotas y una pareja de criminales necios protagonizan un espeluznante enredo.

Ahora las crónicas nos descubren que en una aldea pirenaica llamada Fago sus veinticinco vecinos hacen mutis por el foro. El énfasis puesto en este silencio colectivo es extraño pero consigue reproducir la atmósfera de culpabilidad que olisquean los periodistas. Por lo visto, según los testimonios anónimos recogidos, el asesinato del alcalde es algo que "se veía venir" pues desde hace tiempo se consideraba excesivo el celo que el muerto ponía en el desempeño de su cargo. Al parecer era un tipo vehemente dispuesto a subir las tasas municipales y a exigir el cumplimiento de cuanto reglamento estuviera en vigor. Incluso se dice que, en flagrante ostentación de autoridad, negaba el empadronamiento a los extraños.

Estas son las pistas que sigue la Guardia Civil para atrapar a los que mataron al alcalde con un disparo de postas. Y ya es incontable el número de lectores dispuesto a considerar seriamente que con estos indicios cualquiera puede ser el asesino.

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22 de enero de 2007
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El talante tenía un precio

A mediados del pasado mes de diciembre, diecisiete días antes de estallar la bomba que el "Movimiento Vasco de Liberación Nacional" puso en Barajas, el equipo de expertos que rodean a Zapatero en La Moncloa llegó a la oficina con una desagradable noticia bajo el brazo. En el caso de haber comprendido la gravedad del artículo se habrían preocupado mucho más, pero alentados por el optimismo corporativo que reina en la casa se limitaron a esperar que la noticia pasara desapercibida. En las acaloradas discusiones ibéricas –pensaron- raras veces se jalea lo que dice el New York Times sobre el disturbio español.

El afamado periódico norteamericano deseaba explicar en su artículo el derrotero por el que marcha España y después de hilvanar argumentos, noticias y declaraciones sucintas, intentó sustentar una sorprendente tesis: Zapatero es el culpable de la tensión que crispa el ánimo de la clase política y periodística española.

Veremos hasta qué punto acierta el NYT en sus juicios pero lo que está fuera de duda es el fracaso que el artículo supone para la política de comunicación dirigida desde La Moncloa. Que el más notable periódico norteamericano haga suya la propaganda del Partido Popular es un fiasco.

Sufrimos las molestias que ocasiona la retórica gubernamental entre los más críticos de sus observadores, pero imputar al jefe del gobierno el insoportable caudal de difamaciones y engaños difundidos por la emisora de los obispos entre un amplio sector de la población española es un evidente error de criterio.

Resulta muy extraño que se culpe al más paciente y pedagógico de los políticos españoles de la desaforada agresividad que la derecha española maneja con tan desabrida soltura. Pues si de algo estamos seguros es de lo que hemos visto, oído y leído en España desde la victoria electoral del Partido Socialista: el empeño puesto por la derechota en encabronar el ambiente político y mediático de nuestro país.

Sin embargo, podemos aprovechar la ocasión que nos brindan el artículo del NYT y la fracasada política de comunicación de La Moncloa para plantear un inaplazable interrogante: ¿de qué modo la terca y fluorescente bondad del talante ha propiciado una de las broncas más insultantes de los últimos años?
(Continuará)

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18 de enero de 2007
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Opiniones literarias

Siente una desagradable manía contra sí mismo. Su antigua coquetería no le sirve de mucho, pero lo que en verdad le impide mirarse al espejo, y cuidarse un poco más, es el fastidio de ver tan flaca y demacrada su propia figura. Somnoliento, envuelto en una vieja bata deshilachada, prefiere sentarse en la cocina y beber una taza de café.
Obviamente, el estado en que se encuentra condiciona sus opiniones literarias.

“Sólo a veces –dice mientras se rasca la cabeza- ciertos espíritus inspirados logran conmover el corazón de los hombres, ilustrar sus mentes inquietas y concebir momentos de memorable gozo estético y sentimental”.

“Pertenecer a este parnaso –y señala con la mano temblorosa la biblioteca del salón- no es algo que pueda exigirse. Aquí no sirven de nada las oraciones egoístas. No hay derecho alguno a reclamar. Ni misericordia que pueda ser suplicada. La amnesia del tiempo, amigo mío, es cruel y caprichosa”.

Cabecea como si fuera a dormirse. Con el pie arrastra las migas de pan que han caído al suelo.

“Sin embargo he conocido gente que vale la pena. ¡No esos corderos disfrazados de lobo prestos a zamparse caperucitas de mazapán!”. Y suelta una ruidosa carcajada.

“Hubo un tiempo, sin embargo, en que una alta ciencia, prometió redimir nuestras penas...”.
Bebe café pero habla como un borracho.
“Una alta ciencia…más allá… ¡No, de ninguna manera!"
Y apoya la frente en la mesa de la cocina para echar una cabezadita.

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17 de enero de 2007
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Costumbres de la vieja España

Pedir perdón es un gesto que en los ámbitos privados de las relaciones humanas denota humildad de espíritu y buen carácter. Es razonable hacerlo cuando uno comprende la envergadura de su error y le avergüenzan las molestias que ha ocasionado a sus amigos o familiares. Sin embargo, cuando se abandona el limitado circuito de los vínculos personales, el perdón adquiere una confusa categoría.

No se entiende muy bien qué puede llegar a significar cuando se pronuncia fuera de las severas obligaciones prescritas por el guión cultural del catolicismo. En la economía espiritual que regula el sacramento de la confesión, el perdón cumple una valiosa función regeneradora. Liberarse del remordimiento, por ejemplo, y del torturado complejo que éste impone al que transgrede con conocimiento de causa, es una de las benéficas aplicaciones que tiene el perdón. Pero la eficacia de esta compungida lucidez depende de sutilísimas operaciones psicológicas ligadas al acto mismo de la contrición. La más importante, como todo el mundo (católico) sabe, es el voluntario cumplimiento de la penitencia. Sin cargar con el peso de la retribución es verdaderamente inútil pedir perdón. ¿De qué puede servir un efímero reconocimiento de culpa?

Este es el motivo por el cual las sociedades laicas han eliminado de su lenguaje público la palabra perdón, pues pertenece a un léxico religioso sin la adecuada traducción jurídica. Las revoluciones democráticas que fundaron el desarrollo institucional de nuestras constituciones consideraron más conveniente articular los mecanismos de razón política que hicieran viable el control de las responsabilidades públicas. Es conocido el ejemplo dado por los más conscientes administradores del espacio público, que antes de pedir perdón, y después de haber declarado su error, entregaban su dimisión. De este modo reconocían el acierto de los que votaron a un hombre de honor, y dejaban el cargo al que pudiera seguir adelante sin la desazón del dislate cometido. Aceptaban su penitencia en lugar de pedir ayuda para llevarla a cuestas.

De este modo, se eliminó de la cultura democrática la frase “confiad en mí".

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16 de enero de 2007
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