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Escrito por

Basilio Baltasar

Basilio Baltasar (Palma de Mallorca, 1955) es escritor y editor. Autor de Todos los días del mundo (Bitzoc, 1994), Críticas ejemplares (BB ed; Bitzoc), Pastoral iraquí (Alfaguara), El intelectual rampante (KRK), El Apocalipsis según San Goliat (KRK) y Crítica de la razón maquinal (KRK). Ha sido director editorial de Bitzoc y de Seix Barral. Fue director del periódico El día del Mundo, de la Fundación Bartolomé March y de la Fundación Santillana. Dirigió el programa de exposiciones de arte y antropología Culturas del mundo (1989-1996). Colabora con La Vanguardia y con Jot Down. Preside el jurado del Prix Formentor y es director de la Fundación Formentor.

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30 diciembre

En el vídeo difundido por las autoridades iraquíes los verdugos de Sadam Husein están encapuchados. Su atuendo ya da una idea del temor furtivo que sienten los administradores de justicia.

Son tres los hombres encargados de colocar a Sadam bajo la horca. Uno de ellos le explica cómo apretará el nudo de la cuerda a su cuello. Al dirigente derrocado le parece correcto agradecer la cortesía.

La orden del tribunal no admite demora y se cumple en sus mínimos detalles. La filmación, por ejemplo, pertenece a la misma sentencia. Los jueces podrían ejecutarlo a oscuras, lejos de la CNN y de You Tube, pero es preciso que el mundo lo comprenda. A este acto de obscenidad estamos todos invitados.

Será por descuido, pues no siempre uno acierta a cambiar de canal, o por saciar nuestra inocente curiosidad. El ahorcamiento de un hombre es un espectáculo garantizado. Nadie querrá perderse la escena. Como en los lejanos siglos de ignorancia y barbarie, el ciudadano quiere verlo con sus propios ojos.

De este modo, los gobernadores de Iraq propician la complicidad de la audiencia con sus actos de rigor.

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30 de diciembre de 2006
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Que conste

Ningún mensaje cae en saco roto.

A veces sorprende la vivacidad del corresponsal. Otras nos confunde verlo saltar por encima de nuestra cabeza. Tan ágil.

Es imprevisible y sólo a veces disparatado. Su juicio es desconsiderado pues no siempre se le tiene en cuenta como es debido.

Algunos, a cambio, se sienten queridos. Y éstos colman la mesura, nos complacen.

Los hay que aborrecen ver a lo actual invadir su intimidad. ¡Nada de política!, dicen. Detestan la jerga del mundo. No les falta razón.

Quizá el blog sea un cierto modo de hablar. Un estilo, una postura del intelecto. No es académica, ni periodística, ni literaria en sentido estricto. (Yo, sin embargo, insistiré: la vida privada es un acto de inteligencia política cuando se hace visible).

La conversación universal que convoca el blog requiere ensayos fallidos. Al fin y al cabo es la primera vez que esto ocurre. Ahora bien, en ningún caso nos libraremos de manejar las leyes del lenguaje. El requisito, como siempre, es saber decir lo que uno quiera.

Lo contrario sería un abuso.

Daremos cuenta de todo ello.

@ Albert Pla. Sigue pendiente la disertación que le debo sobre Cristóbal Serra.

@ Dolag. Por las afinidades literarias que su fino olfato descubre. Y por la cita de Cernuda.

@ Enea. Por la incertidumbre que siembra su ironía.

@ Maleas. Por el limpiabotas con el que tan delicadamente conversa.

@ Chiqui. Por sus circunspectos consejos.

@ Amigo de Miguel Torga. Por sus reproches.

@Provoqueen. Por la seriedad con que se toma todo esto.

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29 de diciembre de 2006
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28 diciembre

La tortura de animales como una de las bellas artes. En este caso, un prodigio de danza y esgrima en la arena.

Ensartado en el asta del toro, el cuerpo del torero ha perdido su gracia. El animal lo lanza al aire y cae como un monigote goyesco.

Para Federico García Lorca, después de la cogida, a las cinco de la tarde, todo es gangrena. El Oratorio del compositor Vicente Pradal evoca el auto sacramental del Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, haciendo sinfónico el quejido ritual del sacrificio.

El traje de luces de los payasos de circo es holgado. El traje de luces de los toreros, ceñido. Más desde la pista bufa y desde la arena se suplica al mismo público.

Los dos, el payaso y el torero, ofician una ceremonia de genuflexión para engañar a la impaciente severidad.

En la pista del circo un bufón se somete al escarnio. En la arena de la plaza un bailarín tienta a la muerte. En los dos casos el público no debe tener piedad. Ha pagado su entrada y aguanta con mal genio la decepción. La pirueta cómica y la arriesgada suerte persiguen el mismo fin: dar consuelo a la crueldad espíritual.

La patética humillación del payaso parece inocua. La victoria del torero sobre el toro parece celebrarse con vítores y aplausos.

La crueldad, la impaciente crueldad, es la oración de un creyente resentido por una violenta premonición: la muerte ajena retarda la hora de nuestra muerte.

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28 de diciembre de 2006
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26 diciembre

Más allá de la línea del horizonte, en alta mar, un fuerte temporal retrasa la salida de nuestro barco. Algunos pasajeros impacientes reclaman una explicación a los responsables de la naviera. Acostumbrados a prescindir de las inclemencias del tiempo, soportan con mal disimulado enojo los contratiempos.

Luego, una vez que el capitán ordena emprender la travesía, veremos levantarse grandes olas contra el casco del barco, bajo un cielo encapotado por nubarrones grises. Con los elementos en contra -el viento es huracanado y la corriente pretende retenernos en el puerto- el viaje durará más de lo previsto.

Mejor para mí. Leeré de un tirón el nuevo libro de Márquez Villanueva.

El erudito español de Harvard domina con una elegante soltura el relato discursivo y sabe ponerlo al servicio de sus hallazgos. Como en otras ocasiones, el discípulo y heredero de Américo Castro nos obliga a contemplar el embrollado laberinto español a la luz de unas investigaciones recluidas en el circuito de los profesores universitarios.

Pero al que tenga la costumbre de observar con curiosidad crítica su entorno cultural no le asombrará que las proposiciones de Márquez sigan condenadas a parecer una furtiva lectura del caso español.

Pues el drama de los conversos, considerado como el polémico nudo trágico de nuestra historia, es en este libro la única razón que da cuenta del padecimiento intelectual y moral de un país condenado a sufrirse de siglo en siglo bajo la férula de un pasado tercamente redivivo.

Perseguidos por la primera policía política de la edad moderna, acosados por el miedo a ser denunciados, acorralados por la inquina, sometidos a la sospecha del vulgo, cercados por la crueldad popular, los conversos son un fenómeno más amplio de lo previsto por los primeros historiadores. Y ahora no simbolizan tan solo la tragedia de los judaizantes sino el gran paradigma del trasiego español. El de una sociedad regida por la costumbre de la delación.

Durante más de cuatro siglos no existió en España súbdito que no pudiera ser víctima de una acusación irrefutable. Y no hubo plebeyo, clérigo o cortesano que no pudiera ser alguna vez en su vida reo de sospecha. Y no sólo por tener en su genealogía un antepasado judío, o haber practicado él mismo los ritos de aquella religión, sino por anticipar con su pensamiento autónomo el futuro de la inminente modernidad europea: un suave racionalismo escéptico bastaba para perder la vida y, desde luego, la hacienda.

¿Es erróneo concluir que esta tortura psicológica ha sido el crisol donde se ha moldeado un carácter colectivo? ¿No sería ésta poderosa influencia institucional, sancionada por el Estado y la Iglesia, la que mejor explica el hábito inquisitorial de una cultura empecinada todavía en perseguir y ofender al disidente?

Lejos de ser una reliquia de especialistas, el nudo trágico de los conversos merece la más severa indagación crítica que cabe concebir en una sociedad dispuesta a entender su pathos.

Cuenta Márquez que en la masiva persecución de los españoles contra sí mismos destacaron los frailes mendicantes. Con sus prédicas excitaban el odio de la población resentida, haciendo de su ferocidad la más formidable maquinaria de delación y acoso que conoció Europa hasta la era del régimen nazi (y estalinista).

Un fuerte golpe de mar hace tambalear el barco. Los libros caen al suelo del camarote. Parece que la nave aminora la marcha y cambia de rumbo. Subiré a cubierta a ver qué nos dicen.

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26 de diciembre de 2006
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22 de diciembre

No puedo evitar el charco y salgo de puntillas con los zapatos manchados de barro. Voy sorteando a la multitud. Esquivo a los impetuosos, sin perder el buen humor de esta fría mañana de diciembre.

Llego a la Gran Vía, esquina Callao, y subo la calle hasta encontrar al limpiabotas. Me siento en el taburete, se frota las manos para entrar en calor y con un par de bruscos movimientos de cepillo empieza su tarea.

Es un indio azteca y su porte, aunque está agachado, recuerda el que dibujó Bernal Díaz del Castillo en su quejumbrosa reclamación.

Aquí me tiene, caballero, a sus pies.

La gente va con el paso apresurado como si llegara tarde a la cita de todos los días.

Pero eso ya no importa, añade.

Y aplica, con el dedo índice envuelto en un trapo, un poco de crema negra a la piel del zapato.

Lo decía mi abuelo. Sé paciente, muchacho. Espera y verás. Nadie es eterno. Nadie es inmortal en el mundo.


Una larga cola de madrileños se alarga por la acera y da la vuelta a la manzana esperando que llegue la hora de comprar su billete de lotería.

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22 de diciembre de 2006
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21 diciembre

Supongo que habrá ocasión de comentar más a menudo la colección de cartas escritas por Hannah Arendt y Mary McCarthy. Una correspondencia abundante, fiel y metódica (Lumen, 2006): dos mujeres que hablan del mundo con descarada y vigorosa sencillez.

En su largo intercambio epistolar vemos la marca que un cuarto de siglo (1949-1975) va dejando en la amistad de las mujeres. Es cierto que comparten con desoladora franqueza algunos asuntos íntimos, pero algo entre ellas sobrevive a la erosión. Viéndose obligadas a desbrozar el estropicio del tiempo no parecen tentadas a ser indulgentes. Su severidad, sin embargo, siempre es el fruto alegre de una envidiable complicidad.

Los asuntos domésticos y familiares son el preámbulo o el epílogo que les permite merodear antes o después de abordar con incisiva lucidez los acontecimientos de su tiempo. Tratan el asesinato de Kennedy o el Watergate de Nixon con el escepticismo inteligente que hoy querríamos ver en los analistas de la actualidad. Sus juicios morales y políticos se enuncian desde una fortaleza exenta de ansiedad, algo que da más holgura a la pasión.

La controversia levantada por la publicación del libro de Hannah Arendt Eichmann en Jerusalén ayuda a la autora a comprender mejor la sociedad para la que piensa y escribe, el origen de los ataques que recibe, "esa clase de puñaladas por la espalda”.

En la crítica de Norman Mailer reconoce de inmediato la “prodigiosa cantidad de odio y agresividad” que hoy seguimos acostumbrados a soportar en algún crítico.

“La recensión de Mailer –dice Arendt- está tan llena de invectivas personales y estúpidas que no entiendo cómo la publicaron ni por qué”.

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21 de diciembre de 2006
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20 diciembre

¡Ah! El viejo espectáculo de la corrupción. ¡Cuánta indignación suscita! Y sin embargo ¿a quién se dirige este clamor? ¿Quién atenderá la súplica?

Como una voraz marabunta de termitas en un caserón abandonado, los  comisionistas sobornan a quién se ponga por delante. No se andan con remilgos. Son hombres de fortuna y su fortuna es inmensa.

Lo que está en juego.

Un fatigado empleado a punto de jubilarse contempla el curso de su vida. El miedo a la escasez, a una edad de la que nada cabe esperar salvo la penuria de una pensión exigua, le hará maldecir. ¿Hice bien no haciendo nada?

Esto es lo que está en juego.

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20 de diciembre de 2006
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19 diciembre

La incursión en el más allá no se considera digna del buen gusto literario. La tradicional desconfianza que inspira el subsidio de la religión –como una recurrente modalidad de la fantasía- se dedica también a ciertos excesos del imaginario narrativo.

En estos casos la verosimilitud canónica del relato no basta para vencer la resistencia, la engreída exigencia de realidad. A regañadientes se admira la destreza del autor que nos lleva hasta el límite de la experiencia pero un extraño sentido de la mesura recomienda no dar ni un paso más.

La lectura de Murakami tiene algo que ver con este recelo cultural.

La minuciosidad descriptiva del autor japonés es un alarde naturalista y pendenciero. Como si de la atención obsesiva a lo más ínfimo o doméstico, la constatación de un cuerpo entregado a su tarea, obtuviera el permiso de ir más allá.

Murakami encauza de un modo magistral la energía de la invención, se deleita en las posibilidades costumbristas de cada escena, y hace malabarismos que a ningún otro se han consentido.

La estructura simbólica de sus relatos exige un ejercicio hermenéutico agotador. Su virtuosismo psicológico es inquietante pero no hay modo de saber a dónde desea conducir al lector. Si a una contemplación extasiada o a una humillada resignación.

Las piezas de su novela Crónica del pájaro que da cuerda al mundo pertenecen a un elegante rompecabezas. Pero su sentido brota y se escabulle como si la hubiera escrito para un huraño grupo de iniciados. Aunque excite la intuición del público que adora a Murakami.

Kafka en la orilla (también en Tusquets) es una nueva versión de la Crónica del pájaro que da cuerda al mundo: la misma seducción empeñada en desvelar cómo nos envuelve el otro lado del mundo.

La Crónica es un portento de alusiones –a veces brutales. Kafka es un consternado atreverse, un insólito ir más allá. Desafía las leyes de la lógica para contar sucesos ocurridos más allá de la muerte.

Un sacrilegio literario que haría estremecer de vergüenza al Dante.

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19 de diciembre de 2006
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18 diciembre

Nadie ha contado el número de muertos fabricados por la industria cinematográfica norteamericana. Los extras caídos por exigencias del guión, los secundarios despachados en las primeras secuencias, los protagonistas condenados a perder la vida en la apoteósica coda de los dramas mediocres.

La factoría californiana no parece dispuesta a agotar este filón de ideas. Perfecciona el realismo sucio de la muerte con la tecnología de los efectos especiales y hace más convincente el mito sangriento de la nación americana.

Este narcisismo es misterioso.

Cuando rebrota la polémica – por una súbita matanza de escolares o de clientes en una hamburguesería- se promueven enmiendas contra la venta de armas en los supermercados. Sin embargo, los que reclaman restringir el libre acceso a rifles y pistolas no han comprendido el origen de la perturbada conmoción nacional.

Ignoran que la más sublime inspiración de la violencia americana procede de la religión americana. Hace ya tiempo que el pueblo y los padres fundadores eligieron al dios del Antiguo Testamento. Hubo otras opciones en la joven América pero la de Jehová fue la preferida. Por su magisterio el Estado proclama la pena de muerte, consagra la doctrina del gran dios americano y hace de la Ley del Talión la más radical manifestación de su tutela.

Desde el punto de vista divino, el criminal norteamericano sólo es el intérprete descarriado del edicto testamentario. El escolar ofendido por sus compañeros, el marido humillado por su mujer, el traficante engañado por sus compinches,  se han tomado muy en serio la ley que rige la vida de la nación. Les resulta dilatoria la jerga judicial y temen la astucia de los abogados. Encomendándose al dios de sus padres, se sienten autorizados a empuñar la metralleta.

La pena de muerte es la venganza sacramental de Jehová. El atributo del Estado que administra la violencia y, al mismo tiempo, la cualidad de los creyentes.  Los hombres de fe quieren mantener enchufada la silla eléctrica y los criminales, que hasta un día antes sólo eran ciudadanos libres de tomarse las cosas a su manera, desean abreviar el proceso entre falta y castigo. Nos parecerá disparatado su delirio justiciero, pero los asesinos son fieles a la doctrina de la nación elegida por el dios del Talión. Gente nerviosa e ingenua que cree en el talión de dios.

Lo dice el sheriff de Cormac McCarthy: “este es un país con una historia tremendamente sanguinaria”.

Y aún así, sabiendo lo que hay que saber, al policía le consterna la crueldad de los nuevos criminales. Ni de la guerra que vivió –con sus particulares remordimientos- recuerda semejante espectáculo de ensañamiento y brutalidad. Antes el sheriff perseguía cuatreros, ahora a traficantes de droga. No comprende la metamorfosis de su época y se siente anonadado. Lo que tiene ante si no son hombres fuera de la ley. Ve avanzar su sombra por la línea del horizonte a la hora del crepúsculo y siente un desagradable estremecimiento.

Los soliloquios del sheriff en No es país para viejos (Mondadori, 2006) son una pieza maestra de la introspección biográfica. Su melancolía es elegíaca pero su juicio no es insoportable. En lugar de arrepentirse y olvidar, el sheriff contempla el curso de la vida. Se han disipado las presunciones de la juventud y sólo le queda admirar la ternura de su esposa.

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18 de diciembre de 2006
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Comentario al comentario

El acontecimiento en la polis es un lugar común. Una molestia para el individuo enojado. Pues la mansedumbre es irritante. No importa de dónde provenga la ingenuidad de los creyentes, de los demasiados. Será una fuente indigna de nosotros, los únicos.

El acontecer y sus engaños, sin embargo, nos envuelven.

Mal estaría que interpretara yo lo dicho por mí, pero sea por una vez tan solo. En atención a los decepcionados: la señorita provoquen, pla, andante y pozo (no a Numa, por ahora).

La retórica del régimen anterior y el actual discurso político manejan categorías coloquiales de gran eficacia escénica, por falaz que nos parezca su presunción. Reiteradas hasta la extenuación disfrazan lo sorprendente: el empecinado culto a los muertos y su importancia sagrada en una sociedad aparentemente secularizada.

Lo ancestral palpita como el corazón de un ciervo acorralado.

Es sentimental y justicialista la memoria reivindicada –a mi juicio, imperiosa- pero el espanto y el escándalo de la derecha ofendida es el indicio verdadero.

Su reacción airada nos ayuda a comprender en qué país vivimos: qué ridículas y formidables fuerzas se trenzan en el lugar común de la política, cómo se impone la obcecación, cuánta hechicería ocupa el lugar de la razón, cómo se gobierna el instinto sacramental de los dóciles, cómo se excita su temor sacrílego.

Y hasta qué extremo lo padecen algunos librepensadores, por arrogante que sea su aspecto.

Es triste creer que lo Ilustrado no sucedió en España y que todo está por hacer.

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15 de diciembre de 2006
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