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Escrito por

Basilio Baltasar

Basilio Baltasar (Palma de Mallorca, 1955) es escritor y editor. Autor de Todos los días del mundo (Bitzoc, 1994), Críticas ejemplares (BB ed; Bitzoc), Pastoral iraquí (Alfaguara), El intelectual rampante (KRK), El Apocalipsis según San Goliat (KRK) y Crítica de la razón maquinal (KRK). Ha sido director editorial de Bitzoc y de Seix Barral. Fue director del periódico El día del Mundo, de la Fundación Bartolomé March y de la Fundación Santillana. Dirigió el programa de exposiciones de arte y antropología Culturas del mundo (1989-1996). Colabora con La Vanguardia y con Jot Down. Preside el jurado del Prix Formentor y es director de la Fundación Formentor.

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15 diciembre

Imitando a Felipe II, Francisco Franco levantó cerca de El Escorial el monumento fúnebre del Valle de los Caídos. Una ostentación de la genealogía igualitaria de los Novios de la Muerte, los legionarios que comandó en África.

Compartiendo la admiración de los dictadores por los arquitectos del viejo Egipto quiso levantar las fundaciones que el paso del tiempo no pudiera cancelar ni someter. Lo consiguió. Sus competidores no llegaron a tanto. Hitler y Mussolini fueron derrotados dos veces: por los ejércitos enemigos y por el ensañamiento que aún merecen. (Stalin, sin embargo, no cayó en desgracia).

Los caídos por Dios y por la Patria bajo la descomunal cruz del monumento fúnebre del Valle eran los de su bando. Al ser glorificados y ensalzados durante treinta y ocho años por las oraciones que los escolares recitaron en la escuela -bajo el pequeño crucifijo de madera colgado junto a la pizarra-, después de ser agasajados de año en año por la fanfarria de las bandas municipales y ensalzados por los desfiles castrenses en la reiterada marcha de la Victoria, los muertos y asesinados del bando vencedor han visto honrada su memoria. 

Los muertos y asesinados del bando derrotado, muchos de ellos sepultados de noche en tierra de nadie, abandonados en la fosa común, esperan la misma retribución simbólica y recibir el homenaje de un funeral no vergonzante.

No hay gesto más ecuánime para liquidar la infame deuda de una guerra civil.

Sin embargo, el bando vencedor de aquella guerra considera esta reclamación una ofensa, una provocación contra el espíritu de la transición.

La indignación del Partido Popular nos ha permitido comprender, al fin, el espíritu de la transición.

Después de haber gozado la gloria de su victoria sobre las huestes enemigas y haber envejecido con el mando único de la nación en sus manos, los vencedores  consintieron: aprobad si queréis la ley del divorcio, la del aborto, montad la España autonómica, lo que queráis. También podéis coger el gobierno. Por qué no.


Ahora bien, eso ni se os ocurra. El culto a los muertos es privilegio del vencedor. No es algo que vosotros podáis hacer. Ni ahora ni nunca.

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15 de diciembre de 2006
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14 de diciembre

Dave Eggers ha escrito la historia de un perro contada por sí mismo: Después de que me lanzaran al río y antes de ahogarme (en Guardianes de la intimidad, Mondadori, 2005).

Su relato es el sencillo fruto de una sagaz comprensión. El pensamiento del perro discurre como la vida del perro. Como si el chucho conociera la máxima wittgensteiana: los límites de mi mundo son los límites del mundo.

Las sensaciones de placer –correr con otros perros por el bosque, dejarse manosear por las niñas de la casa, saciarse de pienso en el jardín- hilvanan su evanescente sentido del tiempo. Y aunque no le agradan los perros violentos ni los humanos despiadados –como el que le tira al río siendo un cachorro- su percepción está exenta de horror trágico. Cuando uno de los suyos aplasta en su mandíbula a una ardilla no siente escalofríos. Le asombra ser rescatado de las aguas y su asombro es el mismo cuando al final se ahoga frente a los perros que juegan en la orilla.

Ahora que el Ayuntamiento de Barcelona se pregunta cómo desalojar a los okupas (sin saber dónde podría instalarse a vivir una tribu urbana de estas proporciones) me acuerdo de su perro.
El perro del okupa no ladra a los transeúntes y mientras el joven malabarista hace en la acera sus números de circo, el perro se acurruca junto a la mochila y dormita. Mide a cada ciudadano con el mismo rasero. Tanto le da que dejes caer una limosna como que pases de largo. Luego, cuando regresan al refugio, una vieja fábrica abandonada por sus dueños, el perro, sin collar ni cadena, espera la hora de la comida.

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14 de diciembre de 2006
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13 diciembre 2006

Thomas Pynchon sale en defensa de Ian McEwan. Lo peor de las acusaciones es que estás obligado a defenderte. Lo mejor, cuando tienes suerte, es que alguien sale en tu defensa. No es frecuente. Por lo general uno acaba hablando como un torero: dejadme solo.


Han identificado en algunos párrafos de Expiación la huella de una enfermera destinada a cuidar soldados heridos durante la II Guerra Mundial. Parece que Ian McEwan se inspiró en la experiencia de esta mujer y algunas escenas de Expiación suenan como si se las hubiera contado –lo cierto es que las escribió en No time for romance, por lo visto una “novela romántica de hospital”.

Dice Pynchon, en defensa de McEwan, que si no hemos estado en el lugar dónde sucedieron los hechos que deseamos narrar estamos obligados a contar con el testimonio de los protagonistas.

No veo qué más podría decirse. Pero si uno lee los fragmentos que han dado origen a la controversia -nimias alusiones a los gestos de la enfermera- resulta difícil entender que un autor como McEwan haya plagiado algo tan insustancial. Sus admirables recursos narrativos hacen incomprensible esta desabrida pereza.

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13 de diciembre de 2006
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