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Escrito por

Basilio Baltasar

Basilio Baltasar (Palma de Mallorca, 1955) es escritor y editor. Autor de Todos los días del mundo (Bitzoc, 1994), Críticas ejemplares (BB ed; Bitzoc), Pastoral iraquí (Alfaguara), El intelectual rampante (KRK), El Apocalipsis según San Goliat (KRK) y Crítica de la razón maquinal (KRK). Ha sido director editorial de Bitzoc y de Seix Barral. Fue director del periódico El día del Mundo, de la Fundación Bartolomé March y de la Fundación Santillana. Dirigió el programa de exposiciones de arte y antropología Culturas del mundo (1989-1996). Colabora con La Vanguardia y con Jot Down. Preside el jurado del Prix Formentor y es director de la Fundación Formentor.

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Notas sobre la guerra

1. El lamento por la Guerra de Irak deja en evidencia el esquivo silencio de sus partidarios. El fracaso de la operación bélica, sin embargo, no les avergüenza. Se les nota el fastidio por el operativo militar fallido pero no parece afectarles el espanto de cuatro años de matanzas.

2. Un diputado del Partido Popular se atreve a reconocer el fiasco y cuestiona, sin mencionarla, la facundia épica de José María Aznar en las Azores. Otro miembro del PP, con media sonrisa en la cara, reconoce la causa de su derrota electoral: haber metido a España en la guerra. Esta consideración utilitarista no repudia el desastre sino el coste que se ha pagado por él.

3. El discurso del presidente de los Estados Unidos se lee como si los cuatro años transcurridos desde el inicio de la guerra exigieran una explicación sobre el sentido que tiene enviar a los jóvenes soldados a dominar, matar y morir. Sin embargo, el recurso presidencial consiste en evitar la desesperación. Como Bush descarta la opción de dimitir o hacerse el harakiri, el discurso vigente asegura que sacar las tropas americanas de Irak supondría desencadenar un conflicto regional de consecuencias imprevisibles. Es decir, si Estados Unidos abandona Irak todo seguirá como hasta ahora: un conflicto regional de consecuencias imprevisibles.

4. Es formidable el esfuerzo invertido por la administración republicana en modificar la percepción de la realidad. Los sabuesos de Washington tenían en Oriente Medio el mejor centinela que podían imaginar para vigilar sus intereses estratégicos. Se llamaba Sadam y lo ahorcaron hace poco. Ahora, algunos teocon rezan para encontrar al hombre fuerte que someta a las facciones iraquíes, gobierne con mano de hierro al levantisco país árabe y saque los dientes a los vecinos: a los persas de Irán y al hermético sirio.

5. Algunos comentaristas hablan de una guerra civil “larvada”. Como si los 600.000 muertos caídos en Irak desde el día de la invasión no fueran más que un preámbulo a la verdadera guerra civil que seguirá asolando durante muchos años la región.

6. Lecciones de la actual catástrofe moral: el gobierno norteamericano miente y se pone al frente de una descomunal maquinaria bélica y política. Para justificar la invasión, agita banderas de guerra y enumera sus beneficios para la comunidad política mundial. Solución definitiva al conflicto palestino israelí, bajada de los precios del petróleo, democratización de un país sometido al capricho de un dictador, contagio democrático a los países vecinos, suprimir las bases del terrorismo internacional…

7. Hay que comprender la estrategia publicitaria de la Casa Blanca y la eficacia de su hipnosis. Obviamente, el comprensible trauma por la caída de las torres de Nueva York influyó en la postración intelectual y política –como si entonces no fuera pertinente discutir la furia vengativa de la Casa Blanca.

8. ¿Será siempre tan fácil manejar la crédulidad de la opinión pública?

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21 de marzo de 2007
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El hombre atropellado

Fíjate: el paisaje contemporáneo atravesado por una multitud en permanente trasiego. Nadie está en su sitio. Todos van de un lado a otro. ¿Qué buscarán?

La inquietud de las prisas se siente con gran intensidad a medida que el tiempo se agota. Todo está por hacer. Nada se ha cumplimentado todavía. Siempre queda pendiente algo cuya importancia nos abruma. En el funesto caso de no lograrse será motivo de arrepentimiento.

El hombre contemporáneo es un ser en tránsito. Entre la nostalgia del lugar que abandona y la ansiedad por el lugar que le espera. Entre el asunto que deja a medio acabar y la urgencia que pretende resolver. Lo domina una curiosa soberbia: se cree más de lo que es. Constantemente engañado por sí mismo, el sujeto cree estar haciendo algo.

Esta ilusión del poder personal es una ridícula presunción pues en realidad nada hace que valga la pena. Basta echar un vistazo al más reciente pasado –¡y no digamos al lejano!- para comprobar cuánta futilidad ha pasado por sus manos. Los días, en primer lugar. Los manosea y sin embargo dice: estoy moldeando el tiempo con mi mente.

El relato autobiográfico del hombre contemporáneo ha sido escrito con penosas fantasías. Invenciones graciosas, quiero decir. Es el complaciente relato de un hombre feo embellecido por el amor propio. ¿Qué otra cosa le queda?

Dice que persigue tal cosa o tal otra. Cuando en realidad nada sabe de sí mismo. Simplemente, se deja arrastrar por una fuerza que no comprende. A merced de esta inclemencia, el hombre ha dejado de saber. La verdad es que ya no sabe, por ejemplo, estarse quieto, ver pasar la vida y sentarse a esperar lo que el azar quiera poner a sus pies.

Hace falta mucha hombría para soportarlo.

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16 de marzo de 2007
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Aguantar, resistir

La autobiografía puede ser una celebración del sí mismo o un repaso de las cuentas pendientes que tenemos con el mundo. Pero la memoria exige algo de ternura con el niño en cuyo lugar empezamos a ser. Mejor entonces hablar de “él”, esa figura cuyo “yo” no podemos pronunciar sin la duda de estarnos apropiando de lo que no nos pertenece.

La biografía intelectual de André Glucksmann (Una rabieta infantil, Taurus, 2007) coincide con la historia de las iracundas epifanías del Mal. La matanza de la primera guerra, la devastación de la segunda, los campos nazis de exterminio, la ciencia soviética de la aniquilación, la Bomba en Hiroshima, sus aprendices regionales con machetes, fusiles y dinamita en Bosnia, Ruanda, Chechenia…

Estos capítulos que no agotan el horror del siglo XX, lo elevan a la categoría de espanto todos aquellos adocenados y cómplices entusiastas que participan en la orgía de la destrucción… negando su existencia.

Entonces el niño judío Glucksmann en la Francia ocupada atisba por la rendija de su escondite y contempla la valentía de los escasos pero conmovedores héroes de la Resistencia. No son figuras de la épica nacionalista lo que recuerda haber admirado sino a hombres y mujeres de carne y hueso enfrentándose al bestial infortunio que los verdugos y ciudadanos "inocentes" hicieron posible.

Resistir el poderío de las doctrinas elaboradas para camuflar el significado de la barbarie se convierte desde entonces en un hábito. El filósofo, como miembro de la Resistencia, en el reducto que lo humano espantado de sí mismo ha sabido rescatar, lo comprende: cuanto más poderosa es la seducción que ejercen las ideologías del brutal y criminal dominio, más terrible será la decepcionada fatiga del disidente solitario. Más no importa. Para no capitular será necesario que el descalabro sea bien comprendido y asumido.

“Una dictadura demoníaca administra implacablemente la totalidad de la desgracia”. A eso es a lo que todavía nos enfrentamos.

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13 de marzo de 2007
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La vida eterna

El psiquiatra Carlos Castilla del Pino y el teólogo Manuel Fraijó han flanqueado a Fernando Savater en la presentación de su nuevo libro. Frente a un nutrido grupo de periodistas, en uno de los salones del Hotel Palace de Madrid, van a contar de qué va La vida eterna (Ariel, 2007).

La elaborada y entusiasta disertación de los presentadores sonroja a Savater, que siempre acoge con ternura las muestras de amistad. Sin embargo, Fraijó primero y Castilla del Pino después, no dejan lugar a dudas: La vida eterna aborda con inteligencia y sensibilidad la más universal de las experiencias. La curiosa incógnita del más allá, la corazonada y la decepción, la alegre intuición trascendente, el miedo o el dilema de la muerte no son azotadas  por el sarcasmo de nuestro filósofo, sino objeto de una delicada consideración.

Se impone al comenzar una suave pero enérgica distinción conceptual: alejada del aparato legislativo sacerdotal, la religión pertenece a una de las más radicales inquietudes del hombre y brota de penetrantes, honestos o desorientados pensamientos.

El impetuoso verbo de nuestro polemista –tan temido por sus timoratos adversarios- se sosiega temporalmente para abordar el acontecer en que estamos envueltos. Siendo la vida en su totalidad la más extraña aparición que cabe concebir en un universo atravesado por la oscuridad del infinito ¿puede reprobarse la imaginación que viaja por la eternidad?

Las combinaciones simbólicas elaboradas por la mente no tienen desperdicio y nada puede haber en ella que no merezca la ilustrada indagación de los filósofos. A Savater –quizá el pensador español que más ha hecho por acercar el hábito de pensar con claridad a nuestras aulas, cafés y dormitorios- le corresponde la autoría de muchas felices ideas sobre pedagogía cívica y a este elaborado índice de reclamaciones pertenecerá también su elogio de la incredulidad. No tanto una actitud destemplada contra la majestuosa hipótesis de la Creación, y sus ocurrentes derivadas, sino un estado de alerta permanente para evitar incurrir en las flaquezas de la fe. Esa credulidad por desfallecimiento de la inteligencia.

Podríamos decir que apenas ha transcurrido un instante –en esa mascarada de huidizas impresiones impuestas por la tormenta del tiempo y la memoria-, cuando considerábamos a salvo los valores de la laicidad. Como escuela de ciudadanía activa y como espacio en el que cualquiera podría cultivar su versión de lo religioso. Sin embargo, las más recientes noticias sobre el impetuoso proceder de la Iglesia, en defensa de los extraños privilegios que conserva en la democracia española, dan al libro de Savater el carácter urgente que, tarde o temprano, adoptan sus reflexiones.

Así, desbrozando las falacias eclesiásticas, será más interesante filosofar sobre las tentaciones de la inmortalidad y aprovechar, ahora que estamos a tiempo, los gozos de la mortalidad.

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9 de marzo de 2007
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Perpetua batalla

Philipp Blom nos recuerda (en Anagrama) la gran hazaña que supuso publicar contra el Rey y contra el Papa (contra la Monarquía y contra la Iglesia Católica) la Encyclopédie, y nos ayuda a constatar el renqueante aliento de aquella conspiración ilustrada a favor de la razón.

Diderot, D’Alembert, Rousseau, Holbach, Voltaire y muchos otros trenzaron en las ciertamente gloriosas páginas de La Enciclopedia su amistad y su talento –también los celos y la rivalidad que un carácter fuerte no puede omitir-, conscientes de estar dándole a la misma Historia un giro largamente anhelado. El impulso ilustrado se había incubado durante siglos pero fue en la feliz confluencia parisina cuándo adquirió la fuerza de una insurgencia necesaria.

Sin duda conviene recomendar la lectura de Encyclopédie a los que quieran contemplar el denodado esfuerzo de los Ilustrados para enfrentarse a la promoción institucional de las supersticiones y al dominio que la Iglesia y sus órdenes religiosas ejercían sobre una sociedad sometida a dogmas, prejuicios y amenazas carcelarias y morales.

Pero si este recordatorio –incluso la habitual forma de esta frase- tiene en nuestra época un sabor algo rancio, como si la tarea de los enciclopedistas fuera una antigualla felizmente superada, es a causa del escaso conocimiento que tenemos de una guerra que, contrariamente a lo que prefiere creerse, no ha acabado.

Los hay, por otro lado, que pretenden imputar a la Ilustración el primer origen del Gulag, como si las exigencias del pensamiento crítico hubieran desencadenado la infernal algarabía de los paraísos terrenales.

Las dos posiciones –una, presuntuosa; otra, difamatoria- tratan con desdén la supuesta ingenuidad de los editores, philosophes, publicistas, polemistas, libelistas y agitadores del siglo XVIII europeo.
Sin embargo, nunca será suficientemente ponderado el logro esencial de aquella conspiración de librepensadores: prefigurar el más firme fundamento intelectual de la perenne resistencia a la estupidez.

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5 de marzo de 2007
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Si nada es lo que parece…

Gran parte de nuestros esfuerzos intelectuales se dedican a sostener un criterio de interpretación que haga factible la noción de realidad.

El palpitante organismo social de la Historia ha procurado discernir y comprender, definir y aclarar la naturaleza de la experiencia. Para comprobarlo basta consultar la biblioteca universal. Ahí están los autores y escritores haciendo posible el arte y la pericia de nombrar las cosas.

Es un proceso de inteligencia operativa el que nos galvaniza hacia la conclusión razonable. El Derecho, y su alambicada maquinaria de argumentación jurídica, necesita contar con esta voluntad esencial de consenso para aplicar las sentencias del sentido común.

Lo que estamos viviendo en España es digno de ser contemplado con desazón. La implacable maquinaria política empeñada en desvirtuar la naturaleza de los hechos es el más formidable esfuerzo invertido nunca en la destrucción de lo real. Podrá parecer un delirio propagandístico y un exceso de vehemencia sensacionalista para vender más periódicos o ganar audiencia radiofónica, pero lo cierto es que el arrastre masivo de millones de ciudadanos a la ideología de la sospecha amenaza con liquidar para siempre el acuerdo que necesita la razón democrática para existir.

La hemos visto nacer ante nuestros propios ojos y van pasando los años sin que las más esperanzadas previsiones vean cumplida la derrota por fatiga o aburrimiento de esta conspiración contra lo real. Poco a poco se difunde e instala con impunidad entre la ciudadanía la iracunda y obcecada doctrina de la sospecha. Si nada es lo que parece, todo será según nos parezca.

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2 de marzo de 2007
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El temido ocaso

Nuestro amigo Eduardo Lago conversa con Paul Auster. Hablan de cine y, of course, de literatura. Es una entrevista y, por lo tanto, en cumplimiento de los requisitos del género, se espera el obvio y habitual rendez-vous. Sin embargo, de repente, Lago le espeta a Auster un comentario hiriente: “dicen que su novela no añade nada nuevo a lo que ya nos había dado Paul Auster”.

¡Menudo asunto! Resulta que, como quien no quiere la cosa, el entrevistador –también novelista, traductor y crítico- asalta al compungido Auster con un martillo. El neoyorquino se resigna y encogiéndose de hombros reconoce que así van las cosas: a unos les gusta su obra y a otros no.

Como quiebro modesto para quitarse de encima al osado entrevistador no está mal pero, en realidad, poco más podía hacer Auster para librarse del más doloroso enigma de la literatura universal. ¿Dicen algo nuevo los autores?

Después de su primera novela, quiero decir.

El mismo concepto de novedad es una viciosa concesión a la ilusión que domina nuestra cultura: la fantasía de la invención perpetua. No en balde cuando se habla de los escritores  se les llama "creadores", con toda seriedad.

No sabemos si Auster ha sido inducido por la falta de piedad de Lago pero lo cierto es que el autor se atreve a confesar: “a lo mejor he llegado al final”.

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1 de marzo de 2007
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Iluminaciones

El comandante en jefe de Guantánamo carraspea y comprobando por el rabillo del ojo si acaso alguien lo está vigilando, se acerca al periodista para decirle algo en voz baja, con un gesto muy inhabitual en un militar de alto rango. El periodista deja de escribir en su Moleskine y se presta a poner toda su atención.

En casos parecidos el manual recomienda a los practicantes de nuestro oficio disimular cualquier mueca de curiosidad y dar al rostro una expresión de grave compañerismo. Mejor si uno puede inclinarse levemente y sostener con la mano derecha el codo de la mano en que apoyará la barbilla.

En este lugar hay gente que no debería estar aquí”.

El comandante arquea las cejas y mirando al periodista desde su imponente corpulencia deja que la brisa del Caribe airee sus palabras. Al fondo, sobre el azulete marino de la costa, se extiende la rejilla de la prisión, moteada con inmóviles manchas color naranja. Un murmullo se acerca y se aleja acompañando al flujo de las olas. Parece el cántico matutino de los rezos pero el periodista no está muy seguro.

Fíjese –prosigue el comandante- en esta cochambre. Estos calabozos son la ignominia de mi país, un desplante para el mundo. Una ofensa a la Humanidad. ¿No le parece?

El periodista, temeroso de interrumpir la inesperada confidencia, no se atreve a decir lo que piensa.

Cuando me ordenaron hacerme cargo del campamento no tuve tiempo de averiguar si convenía a mi carrera celebrar este destino. El ejército no te consulta qué misión prefieres desempeñar.

El comandante se cansa de estar inclinado sobre el periodista bajito y se yergue para mirar con altivez el horizonte. Un pensamiento nebuloso le ronda la cabeza y da algunas vueltas a su coronilla hasta que consigue penetrar de golpe en su interior:

Si Dios hubiera querido que la corazonada de los policías bastara para hacer justicia, no habría creado a los jueces.

¡! –afirma entonces con un grito, asustando al periodista.
Se saca un billete de dólar del bolsillo y lo golpea con el dedo una y otra vez.
¡Véalo usted mismo! ¡Aquí lo pone!

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27 de febrero de 2007
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Fiebre y temblor

Hay que pedir disculpas al habitual lector de este bloc y darle la explicación que justifica nuestra ausencia. No en balde nos debemos a lo que prometemos y, aunque no haya por en medio deudas mayores, cumplir sigue siendo un gesto de cortesía.

Como está en juego el motivo principal de estas notas sueltas –dar noticia de lo que se va leyendo y observando- convendrá contarle cómo nos hemos visto envueltos en un tedioso episodio de febril convalecencia, apartados y recluidos, fuera del trasiego que, al fin y al cabo, de motu propio hemos elegido.

Al parecer, un virulento virus de la gripe cogido en las calles de Manhattan cuando empezaban a soplar los fuertes y helados vientos del norte fue debilitando nuestro organismo hasta hacernos declinar y desfallecer. Apenas sin fuerzas para nada, abandonamos nuestro bloc. Estrangulada por la fiebre la percepción sutil de nuestros sentidos, no supimos cómo ordenar el caos de los hechos. Y poco podíamos hacer salvo resignarnos a contemplar entre temblores y delirios la absurda y ridícula decadencia del mundo.

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26 de febrero de 2007
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Quién ha sido

El saludable escepticismo de los tiempos modernos ha moderado las aspiraciones heroicas de la condición humana y mediante un informado ejercicio de buen humor ha conseguido sosegar la ansiedad de los hombres inclinados a sentir la llamada del destino.

Pero del mismo modo que formas vegetales arcaicas perduran gracias a casi extinguidos sistemas de fecundación, subsisten en nuestras sociedades individuos dispuestos a resucitar caducas maneras de conducir a los hombres.

El anhelo que distingue a los héroes imbuidos por este furtivo instinto de predestinación suele ser un irreprochable fervor altruista, pues la ambición de poner un poco de orden en la sociedad es la única que alienta sus generosos desvelos.

Thomas Carlyle creyó que un solo hombre puede enderezar el rumbo del mundo y dedicó a este héroe su elegía: "Al capitán, al superior, al que asume el mando, al que está por encima de los demás hombres; aquél a cuya voluntad se someten los otros, a éste debe considerársele como el más importante entre los grandes hombres".

No hace falta indagar en las profundidades psicológicas del personaje para comprender la influencia que esta escuela de pensamiento político ha tenido en la formación de José María Aznar. Ya en el congreso de Sevilla, cuando en 1990 conquistó la jefatura del Partido Popular, Aznar se presentó como portador de las cualidades que adornan al héroe: "Abnegación, entrega, hombría de bien y sufrimiento".

Muchos de sus colaboradores creyeron seguir al actor de los discursos que allanan el camino de La Moncloa, pero poco a poco hasta los más incautos adivinaron lo que estaba sucediendo: Aznar se precipitaba a fundir en una única figura su imaginación y su identidad.

La modesta y tímida incubación del espíritu providencial fue dando sus frutos y procurándole la elocuencia que tronaría más allá de nuestras fronteras: "los débiles gobiernos de las democracias occidentales cederán al chantaje de los cuerpos mutilados y sus frágiles sociedades terminarán derrumbándose como naipes".

Los gestos autoritarios y las declaraciones intempestivas podían parecer consecuencia del satisfecho mandato alcanzado en dos citas electorales, pero en realidad pertenecían a un género más elevado de impaciencia. Su mímica delataba sin cesar esa irritación que distingue a los grandes hombres conscientes de estar perdiendo el tiempo. "Hacen falta", decía en Jerusalén, "líderes fuertes y firmes con un claro sentido de su misión".

Sólo un combativo altruismo transmuta el sacrificio personal en la más duradera fuente de placer. Pero comprender la figura heroica de Aznar requiere además saber cómo se propuso pasar a la Historia.

No era suficiente haber salido ileso de un atentado ni entrar en guerra contra Irak. Para dotarse con los rasgos de una personalidad admirable, Aznar debía escenificar la envergadura mítica de su gallardía y mostrarnos el camino que toma un hombre destinado a convertirse en héroe: la renuncia al poder.

Ya en 1996 especulaba sobre sí mismo indirectamente preguntándose en público: "¿Cómo será España cuando la deje dentro de ocho años?".

Con la singular determinación de abandonar el poder, Aznar no sólo quiso asombrar a una población resignada al duradero empecinamiento de los políticos profesionales, sino elevarse por encima de sus colegas y avergonzar a sus adversarios con una grandilocuente lección moral.

Que la ingeniería financiera del Partido Popular garantizara este atajo a la gloria sin cerrar la puerta de su retorno triunfal, no empañaba el lustre que su figura paseó por medio mundo.

En declaraciones al diario francés Le Monde, hechas poco antes de las elecciones de 2004, José María Aznar citaba las dos grandes figuras históricas a las que puede compararse un gobernante sin apego al poder: el emperador romano Cincinnatus y el emperador Carlos V.

Teniendo como antepasados tan ilustres precedentes, es fácil caer en la angustiada desazón, la perturbada confusión y el inquieto desánimo que sufrirá el hombre empujado a ser de nuevo un simple mortal. Pero el acontecimiento que desmoronó la heroica complacencia de su figura, tan disciplinadamente tallada, no fue la bomba de los integristas en Atocha ni la catástrofe electoral del 14-M.

El carisma de la figura a la que Aznar había conseguido insuflar vida propia no provenía tan solo de la abnegada renuncia al mando sino del constante alarde de una rara cualidad: el valor de la palabra dada.

En un mundo sometido a la frivolidad de los charlatanes, hete aquí que surge con orgullo el que habiendo dicho "me voy", añade: "El arte de gobernar no es sólo tomar decisiones y saber mantenerse en el timón cuando soplan vientos huracanados en contra, sino también saber dejarlo".

Cetro diamantino de la misión trascendente que aceptó cumplir, la palabra del presidente Aznar fue la más temible amenaza que podía dirigir contra sus enemigos y el más fiable de los pendones ofrecidos a sus partidarios. ¿No era acaso esta palabra dada y cumplida un motivo de temor y reverencia?

Pero la voluble fortuna altera con crueldad los sueños de los hombres. Explotó la bomba en Atocha, murieron los ciudadanos de Madrid y el temor a perder el poder que había prometido entregar a su sucesor -"para no aprovechar las tendencias caudillistas de España"- le obligó a empeñar su palabra de honor ante los más fidedignos testigos de su confidencia. Durante los tensos momentos posteriores a las explosiones del 11-M, el presidente Aznar telefoneó a los directores de los principales periódicos españoles para hacerles partícipes de su documentada convicción: ha sido ETA, vino a decir.

Temeraria declaración, como comprobaron luego los que no quisieron desconfiar de la palabra de honor dada por un presidente en tan aciagas circunstancias.

Fue suficiente un dramático encontronazo con el destino adverso para que Aznar perdiera el temple propio de los héroes.

Pocas horas después, el presidente en funciones entraba con su esposa en el colegio electoral de Nuestra Señora del Buen Consejo de Madrid y frunciendo el ceño atravesó el tumulto ciudadano reunido para abuchearle. Quién ha sido, quién ha sido, gritaba igualmente furiosa la muchedumbre.

Ahora da comienzo el juicio que sentenciará la autoría de los brutales atentados de Atocha. Después de meses de descabellada polémica, el Partido Popular redoblará sus esfuerzos de agitación, será insistente el despliegue de sus periódicos y vocinglero el oratorio radiofónico contra los jueces y policías responsables de la investigación.

Pero una más completa comprensión del proceso judicial nos exigirá no perder de vista el origen de esta infatigable campaña de sospechas, bagatelas y clamores: el arrojo que un héroe caído puso en rehabilitar su fama.

Artículo publicado en: El País, 16 de febrero de 2007

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16 de febrero de 2007
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