Las noticias que llegan de América pasan por el tamiz de los medios de comunicación como si fueran otro acontecimiento mundano, pero a menudo son algo más. Detengámonos por un momento en los fastos dedicados en Cartagena de Indias a la Lengua Española y a Gabriel García Márquez. Los discursos de los académicos, de Carlos Fuentes y del Gabo se suceden celebrando la ocasión. Ya es notable que las instituciones de nuestro tiempo –la Corona, las Academias, los gobiernos- se pongan a conmemorar la aparición de un libro. Pero este excepcional propósito –dice algo sobre nosotros- nos remite a un telón de fondo en verdad extraordinario: el público fervoroso que vitorea al autor y lo escucha con tanto beneplácito como admiración. Los autores españoles que promocionan sus obras en América Latina regresan siempre complacidos de haberse encontrado con un público culto, comprometido con las obras que lee, dispuesto a mantener con el autor una relación de respeto, interés y, en ciertos casos, fascinación. Los autores regresan complacidos y, por qué no decirlo, confundidos, pues pocas veces sienten en la cansada España recompensado su talento con la fresca ternura de un entusiasmo tan original. Los que hemos visto de cerca las largas colas que se hacen para asistir a una conferencia, por ejemplo, nos fijamos en el aspecto de los lectores y en sus conversaciones. Y nos maravilla la seriedad. Nada frívolo hay en sus comentarios ni esa resabiada resaca de desconfianza que hemos aprendido a cultivar los españoles. El vínculo que los lectores de América Latina tienen con los autores es el más prometedor fermento que puede imaginar una cultura para prosperar.
