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Lecciones de los Walsh para la era de la desinformación y el odio

 

Hace cuatro años asesinaron a la periodista mexicana Miroslava Breach. El 23 de marzo de 2017 recibió ocho disparos en la cabeza en la puerta de su casa. Había denunciado las alianzas entre el crimen organizado y la política. Un año y medio más tarde, el 2 de octubre de 2018, el periodista saudí Jamal Khashoggi fue asesinado dentro del consulado de su país en Estambul, después de haber denunciado la corrupción del príncipe heredero.

Estos son casos extremos, pero todavía el peligro sigue latente para los que investigan el poder: cárcel, censura, cierre de medios y amenazas de muerte son rutina en muchos países.

Sin embargo, las cosas han mejorado en el último medio siglo. En los años setenta, en las dictaduras latinoamericanas los que levantaban la voz contra las injusticias eran secuestrados, torturados, desparecidos o marchaban al exilio; sus obras eran censuradas, sus libros quemados.

Hoy predominan las democracias y los derechos. Pero han surgido líderes autoritarios que mienten a destajo, intereses corporativos que ocultan crímenes y infantilizan los temas serios, voces poderosas que ocultan lo importante, privilegian lo banal e instalan el miedo al cambio y el odio a los distintos.

Ante los peligros actuales, me parece útil volver la vista a dos valientes textos argentinos de hace casi medio siglo que daban pistas sobre dos aspectos de la era de las dictaduras: el por qué se cometían los crímenes, y las condiciones culturales que los hicieron posibles.

Me refiero a la “Carta abierta a la Junta militar” del cronista y novelista Rodolfo Walsh y a “Desventuras en el país-jardín-de-infantes” de la poeta y cantautora María Elena Walsh, quienes compartían el mismo apellido sin ser parientes.

Para los periodistas y los intelectuales argentinos la carta abierta de Rodolfo Walsh condensa la valentía de enfrentar al poder, contar la verdad y el mal en la cara del tirano. El 25 de marzo de 1977, en el primer aniversario del golpe de Estado que instauró una dictadura militar (1976-83), Walsh salió a meter copias de su carta en distintos buzones de Buenos Aires para que llegara a los diarios porteños cuando un Grupo de Tareas de la Armada intentó secuestrarlo; él se defendió a balazos y fue abatido en plena calle.

La historia la cuentan los autores de sus dos biógrafías, Eduardo Jozami y Michael McCaughan. Se llevaron su cuerpo agonizante, y desde entonces Walsh es uno de los miles de desaparecidos argentinos. Ningún diario publicó su carta, pero hoy se enseña en las escuelas de periodismo y se cita como ejemplo de lucidez y valentía.

El texto detalla con datos y ejemplos los miles de secuestros, las torturas y asesinatos, la maquinaria de la muerte. Presenta fuentes con la precisión y el estilo que caracteriza la obra más conocida de Walsh, la pionera novela de no ficción Operación Masacre, publicada en 1957.

Pero, cuando parecía que nada podía ser peor que el horror que estaba desvelando, es cuando comienza la lección más útil para estos tiempos.

“Estos hechos, que sacuden la conciencia del mundo civilizado, no son sin embargo los que mayores sufrimientos han traído al pueblo argentino ni las peores violaciones de los derechos humanos en que ustedes incurren”, dice el autor en su carta. Las muertes y torturas son el medio; el objetivo es la transformación económica del país para quitar derechos a los trabajadores y beneficiar a las grandes fortunas. Ese es el para qué.

Dos años después de la carta, Clarín publicó un alegato mucho menos famoso pero igual de potente, y que considero que hoy debe leerse junto con la carta de Rodolfo: se trata de “Desventuras en el país-jardín-de-infantes”, de María Elena Walsh.

Se trata de un divertido y firme argumento contra la censura de los medios, la prohibición de obras artísticas, la infantilización de todo un país. Dice María Elena Walsh en plena dictadura: “Hace tiempo que somos como niños y no podemos decir lo que pensamos o imaginamos. Cuando el censor desaparezca ¡porque alguna vez sucumbirá demolido por una autopista! estaremos decrépitos y sin saber ya qué decir”.

Y termina así: “Todos tenemos el lápiz roto y una descomunal goma de borrar ya incrustada en el cerebro. Pataleamos y lloramos hasta formar un inmenso río de mocos que va a dar a la mar de lágrimas y sangre que supimos conseguir en esta castigadora tierra”.

María Elena Walsh era la más querida autora de canciones y libros para niños del país, como cuentan las biografías de Alicia Dujovne y de Sergio Pujol. No podían desaparecerla. Pero apenas salió el artículo, sus canciones fueron prohibidas en la radio y la televisión y sus obras expurgadas de los colegios1.

Su artículo enfrenta al poder con ironía y humor, se centra en la censura cultural y denuncia la autocensura de la población, necesaria para el sostenimiento de cualquier régimen autoritario.

De estos dos textos, hoy convertidos en documentos de una época oscura, tenemos mucho que aprender y aplicar hoy: de la de Rodolfo Walsh, la importancia de investigar con denuedo y precisión los datos que el poder quiere esconder, combinar números con casos concretos que los acerquen y humanicen, y no quedarse en lo tenebroso de asesinatos y robos. Cuando el poder delinque es para obtener un fin: Walsh marcó el camino del “qué”, el “quién” y el “cómo” al “para qué”.

Los asesinatos de periodistas o de líderes ambientalistas, los pagos de empresas contratistas a políticos en paraísos fiscales, las maniobras ilegales para influir en la justicia que vemos en los diarios de hoy tienen una razón, un objetivo, una meta.

Y de la columna de María Elena Walsh, la importancia del humor inteligente, la ironía, la sutileza para hablar de la censura, la represión y el olvido de los oprimidos en su propia tragedia.

No todo es violencia explícita ni todo el mal viene de gobernantes, magnates y grupos armados: el “país-jardín-de-infantes” requiere de adultos que aceptan ser tratados como niños, y que delegan en el poder su capacidad de procesar verdades incómodas y realidades complejas, que se infantilizan poniendo una “descomunal goma de borrar” en sus propios cerebros.

El resultado de obedecer a demagogos autoritarios que simplifican la realidad se está viendo en el desastroso manejo de la pandemia y las vacunas a lo ancho del continente. Y la burla a los que piensan distinto con pueriles argumentos de matón de escuela primaria está llevando a la imposibilidad de escuchar los argumentos de los adversarios.

Las cartas de Rodolfo y de María Elena Walsh están dirigidas a nosotros, como si las estuvieran escribiendo hoy.

En la época de los crímenes sepultados por torrentes de banalidad, las fake news, el tuit facilón y el efímero influencer, hay muchos periodistas valientes y lúcidos, como Khashoggi y Breach, que enfrentan al poder, explican sus causas y sus efectos, y nos alertan, como los dos Walsh, del peligro de los países-cárcel y los países-jardín-de-infantes.

 

Este artículo fue publicado en The New York Times en español el 24 de marzo de 2021 y está en este link:

https://www.nytimes.com/es/2021/03/24/espanol/opinion/golpe-estado-argentina.html

 

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8 de abril de 2021
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Poema

Entiendo que Faulkner leía el Antiguo Testamento como si fueran narraciones de pueblos arcaicos, pero los Evangelios como poesía contemporánea

Como todos los viernes santos, también este año volví a ver la obra maestra de Nicholas Ray, Rey de reyes. Siempre la dan en un canal u otro. Es la historia de Jesús de Nazaret y, a mi entender, la mejor de todas las versiones filmadas. Es sobria, pegada al texto evangélico, poco sentimental, nada demagógica y sólo le reprocho que Jeffrey Hunter no dé, realmente, la imagen de un palestino del siglo primero.

Quiso el azar que esos días anduviera yo leyendo el estupendo tomo de entrevistas a William Faulkner (León en el jardín) que ha reeditado Javier Marías en su ineludible editorial Reino de Redonda. Uno de los presentes, un japonés, le plantea una curiosa pregunta: ¿cómo es que cita siempre el Antiguo Testamento, pero nunca los evangelios? La respuesta de Faulkner ya me había llamado la atención la primera vez que la leí, hacia 1970. Responde el escritor que el Antiguo Testamento es uno de los más robustos y hermosos relatos populares que conoce, pero el Nuevo Testamento es filosofía e ideas, algo propio de la poesía. Y añade que lee los evangelios como si oyera música. Entonces no lo entendí y pensé que era otro de los múltiples equívocos que tuvieron lugar en su experiencia japonesa. Este año, sin embargo, y gracias a Nicholas Ray, me he percatado de que llevaba toda la razón.

El relato evangélico es poesía como lo son las tragedias de Sófocles o de Esquilo, cantos ardientes y sabios sobre la desdicha humana, sus miserias, su aniquilación, pero también sobre la grandeza de los héroes y su capacidad para superar el horror de la injusticia, la opresión y la muerte. Entiendo que Faulkner leía el Antiguo Testamento como si fueran narraciones de pueblos arcaicos, pero los Evangelios como poesía contemporánea. Y así ha de ser.

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7 de abril de 2021
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Reivindicación de la sensibilidad

Coinciden estas semanas en las librerías y en algunas listas de los libros más vendidos los ensayos de Joan-Carles Mèlich, La fragilidad del mundo, publicado por Tusquets, y de Josep Maria Esquirol, Humano, más humano, publicado por Acantilado. En un momento, como el actual, de tanto ruido y tanta proclama, resulta un verdadero consuelo encontrar dos voces que se sitúan en las antípodas para reivindicar la incertidumbre y el asombro como condiciones definitorias del ser humano y la existencia.

El ejercicio de leerlos casi en paralelo sorprende por las numerosas coincidencias que se dan entre los dos volúmenes. Lenitivo doble, entonces. Ya desde el propio título, Mèlich coloca ante nosotros una afirmación contundente, la de la fragilidad del mundo, que es tanto como apelar a nuestra propia vulnerabilidad; mientras que Esquirol nos señala en el subtítulo, Una antropología de la herida infinita hacia un dolor inagotable claramente identificable. «Mira, mira…», se nos dice explícitamente en algún momento para hacernos conscientes de cuánto significa tal indicación.

Quizá haya quien no lo necesite –ya sabemos, las proclamas y el ruido–, pero los autores proponen sendos ejercicios para aprender a mirar el mundo de un modo diferente, que en el fondo y en la forma ha de ser una manera de preservarlo y de cuidarlo. De hecho, el cuidado es uno de los conceptos claves en los dos ensayos. A quienes hayan leído los exitosos ensayos anteriores de Esquirol tal vez les resulte familiar este fundamento de su discurso. Sí, regresa a la acogedora casa con chimenea humeante que construyó en La resistencia íntima para recordarnos la importancia de tener un techo que nos proteja de la intemperie. Por su parte, y aunque son muchas otras las coincidencias, Mèlich nos lanza a la calle, convertida en laberinto, para decirnos que la única manera de habitar el mundo es aceptar el desarraigo, la contingencia, nuestra vulnerabilidad y la indisposición de ese mismo mundo que queremos habitar.

Dilucidar de qué manera es posible ser en el mundo es la gran cuestión de los dos ensayos. Por eso en ambos se hace referencia a la vibración que posibilita al ser humano conectar con la materia que le rodea y el suelo que pisa. Partimos con ellos de la hipótesis incuestionable de que tal vibración no sólo es un hecho sino que resume nuestra existencia. Gracias a ella nos vinculamos con el mundo en una conexión que únicamente será posible si es cordial, es decir, si parte del corazón, de la sensibilidad. Un mundo más habitable ha de ser necesariamente más cordial, más acogedor.

Mèlich y Esquirol se atreven a acercarnos a grandes conceptos mediante una filosofía de la proximidad. Aceptemos, por tanto, el corazón como metáfora, porque –como expone Mèlich– para habitar el mundo es necesario introducirse en la gramática que lo interpreta y le da significado. He aquí otro de los conceptos clave en que se encuentran los dos filósofos: la búsqueda de sentido y la importancia del lenguaje para llegar a él. No se trata sólo de construir bellas frases, sino de encontrar las palabras que nos permitan formar un discurso representativo de lo que nos hace vibrar y que nos integre en la historia del mundo. Irrumpimos en mitad del relato con nuestro nacimiento –especialmente interesante el acento que Esquirol pone en el misterio de nacer, mucho mayor que el de la muerte–, pero es importante tener en cuenta las palabras invisibles que se albergan en la memoria y el silencio.

Mèlich reivindica la razón desvalida a la que se refirió María Zambrano: esa razón que duda y titubea, pero que no es en absoluto débil. Siendo consciente de su fragilidad, de su provisionalidad, obtiene la fuerza necesaria para desmontar idolatrías, porque sabe que no se pueden erradicar la frustración ni el dolor. En la misma línea, Esquirol defiende la creación de un lenguaje consciente y responsable de las cuatro heridas que definen la condición humana: la de la vida, la de la muerte, la del tú (o la del amor) y la del mundo. Con esas heridas ejerciendo como centros de gravedad, el ser humano ha de ser capaz de construir su poética, su arte de vivir. En todas las personas cae, con el nacimiento, la responsabilidad de crear su espacio, su cosmos: la cosmogonía donde todos los elementos tiendan a la armonía, la belleza y la permanencia, donde se pueda afirmar que “todo está bien”, aunque sepamos que nunca todo estará bien.

[caption id="attachment_223881" align="alignleft" width="212"] 'Cosmogonía', grabado de Núria Melero[/caption]

Esquirol, que ya nos había mostrado que lo más imprescindible es la relación con los demás, ahora nos proporciona algunas pistas para cuidar de cada una de esas heridas insanables. También Mèlich asegura que la existencia es estructuralmente relacional. Aunque la pretenciosidad intelectual o la arrogancia puedan empujar en alguna ocasión al solipsismo. Vuelven a coincidir en la crítica hacia esa vanidad, pero es Esquirol quien vuelve a construir el aforismo iluminador al afirmar que la única finalidad de la cultura y la educación han de ser la de luchar contra la frialdad, contra la insensibilidad, es decir, contra la inhumanidad.

El diálogo propuesto resulta esclarecedor, y ambos son poseedores de una escritura tan cordial –en el sentido en que se utiliza aquí el adjetivo– y tan vibrante que en ocasiones la persona que los lee no puede por menos que sentirse arrastrada o embelesada por las palabras de quienes parecen dispuestos, incluso, a curarnos el miedo a la muerte. Mèlich nos alerta del peligro de las metafísicas, porque todas ellas se basan en una trascendencia, mientras que Esquirol reivindica el franciscanismo. Uno y otro, consiguen que el misterio y el asombro nos encandilen. Al fin y al cabo, están afirmando que esa es la zona de la que no podremos escapar. Si Mèlich se dice en desacuerdo con el consuelo de la filosofía, Esquirol repite varias veces que la función de ésta es enseñarnos a vivir y morir. Sea como sea, acudiendo a referentes de la historia de la filosofía y a obras de arte como el ángel de la historia de Paul Klee interpretado por Walter Benjamin o los relojes blandos de Dalí –presentes en los dos ensayos–, reúnen un buen número de argumentos que, desde el sosiego del superviviente que se reconoce herido, se convierten en una esclarecedora compañía para transitar territorios sombríos y siempre amenazantes.

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6 de abril de 2021
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El pintor que convirtió a su padre en una avellana

-I-

Casi siempre que se habla de la relación entre locura y creación se recurre a artistas como Hölderlin, Van Gogh y Artaud, de forma un tanto tópica, olvidándose del pintor que mejor representó las nupcias entre arte y locura: Richard Dadd, que asesinó a su padre de un machetazo en la cabeza (siguiendo un destino parecido al de Edipo) y que pasó buena parte de su vida recluido en un asilo mental, donde estuvo pintando durante nueve años su cuadro titulado El golpe maestro del leñador feérico: un lienzo de reducidas dimensiones que representa unos cuantos centímetros de hierba habitados por mínimos personajes de fábula.

El leñador del cuadro está a punto de partir con su hacha una avellana. Es fácil pensar que Dadd se está representando simbólicamente, justo en el instante en que está a punto de abatir su machete sobre la cabeza de su progenitor, y de no haber matado a su padre, esa singularísima pintura de Dadd no existiría. ¿Eso quiere decir que la locura enriqueció su arte? Juraría que no. Dadd hubiese sido un pintor con locura o sin ella, y también Van Gogh.

Artaud confesaba que ya solo podía escribir en las islas de razón que aparecían entre una y otra crisis nerviosa Lo mismo me contaba Leopoldo María Panero, y es evidente que la locura deterioró trágicamente la radiante poesía de Hölderlin.

Los vínculos entre el arte y una cierta locura controlable son evidentes ya desde la Grecia antigua, pero cuando la locura llega a su última frontera, aparece el silencio anterior al lenguaje y al concepto. Solo se puede crear desde ese ámbito intermedio que Borges llamaba, paradójicamente, “la locura razonable”.

Octavio Paz habló del cuadro de Dadd en El mono gramático. Entre otras cosas, dijo lo siguiente: “Aunque no sabemos qué esconde la avellana, adivinamos que, si el hacha la parte en dos, todo cambiará.”

No nos cabe de eso la menor duda. Si el hacha cae, no desaparecerá el maleficio que tiene paralizados a los personajes, como cree Paz, simplemente emergerá, como un sol negro y cegador, el reino de la locura. Por eso el leñador del cuadro no acaba de decidirse a dar el golpe maestro en el centro de la avellana, y lleva más de cien años conteniendo el aliento y con el hacha en alto.

No es un cuadro sobre la ausencia y la espera, como cree Paz, es un cuadro sobre el paroxismo mental que precede a un acto demente, y que hallará su destino en un golpe digno de una tragedia griega.

-II-

Dadd se detiene en el instante anterior al desastre: aún no ha matado a su padre. Esa fue su verdadera locura: regresar al lugar en el que aún la verdad no es de naturaleza sangrienta pero está a punto de serlo.

-Padre, ¿vamos a dar un paseo por el parque?

-Claro que sí, hijo mío.

El padre de Dadd no sabe que su hijo lleva un machete. Poco después lo sabrá, pero ya será demasiado tarde. Sin embargo, en el cuadro aún está vivo (si bien reducido a una avellana para que la pintura no nos parezca inhumana). Pocos cuadros han mostrado, con tan cuidada caligrafía, la locura en su más profundo centro, cuando el estallido es inminente. Detenerse en ese momento y pasar nueve años en él es de una audacia y una resistencia absolutas. La audacia y la resistencia de la locura.

-III-

Al contrario de lo que sugiere Paz, no todos los personajes de ese reino extraordinario, en el que creemos percibir diferentes clases sociales, oficios y razas, están pendientes del leñador. Un personaje sí, y mucho, pero curiosamente, tiene cara de loco. Ese personaje es también Dadd, que se ha partido en dos: el ejecutor, y el que contempla desde muy cerca la ejecución. Esas dos dimensiones de la mente de Dadd se conjugaron en la creación de la escena, despojando la imagen de patetismo trágico. Todo tiene un cierto aire de comedia, como si fuese el sueño de una noche de verano.

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6 de abril de 2021

Imagen por Díaz Wichmann para Destino

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Najat y el ardor multicultural

Tuve tiempo por primera vez a los 28 años”. ¿Cómo fue eso? “Gané un premio literario, el Ramon Llull, y con aquel dinero por fin tuve tiempo”. Habla Najat el Hachmi, escritora, ganadora del último premio Nadal con El lunes nos querrán (Destino/Edicions 62), una novela sobre el éxodo. Huir de la religión, de la cultura, del idioma natal, de un piso de techos bajos, del imán de la mez­quita del barrio, de las vecinas malignas, policías de costumbres. Y de una misma. Su libro contiene un recuento detallado del viaje que supone escapar de un marco para encajar en otro, que también aprieta. Najat gastó 28 años de tra­vesía; y cuando por fin pudo comprar tiempo, supo quién era. No me cabe mayor idea de la soledad.

“La imagen que mejor refleja la ansiedad, el frágil equilibrio, es la de una madre sola”, me dice Najat. Ella lo fue con 21 años. El padre desapareció. Y el cableado con su familia estaba demasiado arañado. Se llevaba al hijo a todas partes, transbordos y librerías. Como la pro­tagonista de su libro que relata: “Cuando la gente se daba cuenta de que no le hablaba en la lengua de mi madre se sentían decepcionados y me decían: ‘¡Qué pena perder una lengua!’. Y yo no me atrevía a contarles que para con­servar la lengua me hubiera tenido que quedar en el barrio, bien tapada. Lo único que conseguía explicarles era que las lenguas están vinculadas a las emociones, y que las mías hacía décadas que no estaban ligadas a la lengua de mi pueblo”.

A Najat la invitaban a mesas redondas como la mora integrada de la que se espera un discurso ejemplar que abrace lo mejor de los dos mundos, incluido el exotismo que nos gusta contemplar en los mercadillos ambulantes. La bien amada multiculturalidad que confieso que un día exalté con ignorancia. Pornografía étnica, en palabras de El Hachmi. Ella era la nota de color, la cuota para tranquilizar la conciencia. Nadie le preguntó qué papel quería desempeñar. Lo daban por hecho.

Es difícil manejar las intolerancias ajenas. Como las interpretaciones rigoristas del islam que obligan a las mujeres a cubrirse el pelo como forma de invisibilizarlas: abayas y burkas para borrar su silueta y cerrar el paso al demonio. Tampoco el feminismo es amigo de los tacones y el maquillaje, comentamos con Najat. “Sí, pero a nadie le dan una paliza por llevar tacones, y en cambio sí te la dan por quitarte el pañuelo”. Hoy, la palabra multiculturalidad se ha sustituido por diversidad . No solo es más amplia, sino que huye de la identificación de los términos cultura y origen . Porque la cultura no debería tener límites geográficos, y, además, siempre multiplica. Pero ocurre un fenómeno curioso: cuando se preparan especiales sobre el concepto de diversidad en los medios españoles, la suelen importar de Francia o Inglaterra, donde los autores parecen más chic que los autóctonos.

El extranjero siempre será extranjero. Queremos que adopte nuestros valores y costumbres, y a la vez que nos entretenga con su plus de singularidad. Pero lo seguimos viendo como el otro . El diálogo y la negociación de acuerdos son todavía estrategias políticas titubeantes, entorpecidas siempre por el ruido y la furia de la polémica reaccionaria. Más que preservar su cultura original , los que vienen de afuera quieren papeles, derechos como ciudadanos y un lugar donde trabajar y vivir en paz. Su libertad y su dignidad está por encima del choque cultural o por lo que entendemos por integración, que suele ser siempre sesgado. No solo ellos, también nosotros somos sujetos interactuantes en el intercambio de la diferencia.

Hay muy pocas Najat en España, y hacen falta. Ella aprendió a escribir gracias a una madre que no sabía leer pero era una gran narradora oral de la tradición bereber. Afirma que ese es el legado más importante que ha conservado de sus orígenes. Luego saltó en pértiga.

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5 de abril de 2021
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A propósito de Alphonse Allais

Prólogo a La ciencia no respeta nada, de Alphonse Allais.

La Fuga Ediciones, Barcelona, 1918.

Quizá una aproximación certera a la biografía de Charles-Alphonse Allais (1854-1905) debiera empezar diciendo que Allais fue un normando enterrado en el cementerio parisino de Saint-Ouen cuya tumba fue hecha trizas durante un rutinario bombardeo de la RAF, a finales de la segunda guerra mundial, en 1944. Un hombre hecho para la ciencia a quien su pasión irrefrenable por el absurdo condujo al terreno del humor, a la escritura de textos breves que prefiguraron movimientos fundamentales en la historia de la literatura y, en general, de todas las artes. Un joven a quien su padre farmacéutico echa de casa al descubrir que elabora y vende falsos medicamentos, y que, huido a París, participa en la creación de varias sociedades literarias de ingeniosa filosofía y sorprendentes rótulos: Los Hidrópatas, por su aversión al agua, Los Fumistas, por su condición burlona, y Los Hirsutos, broncos e inconformistas.

Inteligente, algo misógino, de aspecto bonachón, publicó, durante un cuarto de siglo, un sinnúmero de historias y artículos de actualidad, todos ellos cuajados de un humor punzante que roza a veces el humor negro. Lo moderno, los avances científicos, la religión, los pobres, el ejercicio de la medicina, el ejercicio de la abogacía, el patriotismo, los movimientos obreros, los nuevos ricos, los negros, lo exótico, la tacañería empresarial, el chovinismo, el higienismo, el consumo de alcohol, el reciclaje, los vegetarianos, los animalistas, todos son tratados con gran desparpajo y suculenta ironía. A veces, por ejemplo en “Una nueva iluminación” y “Una industria interesante”, nos parece estar ante los bizarros Inventos del TBO, del Profesor Franz de Copenhague. Otras veces, como en “La pipa olvidada” y “La agonía del papel”, despliega su dimensión precursora, casi visionaria, en una sátira inversa del abuso de nuestros teléfonos móviles y en la crítica del consumo desaforado de papel como uno de las principales causas de la deforestación.

La presente antología, titulada como el primero de los relatos recogidos, La ciencia no respeta nada, es una ecléctica nómina de sus temas favoritos. Temas, a los que el orden de aparición con que son mostrados incrementa aún más el carácter adictivo que tiene su lectura; los cuentos de Alphonse Allais enganchan por sí mismos y, aún más, cuando se benefician de una planificación rigurosa y sabia.

Pero el lugar que ocupa Allais en la historia de la literaura no es sólo el de los humoristas, Allais encaja a la perfección en el lugar de las vanguardias; su manejo del absurdo iluminó a dadaístas y surrealistas hasta el punto de ser considerado por muchos de ellos como su gran padre nutricio. Jarry y Roussel, Breton y Duchamp, aprecian en Allais muchos de los recursos que ellos desarrollan: el retruécano, el calambur, la interpelación al lector, los mecanismos destinados a derribar las convenciones burguesas, convenciones que Allais ridiculiza, a veces mediante un discurso fingidamente serio, siempre partiendo de unos postulados disparatados pero por los que camina con una lógica aplastante. Quizá su aspecto apacible, dulce casi siempre, cobija intenciones perversas, su humor es más cruel de lo que pueda parecer en una lectura precipitada.

Además, en Alphonse Allais destacan, junto a su vertiente más conocida como escritor, otras dos vertientes, la pictórica y la musical. En 1883, en el Salon des Arts Incoherents, presenta un cuadro titulado “Recolte de la tomate par des cardinaux apopletiques au bord de la Mer Rouge (Effect d’aurore boréal)» [Recolección del tomate por cardenales apopléjicos a orillas del Mar Rojo (Efecto de aurora boreal)] que, como no podía ser de otra manera, no es más que una monocromía en rojo, un experimento que repite hasta seis veces más: el color negro de “Combat de negres dans une cave pendant la nuit” [Combate de negros en una cueva durante la noche)], el blanco de “Première communion de jeunes filles chlorotiques par un temps de neige” [Primera comunión de niñas cloróticas bajo la nieve], el azul de “Stupeur de jeunes recrues apercevant pour la première fois ton azur, oh Méditerranée!” [Estupor de jóvenes reclutas percibiendo por primera vez tu azul, ¡oh Mediterráneo!], el verde de “Des souteneurs, encore dans la force de l’age et le ventre dans l’herbe, boivent de l’absinthe” [Proxenetas aún en la plenitud de la vida y el vientre sobre la hierba, beben absenta], el amarillo de “Manipulation de l’ocre par cocus ictériques” [Manipulación del ocre a cargo de cornudos ictéricos] y el gris de “Ronde de pochards dans le brouillard” [Ronda de beodos entre la niebla]. Precursor de los “cuadrados” de Malévich, de   “Cuadrado negro” (1915) y   “Cuadrado blanco sobre fondo blanco” (1918), puntos álgidos en la memoria de la Abstracción, Allais no disfrutó de la consideración que sí obtuvo el pintor ruso; Allais reinventó la literatura y las artes plásticas pero no obtuvo el reconocimiento debido, quizá, y de esto hablaremos ahora, por el tono gracioso, divertido, que otorgaba a todas sus manifestaciones.

También, Alphonse Allais es el autor de la Marcha fúnebre compuesta para los funerales de un gran hombre sordo, primera pieza minimalista de la historia de la música, que prefigura ventajosamente a Erwin Schulhoff y a John Cage. Un pentagrama en blanco, virgen, es el soporte de la epifanía perfecta del silencio. Pero su obra musical no ha trascendido, Alphonse Allais era humorista; Cage y Schulhoff, que alcanzaron la fama, eran músicos, iban en serio. ¿Es el humor la barrera infranqueable que imposibilita el acceso a la categoría de genio?

Como diría Jorge Luis Borges el humor sólo tiene sentido en su modalidad oral: el chiste. En la literatura escrita el humorismo que impregne cualquier obra la precipita en el abismo de la vulgaridad y el olvido. Así son, o mejor, así están las cosas, la comicidad está reñida con el rigor, con la calidad y, no digamos, con la excelencia. Cuentan que un destacado prenovísimo barcelonés fue entrevistado por un joven canario que años después se convertiría en un destacado postnovísimo y este, después de pasar revista a la producción del primero, soltó, de improviso, la pregunta que este más temía: ¿cómo es posible que usted utilice el humor a la hora de construir un texto, cómo es posible que escritos que aparecen en su último libro como pertenecientes al género poético tengan ese tono irónico? No sabemos qué pasó después, pero ya en 1971, queda muy claro, el humor no estaba bien visto entre los adalides de la ortodoxia literaria. Tal como pontifica el propio Alphonse Allais en el relato “El hijo de la bala”, ‘nada me entristece más que no se me tome en serio’.

Resumiendo diremos que a los ironistas como Alphonse Allais les resulta insoportable la realidad, necesitan deformarla. Los ironistas no soportan a la generalidad de los individuos, los que a lo largo de sus vidas son incapaces de crear una historia nueva, un párrafo, siquiera una frase de su propia cosecha, los que, como mucho, repiten lo que otros han creado, en una estrategia repetitiva que consideran el colmo de la genialidad; esa masa que, en la actualidad, utiliza eslóganes publicitarios, expresiones formuladas en la radio y televisión, en las conversaciones de los bares.

Así, hoy, el perfecto ironista rechaza pronunciar cualquier frase que ya haya sido pronunciada y ante la dificultad creciente de ser original, dado el creciente número de individuos que nos rodean por culpa de la explosión demográfica, recurre a gritos, mugidos y alaridos, a la hora de expresarse. Allais recurre a su inmenso ingenio para desmantelar lo convencional, lo ramplón, lo trillado; se ensaña con los simples, con los memos. Alphonse Allais combina realidad y ficción, crueldad y humor. Y, para cerrar el círculo, se burla de sí mismo.

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3 de abril de 2021
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Malvinas: Fotos borrosas y una carta perdida

Ya son 39 años desde aquel 1982 en que a los diez mil veteranos argentinos la Guerra de las Malvinas nos cambió la vida. Tardé mucho en escribir, en saber qué y cómo escribir, sobre esos días terribles.
Este es el primer texto que publiqué en un diario: fue en el décimo aniversario, abril de 1992. En el Suplemento Sí de Clarín, gracias al gran editor Marcelo Franco. Iba con un dibujo que no puedo encontrar ahora, del genio Hermenegildo Sabat, que mostraba a un soldado acribillado de manchas de tinta.
Acababa de leer el libro que me marcó el camino, “Las cosas que llevaban”, del mejor escritor de la guerra y veterano de Vietnam Tim O’Brian. Los que lo leyeron encontrarán el intento de encontrar mi voz en la suya. Lo llamé “Fotos borrosas y una carta perdida”.
Es la primera vez que la comparto después de esa publicación hace 29 años. Y quise acompañarla con primera foto que me tomaron en el living de la casa de mis padres, apenas volví de la guerra y todavía no me había sacado la gorra sucia de humo y de muertes.

Esa es mi foto borrosa:

Y esta es mi carta perdida:

"Esa mañana del 15 de junio de 1982, un día después de la rendición, nevó por primera vez. Ahí me dí cuenta que todavía no había empezado el invierno. Por los caminos escarchados, tropezando con las piedras, los fantasmas bajaban esqueléticos y ojerosos de las montañas. Nunca más vi miradas así. Yo pasaba con un grupo de sobrevivientes por entre los soldados de ambos bandos que enterraban a sus muertos entre los charcos helados y el humo que salía de la boca junto con las puteadas. Después ví en el casino de oficiales a altos jefes militares de ambos bandos risueñamente tomando whisky.
* * *
La guerra de las Malvinas es menos la que yo viví que la que imaginaron ustedes. Tiene más de fantasía que de realidad. Como me imagino le pasará a los que conocieron a Gardel o frecuentaron a Marilyn Monroe, ya se me hace que lo que me acuerdo no es lo que pasó. Malvinas es lo que creen y piensan los millones que nunca pisaron esa turba porosa ni sintieron ese endemoniado viento, siempre del mismo lado, ni respiraron esa mezcla de olor a pólvora de afuera, suciedad del propio cuerpo y miedo de más adentro.
Pero aunque mi historia sea poco importante y nunca pueda transmitir la sensación exacta, quiero contarles dos o tres cosas de Malvinas. Si quieren, escúchenme como a un loco al que le pasó algo fulero y se quedó fijado en ese recuerdo que repite una y otra vez. Pobre tipo. En el fondo, todos somos locos que contamos siempre la misma historia. La diferencia es que ésta es con soldados, tiros y suspenso. Es una de guerra. Pero no es como la pintan en Hollywood. No hay música, no hay gloria, no hay montaje que te evite el espectáculo desagradable de cuerpos cortados por la mitad. El que se muere no aparece después en una de vaqueros. Se murió. Y para los otros, la cosa no termina a la hora y media. Si te cortaron una pierna, si viste a un amigo sin cabeza, si mataste a alguien, es para siempre.
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Hace poco, unos pibes que entraron a la secundaria después del '83 me preguntaron por qué fui a las Malvinas. La verdad es que no se me ocurrió que podía no ir. No se me ocurrió no obedecer cuando vino la policía a decirme que tenía que presentarme ese mismo domingo de Pascua en el comando. Nos habían educado para que no se nos ocurriera la posibilidad de negarnos a obedecer.
Era noche cerrada y un oficial nos arengaba con cínica frialdad: "Cuando vuelvan, si es que vuelve alguno..." No me acuerdo si hacía frio. Me acuerdo que varios temblábamos. Nos probábamos las botas y las camperas y mirábamos a los más bromistas, pero ellos también tenían un nudo en la garganta. Lo peor fue cuando apagaron las luces. Nos acostamos en el piso del comando, casi nadie durmió, y a las seis de la mañana salimos marchando para el aeropuerto de El Palomar, donde nos amucharon en un avión de transporte.
De Río Gallegos volamos a Malvinas en un Fokker. Anochecía y alcanzamos a ver la silueta árida de las islas antes de aterrizar. El sol iba perdiéndose en el mar y nadie sabía lo que le esperaba. Los pibes que nos recibieron esa noche y nos dieron un guiso memorable hablaban como veteranos de Vietnam o de Corea. Habían desembarcado en las Malvinas hacía sólo diez días, tenían 18 o 19 años igual que nosotros, pero si le podés dar a alguien un consejo capaz de salvarle la vida, te sentís un viejo. Cuando 20 días más tarde llegaron los voluntarios, yo también me sentía aquel veterano que se las sabe todas. ¿Y qué sabíamos? Lo que pasaba era que no teníamos conciencia de lo que nos podía pasar.
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El primer refugio que hicimos era una reverenda porquería. Lo terminamos el 30 de abril y el 1ro de mayo fue el primer ataque aéreo y tuvimos que pasarnos cinco horas de cuclillas en ese pozo infame. La peor tortura era que no se podía salir a mear. Nadie se imaginaba que te podía caer una bomba si salías a mear. De hecho, a la tardecita salíamos en pequeños grupos y se fumaba un puchito compartido y se comentaba con los que estaban de guardia detrás de los sacos de arena.
Marcelo, el petiso que cargaba a todo el mundo y tenía un don especial para imitar a los suboficiales, entró justo atrás mío en el refugio cuando sonó la primera alerta roja. Qué cagada, pensé yo. Marcelo me había tomado de punto y no perdería oportunidad de cargarme en continuado en esa convivencia forzosa. Me di vuelta para mirarlo y estaba pálido y serio, con la mirada perdida en el techo de chapa por donde caían hilitos de tierra. Cuando sonaron las primeras bombas me aferró el brazo y no me soltó hasta que gritaron que ya no había más peligro. Después siguió con las bromas y las cargadas, pero nunca más se la agarró conmigo.
En la última reunión de los que estuvimos juntos en las islas - que se hace cada 20 de junio, el aniversario del día que volvimos - me contaron que Marcelo se suicidó. "Estaba medio loco". Quise preguntar más, pero se decidió por consenso cambiar de tema. El bebé de uno, el casamiento de otro, un tercero que se fue a Estados Unidos. Yo no podía sacarme de la cabeza la imagen de Marcelo cagándose de risa de cualquier boludez. Sólo en ese momento, en la oscuridad del refugio, había tenido un mínimo indicio de cómo sería la persona que se escondía detrás de la máscara del payaso, el dueño de esa mano aterrada. La mano que lo mató.
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El último bombardeo era ya a pocos días de la rendición. Supongo que se podrá rastrear el día, porque esa noche (que era el mediodía de las islas) jugaba Argentina en el mundial de España. Yo estaba ese mediodía en la casa de un funcionario inglés que un alto oficial había tomado como vivienda y cuartel general. Nos juntamos todos en la cocina, que tenía paredes de piedra. Yo estaba debajo de la mesa y tenía que levantar la mano y agarrar la antena de la vetusta radio con los dedos para que se escuchara el partido. Los cabos se comían las uñas debajo de la escalera que daba al desván. El partido era algo tan irreal en ese momento ... sin embargo era mucho más cierto que las noticias que transmitía la radio sobre el desarrollo de la guerra. "Poné radio Carve de Montevideo," me decían los oficiales. "Así puede que nos enteremos de algo." Pero el día del partido no hay quien los sacara de Rivadavia. Ese fue el día que el bombardeo inglés voló dos depósitos, el cuartel de policía y la casa de unos kelpers.
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Juan Ramón se había metido en la Escuela de Mecánica de la Armada a los 15 años. Es lo que llaman la "conscripción económica", una de las pocas formas que tienen los que nacieron en el tercio sumergido de zafar del hambre, de la incertidumbre, de la humillación del desempleo. Juan Ramón tenía empleo asegurado, comida, cama, beneficios sociales. Nunca se le había ocurrido que el empleo era prepararse para matar gente y para tratar de que no lo mataran a él. Era marinero de segunda cuando lo mandaron a las Malvinas. Tenía 17 años. Su cuerpo envuelto en una frazada fue enterrado en Bahía Fox una madrugada ventosa de fines de mayo.
Las versiones sobre su muerte no son claras. Parece que marchaban en fila india a esconderse en medio de una lluvia de esquirlas cuando empezó a correr y a disparar para cualquier lado. Los barcos ingleses tenían cañones que disparaban más lejos que la artillería argentina, y entonces se alejaban donde no podían alcanzarlos y tiraban bombas hasta cansarse. "Se volvió loco," decía uno de los cabos que lo trajo a la mañana siguiente. El cabo tenía el casco perforado por una bala que había disparado Juan Ramón. Pusieron el cuerpo envuelto en la frazada al lado de la manguera de donde sacábamos agua. Todo ese día y hasta la mañana siguiente nadie quería ir a buscar agua, para no encontrarse con esas botas saliendo por debajo de la frazada.
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"...y delfines juguetones que siempre nos seguían, patos salvajes y toda clase de aves marinas, y las elegantes gaviotas que nunca me cansaba de mirar, planeando sobre el mar, casi tocando las olas, casi jugando con ellas y pasando una y otra vez por delante de la proa..."
Este es un fragmento de una carta que mandé a mi familia el 8 de junio de 1982 desde las Islas Malvinas. El barquito en el que estaba tenía la misión de buscar sobrevivientes o cadáveres de barcos hundidos y aviones derribados. Yo me la pasaba mirando el mar y la costa, y entre la guerra y mis ojos se interponía la naturaleza, la belleza salvaje de las Malvinas.
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Cuatro días después, el 12 de junio a las cinco de la mañana yo estaba de guardia frente al comando de Marina en Puerto Argentino cuando apareció exultante un Capitán de Fragata artillero dispuesto a contar a quien quisiera oír su hazaña cómo había impactado su Exocet en un buque enemigo. Hacía una semana iba todas las noches a un punto estratégico en la costa rocosa y aguardaba el momento propicio para disparar su sofisticado juguete.
Esta vez las densas nubes de humo que cubrieron el incipiente amanecer le trajeron la certeza del éxito y la satisfacción del deber cumplido. A media mañana la radio dijo que el trasporte de helicópteros Glamorgan había sido seriamente averiado. El capellán vino a darnos la buena noticia. Agregó, con la entonación jubilosa de quien anuncia el castigo divino, que había habido "bajas" entre las tropas enemigas.
Siete años después, el viernes 21 de abril de 1989, alcancé un papelito arrugado a una de las empleadas de la biblioteca de la Facultad de Ciencias Sociales. Contenía varios números y letras, el código de un grueso volumen teórico que debía fagocitar durante el fin de semana. La empleada me trajo otro libro, que respondía a otro número de código. Se llamaba "Cartas de un Marino Inglés." El título era mucho mas sugestivo que el del indigerible tomo que yo había pedido, así que me lo llevé. El nombre de su autor, David Tinker, me sonaba a aventurero de los mares del sur.
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"... Aún aquí hay una sorprendente cantidad de aves marinas, y no solamente de las más grandes. Supongo que cuando se cansan, se sientan simplemente sobre el agua. La semana pasada tuvimos un par de gaviotas, muy blancas y mansitas, que parecian disfrutar paseándose por la cubierta de vuelo buscando bocados interesantes. Les pusimos algunos trocitos de pan, y una de ellas se animó a comer de la mano de un suboficial aeronáutico..."
Este es un fragmento de una carta que mandó el Teniente de Navío inglés David Tinker a su familia el 8 de junio de 1982 desde las Islas Malvinas. David tenía 25 años y esta es la última carta que escribió. Cuatro días mas tarde, un Exocet cayó sobre la cubierta de vuelo del Glamorgan, donde estaba de guardia, matándolo en el acto.
Hugh Tinker, el padre del joven marino muerto 48 horas antes del fin de las hostilidades en el Altántico Sur, recopiló y editó las largas cartas que habían llegado a su casa en Shropshire, Inglaterra y las dolorosas y aún mas largas que fueron llegando luego de saberse la noticia de su muerte. En ellas hablaba de las próximas vacaciones y de planes para el futuro, cuando cumpliría la meditada decisión que ya había tomado al acercarse a las islas: dejar la marina.
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Yo conocí al asesino de David Tinker. Era el orgulloso oficial de bigote gris que entró al comando esa madrugada helada. David probablemente asesinó amigos, compañeros míos. La guerra es así. Suena mal que yo hable de asesinos. Casi de mal gusto. Creo que entiendo las cartas de David Tinker no por lo elocuentes o persuasivas que puedan ser sino porque yo también estuve allí. Yo también sentí esa locura y tuve esa desesperación de escribir cartas, de repetirme que había cosas hermosas, pero también de contar el horror, de sacudir a los insensibles. La diferencia es que yo sobreviví. Lo que no sé es si volví. Tal vez estas líneas desordenadas sean una nueva carta que mando desde el frente."

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2 de abril de 2021
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Cantó el cisne

Sorprende que destacados intérpretes que podrían encarnar en un escenario a Electra o a Hamlet, a Max Estrella o a Bernarda Alba, se hagan concejales o incluso consejeros autonómicos. Cuando Glenda Jackson abandonó en plena gloria el cine y el teatro para ser una oscura backbencher laborista, la pérdida fue dolorosa. Otra gran artista comprometida con las causas de izquierda, Vanessa Redgrave, ha sido, por fortuna, ambidextra; en una mano las octavillas trotskistas que toda su vida ha repartido, en la otra el último guión de Hollywood.

Los que no le votan se burlan ahora de Toni Cantó, y algo hay en efecto de vodevil de puertas giratorias en su vaivén, aunque no es ni mucho menos el único del gremio político que practica ese género. Tuve ocasión de asistir a su debut teatral en una comedia de éxito, Los ochenta son nuestros; el jovencísimo actor estaba entonces verde como una ensalada monocolor, pero pasó poco tiempo y se le volvió a ver trabajando con gran aplomo el repertorio clásico (Shakespeare, Valle-Inclán), dirigido por maestros de la profesión de la talla de José Carlos Plaza y Juan  Carlos Corazza. En 1992, tras un casting en el que desfilaron una docena de galanes de primera magnitud, fue el elegido por Bob Wilson para protagonizar Don Juan último, su primer montaje en lengua castellana, producido por el CDN; en un amplio y magnífico reparto, Cantó daba brillante réplica a Julieta Serrano, que hacía de la madre del libertino, en un texto más bien arduo del que yo era autor. Lo último que le vi fue un Mamet, y una vez más el actor hacía olvidar al alter ego público, como ha de ser.

El 4 de mayo no le voy a votar, y me alegraré si la lista en la que figura fracasa en las urnas. Pero pagaré con gusto cuando vuelva a cantar; en las tablas, no en los escaños.

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1 de abril de 2021
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El hombre cuenta (X): moralidad y sometimiento a la razón

Muchos de los grandes del pensamiento han sostenido que el  deseo de hacer inteligible tanto el entorno como la realidad que nosotros mismos constituimos es inherente a la condición de todo ser humano. El hombre no sólo está dotado de razón cognoscitiva,  sino que tiende a ejercerla.  Jacques Monod dio en cierta ocasión un paso más, sugiriendo que la exigencia moral es la disposición de espíritu que se halla en la base del deseo de saber. Pues bien: creo que esta concepción del estatuto de la moralidad tiene su raíz teorética última en el pensamiento del filósofo que con mayor radicalidad ha pensado sobre las condiciones de posibilidad de la exigencia moral. Sigo pues con Kant, en cuya visión la moral no sólo trasciende la naturaleza, sino que aparece como condición de posibilidad de una naturaleza humanizada.

Para entender la posición kantiana es necesario (perdónese la insistencia) tener bien presente la concepción antropológica según la cual el ser humano intrínsecamente se comporta racionalmente. El humano responde a su singularidad en el seno de la naturaleza cuando avanza y se desenvuelve “con la razón por delante”. Y ya en términos kantianos: el comportamiento cabalmente humano consiste en no instrumentalizar a la razón, en tener a ésta como causa final, lo cual se traduce en el imperativo siguiente: no tratar jamás como un medio (no instrumentalizar) a ser alguno en quien la razón se encarne, o sea: tener un comportamiento  ético, por supuesto dando al término ética un sentido muy diferente al que hemos visto cuando es utilizado por ciertos hermeneutas de la etología animal.

Ha de estar claro este punto: la no utilización del ser humano (por ejemplo, el no abusar del débil) aparece como simple corolario de que la razón ha sido convertida en el objetivo final de nuestras acciones; corolario de que, como antes decía, la razón no se subordina, la razón va por delante. A modo de digresión voy a exponer un ejemplo chocante.

“Las prescripciones que debe seguir el médico para curar a su hombre, aquellas que debe seguir el envenenador para liquidarle con certeza,  son de idéntico valor”

No se trata de una provocativa “boutade”, sino de un párrafo de la kantiana  Metafísica de las Costumbres, uno de los textos más importantes que se hayan nunca escrito en materia de moral.

Supongamos que una persona acuciada por una situación de penuria barrunta el resolverla por cualquier medio, lícito o ilícito, y que tras sopesar los inconvenientes adopta la decisión de desvalijar un establecimiento, una sucursal bancaria por ejemplo. A partir de este momento, tal hecho delictivo será móvil de su voluntad, en términos de Kant “máxima subjetiva de acción”

Naturalmente, hallarse determinado por una máxima, tener una meta a alcanzar, tiene poco sentido si no se está atento a los instrumentos necesarios para la realización efectiva. Si, por ejemplo, nuestro hombre se deja llevar por la abulia, el placer o la pereza, y en lugar de de vigilar cuidadosamente el dispositivo de alarma, se dedica a pasear o acude a un museo, difícilmente alcanzará su propósito. La vigilancia de la alarma, y todas las demás circunstancias análogas, es algo determinado por un fin a alcanzar, y no algo a lo que forzosamente lleva la inclinación del sujeto. En tal medida constituye una suerte de imposición o  deber (Sollen en el texto de Kant), una ley o imperativo de la razón.

Aunque desvalijar una institución bancaria sea en general considerado un acto poco edificante, cabe imaginar que las razones últimas del sujeto sí tenían alguna connotación moralmente positiva (la precaria salud de un miembro de la familia, por ejemplo). De ahí que, para aprehender la esencia del imperativo kantiano sea mejor considerar ejemplos indiscutiblemente turbios: un individuo obsesivamente atravesado por una sexualidad no correspondida, decide pasar al acto contra la voluntad de la persona deseada; un sujeto injustamente envidioso es presa de un deseo homicida contra la persona afortunada.

En uno y otro caso,  imperativo de la razón es buscar la ocasión y el instrumento adecuado. El violador cabal actuará al amparo de la soledad y el homicida ha de elegir el instrumento oportuno, según la implacable lógica que atribuye idéntico valor a la disciplina que sigue el terapeuta y a la que sigue el asesino.

¿Idéntico valor moral? No ciertamente, pero ello en razón de la diferencia de los fines a los que tales disciplinas se ajustan, y no en razón de su condición de instrumentos racionales para alcanzar los mismos, pues como tales su dignidad está garantizada. Si el envenenador probara con la primera pócima a mano, o el violador actuara a plena luz y ante testigos susceptibles de impedir el acto, cabría hablar de impulso conforme a una inclinación, no de de mediación- distancia- interpuesta por la razón, no de acto cabalmente humano.

Esta diferencia (a la que, con buen criterio, tan atenta está la lógica jurídica)  es clave respecto al problema de determinar si ha habido o no responsabilidad,  y la dignidad que la responsabilidad conlleva, en el comportamiento. Hasta para alcanzar fines que atentan a lo que un orden social racional exige, hay que usar la razón, la cual impone una ley a la  que se  subordinan las inclinaciones del individuo: tal es la moraleja de esta reflexión kantiana.

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31 de marzo de 2021
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De viaje

En mi justificado pesimismo di en pensar que ya nadie podía escribir una pieza de viaje como las del 98. Me equivocaba

En mi justificado pesimismo di en pensar que ya nadie podía escribir una pieza de viaje como las del 98. La revelación del secarral manchego como lugar cargado de sentido lo inventaron ellos con la ayuda de Cervantes. Me equivocaba. Un hombre joven, Jorge Bustos, ha repetido la ruta de don Quijote que enalteció Azorín hace más de 100 años. Con admirable tensión literaria se ha pateado, bajo el sol infernal de julio, Campo de Criptana, Argamasilla, El Toboso, en fin, todo El Quijote, incluida la tierra de sus ancestros, los Bustos, que cobijó en sus últimos años a Quevedo y allí le dieron sepultura. Que hombres jóvenes como Bustos se interesen por esas tierras quemadas me anima a creer que aún queda espíritu en España.

Pero Bustos remata la faena con un segundo viaje, esta vez al polo opuesto, a la fecunda Francia, la ebúrnea, la cargada de gozos físicos. Quizás por eso el libro se titula Asombro y desencanto, aunque el lector tendrá que llegar al final para saber cuál es el asombro y cuál el desencanto. Porque Bustos nos obsequia con un viaje francés fenomenalmente inocente, como si fuera el primero en pisar tierra gala, de modo que el lector lee estupefacto una descripción de la Mona Lisa y de la Venus de Milo, pongo por caso, con toda gravedad. No sé yo si el autor es realmente tan buena persona o es lo que los ingleses llaman tongue-in-cheek. Su guía es Josep Pla, de modo que muy ingenuo no ha de ser, pero el choque entre la Francia rebosante de placeres y una España sedienta es espeluznante. El joven Bustos, sin embargo, mantiene viva la fe. Lean la última frase del libro: “Si las palabras vuelven a pesar lo que pesaban, la literatura y el periodismo seguirán sosteniendo la realidad de los hombres libres”. ¡Chapeau!

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30 de marzo de 2021
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El Boomeran(g)
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