Víctor Gómez Pin
Muchos de los grandes del pensamiento han sostenido que el deseo de hacer inteligible tanto el entorno como la realidad que nosotros mismos constituimos es inherente a la condición de todo ser humano. El hombre no sólo está dotado de razón cognoscitiva, sino que tiende a ejercerla. Jacques Monod dio en cierta ocasión un paso más, sugiriendo que la exigencia moral es la disposición de espíritu que se halla en la base del deseo de saber. Pues bien: creo que esta concepción del estatuto de la moralidad tiene su raíz teorética última en el pensamiento del filósofo que con mayor radicalidad ha pensado sobre las condiciones de posibilidad de la exigencia moral. Sigo pues con Kant, en cuya visión la moral no sólo trasciende la naturaleza, sino que aparece como condición de posibilidad de una naturaleza humanizada.
Para entender la posición kantiana es necesario (perdónese la insistencia) tener bien presente la concepción antropológica según la cual el ser humano intrínsecamente se comporta racionalmente. El humano responde a su singularidad en el seno de la naturaleza cuando avanza y se desenvuelve “con la razón por delante”. Y ya en términos kantianos: el comportamiento cabalmente humano consiste en no instrumentalizar a la razón, en tener a ésta como causa final, lo cual se traduce en el imperativo siguiente: no tratar jamás como un medio (no instrumentalizar) a ser alguno en quien la razón se encarne, o sea: tener un comportamiento ético, por supuesto dando al término ética un sentido muy diferente al que hemos visto cuando es utilizado por ciertos hermeneutas de la etología animal.
Ha de estar claro este punto: la no utilización del ser humano (por ejemplo, el no abusar del débil) aparece como simple corolario de que la razón ha sido convertida en el objetivo final de nuestras acciones; corolario de que, como antes decía, la razón no se subordina, la razón va por delante. A modo de digresión voy a exponer un ejemplo chocante.
“Las prescripciones que debe seguir el médico para curar a su hombre, aquellas que debe seguir el envenenador para liquidarle con certeza, son de idéntico valor”
No se trata de una provocativa “boutade”, sino de un párrafo de la kantiana Metafísica de las Costumbres, uno de los textos más importantes que se hayan nunca escrito en materia de moral.
Supongamos que una persona acuciada por una situación de penuria barrunta el resolverla por cualquier medio, lícito o ilícito, y que tras sopesar los inconvenientes adopta la decisión de desvalijar un establecimiento, una sucursal bancaria por ejemplo. A partir de este momento, tal hecho delictivo será móvil de su voluntad, en términos de Kant “máxima subjetiva de acción”
Naturalmente, hallarse determinado por una máxima, tener una meta a alcanzar, tiene poco sentido si no se está atento a los instrumentos necesarios para la realización efectiva. Si, por ejemplo, nuestro hombre se deja llevar por la abulia, el placer o la pereza, y en lugar de de vigilar cuidadosamente el dispositivo de alarma, se dedica a pasear o acude a un museo, difícilmente alcanzará su propósito. La vigilancia de la alarma, y todas las demás circunstancias análogas, es algo determinado por un fin a alcanzar, y no algo a lo que forzosamente lleva la inclinación del sujeto. En tal medida constituye una suerte de imposición o deber (Sollen en el texto de Kant), una ley o imperativo de la razón.
Aunque desvalijar una institución bancaria sea en general considerado un acto poco edificante, cabe imaginar que las razones últimas del sujeto sí tenían alguna connotación moralmente positiva (la precaria salud de un miembro de la familia, por ejemplo). De ahí que, para aprehender la esencia del imperativo kantiano sea mejor considerar ejemplos indiscutiblemente turbios: un individuo obsesivamente atravesado por una sexualidad no correspondida, decide pasar al acto contra la voluntad de la persona deseada; un sujeto injustamente envidioso es presa de un deseo homicida contra la persona afortunada.
En uno y otro caso, imperativo de la razón es buscar la ocasión y el instrumento adecuado. El violador cabal actuará al amparo de la soledad y el homicida ha de elegir el instrumento oportuno, según la implacable lógica que atribuye idéntico valor a la disciplina que sigue el terapeuta y a la que sigue el asesino.
¿Idéntico valor moral? No ciertamente, pero ello en razón de la diferencia de los fines a los que tales disciplinas se ajustan, y no en razón de su condición de instrumentos racionales para alcanzar los mismos, pues como tales su dignidad está garantizada. Si el envenenador probara con la primera pócima a mano, o el violador actuara a plena luz y ante testigos susceptibles de impedir el acto, cabría hablar de impulso conforme a una inclinación, no de de mediación- distancia- interpuesta por la razón, no de acto cabalmente humano.
Esta diferencia (a la que, con buen criterio, tan atenta está la lógica jurídica) es clave respecto al problema de determinar si ha habido o no responsabilidad, y la dignidad que la responsabilidad conlleva, en el comportamiento. Hasta para alcanzar fines que atentan a lo que un orden social racional exige, hay que usar la razón, la cual impone una ley a la que se subordinan las inclinaciones del individuo: tal es la moraleja de esta reflexión kantiana.