Félix de Azúa
En mi justificado pesimismo di en pensar que ya nadie podía escribir una pieza de viaje como las del 98. Me equivocaba
En mi justificado pesimismo di en pensar que ya nadie podía escribir una pieza de viaje como las del 98. La revelación del secarral manchego como lugar cargado de sentido lo inventaron ellos con la ayuda de Cervantes. Me equivocaba. Un hombre joven, Jorge Bustos, ha repetido la ruta de don Quijote que enalteció Azorín hace más de 100 años. Con admirable tensión literaria se ha pateado, bajo el sol infernal de julio, Campo de Criptana, Argamasilla, El Toboso, en fin, todo El Quijote, incluida la tierra de sus ancestros, los Bustos, que cobijó en sus últimos años a Quevedo y allí le dieron sepultura. Que hombres jóvenes como Bustos se interesen por esas tierras quemadas me anima a creer que aún queda espíritu en España.
Pero Bustos remata la faena con un segundo viaje, esta vez al polo opuesto, a la fecunda Francia, la ebúrnea, la cargada de gozos físicos. Quizás por eso el libro se titula Asombro y desencanto, aunque el lector tendrá que llegar al final para saber cuál es el asombro y cuál el desencanto. Porque Bustos nos obsequia con un viaje francés fenomenalmente inocente, como si fuera el primero en pisar tierra gala, de modo que el lector lee estupefacto una descripción de la Mona Lisa y de la Venus de Milo, pongo por caso, con toda gravedad. No sé yo si el autor es realmente tan buena persona o es lo que los ingleses llaman tongue-in-cheek. Su guía es Josep Pla, de modo que muy ingenuo no ha de ser, pero el choque entre la Francia rebosante de placeres y una España sedienta es espeluznante. El joven Bustos, sin embargo, mantiene viva la fe. Lean la última frase del libro: “Si las palabras vuelven a pesar lo que pesaban, la literatura y el periodismo seguirán sosteniendo la realidad de los hombres libres”. ¡Chapeau!