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I. De los turbantes a los quepis

Cuando Anastasio Somoza Debayle huyó a Miami en julio de 1979, el bunker al pie de la loma de Tiscapa en Managua, que fue su último refugio, donde vivía y se mantenía al tanto de las operaciones militares, quedó indefenso y abandonado y los primeros guerrilleros que entraron en aquel recinto considerado hasta entonces una fortaleza inexpugnable, se encontraron con sus estancias desiertas. Hay una foto que revela mejor que nada su conquista final: uno de los guerrilleros, con la dicha pintada en su cara, disfruta metido en la bañera del dictador. Comparado con el complejo militar de Bab El Aziziya, desde donde reinaba el coronel Gadafi, el bunker de Somoza parece más bien modesto, apenas unas cuantas oficinas, una sala de sesiones, y un dormitorio. Gadafi tenía un sentido más monumental y más faraónico del poder, y era mucho más histriónico, empezando por su infinita colección de disfraces y uniformes militares, unas veces vestido con suntuosidad oriental, como los califas de las Mil y una noches, y otras de mariscal de campo como cualquiera de los viejos sátrapas latinoamericanos, las vistosas charreteras y la casaca cargada de medallas. Toda clase de quepis, gorros dorados, turbantes de seda. Y sus palacios. Los que ocupaba él, y los que ocupaban sus hijos, pródigo en dispensarles lujos y antojos.

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31 de agosto de 2011
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Se acabaron las sobras

La otra cara del ?demasiado grande para caer? nos explica la crueldad de los recortes sociales: porque afectan ante todo a los que son ?demasiado pequeños para aguantar?.

Ahora adquiere visos de heroicidad quitarle el mendrugo de pan al pobre. Así es como el gobernante sacrifica su más íntimo y elemental sentido moral en el altar de un bien común al que llama equilibrio presupuestario o exigencias europeas. Cuando llega la necesidad y se extiende la pobreza, hay que cerrar el grifo: no da para tanta gente. No era solidaridad. Eran las sobras.

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30 de agosto de 2011
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Sobre la prehistoria del cine

No hará muchos meses que comentaba aquella sorprendente escena en la que una cámara montada sobre la grúa recorre desde la altura el círculo de espectadores que miran alelados el baile de Esmeralda en torno a la hoguera, a las puertas de Notre-Dame, y que de pronto se detiene en un rostro oculto entre la multitud para, de seguido, con una aproximación violenta, descubrirnos la exasperada mueca de lujuria, ira y locura que identifica de inmediato al satánico perseguidor de la gitanilla. El espectador sufre un violento escalofrío de terror.

    Y también un escalofrío de admiración porque la escena no es de Hitchcock sino de Victor Hugo y se encuentra tal cual la cuento en Notre-Dame de Paris. ¿Fue semejante truco narrativo copiado luego por algunos cineastas con lecturas? ¿O es un telescopage instintivo en cualquier narrador, sea cual sea su soporte, celulosa o celuloide?

    Hace unos días me encontré con otra de estas escenas míticas. El narrador quiere introducir un personaje femenino y hacerlo coincidir con el héroe en circunstancias favorables e interesantes, de manera que desboca al caballo que tira de la calesita, pone a la bellísima muchacha a dar gritos con la rubia melena al viento y presenta a nuestro héroe cabalgando al galope para salvar a la joven. El carricoche, desvencijado, está a punto de precipitarse por un barranco y el enloquecido caballo da grandes salto junto al precipicio. Ya casi caen, pero el coche queda atorado en el mismo borde, balanceándose sobre el vacío. Llega el héroe y con gran riesgo de su vida extiende un brazo hasta agarrar a la dama por la muñeca y mediante un sobrehumano esfuerzo la alza hasta dejarla extendida en la tierra, salva y desmayada. Magnífica escena.

    Pero no es de John Ford, sino de Pérez Galdós en La batalla de los Arapiles, otro de esos inmensos episodios nacionales en los que asistimos boquiabiertos a lo más extraordinario junto con lo más abyecto de la literatura en español. Hay páginas que me parecen iguales sino superiores a Tolstoy, y otras cuyo sentimentalismo populachero chapotea más abajo todavía que el Dickens de Little Dorritt, una concesión a la clientela romántica en el peor sentido, de escaso cerebro y alma simplona, para la que don Benito escribía con perfecto cinismo.

    Bien, pero, ¿quién inventó la escena? Lo cierto es que no recuerdo el arquetipo ni en Walter Scott ni en Alejandro Dumas. Galdós lo escribe en 1875, ¿lo habría leído en algún precursor? Cabe pensar que haya algo parecido en la literatura clásica, aunque sólo me viene a las mientes la carrera de carros de la Ilíada en la que aquel muchacho, Antíloco, hijo de Nestor, simula que va a chocar por impericia y cuando su contrincante se aparta, le supera y vence la carrera como cualquier marrullero actual tipo Hamilton.

    No sé cuándo ni dónde nace la escena del despeñamiento de la bella, pero en Galdós está descrita con tanta perfección que parece genuina. Aunque dado que, según tengo entendido y por extraño que pueda parecer, John Ford no había leído a Galdós, siempre es posible que se trate una vez más de uno de esos topoi escondidos en nuestra más profunda memoria biológica. Todos alguna vez hemos salvado a la amada de precipitarse en el vacío. Por ejemplo, en el nuestro.

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30 de agosto de 2011
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El hecho poético

 

 

En 1926, cuando ya era una celebridad, Yeats publicó el poema Among School Children, donde figura el nunca bien ponderado verso Soldier Aristotle played the taws (El soldado Aristóteles jugaba a las canicas). Así se leyó en las sucesivas ediciones y reimpresiones de los poemas completos que se publicaron en vida de Yeats —reputado corrector compulsivo— quien, según toda evidencia, decidió que podía vivir muy bien con dicho “soldado”. En 1947, ocho años después de la muerte del poeta, el soldado Aristóteles fue licenciado y sustituido por Solider Aristotle (El más sólido Aristóteles). Los editores decidieron que, por más acogedor y garante que se hubiera mostrado Yeats con el soldado Aristóteles, ellos, por su parte, no podían soportarlo ni una edición más. A favor de su rectificación figuraba el preterido manuscrito original y la convicción de que el más sólido Aristóteles hilaba mejor con los versos anteriores Plato thought nature but a spume that plays / Upon a ghostly paradigm of things (Platón pensaba que la naturaleza no era más que una espuma que juega con un paradigma fantasmal de las cosas). Se desestimó el parecer de algunos entendidos que sugerían la posibilidad de que Yeats hubiera pensado —no importa si fue a posteriori— que Aristóteles fue efectivamente soldado cuando, según la leyenda, acompañó a su discípulo Alejandro Magno. La contumaz presencia del soldado Aristóteles en versiones online insiste en mantener abierta la cuestión de si Yeats querría una cosa, pero luego otra, y si sería pertinente dirimir cuál de ellas es “mejor”.

A Montale también le hizo dudar el redactor de su poema Falsetto. El poeta había escrito Esiti a sommo (Dudas en lo alto) y quien picó el texto transcribió Esisti a sommo (Existes en lo alto). Se trataba de una nadadora en el trampolín y, hasta donde manda la preceptiva, no hay mayores indicios poéticos a favor de la duda frente a la existencia. Muchos lectores, recordaba Montale, prefirieron la forma existencial.

En cambio, Mallarmé, celebrado paladín de ambigüedades, desató un tomo de certezas con su soneto Le vierge, le vivace et le bel aujourd’hui. El profesor Agosti publicó en 1969 El cigno de Mallarmé, una detallada guía donde explicaba a diez páginas por verso lo que Mallarmé no quiso nombrar pero quiso decir. El cisne no era tal, sino un poeta; tampoco el lago era un lago, sino una tumba (bastaba fijarse en que el poeta Prudencio utilizó lacus con el sentido de foso a finales del siglo IV). La escarcha, le givre,  se refería a la losa tumbal, como era de prever. Esto último se basaba en que Mallarmé fue profesor de inglés y no podía ignorar que grave en inglés es tumba. Otras claves interpretativas eran incontestables: no había duda que el cuello del cisne era el orgullo intelectual. El resultado aleccionador es que Mallarmé no era ambiguo ni por el forro, bastaba el diccionario Agosti para entender que en realidad ejercía una claridad meridiana. Solo los filisteos antipoéticos alegarían que para ese viaje no hacían falta esas alforjas, y que cualquier otro explicador podría despachar otras tantas interpretaciones igual de convincentes.

Si se descubriese la carta donde Mallarmé revelaba que el cisne se refería a una novia suya de Logroño, ¿qué sería del cisne de Agosti? Se podría pensar que la mayor objeción a la poetería es que el poeta sabe lo que su poema quiere decir, y que él mismo pone así sus alforjas en cuestión. Pero eso no sería más que otro cisne. Porque no se trata de que la poesía sea un hecho lingüístico, sino de que el lenguaje es el hecho poético. Hay lenguajes donde no rige el código lingüístico —por ejemplo, la música— pero no dejan de ser casos del hecho poético. Ahora, el soldado de Aristóteles y la nadadora existencial, ¿de dónde son? Si por poesía se entiende cierta virtualidad emanante del texto patentado y autorizado, acaso no fueran de la poesía,  pero siempre serían casos del hecho poético.

Un caso de conjunción de lenguajes que supera las virtualidades del código lingüístico es la canción. En 1896 se creó una de las más célebres de Austria. Según la leyenda, el letrista Josef Hornig se dirigió al músico Ludwig Gruber con un letra de canción que tenía este estribillo:

Es wird a Wein sein, und mir wer'n nimmer sein,

(Habrá un vino y nosotros ya no estaremos,)

D'rum g'niaß ma 's Leb'n so lang's uns g'freut.

(Por eso saboreamos la vida, y tanto gusto.)

'S wird schöne Maderln geb'n, und wir werd'n nimmer leb'n,

(Habrá chicas guapas y nosotros ya no viviremos,)

D'rum greif ma zua, g'rad is's no Zeit.

(Sus y a ello, que luego es tarde.)

Ambos acudieron adonde el editor musical Blaha, le propusieron la canción y solicitaron un anticipo. El astuto Blaha dijo que sí, pero que lo daría por una canción ya compuesta, de modo que Gruber se sentó al piano e improvisó allá mismo la melodía. Así se dice que se alcanzó una insuperada cumbre de la canción vienesa, el mejor testimonio de aquella época de la vieja Austria fluctuante entre el irreprimible placer vital y la melancólica atmósfera de decadencia. 

Este canción (me permito sugerir, entre las muchas versiones, esta interpretación a dúo por una tiple y un característico, como se decía entonces):

 

 ha sido la favorita de muchos austriacos, a cuyo deseo se ha cantado en despedidas fúnebres y en toda suerte de ágapes. El poeta Peter Altenberg dijo que era el mejor, más conmovedor y profundo cuplé nunca cantado, porque aunaba la más dulce, cordial y frívola alegria vital de los vieneses con su honda desesperación por tener que estirar la pata.

Es notable que toda la gracia de esta canción, que no deja de tener una letra admirable, esté más allá del código lingüístico, porque yace justo en su conjunción con la música, que confiere a la adversativa un tono  indeciblemente cantabile.

 

 

 

 

 

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30 de agosto de 2011
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Unless otherwise instructed

Al otro, al poeta, le ocurren los cumpleaños, las obras completas, los homenajes, las admiradoras. Apelado por su obra, a mi me tocó escribir, de muchacho, una nota  cuando  Nicanor Parra visitó Lima y leyó, con cara de Buster Keaton, sus antipoemas, que creí entender como la paradoja del lenguaje, capaz de hacer lo que dice, y recibí el premio de una carta alentadora de José María Arguedas. Ahora que cumple 97 años, me doy cuenta de que su poesía es un pensar que nos piensa.

 

Parra, muy joven, había  estudiado en Brown, donde me ha tocado, por amor a las simetrías, recibirlo como  doctor honorario. Todavia recordaba la casa donde escribió el poema a Catalina Parra, su pimera hija. De Providence se marchó a Oxford, a estudiar física y matemáticas, y descubrir la crítica del lenguaje. Estaba obsesionado, me contó, con un problema irresuelto, a cuyas fórmulas improbables iba a dedicarle la vida. Pero alguien resolvió el problema con la elegancia inapelable de las matemáticas y, en esa misma lógica, Nicanor abandonó la ciencia. Se hizo pofesor. Y recobró la poesía, donde ningún problema está jamás resuelto.

 

Qué magnifica fe en las palabras demuestra su implacable crítica del lenguaje. En su poesía, a veces se escucha el lamento de Don Quijote a través del escarnio de un Sancho letrado. Obtuvo, hace 20 años, el primer Premio Rulfo de Literatura Latinoamericana, en Guadalajara. Fui parte del jurado irrefutable, conjurado a sumar esos dos nombres pilares del futuro que habitamos. Me tocó hacer la Antología de su obra; y cuando le pedí el título, me dijo: "Poemas para combatir la calvicie." Porque la poesía debe servir para algo, es cosa de jóvenes, y ese título no lo pondría Octavio Paz.

 

Si el mundo, le dije, es el orden de las cosas en el lenguaje, la antipoesía es nuestro lugar en la lectura. La poesia es sin/taxis, respondió, sentado en una silla, entre la tumba de Huidobro y la tumba de Neruda, en Las Cruces, frente al Sur de sures. Crei descubrir  allí la encrucijada de su larga vida irrenunciable: la curiosidad. Lo he encontrado traduciendo el Rey Lear; leyendo varias versiones de los Evangelios, donde descubrió que en uno de ellos hay humor: el evangelista se oculta tras un árbol para que no le pidan más milagros; recordando letreros de Manhattan, que son artefectos perfectos; anotando frases hechas como espejos del habla. Esa creatividad es la fuerza desencadenante que su obra precipita en el lenguaje español, haciéndolo hacer más de lo que es capaz de decir. Le dió aliento a la poesía de Enrique Lihn, pie a tierra a la de Zurita,  vivacidad aleatoria a la prosa reverberante de Bolaño, y vuelo metafísico al genio de Lemebel.

 

Cuando en 1971 coincidimos en Yale, Nicanor acababa de tomar el té con la señora Nixon, lo que le valió el varapalo inmediado de la izquierda latinoamericana, y su excomunión inapelable. Para explicarse inventó el género de los “artefactos,” después derivados en “chistes para combatir a la policía.” Neruda se había sentido personalmente aludido con la bajada del Olimpo proclamada por Parra, como si ese poema fuese una versión de la Bastilla. Los dos apenas cabían en Chile, donde, según los surrealistas, Huidobro caminaba con los brazos pegados al cuerpo para no salirse del mapa.

 

El Círculo de Lectores acaba de publicar el segundo tomo de su Poesía completa, al cuidado de Ignacio Echeverría.  Incluye la serie de sus Artefactos, que es una anotación oral (hasta su nieto le provee de frases anti-célelebres que él recoje como si el habla prodigara ocurrencias casuales de ironía involuntaria, gusto paradójico y sabiduría mundana), que él copia como otro graffiti callejero. Lo entusiasman las instrucciones que los ascensores, las señales del tránsito, y las advertencias y otras prohibiciones convierten en  lenguaje institucional. Le ha encontrado gracia incluso al aviso que en los ascensores dice que en caso de incendio no debe Ud. usarlo, “salvo que le indiquen lo contrario.” En inglés es, además, un verso perfecto. Todos somos el poeta que en el lenguaje postula Parra: el lector capaz de desencadenar una tormenta en una palabra.

 

En el campus de una Universidad que acabo de visitar vi un buzón de correos que lleva el título de BUZON. Si dijera “Buzón de correos” ya no sería un artefacto. Pero el nombre que declara la cosa cuando no puede ser ninguna otra, ilustra el principio de identidad que definió el filósofo. Mientras que el pintor que en el Quijote le añade un título a su garabato, “Esto es gallo,” debe haber sido platónico: cada imagen era una pérdida de la forma original. De Cervantes, a Wittgenstein y a Parra corre este humor de nombrar el mundo como el sobresalto de un malentendido.

 

Siguiendo estas lecciones de lector operativo, tengo para Nicanor este regalo de cumpleaños,  recuperado de otro campus:

 

                            ZONA ACADÉMICA

                            PROHIBIDO EL INGRESO

 

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30 de agosto de 2011
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El pícaro y el pirata

El pícaro es listo por definición. El hambre que pasó es lo que define su inteligencia. De ella aprendió a fascinarse por el poder y sobre todo por sus pompas. Conforman el espejo en el que se ve a sí mismo, cuando crezca. Sus relojes, sus coches, sus mansiones, sus barcos. Por eso se arrima al poderoso, le imita, le seduce, le engaña, le convence para que le convierta en su ahijado, su heredero, su sustituto, su sombra, su cuerpo y su alma al fin, hasta ser él mismo el poderoso al desnudo que viste y calza y encuentra un pícaro que también le ría las gracias.

La adulación es un arte, lleno de sutilidades y trucos. De entrada, para que funcione correctamente y no produzca el efecto contrario, apenas debe notarse. Puede sobrevolar, apenas como una duda, sobre la cabeza del adulado. Pero debe envolverse en la ambigüedad, en la punzada crítica, en el toque de humor ácido, para no convertirse en un insulto. Nada hay más irritante que la entrada de un adulador ondeando la bandera de combate de sus intenciones. Para el envoltorio de los halagos son muy convenientes los arrebatos líricos y las referencias a la historia, el cine o la literatura, que con harta frecuencia no vienen a cuento pero embelecan al viejo filibustero y le preparan para que suelte la bolsa. La mirada, las manos, la voz, cualquier cosa sirve como motivo para las alabanzas. De mayor quiere ser como él, pero mientras tanto se contenta con que le ayude a salir de la necesidad en que se encuentra. Por eso no pone límites a sus cucamonas y lisonjas. Puede ir más lejos que el pirata en su descaro. Los asaltos y crímenes que al propio bucanero avergüenzan se convertirán en su boca en proezas de su oficio glorioso. El vicio en virtud. El crimen en beneficio para la humanidad. La avaricia en generosidad. Y la vejez en inmortalidad.

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29 de agosto de 2011
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Memorial de la crisis

 

Con un dejo de sarcasmo, el viejo zorro se anuncia a los periodistas que pronto observarán un movimiento peculiar en los mercados. Quien pronuncia la frase es Jean-Claude Trichet, presidente del Banco Central Europeo, quien intenta frenar así el ataque de los inversores a la deuda soberana de España e Italia, cuya prima de riesgo ha alcanzado cotas inéditas. La ambigüedad de Trichet cuesta cara: a la mañana siguiente, las bolsas se desploman.

            Del otro lado del Atlántico, la situación no es mejor. Casi en los mismos días, Standard & Poor's rebaja la clasificación de la deuda de Estados Unidos  (la paradoja radica en que S&P siempre concedió las más altas calificaciones a bancos insolventes). Semanas atrás, demócratas y republicanos apenas consiguieron pactar in extremis un acuerdo para salvar a su gobierno del impago: la presión de los extremistas del Tea Party torpedeó las negociaciones hasta el último momento. El día posterior al anuncio, las bolsas vuelven a hundirse.

            A cuatro años del inicio de la mayor crisis económica desde 1929, sus coletazos aún azotan al mundo desarrollado (por primera vez, las naciones emergentes han salido mejor libradas). Para desasosiego de sus gobernantes, la debacle no parece llegar a su fin y demuestra que acaso no se trate sólo de una grave perturbación del modelo capitalista, ocasionada por la avaricia y los excesos, sino a un cuestionamiento integral de sus principios.

            Esta situación es la consecuencia extrema de la ideología neoliberal de fines del siglo xx. Al tiempo que Ronald Reagan emprendía una feroz guerra económica contra la Unión Soviética, él y sus aliados iniciaron un brutal asedio al estado de bienestar implantado en el mundo libre al  término de la segunda guerra mundial. De pronto, la caída del Muro de Berlín y la implosión de la URSS parecieron demostrar la superioridad de sus ideas.

Como ha señalado el novelista John Lanchester en su muy atinado Huy! (Anagrama, 2010), el mundo occidental había creado las sociedades más libres y equitativas de la historia gracias al contraste con el bloque comunista y, durante cuatro décadas, Europa y Estados Unidos implantaron sistemas sanitarios o educativos mejores que los de sus rivales. Vencido -o más bien aniquilado- el enemigo, los adalides del neoliberalismo se lanzaron sin trabas a reducir el estado, a privatizar los servicios públicos y a desregular el mundo financiero.

Vinieron años de "exuberancia irracional" -como los llamó Alan Greenspan-, seguidos de una avaricia incontenible. Se crearon toda suerte de instrumentos financieros de diseño, capaces de eludir la supervisión de unos estados que dependían cada vez más del poder de los banqueros. Políticos irresponsables y empresarios sin escrúpulos propiciaron así la crisis o, como le dijo un taxista islandés a Lanchester: treinta o cuarenta personas ocasionaron la pobreza de millones.

Lo que ocurrió después fue una tormenta perfecta. Los bancos crearon instrumentos financieros que buscaban reducir el riesgo de sus operaciones y que en realidad lo diseminaron entre toda la sociedad -la especulación con hipotecas subprime-, sin que nadie se atreviese a controlarlos. Los bancos prestaron a diestra y siniestra y los ciudadanos invirtieron en la bolsa y en la industria de la construcción en una espiral enloquecida que no se diferenciaba demasiado de un esquema Ponzi global.

Como era previsible, un buen día todo estalló. En un primer momento, los gobiernos permitieron que instituciones insolventes como Lehman Brothers quebrasen sin miramientos. Luego constataron que ello acarrearía la quiebra de todo el sistema (eran DGPQ, demasiado grandes para quebrar) y no tuvieron más remedio que rescatarlas con dinero público. Miles de millones de dólares fueron a dar a las empresas responsables de la debacle sin que sus directivos se hiciesen responsables y continuasen cobrando bonos escandalosos.

            En los términos más simples, los estados vaciaron sus arcas para rescatar a estas instituciones privadas (sin "nacionalizarlas", un término prohibido en el neoliberalismo), provocando un gigantesco déficit público, que a su vez sólo puede ser reducido con más recortes sociales. Y así estamos: con deudas públicas gigantescas y más perspectivas de recortes del estado de bienestar. Hoy mismo, el Tea Party en Estados Unidos y la derecha europea están empeñados en aprobar modificaciones constitucionales para prohibir los déficits públicos, lo que implica un nuevo asalto a las prestaciones sociales.

En el lapso de 20 años, las sociedades más libres y equitativas de la historia corren el riesgo de dejar de serlo. No debería sorprendernos que, aquí y allá, en modalidades pacíficas o violentas -de Madrid a Londres, pasando por los países árabes, Israel o Chile-, miles de jóvenes se manifiesten para repudiar un sistema no sólo caduco, sino pervertido.

Nos hallamos en un momento crucial. Es imprescindible articular un nuevo lenguaje que no sólo remiende y justifique las roturas del modelo neoliberal, sino que reniegue abiertamente de su herencia. En vez de justificar más recortes al estado de bienestar, como hace la mayor parte de los políticos (incluso en la izquierda), tendríamos que imaginar cómo volver a expandirlo. El gran reto para las nuevas generaciones consiste en recuperar el idealismo que en el pasado permitió imaginar -y construir- sociedades cada vez más justas.

 

twitter: @jvolpi

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29 de agosto de 2011
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El satori de Fabián Casas

Hace tres años leí Ocio y no me enteré de nada. Me habían recomendado tanto a Fabián Casas, y pasé de largo, fui inmune a sus encantos. Este verano decidí volver a intentarlo y leí Los Lemmings y otros en la edición boliviana de El Cuervo. Quedé deslumbrado. "Los Lemmings", "Cuatro fantásticos", "El Bosque Pulenta" y "Asterix, el encargado" son textos de antología. Entendí que el estilo "fácil", coloquial, conversacional de Casas es muy difícil de lograr, y admiré su capacidad para hablar de cosas serias y hacer reír a la vez. La suerte -el Espíritu, diría Fabían-- ayudó a que cayera rápidamente en mis manos su nuevo libro, Breves apuntes de autoayuda (Buenos Aires: Santiago Arcos, 2011).    
 
Breves apuntes de autoayuda es un antídoto ideal para el lector que cree que la literatura es necesariamente solemne y para el escritor que se siente obligado a forzar la mano para decir cosas trascendentes. El Casas crítico habla de libros y canciones sin distanciarlas de la vida, como parte de una cotidianeidad en la que se discute con la pareja qué película ver juntos y con los amigos qué escena hace inolvidable a una novela (en La Liebre, de César Aira, Pedro Mairal dice que son las abdominales que hace el dictador Rosas "ni bien se levanta"). Aquí no solo importa el contenido sino la forma: los colores, los olores y las texturas de los libros. Hay riesgos inevitables y asumidos en esta postura: el Casas que desdeña los libros digitales porque "no es lo mismo leer Guerra y Paz en una cajita virtual que en hojas, que es lo mismo que decir, días, horas, noche y pasión" suena muy fundamentalista (yo también soy un fetichista de los libros, pero he leído a Henry James en un Kindle y a Flannery O'Connor en un iPad y tanto James como O'Connor han sobrevivido muy bien a los nuevos dispositivos de lectura).   
 
Para Casas, la inteligencia del escritor está sobrevalorada ("la inteligencia es algo que puede tener cualquiera"). Pese a eso, hay frases inteligentes por todas partes ("Sucede en el futuro porque es de Ciencia Ficción aunque la ciencia ficción, en realidad, suceda en el pasado"). Casas prefiere la sensibilidad del escritor, su generosidad, su capacidad para tantear en el abismo y también para abrir puertas para otros. Eso lo lleva a excesos sentimentales (de verdad, ¿Borges es Borges debido a que Norah Lange lo dejó por Oliverio Girondo?) y a aciertos entrañables: refiriéndose a Fogwill, escribe: "Ahora digo que toda su obra -que es grande- no le llega ni a los talones a él. No extraño sus cuentos, no extraño que no escriba más, que no vaya a leer cosas nuevas suyas. Extraño su voz, su risa. Su generosidad. Su mal genio".
 
Casas está siempre contando historias. De su ensayo sobre Carver me queda sobre todo la escena final del texto, en la que rememora un viaje que hizo en micro con sus padres, cuando tenía siete años. Esas veinte líneas electrizantes sirven para ejemplificar cómo es esa Epifanía Americana que tanto buscaron Carver y los escritores norteamericanos de su generación. En "La voz extraña" se puede encontrar una anécdota enigmática y memorable sobre los trucos del mago Fantasio y también la historia conmovedora del japonés Uzu. Nada es arbitrario en Casas aunque su estilo lo haga parecer así: esas anécdota sirven para hablar del "poder de extrañeza" de la literatura, y de cómo las circunstancias influyen en el desarrollo de una escritura, de una voz.   
    
Casas busca el satori, ese momento de entendimiento, de iluminación, en que no hay más palabras e incluso es capaz de apagarse nuestro diálogo interior (esa "máquina de pensar en Gladys", escribe, con un guiño a Levrero). Este lector confiesa que no ha sentido apagarse su diálogo interior con Los Lemmings y otros y Breves apuntes de autoayuda; más bien, se le han encendido las ganas de hablar, de escribir, de decir a todos que se apuren en leerlos.

(La Tercera, 27 de agosto 2011)

 

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29 de agosto de 2011
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Mancha y culpa

Esta hilarante tragedia grotesca empieza cuando su protagonista, Lise, rechaza con ira en una tienda un vestido confeccionado, según le asegura la dependienta, a prueba de manchas. Exacerbada por la mera existencia de un tejido inmaculado, Lise regresa a su oficina, se encara con su jefe, acepta de mala gana la sugerencia de que se tome unas vacaciones y, tras comprarse en otros almacenes una ropa chillona y ensuciable, viaja al sur, un sur abigarrado y seguramente italiano. A lo largo de todo el trayecto se nos anuncia el asesinato que tiene lugar al final de libro, y la sentenciosa ironía de la autora le da la razón a David Lodge, quien dijo que Spark estaba fascinada con las similitudes y diferencias entre la omnisciencia de Dios y la omnisciencia ficticia de los novelistas.

El paralelo teológico es aún mayor sabiendo que Muriel Spark era una católica conversa, y algunos de sus libros son comedias sobre la culpa, ligeras de apariencia y en lo profundo atormentadas por el pecado. Breve, sucinta y tan inexorable como el crimen que en ella se comete, ‘El asiento del conductor' (aparecida en 1970 y ahora bien traducida por Pepa Linares para Impedimenta) es además uno de sus títulos más deletéreos en el terreno sexual: Lise busca al hombre que sea su tipo, excita y descarta a los candidatos, entre los que destaca el personaje de Bill, un sinvergüenza de la dietética que se dirige al sur con el propósito de iniciar en Nápoles, precisamente en Nápoles, un movimiento juvenil macrobiótico que llamará Yin-Yang Young. La escena del avión, en la que nunca se acaba de saber quién seduce a quién, es una de las más brillantes del libro, y queda magníficamente redondeada en el reencuentro de Bill (que no ha tenido su orgasmo diario) con Lise, quien, acosada por su prototipo masculino, no tiene reparo en decirle que "el sexo no me sirve de nada". Mentirosa, capciosa y retorcidamente voluptuosa, Lise se quiere condenar a toda costa, pero no sin antes gozar del éxtasis sensual de una mártir.

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29 de agosto de 2011
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Sadismo social

Algo anda muy mal en una sociedad cuando son los ricos los únicos que piden que se les haga pagar impuestos. ¿Qué se traerán entre manos? Significa en todo caso que la palabra solidaridad se ha convertido en una cáscara vacía al servicio de la retórica.

Con la crisis llega la oportunidad para el sadismo social: bajar los impuestos a los ricos y quitarles ayudas a los pobres. El darwinismo social es pragmático y eficaz y apenas le interesa convertir su depredación en propaganda; el sadismo, en cambio, encuentra placer en la acción insolidaria y en su exhibición pública.

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28 de agosto de 2011
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