Félix de Azúa
No hará muchos meses que comentaba aquella sorprendente escena en la que una cámara montada sobre la grúa recorre desde la altura el círculo de espectadores que miran alelados el baile de Esmeralda en torno a la hoguera, a las puertas de Notre-Dame, y que de pronto se detiene en un rostro oculto entre la multitud para, de seguido, con una aproximación violenta, descubrirnos la exasperada mueca de lujuria, ira y locura que identifica de inmediato al satánico perseguidor de la gitanilla. El espectador sufre un violento escalofrío de terror.
Y también un escalofrío de admiración porque la escena no es de Hitchcock sino de Victor Hugo y se encuentra tal cual la cuento en Notre-Dame de Paris. ¿Fue semejante truco narrativo copiado luego por algunos cineastas con lecturas? ¿O es un telescopage instintivo en cualquier narrador, sea cual sea su soporte, celulosa o celuloide?
Hace unos días me encontré con otra de estas escenas míticas. El narrador quiere introducir un personaje femenino y hacerlo coincidir con el héroe en circunstancias favorables e interesantes, de manera que desboca al caballo que tira de la calesita, pone a la bellísima muchacha a dar gritos con la rubia melena al viento y presenta a nuestro héroe cabalgando al galope para salvar a la joven. El carricoche, desvencijado, está a punto de precipitarse por un barranco y el enloquecido caballo da grandes salto junto al precipicio. Ya casi caen, pero el coche queda atorado en el mismo borde, balanceándose sobre el vacío. Llega el héroe y con gran riesgo de su vida extiende un brazo hasta agarrar a la dama por la muñeca y mediante un sobrehumano esfuerzo la alza hasta dejarla extendida en la tierra, salva y desmayada. Magnífica escena.
Pero no es de John Ford, sino de Pérez Galdós en La batalla de los Arapiles, otro de esos inmensos episodios nacionales en los que asistimos boquiabiertos a lo más extraordinario junto con lo más abyecto de la literatura en español. Hay páginas que me parecen iguales sino superiores a Tolstoy, y otras cuyo sentimentalismo populachero chapotea más abajo todavía que el Dickens de Little Dorritt, una concesión a la clientela romántica en el peor sentido, de escaso cerebro y alma simplona, para la que don Benito escribía con perfecto cinismo.
Bien, pero, ¿quién inventó la escena? Lo cierto es que no recuerdo el arquetipo ni en Walter Scott ni en Alejandro Dumas. Galdós lo escribe en 1875, ¿lo habría leído en algún precursor? Cabe pensar que haya algo parecido en la literatura clásica, aunque sólo me viene a las mientes la carrera de carros de la Ilíada en la que aquel muchacho, Antíloco, hijo de Nestor, simula que va a chocar por impericia y cuando su contrincante se aparta, le supera y vence la carrera como cualquier marrullero actual tipo Hamilton.
No sé cuándo ni dónde nace la escena del despeñamiento de la bella, pero en Galdós está descrita con tanta perfección que parece genuina. Aunque dado que, según tengo entendido y por extraño que pueda parecer, John Ford no había leído a Galdós, siempre es posible que se trate una vez más de uno de esos topoi escondidos en nuestra más profunda memoria biológica. Todos alguna vez hemos salvado a la amada de precipitarse en el vacío. Por ejemplo, en el nuestro.