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Viejos fantasmas

Los términos izquierda y derecha nunca han sido tan confusos como hoy en América Latina; pero, sobre todo, tropezamos con valladares de entendimiento cuando nos referimos a la izquierda, que padece de un síndrome de identidad.

Hay una izquierda conservadora metida en el túnel del tiempo que no puede orientarse hacia la salida del siglo veintiuno porque tiene enfrente de los ojos la enorme piedra filosofal de la añoranza soviética. El partido, duro y monolítico, que guía a las masas hacia un futuro sin mácula; y está la otra, de los viejos guerrilleros ideológicos que ven en la lucha armada un ideal que saben desgastado, pero para el que no encuentran sustituto.

Los acuerdos de paz conseguidos en Colombia bajo el gobierno del presidente Santos, significaron la renuncia a las armas de las FARC, el más viejo de los movimientos guerrilleros de América Latina, ya cuando la lucha armada como método de toma del poder había perdido todo prestigio.

Antes, los acuerdos de paz de Esquipulas, conseguidos bajo el plan impulsado por el presidente Arias de Costa Rica, terminaron con las guerras de los años ochenta del siglo pasado en Centroamérica: la que se libraba en Nicaragua entre el régimen de guerrilleros sandinistas en el poder respaldados por la Unión Soviética, y los contras financiados por Estados Unidos; y las guerrillas del FMLN en El Salvador, y la URNG en Guatemala, cuyos dirigentes pasaron a la vida política civil.

Pero lo que se dio entonces fue una situación de orfandad. Estos procesos de paz de antes del fin del siglo coincidían con la caída del muro de Berlín. La década de los años noventa fue de agonía para la izquierda ortodoxa, que nunca estuvo dispuesta a hacer concesiones, porque sus ideas fundamentales quedaron desmanteladas: el partido único, o hegemónico, en control del estado; el estado como empresario único; y la democracia proletaria, contraria a la democracia burguesa.

Para quienes se negaron a aceptar que aquel mundo, en parte irreal y en parte real -se habló mucho entonces del socialismo real a la hora del derrumbe- había dejado de existir, todo se quedó en una nostalgia viciosa. No vieron, y muchos aún no lo ven desde esa estricta ortodoxia, que la única salida para la izquierda es hacerse parte del sistema democrático sin apellidos, que empiezan por competir por el poder en elecciones, y aceptar que a través de los procesos electorales se gana o se pierde.

Pero entonces, antes de empezar el nuevo siglo, el desgaste del sistema democrático en Venezuela, que perdió credibilidad por falta de renovación, le abrió las puertas al fenómeno populista de Chávez, algo que no era nuevo en América Latina -basta recordar a Perón y a Getulio Vargas- pero que venía insuflado de un nuevo espíritu mesiánico y redentor, y volvió a poner de moda el lenguaje anquilosado de la izquierda tradicional.

Es cuando se crean las mayores confusiones acerca de la izquierda, porque detrás del populismo de Chávez, con sus petrodólares benefactores, un viejo ortodoxo como Ortega aparece también como populista en Nicaragua, porque puede disponer de los cerca de cinco mil millones de dólares que le llegan desde Venezuela a lo largo de varios años, y populista es también Evo Morales en Bolivia. Todos, junto con la Cuba de Fidel Castro, que sin la munificencia de Chávez no hubiera sido capaz de sobrevivir.

El populismo de izquierda que desangra a Venezuela. Pero entrado el siglo veintiuno, el populismo pasa a ser también de derecha, un populismo cerrado ideológicamente, el que Trump alienta en Bolsonaro, sectario, intransigente, demagógico. Pero también Maduro, el heredero de Chávez, es un demagogo que erige su discurso altisonante sobre las ruinas de un país empobrecido al extremo por la corrupción y el dispendio.

Y un dirigente político de la vieja guardia de izquierda, como Cerrón en Perú, hasta hace poco seguro en su rol de poder detrás del trono del profesor Castillo, exhibe un discurso homofóbico y misógino, un conservador de izquierda, que se toca con el de Bolsonaro. Y en el mismo saco, las leyes de Ortega que castigan a quienes él juzga que atentan contra la soberanía nacional, son leyes como las de Putin, pero también como las de Mussolini.

Los grandes polos políticos en América Latina seguirán siendo los partidos de izquierda y de derecha dispuestos a aceptar la alternancia como la regla fundamental del juego, a aceptar las resultados electorales por estrechos que sean los márgenes, y a gobernar conforme a las reglas democráticas que pasan necesariamente por el respeto a las instituciones y a las libertades públicas. Una izquierda o una derecha tramposas, que al llegar al poder por la vía electoral asuman el designio de quedarse para siempre, destruyendo o debilitando para ello a las instituciones, y concentrando todo el poder a cualquier costo, son la negación misma de la democracia, y lo único que hacen es crear nuevos ciclos de violencia.

El caudillo, sea de izquierda o sea de derecha, es un viejo fantasma que hace sonar sus cadenas de fanatismo, sectarismo, y represión de las ideas y de la libre expresión del pensamiento.

Una obsolescencia de nuestra historia, que conspira contra toda posibilidad de modernidad.

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14 de octubre de 2021

Luis de Pablo © EuropaPress

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Música, maestro

Íbamos unos jóvenes ignorantes, pero curiosos, a unas dependencias ministeriales de la España de Franco, y un señor elocuente y no muy alto hacía a pecho descubierto y sin papeles una presentación de músicas que nunca antes habíamos oído: Pierre Boulez, Stockhausen, John Cage, Mauricio Kagel, y Carles Santos, que viniendo de Castellón hizo al piano una provocación dadaísta que no le pareció oportuna al presentador y a nosotros, inciertos estudiantes de Letras, de Económicas, de Derecho o de Ciencias, nos resultó fabulosa por lo inexplicable. Pero pasaron los años, casi veinte, los conciertos de ALEA en la imprevista sala del Instituto Nacional de Previsión dejaron de hacerse, o yo de ir, y un buen día de los primeros años 80 conocí, la noche del estreno de su primera ópera, Kiu, a Luis de Pablo, aquel hombre enjuto y hablador que estaba al frente de esas tardes de música rabiosamente contemporánea; entretanto yo había sabido que él mismo la practicaba, con muy amplio reconocimiento sobre todo fuera de España, a pesar o precisamente por razón de que uno de los mayores empeños de Luis era desactivar esa especie de autocastigo típicamente español que sostiene que nuestro idioma hablado no está hecho para el lenguaje elevado de la música seria, y la ópera española sería, según tal criterio, poco menos que un imposible metafísico, no dejando al drama vocal otra vida  más allá de la zarzuela.

En dichas ocasiones, que he podido presenciar de cerca más de una vez en los cuarenta años de amistad y colaboración con Luis, el dulce y bien templado maestro bilbaíno podía saltar como una fiera, dejando sus zarpazos muy bien argumentados en la piel del contendiente.

A todas estas, habiéndome yo aficionado, sin base teórica, a la música llamada clásica en dos de sus polos más extremos, el barroco y el siglo XX tonal y atonal, incurrí una noche de 1984 en uno de los errores más felices de mi vida, y por eso quizá nunca he olvidado la situación, la cena posterior a un curso de verano de la Universidad de San Sebastián en el que el cine era considerado en sus relaciones con la novela y la música. Luis, pensando en una segunda ópera, estaba leyendo novelas que le sirvieran de posible inspiración o armadura escénica para esa nueva obra de teatro cantado. Yo lamenté entonces en voz alta que al ser tan parva la nómina de las óperas actuales, sobre todo en nuestro país, la noble figura del libretista había prácticamente desaparecido. ¿Dónde estaban los Da Ponte, los Boito, los Hofmannsthal, los Béla Balazs, los Auden o los Forster, las Colette y las Gertrude Stein, los Brecht y los Cocteau españoles?

Luis de Pablo no se arredró, y tampoco debió de encontrar una novela o pieza teatral apropiada. Así que poco tiempo después recibí una llamada, larga de conversación y jugosa, como solían ser las suyas hasta que hace pocos meses dejaron de producirse y de ser largas, aunque nunca aburridas. Lo que el músico no perdió en el declive de su salud que le ha llevado a la muerte es el humor, la sonrisa y una buena cara, aunque uno le suponía sufriente, sobre todo de haber perdido ese don de la palabra fluida y rica que señalaba su conversación y sus diálogos, y le hizo, a partir de un momento dado de su carrera, volcarse en las palabras como si quisiera extraer de ellas, con el instrumental de la orquesta, todo aquello que el maestro tenía aún por decir.

Aparte de una música incidental para un montaje de un texto escénico mío que dirigió María Ruiz en la Sala Olympia, de unos poemas que él convirtió en piezas corales, tres fueron los libretos originales que yo escribí para él a partir de esa llamada telefónica, siendo uno inédito y no puesto en música. Pero la última colaboración, nuestra tercera ópera conjunta, ha supuesto para mí una reconsideración del libro y de su intervención en él, que hace ahora más hondo el dolor de su desaparición. Pocos años después de su publicación y del Premio Nacional de Literatura 2007 que el libro obtuvo, Luis me llamó (y hablamos también ese día mucho rato) para proponerme hacer de El abrecartas “mi última ópera”, dijo, “porque la España que describes es la España que yo conocí y quiero poner en música”.

Yo no he podido ver ni oír todavía su abrecartas, ya que no sé leer partituras. Los que saben y están preparando las representaciones de febrero de 2022 me hablan de su osadía, de su grotesco humor, de su rotunda mezcla de lo épico con lo lírico, dentro de lo dramático. Lo trágico es que el maestro no estará sentado en el Teatro Real cuando suene por fin todo lo que él imaginó y creó. Pero estará la voz de su música.

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13 de octubre de 2021

'Immanuel Kant' (1768), por Johann Gottlieb Becker.

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‘Quantus tremor’

 

‘Los últimos días de Immanuel Kant’ es un documento de alto valor literario que ahora reedita Firmamento

 

Que Immanuel Kant fue un gran hombre lo demuestra el hecho de que Antonio Machado le dedicara el siguiente cantar: “¡Tartarín en Koenigsberg!/ Con la mano en la mejilla/ todo lo llegó a saber”. Porque en aquella remota ciudad de apenas unos miles de habitantes de la recóndita Prusia oriental, un hombrecillo de escaso tamaño y algo cheposo, sin ayuda de nadie llegó a conocer los más foscos límites de la conciencia. Sus tres “Críticas de la razón” son, aún hoy, la meta final de la filosofía clásica. Luego ya vendría Hegel y a partir de él la desintegración moderna.

Pero incluso Kant, uno de los faros de la historia de la humanidad, era mortal. La muerte de los héroes ha solido propiciar la meditación y la reflexión trascendente, como puede comprobarse en Plutarco, pero el caso de Kant tiene una secuela curiosa. El célebre opiómano inglés Thomas de Quincey copió los apuntes del albacea de Kant, un tal Wasianski, quien había anotado minuciosamente el eclipse del ídolo, y lo tradujo en un documento de alto valor literario, Los últimos días de Immanuel Kant, que ahora reedita Firmamento. Es una narración que espeluzna y al mismo tiempo ayuda, como dije, a la reflexión y al juicio.

La terrible muerte de Kant tiene todos los componentes del horror: la decadencia del cuerpo, el estupor del espíritu, la putrefacción de la conciencia, el final inerme del hombrecillo convertido en un montón de trapos con sus amigos mirando el reloj por ver si se acababa de una vez. No había cumplido los 80 años. Todos los que ya vemos en el horizonte la dentadura amarilla de la Señora, lo hemos leído sin respirar. Los más jóvenes conocerán una vida ejemplar y una muerte modélica. Por fortuna, en toda la primera parte también aparece el Kant vivo, original y benéfico. El relato del opiómano es gran literatura.

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13 de octubre de 2021
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¿Locos?

A finales de 1989, una de las hijas del escritor Eduardo Haro Tecglen, se suicidó arrojándose por el balcón. Fue una más de las tragedias vitales de quien se presentó ante los demás como un viejo progresista republicano, un rojo de armas tomar a juicio de sus conocidos. Haro tuvo seis hijos con su mujer y también prima, Pilar Yvars Tecglen, cuatro de los cuales fallecieron prematuramente. El sida y la locura fueron sus causantes. La reacción de Haro fue tremenda. Uno de sus artículos, que todavía puede consultarse en el archivo digital de El País, se tituló “La psiquiatría ante sí misma”, y en él ajusta cuentas con la práctica psicológica moderna.

En aquella pieza periodística cargada de trilita, Haro Tecglen recuerda como el pensamiento liberador del siglo XX culpó a una sociedad alienante y discriminadora de las pérdidas de razón de sus ciudadanos. Ya no había locos ni perturbados. Era la sociedad, la política, la jerarquización y la dominación la que desarreglaba a las personas. En consecuencia, había que suprimir instituciones como los manicomios, aquellos frenopáticos de represión. La antipsiquiatría iría incluso más allá pidiendo la disolución de la familia convencional. Un médico italiano, Franco Basaglia, abrió de par en par las puertas del psiquiátrico de Trieste en 1977, dio por terminada la reclusión de los enfermos mentales y propugnó su renovada socialización. Poco a poco se cerraron todos los hospitales de salud mental italianos, y luego los españoles. Hace 35 años que una ley general de Sanidad dio por abolidos los manicomios en España.

Haro reflexionó sobre aquel movimiento. Habla en su artículo de las más de 400 depresiones catalogadas por algunos investigadores, de cómo determinadas prácticas psiquiátricas fueron calificadas como autoritarias porque los locos, en definitiva, daban respuestas sanas a sociedades enfermas. “En los centros psiquiátricos sociales –escribía Haro–, los internamientos apenas existen, o dan el alta en pocos días con la recomendación de que el enfermo continúe su tratamiento en un ambulatorio. No acuden. Una forma de la enfermedad consiste en no reconocerla y en, como queda dicho, que los enfermos atribuyan su propio comportamiento extravagante a que están psiquiatrizados”. Hace más de treinta años de aquel inolvidable artículo en el que Haro terminó culpando del suicidio de su hija a aquella psiquiatría antipsiquiátrica, loca.

No hará ni unas pocas semanas, mi prima, Carmina Lagardera, viuda vigorosa y ya jubilada tras más de cuatro décadas ejerciendo el magisterio en el colegio de las Dominicas de Xàtiva, escribió un lacónico comentario en el whatsapp familiar compartido: “Mi hijo Beto ha fallecido”. Rápidamente la llamé, pero no me contestó hasta pasados unos días. Fue entonces cuando todos sus cercanos supimos el calvario que había vivido durante los últimos años con su hijo, un niño tranquilo, listo y habilidoso que empezó a padecer crisis insospechadas a partir de la adolescencia, y al que tras muchas idas y venidas a la medicina oficial le supieron diagnosticar que padecía TLP, trastorno límite de la personalidad. En inglés BPD, o sea, Borderline Personality Disorder and Emotion Dysregulation.

El problema del TLP es que abarca un complejo ámbito de conductas extremas, generalmente con muy mala relación con los demás y escasa capacidad de control emocional. Digamos, de un modo muy simplificador, que no son locos aparentes sino personajes que en diversas circunstancias rozan lo estrambótico, individuos de personalidad extrema. Obviamente, la convivencia con ellos es muy difícil por no decir imposible, aunque existen muchos grados patológicos y en según qué estados hay tratamientos eficaces. Un problema en algún punto parecido al de las personas que sufren trastorno bipolar, los antiguos maníacos depresivos, cuya conducta es todavía más oscilante que en los episodios del trastorno de la personalidad. En cualquiera de los casos o grados, la TLP no es ninguna broma; hablamos de un rango más allá de la aparente normalidad en individuos muy complejos, a menudo extraordinariamente inteligentes, y que pueden confundirse con malestares depresivos o con la inmadurez emocional de síndromes como, por ejemplo, el de asperger.

Mi prima Carmina lo intentó todo para sanar a su hijo. Recorrió consultas, ambulatorios y hospitales sin éxito. Nadie le supo explicar cómo actuar, nadie supo recomendarle una asistencia especializada, un centro de atención… Tan solo encontró refugio y comprensión en otros seres humanos que se encontraban en su misma situación. Los familiares de los pacientes, como en tantas otras ocasiones, crearon una asociación, la ASVATP, formada por enfermos y familiares y cuya fuente de conocimiento ni siquiera es española sino británica, la NEABPD Spain. Ellos no necesitan más leyes sanitarias por más que se ciñan a la salud mental. Saben que, en un mundo moderno cada vez más complejo, donde los comportamientos regulados por largas tradiciones y pensamientos más o menos espirituales, mitológicos y religiosos han ido desapareciendo, las conductas inadaptadas se multiplican. Todos estamos enfermos y no tenemos cura, pensaba Sigmund Freud ya en el siglo pasado, solo podemos aspirar a sobrellevarlo de la mejor manera. Mi prima Carmina, una mujer de coraje me ha pedido que escriba sobre su caso para que la gente sepa qué ocurre en el centro de la vida cuando aparecen historias esquivas.

Carmina tuvo que convivir con su hijo bajo el signo del TLP. Le dejó su casa en Xàtiva porque la convivencia llegó a ser imposible. El niño se hizo joven y adulto, amagó con el suicidio en un par más de ocasiones. Su inadaptación con el mundo iba en aumento, la respuesta sanadora de la sociedad no existió. Aquellos viejos psiquiátricos represivos no fueron sustituidos por nada, el Estado salvífico delegó los enfermos a sus familias sin crear centros especializados, más humanos. La medicación con opioides y benzodiacepinas ha sido su única derivación, y vuelta a casa, a socializarse. Cuando, en realidad, todavía apenas sabemos casi nada sobre el equilibrio bioquímico que regula nuestra actividad neurológica. Mi prima Carmina quiere ser testigo ante todos nosotros de una problemática humana, demasiado humana pero muy veraz por más que desconocida para nuestra seguridad social. Al menos, en la familia Lagardera tenemos la fortuna de contar con una prima valiente y firme ante el curso de la vida.

 

 

 

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11 de octubre de 2021
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Todo Homero (Tout Homère)

Por primera vez, aparecen reunidos en Francia los textos homéricos en un solo volumen. En el libro nos encontramos los dos grandes poemas, la Ilíada (en una nueva traducción de Pierre Judet de La Combe), y la Odisea, en la ya clásica traducción de Victor Bérard, pero también textos que en la Antigüedad se atribuyeron a Homero o mantuvieron viva la leyenda de Troya. A todo lo cual se añaden los textos épicos “contemporáneos” de lo que Hélène Monsacré llama el momento homérico (siglos VIII-V a C.), la mayoría inéditos, que nos permiten descubrir la faceta inesperada de un Homero irónico y divertido, sin olvidar el “Ciclo de Troya” y las Vidas de Homero.

Huelga decir que este libro sobre la totalidad homérica es una idea genial: pone a disposición de toda clase de lectores la integridad de la narrativa homérica, que una vez más nos vuelve a parecer tan deslumbrante como fresca. Nunca se había hecho nada así en el mundo, y hay que agradecerle a Hélène Monsacré que haya llenado este vacío. De pronto todo Homero, de pronto todo Aquiles, no solo el de la Ilíada, también otro que lucho contra una mujer, y otro más y otro...

Tout Homère no es simplemente un libro más sobre Homero, es el desvelamiento integral de un mundo con todos sus sueños, sus glorias, sus miserias, sus espejismos. Finalmente podemos abrazar toda la belleza del universo de Homero y asombrarnos de lo fácil que es hacerlo nuestro y entrar en su tejido de emociones. Nos hallamos ante una obra de múltiples puertas y múltiples senderos que se bifurcan, como en el cuento de Borges. Más que un libro, es una revelación: la revelación de Homero, de su modernidad, su lirismo, su sentido de la tragedia...

Como dice Hélène Monsacré en la introducción: “Por muy alejados que estemos de Homero, nos podemos trasladar sin el menor esfuerzo al mundo que nos describe, como si viviésemos entre los dioses y los héroes, pues el heroísmo de los personajes de la Ilíada y la Odisea continua siendo del todo humano debido justamente a su ambigüedad.” Sí, un heroísmo ambiguo y contradictorio que nos llega desde la edad micénica y nos habla de triunfos y fracasos en los que podemos reconocernos. Como decía Marguerite Yourcenar: “Todas las guerras son la guerra de Troya. “

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10 de octubre de 2021

‘En Blanco’, de Coloma Fernández Armero. Editorial Tres Hermanas

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Orgullosamente viejas

Las mujeres de cabello color plata han dejado de esconderse. Avanzan por las calles del mundo con sus melenas entrecanas, recuperadas tras siglos de simulación, de lucha contra la despigmentación del alma. “Detestar las canas como se detesta a la marea alta cuando te deja sin playa”, escribe Coloma Fernández Armero en , cuya protagonista empieza a dejárselas a los cincuenta como quien estornuda.

Cuando cumplí treinta años estaba de moda decir que en la cincuentena nos volveríamos invisibles, incluso delante de un camión. Las querían jubilar prematuramente de la vida interesante, desescalaban ambiciones y emergía la decrepitud: compresas para la incontinencia, parafina para las manos artrósicas… En cambio, no ha sido hasta hace menos de cinco años cuando empezaron a proliferar los productos para la hidratación íntima: se daba por hecho que a partir de la cincuentena el sexo se convertía en personaje literario. Y la viagra femenina nunca acabó de llegar.

Aunque sepamos que, tanto estética como semánticamente, es algo terrible, nuestras nociones de psicología social nos autoboicotean y nos desbocan en la imprecisión: “Soy demasiado mayor”, “podría ser vuestra madre”, decimos en el mejor de los casos. En el peor, nos mata el lenguaje de teneduría: “Estoy fuera del mercado”. La culpa, me dice mi amiga Silvia, la tiene el audiovisual: “Nos educaron enseñándonos que Bogart, medio calvo y con más de 50, era follable, mientras ellas a los 30 solo hacían papeles de madre”. Follables y no follables, así se reparten los roles desde la mirada androcéntrica, que excluye del erotismo las pieles arrugadas, las manos con manchas y el cuerpo más vencido, sí, pero también más sabio y experimentado.

Afortunadamente, los libros nos devuelven a mujeres mayores que pertenecen al reino de los vivos: Margaret Atwood, Vivian Gornick, Annie Ernaux o Dubravka Ugresic, conjuradas con sus pinzamientos y sus risas gruesas para acabar con el temblor ante la juventud perdida. La aceptación de sus filamentos plateados traza, con humor y lucidez, una nueva cartografía del deseo. Y, al igual que tantas mujeres que viven su veteranía sin complejos, reivindican una existencia plena, a pesar del jarro de agua congelada que les vierte encima el funcionario al informarles de que no será necesario renovar más el DNI, que tienen licencia para morir.

La edad –hoy más que nunca, a causa del envejecimiento progresivo de nuestras sociedades– debe convertirse en cuestión política, a fin de devolverle la dignidad y visibilidad. “Aceptamos la edad como un don”, afirma Anna Freixas, que acaba de publicar un libro necesario, lúcido y desternillante, Yo, vieja. Apuntes de supervivencia para seres libres . No busquen naturalezas muertas arrinconadas: esas yayas pasita, las denomina Freixas, que se desentienden de todo y, entre la dejadez y el temor, apagan el interruptor, aunque se rebelen internamente cuando las tratan como bebés y les hablan con una azucarada condescendencia.

“La vejez es fea”, decía una mujer en el programa de Radio Gaga donde abordaron las vivencias y sentimientos de la todavía llamada tercera edad , un eufemismo repugnante. Anna Freixas advierte de la urgencia de construir una vejez afirmativa y confortable. Y apela para ello a la creatividad y al ingenio, a la transformación de una mirada que la desdramatice y reivindique su valor en lugar de vaciarla de sentido. Sean bienvenidas, pues, nuestras “orgullosamente viejas”.

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6 de octubre de 2021
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El confín

Los escritores y viajeros han ilustrado la variedad de España con auténtico arte, pero Gibraltar, a pesar de su peso histórico y simbólico, apenas ha suscitado literatura y es poco conocida

Si uno viaja por la meseta castellana suele llevar consigo a Machado, si es por Cantabria a Pereda, por Cataluña Josep Pla, en las provincias vascas Baroja y Unamuno, en el país valenciano Blasco Ibáñez, ¿y en Galicia?, Cunqueiro sin lugar a dudas. Eso sí, en todas partes, Azorín.

Goza España de una meticulosa imagen literaria palmo a palmo. Los escritores y viajeros han ilustrado la variedad del país con auténtico arte. No obstante, hay una zona rara que, a pesar de su peso histórico y simbólico, apenas ha suscitado literatura y es poco conocida. Ni siquiera ha interesado a sus propios habitantes, agobiados por los interminables acosos guerreros, políticos y administrativos que los han machacado. Y esa zona es el campo de Gibraltar.

La ausencia de relatos y documentos visuales ha sido remediada en buena medida por el investigador Juan Carlos Pardo en un monumental estudio sobre las imágenes del campo gibraltareño desde Grecia hasta 1800, publicado por la Diputación de Cádiz. Es fascinante ver la notoriedad que esa zona tuvo durante siglos y cómo la imagen totémica del Peñón ha hechizado a las naciones. No es de extrañar: hay en España dos finis terrae, uno en el norte y otro en el sur.

Que la tierra también acabara en Gibraltar no se ha valorado demasiado. Hubo de acudir Hércules en persona para separar los montes de Calpe y Abyla para crear un estrecho con sus célebres columnas. Es lugar, por tanto, condenado a la violencia y al prodigio. Ahora, por fin, un escritor ha entrado en el valor bélico y mítico de la zona. Arturo Pérez Reverte ha situado su última aventura de guerra y romance (El italiano, Alfaguara) en esa tierra. En la primera escena aparece Odiseo náufrago ante la fascinada Nausicaa. Odiseo es, en 1942, un militar italiano que cabalga torpedos y hunde barcos en el puerto aliado. Y Nausicaa…

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5 de octubre de 2021
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El peso de la inteligencia y el peso de la vida

Cuando se introduce la cuestión de la potencia de cerebros artificiales, alcanza mayor sentido una pregunta filosófica que ha tomado particular relieve en nuestro tiempo, a saber, la de si hay seres homologables (ya sea parcialmente) al cerebro humano no sólo en capacidad de conocimiento sino también de simbolización.

Esta homologación está de hecho implícita tras la idea recurrente de que la comprensión de la inteligencia artificial nos ayudaría a entender el funcionamiento de nuestro propio cerebro.

En cualquier caso, esta problemática de la capacidad de entes artificiales para emular e incluso superar las facultades mentales humanas, deja de alguna manera en segundo plano, el problema simétrico de la homología entre humanos y animales. Cierto es que los animales tienen en común con nosotros la condición de seres vivos dotados de códigos de señales de gran complejidad, pero desde luego el nivel de interrogación al que se ha llegado respecto a la inteligencia animal no es comparable al sofisticadísimo en el que estamos ya embarcados en relación a la inteligencia de seres artificiales…

En síntesis: cuando se trata de cerebros artificiales se presenta con mayor acuidad una interrogación clave: ¿hay fuera de los cerebros humanos algo análogo a la prodigiosa facultad de lenguaje?; ¿hay fuera de los cerebros humanos algo análogo a lo que constituye una frase cuyo significado es irreductible al cumulo complejo de combinaciones de los significados de sus componentes?

A mi juicio es fácil responder con la negativa a estas preguntas cuando se trata de cerebros de otros animales (por muchos esfuerzos que se ha hecho para reconocer en ciertos de ellos facultades humanas como la de lenguaje, nunca se ha llegado demasiado lejos), mientras que la pregunta permanece abierta tratándose de la inteligencia artificial. Y en caso de que se llegara a una respuesta positiva, habría un sorprendente corolario: la inteligencia lingüística se ha dado en ese ser vivo que es el hombre, pero no cabría decir que la vida es una condición necesaria de la inteligencia.

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4 de octubre de 2021
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El gran depredador

El depredador más despiadado de todos los tiempos surgió a comienzos del siglo pasado: es un animal reciente. A diferencia de otras especies, se reproduce en serie gracias a la ayuda humana. Aparecen grandes manadas de recién nacidos todos los días y se han hecho para él caminos lisos en todos los lugares del mundo.

Es carnívoro y herbívoro. Devora árboles, personas, jabalíes, ciervos, vacas, semáforos, farolas. Puede con la carne y con el hierro.

Se calcula que fulmina a unos dos millones de personas al año. No se conoce un animal tan asesino en toda la historia. Como colofón a su grandeza aniquiladora, practica igualmente el canibalismo, y es común que se abalance contra animales de su misma especie.

Es tan despiadado que a menudo acaba con sus propios amos.

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2 de octubre de 2021
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Muertes  novísimas

Antes de ser novísimo, Antonio Martínez Sarrión, el excelente poeta que acaba de fallecer, les tomó el pelo a varios de quienes pocos años después, en 1970, serían sus compañeros de antología. Sarrión, encuadrado por Josep Maria Castellet entre los Seniors, había conocido en Madrid a dos estudiantes copartícipes de la rama juvenil de aquel Nueve Novísimos, extravagantemente bautizada por Castellet como la coqueluche y distinguida por su culteranismo no siempre bien reposado, sus ansias libertarias o libertinas al menos y, como filia más extrema, la cinefilia. De hecho, los nueve poetas, no tan venecianos como se dijo que eran, estaban ligados, en una mayoría de siete a dos, por su amor al séptimo arte, amor fou en algunos casos, que Sarrión, en un soneto suyo anónimo en las páginas de Film Ideal, ridiculizaba desde la primera estrofa: “Soy cahierista yo, soy cahierista. / Amo tremendamente una manzana / que Dandridge lanzaba con desgana / en un film de Otto Preminger, realista”, siguiendo su monólogo en broma con el amatista de Stanley Donen, el grana de Minelli y, en los tercetos finales, con otros excesos novísimos: “Metafísica pura de miradas, / puesta en escena, ritmo delirante, / son términos que uso con frecuencia. / Adoro aquellas décadas doradas / del cine americano, antipedante; / lo demás se me antoja impertinencia”.

Film Ideal era desde mediados de los años 1960 el trasunto de la revista francesa Cahiers du cinéma (la de Godard y Bazin, la de Rohmer y Truffaut), y la Dandridge del poema satírico la protagonista negra del musical Carmen Jones de Preminger, director muy adorado entonces por cahieristas oriundos y filmidealistas adheridos. El Cahiers francés procreaba cineastas, mientras Film Ideal, que publicó ese soneto burlesco del outsider Sarrión, albergaba en régimen de colaboradores habituales a poetas estables y transeúntes, en un conglomerado también ideológico que comprendía al falangista culto y algo desengañado del yugo y las flechas Marcelo Arroita-Jaúregui, el socialista de carnet Miguel Rubio, el coronel togado progresista Miguel Sáenz, hoy, además de muy notable traductor, académico de la Lengua, o Juan Cobos, colaborador directo de Orson Welles. Todos, ellos y nosotros, los críticos más jóvenes, bajo el mando editorial de Félix Martialay, periodista y militar de gustos hollywoodienses más bien confederados, que acabaría siendo director del diario de extrema derecha franquista El Alcázar.

La incursión catalana en Film Ideal, que ya contaba entre sus mejores firmas con la del barcelonés José Luis Guarner, fue un desembarco de dos estrategas de gran talento, Pedro Gimferrer y Ramón Moix, quienes, amando el cine de autor del mismo modo pasional que los demás filmidealistas, añadían a la trama de sus artículos la referencia y cita de la mejor poesía contemporánea, la voz melódica y el esmalte de la ópera romántica, el conocimiento de la moderna novela anglosajona. Da gusto hoy releer los ensayos largos y las reseñas que entonces escribían en Film Ideal un poeta como Gimferrer ya reconocido (Arde el mar es de 1965), y el novelista en ciernes Ramón (Terenci) Moix. Ambos cambiaron sus nombres, pero nunca la exaltada consideración del cine como una de las bellas artes. Sus textos sobre películas y directores amados son de una agudeza y una calidad literaria comparables a los que en sus lenguas escribieron por ejemplo Colette, Graham Greene, Alberto Moravia, James Agee o Cabrera Infante, y están, si no me equivoco, sin recoger en libro, aunque tanto Moix como Pere Gimferrer dieron a la imprenta reflexiones, memorias e historias del cine. Y aunque ella no publicó (que yo sepa) artículos cinematográficos, Ana María, la hermana menor de Terenci, mostraba en sus cartas una sensibilidad, no exenta de delirio, y unos gustos de espectadora que hacen compañía elocuente a sus poemas y relatos. Sus amables pero empecinadas discrepancias fílmicas con Rosa Chacel (sobre Godard especialmente) recogidas en el estupendo epistolario De mar a mar recuerdan que los Novísimos nacieron respetando a la generación del 27 en buena medida por la cinefilia de tantos de sus escritores: Lorca, Ayala, Benjamín Jarnés, la citada Chacel, Alberti, Zambrano, Aleixandre hasta el final de su vida.

La noche de la muerte de Martínez Sarrión, un hombre que se dejó literalmente la vista en los libros, recordé taciturno que aquel amigo querido que iba a ser la ceniza de su provechosa vida y su substancial obra de poeta y memorialista salió a relucir días antes en un congreso Novísimo celebrado en Astorga, no habiendo él podido viajar ni leer en público. Más de una sombra sobrevoló la sala del Teatro Gullón de la ciudad maragata donde se celebraban las sesiones, o quizá fue solo una alucinación mía. Sombras de la memoria y asimismo del cine, que es en su esencia un arte hecho de luces y sombras. Los Panero, que dan allí nombre a una calle, a una casa, a instituciones y a buenas iniciativas municipales, permanecen hoy en sus libros pero también de manera tan fantasmática como llamativa en esa pantalla pequeña o grande donde seguimos viéndoles (a la madre Felicidad Blanc, al hijo mayor Juan Luis y al pequeño Michi) como actores seguros de su papel en El desencanto, de Jaime Chávarri. Los demás personajes de la película, muertos y vivos, cruzan o se les nombra, llenando sin embargo con su ausencia los dos leopoldos, el padre y el hijo intermedio, una Astorga que nunca les vemos pisar. Aun así se convierten ambos en la cara y la cruz del retrato de familia; el padre, muerto prematuramente, en tanto que fundador de la estirpe, Leopoldo Mª como protagonista real y antagonista de los demás paneros, tan espadachines como él pero menos certeros.

Aunque en la fase final del rodaje de Chávarri, en septiembre de 1975, ya había navegado por mares de locura, Leopoldo Mª, el poeta amigo que más admiré de todos los Novísimos mientras tuvo cordura en su escritura, sobresale en la película por la inteligencia y el vigor inflexible de sus estocadas. No congeniando, Sarrión y Leopoldo Mª eran ambos producto del Surrealismo, Antonio del más puro, Leopoldo Mª del más esquinado y proscrito, el de Artaud y Crevel. Es un gran acierto de construcción dramática hacer salir por primera vez a Leopoldo Mª, el menos cinéfilo de los 9 Novísimos, ya avanzado el film y caminando él como un zombi entre tumbas, que pueden dar idea de que son las de sus antepasados astorganos, cuando en realidad, y por ahorro, el plano está filmado en Loeches, el pueblo madrileño. Sarrión, que habla muy bien de la película en Jazz y días de lluvia, el tomo III de sus memorias, grabó su voz, sin contraplano de imagen, en una escena de diálogo tabernario que el montaje definitivo convirtió en un monólogo de Leopoldo Mª. Otro trampantojo poético que el cine admite, con y sin cahierismos.

La mañana después del congreso quise visitar los lugares sagrados de los Panero. En la casa familiar, que se ha restaurado pero está aún cerrada, emerge en el jardín, visto desde la verja, la estatua de Leopoldo padre como un tótem que ninguna invectiva filial ha logrado hacer tabú. A pocos metros está la catedral, una de las más bellas de España, el palacio arzobispal de Gaudí, aquí medievalista antes que modernista, y en un corto paseo, el cementerio, donde se hallan las tumbas de tres generaciones de paneros. De la última quedan las cenizas de Michi, que pasó sus días finales de vida pedigüeña en Astorga, y una porción repartida de las de Leopoldo Mª, como si nunca este díscolo pudiera darse entero entre sus consanguíneos. Felicidad Blanc tuvo su propio entierro en el Norte, y tampoco está el mayor, que reposa  de su trashumancia en Cataluña, donde vive su viuda. Ellos son, como lo dicen abiertamente a cámara en El desencanto, los últimos en llevar su apellido paterno, sin trasmitirlo.

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1 de octubre de 2021
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El Boomeran(g)
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