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Revisar la historia desde la demagogia ultranacional

Por 3 de agosto de 2021 agosto 9th, 2021 Sin comentarios

Juan Lagardera

Ir o no ir a que te palpen la cara retóricamente, esa es la cuestión que debía plantearse la diplomacia española con la visita real a la toma de posesión del nuevo presidente del Perú. Se trata de un maestro de escuela procedente del duro altiplano y reconvertido en líder de la izquierda peruana, cuyas raíces ya no se nutren del sueño maoísta revolucionario que representaba Sendero Luminoso.

En Perú, como en el resto de la América Latina, la utopía marxista teñida de animadversión colérica contra los Estados Unidos, la que inundó el continente en los años 60 y 70 del siglo pasado, ha dado paso a una reivindicación del indigenismo. Y dado que no cabe ninguna autocrítica respecto de la construcción del nuevo imaginario nacional peruano, se echa mano de los sueños románticos: un supuesto pasado edénico hasta la llegada de los malvados españoles, culpables y genocidas. Del guerrillero romántico al indio solidario en paz con la naturaleza.

El relato anticolonial y proincaico de Pedro Castillo no tuvo conmiseración del rey de España, Felipe VI, cortésmente presente para refrendar a un político que ha ganado las elecciones por la mínima, que tiene a limeños, liberales y conservadores totalmente en contra y que apenas ha podido configurar un gobierno estable ante los mercados económicos dada su decisión de apoyarse en el ala más radical de la formación que le propuso para la presidencia. Felipe de Borbón y Grecia, de espíritu más germánico que su padre, aguantó sin rechistar el chaparrón y volvió a España. Su progenitor, acordémonos, ya tuvo que mandar callar al autócrata Hugo Chávez, en pleno “vocinglerío” bolivariano del comandante venezolano.

En México, del mismo modo, la conmemoración del quinto centenario de la llegada de Cortés a Tenochtitlán, resulta ser un evento reivindicativo del pasado mexica y narración antiespañol, hasta el punto que el populista López Obrador ha solicitado del monarca Borbón que pida perdón por los desmanes de la hispanización. Más al norte, incluso, la corriente anticolonial recorre América, donde se criminaliza a Cristóbal Colón y al mismísimo frailuno mallorquín Junípero Serra por todos los males y pobrezas que sufren los hispanos. Suerte que además de fobia antiespañola en los USA la cuestión nuclear sigue siendo la racial afroamericana, sobre la que pesa toda la culpa inmoral de la esclavitud. El revisionismo de la historia que el problema de la negritud plantea se puede llevar por delante a figuras capitales como Thomas Jefferson o al mismísimo George Washington, íntimo amigo del alicantino Juan de Miralles, comerciante de Petrel y dedicado al textil y al transporte de esclavos entre otras prácticas mercantiles. En cambio, la actividad de los barcos negreros fletados por valencianos y catalanes, entre otros, con bases en puertos de Canarias o en Sevilla, resultan algunos de los episodios más silenciados de nuestro pasado.

Ese interés por legitimarse a través de la historia resulta, pues, un fenómeno universal, provocado por los avances en la igualdad de las personas, lo que genera un pensamiento simplificador que requiere buscar culpables para exonerar al nuevo grupo que se incorpora al liderazgo social de cualquier conducta criminal en el pasado. El proceso suele ir acompañado de una ensoñación sobre los mundos primitivos, y así, del mismo modo que el romanticismo alemán o el inglés recrearon leyendas germánicas o ciclos artúricos, los indígenas latinoamericanos piensan en una especie de feliz socialismo precolombino tanto entre las tribus incas como entre las colectividades mayas que soñó Miguel Ángel Asturias en su novela Hombres de maíz.

La corriente de revisionismo demagógico recorre el continente y sitúa en serio peligro los intereses empresariales y culturales españoles, como ya ocurriera en Argentina, entre otros motivos porque además de suponer un relato que desacredita la obra española en América, la nueva historia que elabora esa neoizquierda latina es el componente que justifica y legitima su posición política. No todos los latinos piensan que España fue una metrópoli cruel y desalmada, ni mucho menos, pero algunos políticos fomentan ese sentimiento antiespañol para que les facilite el camino hacia el poder.

La solución a este nuevo escenario americano no debe consistir en buscar alianzas con los sectores más reaccionarios y ultraderechistas que durante décadas han dominado autárquicamente el continente. Todo lo contrario. El felipismo fue muy inteligente en sus relaciones hispanoamericanas, y hasta Manuel Fraga fue brillante en su recordado periplo por la Cuba castrista. Se trata más bien de recuperar el prestigio del país desde el rigor, lo que supone un conjunto de políticas muy amplias que, en estos momentos, parecen ausentes.

Para empezar, las estrategias americanas de España deberían constituir un asunto de Estado, que uniera en un frente común a los grandes bloques ideológicos del país, dejando a un lado tanto el prochavismo de la antigua Podemos como el ultraespañolismo de Vox. España ha de consensuar una sola voz para apoyar a las verdaderas fuerzas democráticas latinas, al tiempo que se ha de favorecer la integración de sus inmigrantes en nuestro país, invertir en cultura allí, fomentar la redistribución económica, la reinversión de los beneficios y la constante presencia de políticos, intelectuales y creadores para poner en valor el patrimonio común más honorable.

La historia debe revisarse, claro está, pero sabiendo contextualizarla, huyendo de posiciones maniqueístas o de usos aviesos. Resulta obvio que España actuó como una potencia colonial y que murieron millones de indios, aunque más por culpa de las nuevas enfermedades europeas que por la fuerza de las armas, a las que, no lo olvidemos, se unieron muchas tribus sojuzgadas por los estados teocráticos anteriores a la llegada de carabelas y galeones.

Fue un catalán, Xavier Rubert de Ventós, quien escribiera El laberinto de la hispanidad, una reivindicación de la colonización española de América, donde también se construyeron ciudades, catedrales o universidades, donde lejos de reagrupar a las partidas indias en reservas como hicieron los anglosajones, los españoles se mezclaron con ellas y dieron lugar al fenómeno del criollismo, además de escuchar las arengas éticas de Bartolomé de las Casas o la reivindicación del derecho indígena por parte de Francisco de Vitoria. Y todo eso, ya sería hora de que los españoles lo aprendiésemos a narrar para mejorar la cada día más deteriorada imagen de la civilización hispana. Porque en su tiempo fueron escritores españoles, precisamente, los que inauguraron una literatura testimonial denunciando las vilezas morales que cometieron los propios conquistadores hispánicos.

A estas alturas, y en todos los órdenes nacionales, no hay otro camino que una nueva miscelánea por más que perdamos identidades locales. Ese fue el rumbo que tomaron escritores contemporáneos como Augusto Roa Bastos, cuya visión alucinada de la aventura colombina procedía de un mundo de cruces y entreveramientos culturales y mitológicos como los anotados por Octavio Paz. Ahora a lo que asistimos –por televisión– es a una oleada de emigrantes atléticos que actualizan el mito del mestizaje en torno al deporte: una tenista negra que enciende la antorcha olímpica japonesa, saltadores y gimnastas de color caribeño que compiten por España, magrebíes y centroafricanos que juegan al fútbol o al baloncesto por Francia, el hijo de un americano de color y una italiana que corre más que nadie los cien metros lisos, turcos que ya son alemanes, gambianos convertidos en daneses o griegos negros de más de dos metros arrasando en las pistas de la NBA… Pero en España, por lo que parece, no nos enteramos, o mejor, no lo reflexionamos, salvo cuando nos despiertan con provocadoras emisiones por twitt. Todavía no hemos aprendido a entender qué es eso de ser español, o ser cualquier otra cosa, hoy.

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Juan Lagardera

Juan Lagardera (Xàtiva, 1958). Cursó estudios de Historia en la Universitat Autònoma de Barcelona. Ha trabajado a lo largo de más de treinta años en las redacciones de Noticias al Día, Las Provincias y Levante-EMV. Corresponsal de cultura del periódico La Vanguardia durante siete años. Como editor ha sido responsable de múltiples publicaciones, de revistas periódicas como Valencia City o Tendencias Diseño y también de libros y catálogos de arte y arquitectura. Desde su creación y durante nueve años fue coordinador del club cultural del diario Levante-EMV. Ha sido comisario de diversas muestras temáticas y artísticas en el IVAM, el MuVIM, el Palau de la Música, la Universidad Politécnica, el MUA de Alicante o para el IVAJ en la feria Arco en Madrid. Por su actividad plástica recibió la medalla de la Facultad de Bellas Artes de San Carlos. En la actualidad desempeña funciones de editor jefe para la productora de contenidos Elca, a través de la que renovó el suplemento de cultura Posdata del periódico Levante-EMV. Desde 2015 es columnista dominical del mismo rotativo. Ha publicado tanto textos de pensamiento como relatos en diversos volúmenes, entre otros los ensayos Del asfalto a la jungla (Elástica variable, U. Politécnica 1994), La ciudad moderna. Arquitectura racionalista en Valencia (IVAM, 1998), Formas y genio de la ciudad: fragmentos de la derrota del urbanismo (Pasajes, revista de pensamiento contemporáneo, 2000), La fotografía de Julius Shulman (en Los Ángeles Obscura, MUA 2001), o El ojo de la arquitectura (Travesía 4, 2003). Así como la recopilación de artículos de opinión en No hagan olas (Elca, 2021), y sus incursiones por la ficción: Invitado accidental. El viaje relámpago en aerotaxi de Spike Lee colgado de Naomi C. (en Ocurrió en Valencia, Ruzafa Show, 2012), y la novela Psicodélica. Un tiempo alucinante (Contrabando, 2022).

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