Roberto Herrscher
Elogiemos hoy a los objetos que protagonizaron películas, brillaron ante las cámaras o crearon un giro sorprendente en un argumento.
El primer objeto que se me viene a la cabeza guía la sabia estructura de la ‘opera prima’ del joven genio Orson Welles, Ciudadano Kane. El exitoso magnate de la prensa y político fracasado Charles Foster Kane muere musitando “Rosebud”, y esa palabra es la clave del equipo del noticiero cinematográfico que se lanza a contar su vida de otra manera.
Como un alarde de su reinvención de la narración cinematográfica, Welles hace al equipo del noticiero ver entre la bruma de sus propios cigarrillos el primer borrador del perfil periodístico del magnate: ahí están todos los datos de su historia, pero ninguna de las respuestas del porqué de su grandeza y su tragedia. Entonces envían a un joven reportero del equipo a buscar las respuestas. Como un vidrio que se quiebra en trozos tornasolados, el periodista encargado de encontrarlas se reúne con quienes lo conocieron, lo quisieron y lo odiaron, y vuelve con una imagen compleja, fascinante del hombre que inventó el periodismo de masas.
En la última escena, ustedes seguramente lo recordarán, perdida – o ganada – la batalla por entender quién era en realidad Kane, los trabajadores que echan a la hoguera los objetos inservibles para limpiar de cachivaches la gigantesca mansión Xanadú, y los espectadores descubrimos con horror y deleite cómo crepita bajo las llamas el trineo del niño Charlie Kane, su único amigo en una infancia amarga que lo endureció para subir a la cima. Claro, Rosebud era el trineo. El objeto era la respuesta, la clave para entender una vida plagada de paradojas.
El cine muchas veces usó esta capacidad de acercar la cámara a algo minúsculo para tomarnos del cogote y dirigir nuestra mirada al detalle revelador. En la única escena que se conserva grabada del arte incendiario de la soprano María Callas, la diva se encuentra sobre el escenario del Covent Garden de Londres en una parte del segundo acto de Tosca, de Giaccomo Puccini. El malvado comisario y barón Scarpia le acaba de proponer el pacto asqueroso: debe entregarle su cuerpo a cambio de que no mate a su novio el pintor Mario Cavaradossi. Floria Tosca dice que sí, Scarpia escribe el salvoconducto que debe salvar al sentenciado Mario, y en ese momento, Tosca ve sobre la mesa un cuchillo.
La escena es en el blanco y negro granuloso de la televisión de mediados de los cincuenta, y la cámara no se acerca al objeto. Pero los carbones encendidos de la Callas nos obligan a mirar ese cuchillo. Y lo sabemos: ese objeto salvará su honra y la convertirá en una asesina. Es su salvación y su ruina, y sus finos dedos, los más expresivos de la historia de la ópera, se acercan inexorable y sigilosamente a tomarlo.
Cuando pienso en esta capacidad de los objetos de transportarnos a mundos y épocas, de transformar a las personas y revelarnos su verdadera naturaleza, de protagonizar aventuras, me vienen a la memoria dos películas que giran alrededor de objetos potentes de colores inusuales: El violín rojo y El Rolls-Royce amarillo. El primer film, del director canadiense François Girard, recorre en seis idiomas el camino de un violín rojo de impecable factura y bello sonido que perteneció a un luthier italiano, a un niño prodigio vienés, a un monje chino y a un músico ambulante gitano. En la actualidad, el instrumento se subasta en Montreal y acuden a adquirirlo personajes ligados a las distintas etapas de la “vida” del violín longevo. Así se construye sabiamente el guion: a partir de la entrada de los personajes a la subasta, cada uno da inicio a las aventuras del violín.
Una idea parecida de relato coral, la de vincular historias de personajes diversos que a lo largo de los años fueron dueños de un objeto precioso y vivieron aventuras memorables con él, había dado lugar en 1964 a El Rolls-Royce amarillo, película muy británica de Anthony Asquith. El vehículo perteneció entre otros a un aristócrata inglés, un mafioso de Chicago y una millonaria norteamericana que lleva a un patriota yugoeslavo en un peligroso paso de frontera. Cambian los escenarios, las épocas y las pasiones y el Rolls-Royce sigue siendo símbolo de distinción y riqueza, pero sin el vínculo con la locura artística y el rico juego de espejos que en el caso del violín produce la presencia en la puja por el mismo objeto de los herederos de cada una de sus historias.
Las dos películas comparten, sin embargo, el protagonismo de un objeto que al pasar de mano en mano se va convirtiendo en algo distinto, va mutando de naturaleza sin cambiar en su forma ni utilidad ni en su color característico. Para cada uno de sus dueños, “mi” violín o “mi” automóvil se convierte en la proyección de cada cuerpo, de cada personalidad y el aliado de tragedias y beatitudes. El Stradivarius y el Rolls-Royce son siempre los mismos, pero las cuerdas frotadas suenan distinto en el monasterio medieval y en la playa de los gitanos, y el potente motor del bólido ruge diferente en la carrera de Ascot y en los caminos de montaña de Eslovenia.
Cada personaje se apropia y cambia su objeto, y nuestra mirada los ve como la proyección de sus personalidades. De la misma forma, una misma casa es un hogar completamente distinto cuando es habitado por sus sucesivos dueños. Las cosas se nos van pareciendo hasta convertirse en autorretratos inanimados.
¿Cuántas películas que no he visto tendrán también su “momento Rosebud” escondido en la trama, para provocarnos deleite y pavor?