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Desplazamientos de poder

El mercado único se hizo por la transferencia de soberanía a las instituciones comunitarias, Comisión, Parlamento y Tribunal. El euro, que se desprendía del mercado único, por decisión unánime de los países miembros y sólo entre quienes quisieran (hay derogaciones para integrarse en la moneda única, que solo es obligatoria para quien no las ha pedido y obtenido: Reino Unido y Dinamarca) y cumplieran las condiciones, con el resultado de que la soberanía se transfería al Banco Central Europeo. No se quiso avanzar en la unión política, porque tocaba una soberanía que se consideraba sagrada e intransferible. Ahora la Unión Europea está al cabo de la calle. Las instituciones europeas no tienen papel alguno en esta crisis. El Banco Central lo tiene, pero muy acotado. La pelota estaba en el campo donde jugaban los 27 jefes de Estado y de Gobierno, pero resulta que sólo dos jugadores, Francia y Alemania, han sido capaces de mover el balón y hacer con él lo que quieren. Uno con su hiperpresidencia aparentemente todopoderosa y el otro con su democracia parlamentaria cuidadosamente equilibrada por un Tribunal Constitucional que hace oír su voz en todas las decisiones.

Si el poder se desplaza en el mundo cambiante, también sucede lo mismo dentro de Europa. Alemania es la potencia emergente dentro de un continente en declive. Aparece siempre de la mano de Francia, pero sus intereses y sus decisiones se hallan en abierta divergencia y terminan siempre imponiéndose. Para Sarkozy es fundamental mantener la apariencia de que se halla todavía al mando de algo, y por eso no duda en defender las decisiones de Merkel como si fueran suyas, aunque se haya dedicado a discutirlas hasta un minuto antes. Cuando se producen tales desplazamientos de poder a nadie le debe extrañar que aparezcan fuertes reacciones por parte de quienes lo pierden y también sufren como resultado de las decisiones tomadas por los que ganan. Esto es lo que ha sucedido con Grecia. Papandreu convoca el referéndum porque no se siente capaz de seguir aplicando hasta no se sabe cuándo la dura austeridad que le impone Merkel, a cambio, por cierto, de un paquete financiero que todavía no ha conseguido concretar: falta que la banca europea asuma la quita entera y que aparezcan la generosa ayuda de los Bric para completar el rescate. Angela Merkel no quiere perder la adhesión de sus votantes. Pero Papandreu también tiene derecho a cuidar de los suyos. Lo más criticable de las decisiones de estos días es que se hayan tomado sin tener en cuenta los intereses de todos en vez de solo los más poderosos, la banca francesa y alemana, entre otros. Está visto que los dirigentes europeos hablan poco entre sí y no se consultan unos a otros antes de tomar decisiones graves que afectan a todos. La UE ha avanzado siempre con fórmulas en las que nadie pierde y cada uno consigue salir airoso y con algún provecho. Cuando solo ganan unos a costa de que pierdan los demás, la UE retrocede y terminan perdiendo todos.

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2 de noviembre de 2011
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Negra y amarga leyenda

 

Debemos agradecer al historiador, profesor y crítico literario Jordi Gracia que nos haya puesto en solfa con su irritado y virulento panfleto. Y aunque su violencia nos desconcierte, habrá que desear la mejor de las polémicas a la desaforada crueldad, la impaciente ferocidad y el descarnado espíritu de venganza con que el autor rehabilita al viejo y olvidado derecho natural a la furia.

En su orgullosa diatriba, Gracia zarandea sin piedad al intelectual melancólico que nos oprime con su juicio depresivo y esgrime alegremente las razones que lo dejan hecho unos zorros.  Como no le importa el crédito social de su pesimismo y le traen al pairo sus credenciales,  Gracia denuncia con arrogante destemplanza su resentimiento y su malvada resistencia a reconocer las virtuosas conquistas de nuestro tiempo.

Niega el autor de este libelo que no sepamos gozar los logros de la alta cultura y niega que el vulgar analfabetismo se haya instalado en la cultura popular. Niega que la enseñanza se deteriore sin remedio y que en la  universidad se doctoren los ignorantes. Niega que se hayan extinguido los grandes novelistas y que los jóvenes usuarios de las redes sociales sólo digan tonterías. Niega, que la nuestra sea una época decadente.

En realidad, afirma, nunca fue tan cómodo y masivo el acceso a libros inteligentes, documentadas bibliotecas, registros sonoros, archivos cinematográficos, maestros, profesores y catedráticos solventes, orquestas, teatros y museos y documentales televisivos que divulgan conocimientos extraordinarios entre el gran público.

La réplica de Gracia a los lugares comunes del intelectual rencoroso, al lamento que tanto respeto concita, no consiste tanto en demostrar el dinamismo de una sociedad que se alimenta de múltiples saberes, apetencias y habilidades, como en denunciar la farsa de una ególatra decepción.

Obcecado por el horizonte de grandeza que imaginaba para sí mismo, el intelectual ridículo al que Gracia sacude con implacable sadismo, es el que ya ha descubierto cómo se frustró el delirio de su ambición. En vez de aceptar el lugar que le asignan los demás, el intelectual resentido se engorila en su retórica catastrofista e imputa a la sociedad el fracaso que no quiere ver en sí mismo. Como clérigo rematadamente traicionado, tan sólo le queda sostener el tremendismo de su enfado.

El discurso del panfleto es el de un profesor liberado de su compostura docente y dispuesto a dar rienda suelta a la indignación que le inspira la injusticia cometida por los que deberían festejar las conquistas culturales de los últimos treinta años. Resulta obvio que al autor le molesta el celo con que los aludidos (y nunca mencionados) protegen la notoriedad de su patrocinio intelectual, pero sobre todo le duele sospechar que haya entre ellos alguna especie de odioso engreimiento clasista. Como si la crítica a los males de nuestro tiempo encubriera el desprecio por la exuberante creatividad con que la multitud se incorpora a los nuevos modos de consumo y creación cultural.

El panfleto de Jordi Gracia podrá leerse como un nuevo episodio de la clásica controversia entre los libros antiguos y modernos, como una contribución a la disputa entre apocalípticos e integrados o como una renovación del género insolente que tantos disturbios literarios suele ocasionar. Es probable que cause una gran incomodidad y quizá sea inevitable el amargo sabor de boca que deja su lectura, pero la enérgica provocación del panfleto hará que sea más ecuánime a partir de ahora el juicio que dedicamos al estado de nuestra cuestión cultural.

Hay aspectos de su impetuoso razonamiento que suscitan cierto resquemor. Nos queda la duda sobre cuál será el verdadero origen del resentimiento intelectual, cómo se gesta, enquista y prestigia. No sabremos decir si el optimismo sobornará nuestro indomable espíritu crítico. Si acaso la insatisfacción no es la trampa que nos tendemos a nosotros mismos para librarnos de los seductores espejismos de la actualidad. Si nuestra terca resistencia a celebrar la propaganda de un país que, a fin de cuentas, no estaba tan mal, encuentra hoy, en la catástrofe contemporánea, su plena justificación. Si el encanto del sentimiento melancólico, la dulce tristeza de la nostalgia, merecía ser asociado, aunque sólo sea como estrategia narrativa, al ruin resentimiento.

El intelectual melancólico de Jordi Gracia es insultante y ofensivo pero hay que comprender cómo nos concierne la recusación de su panfleto. Pues quizá sea cierto que preferimos ser los partisanos de una causa antes que ser los responsables de una cultura. El deber cotidiano carece de las estimulantes emociones épicas, pero probablemente convenga más a un país necesitado de una razonable dosis de confianza en sí mismo.

Publicado en El País. 30 octubre 2011

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2 de noviembre de 2011
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III. Un idioma sin la palabra muerte

Dentro de ese sueño de poder sin tiempo no se puede entender la realidad de la muerte. No pudo entenderlo el emperador de Etiopía Haile Selassie, León de Judea, Potencia de la Trinidad, y Rey de Reyes, cuando la periodista Oriana Fallaci le preguntó en una célebre entrevista qué pensaba de la muerte. Atónito, desconcertado, se quedó mudo. Le estaban hablando en un idioma que no era el suyo, en el que no existía la palabra muerte. Su idioma era el de la inmortalidad a pesar de que era ya un anciano. Y lo que hizo fue llamar, lleno de ira, a sus guardianes para que sacaran a la periodista de su palacio. Por supuesto que si no pensaba en la muerte, tampoco en el fin de su poder, que al fin llegó también, porque fue derrocado.

            Es lo mismo que pasó al dictador de Rumanía, Nicolás Ceausescu, el Gran Conductor del Pueblo, y a su esposa Elena, la Madre de la Nación. En la Navidad de 1989, ambos, pues compartían el poder, convocaron a una manifestación de respaldo, porque había ya señales de rebeldía, y la plaza frente al Palacio del Pueblo se llenó con decenas de miles, acarreados como siempre en vehículos del estado. El principio del despertar de su sueño de poder omnímodo  ocurrió cuando aquella inmensa masa de gente, fiel siempre a las consignas oficiales, comenzó a abuchearlos.  El más desconcertado fue el Gran Conductor, que debió interrumpir su discurso porque los gritos en la plaza ya no dejaban oír sus palabras. La Madre de la Nación, en cambio, ordenó a los soldados de su guardia pretoriana que dispararan contra los manifestantes, pero no fue obedecida.

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2 de noviembre de 2011
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¿Quién escribió la Odisea?


Si tuviera que nombrar un verso de los poemas homéricos que permita adentrarse en el enigma de su autoría y fecha de composición, uno que funcionase como esas clavijas ocultas en el muro que, al ser pulsadas, abren el pasadizo secreto que conduce a la cámara del tesoro, sin duda escogería la acotación que hace el poeta de la Odisea (el hexámetro 203 del canto XIX) a la autobiografía fingida que Ulises, disfrazado de príncipe cretense, ha narrado a su esposa Penélope, que se derrite de llorar y no lo reconoce: 

Ἴσκε ψεύδεα πολλὰ λἐγων έτύμοισιν ὁμοῖα

Fingía, diciendo muchas cosas ficticias semejantes a las reales.

Lo primero que salta a la vista en esta advertencia del autor de la Odisea es que él solo ha puesto “fingía”, el resto del verso es de Hesíodo (Teogonía, 27). 

Lo segundo es que precisamente en el cometido de presentar cosas ficticias semejantes a las reales está la médula del quehacer del poeta y su habilidad específica. En esa semejanza, evidente o sugerida, está el territorio donde nos encontramos con el fingidor.

Ahora, si las muchas cosas ficticias relatadas por Ulises en su autobiografía narrada a Penélope no tienen semejanza con las “reales” de la Odisea, ¿por qué recalca el poeta que son semejantes, cuando el lector sabe que, según la acción del poema, no lo son? ¿Con qué cosas reales tendrán  entonces semejanza? Si no la tienen con la ficción de la Odisea, quizá sí puedan tenerla con la realidad fuera del poema, la del mundo donde vive el poeta.

Tenemos al menos un dato de esa realidad. El poeta de la Odisea es lector de Hesíodo y le rinde homenaje. 

En su autobiografía fingida, Ulises dice ser un cretense, dado a la guerra y el comercio marítimo, saqueador y colonizador de Egipto, y capaz de todo lo que hacen los piratas y los fenicios. No sólo se ha enriquecido en Egipto, sino que también asegura haber hecho buenas migas con el propio faraón. Y no sólo es natural de Creta, sino que se pretende miembro de un linaje escogido y demuestra conocer la isla, sus habitantes, costumbres y lenguas de modo exhaustivo.

Esas informaciones, “semejantes a las reales”, dan un perfil muy específico, si se sitúan cronológicamente con posterioridad a Hesíodo. No hay muchos cretenses a los que pueda suponerse fundadores de una colonia en Egipto. De hecho, solo hay una colonia griega en el Delta que se corresponda con la descripción odiseica.

Penélope sigue sin reconocer a Ulises, y llora desconsoladamente por “su esposo que está al lado” (XIX, 209). Generaciones de lectores y comentaristas han quedado impresionados por la fuerza irónica, y la finura verbal y rítmica del adjetivo “parémon” que expresa la verdad paródica del pasaje donde Penélope llora por el esposo que tiene sentado a su lado, sin que ella lo reconozca. Pero es preciso ver que, al tiempo que el poeta nos invita a implicarnos en el laboreo de identificación y reconocimiento por parte de Penélope, va haciendo la revelación de su identidad, que también tenemos al lado sin que nos demos cuenta, ya no en la ficción de la Odisea, sino en la vida real que su autor nos hace saber entre líneas. No solo Ulises, sino también el poeta es quien finge, diciendo muchas cosas ficticias semejantes a las reales. Él ha escrito su verdad en una mentira de su personaje. No compuso doce mil hexámetros para esconderse tras ellos, al contrario, la Odisea es un cuadro que se lee, y su autor se ha autorretratado en él, igual que Velázquez en Las meninas.

Por otra parte, y como era de esperar, el poeta que nos hace guiños tan patentes como el hexámetro dicho arriba no se limita a ese pasaje, sino que se recrea en su pararrelato, lo entrelaza con la peripecia uliseica y espera que  lo descifremos.

Entonces yo me digo: han pasado dos mil seiscientos años desde la aparición de los poemas homéricos sin grandes novedades y hasta ahora solo ha podido decirse que, en todos los esfuerzos de la ciencia por comprender los dos grandes poemas adjudicados a Homero, la Odisea queda siempre a la sombra de la Ilíada. Lo cual solo parece querer decir que se escribió después.

Pero, por Poseidón, vista la diversidad temática, las diferencias medulares en diseño interno y externo, lenguaje y estilo, comportamiento humano y divino, ¿cómo seguir atribuyendo al poeta de la Ilíada también la Odisea, que es varias generaciones posterior y se le parece como un huevo a una castaña?

Si la Odisea fue compuesta por un poeta que conocía a fondo la Ilíada y la obra de Hesíodo, y lo hizo un par de generaciones más tarde, este segundo poeta exige una explicación que se refiera únicamente a él. Y la investigación que conduzca a esa identificación solo puede hacerse a partir de una pregunta: ¿quién fue el poeta fingidor que escribió la Odisea?

 

 

 

 

 

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2 de noviembre de 2011
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¿Existe una generación intermedia?

Enrique Planas y Andrea Jeftanovic en la Feria de Miraflores Entre las actividades de la Feria del Libro de Miraflores, la que me llamó especialmente la atención fue la que ocurrió el día sábado, donde se encontraron la chilena Andrea Jeftanovic (quien además presentó su libro de relatos No le des caramelos a extraños, de Uqbar ediciones) con el peruano Enrique Planas, uno de los participantes del evento en la FIL Guadalajara Los 25 Secretos de la Literatura Latinoamericana. Y justamente sobre literatura latinoamericana trató el conversatorio. Enrique Planas resaltó la casualidad de que se cumpla este año el 15 aniversario de la antología McOndo. Para él, la antología de Fuguet y Gómez estuvo elaborada ?a la defensiva?. Reconoció sin embargo que el hecho no fue un error, porque sirvió para tomar distancia con el Boom Literario. Pero piensa Planas que los autores de McOndo pertenecen a una generación distinta a la suya. Habló de una?generación intermedia? entre McOndo y los nuevos autores, los aparecidos en el ejemplar de Granta, menores de 35 años. Una generación ?sandwich? a la que pertenecerían Andrea Jeftanovic y el mismo Planas, ambos nacidos en 1970.  Esta generación, dice, se distingue porque no hay épica, predominan las historias intimistas, aquellas en las que aparentemente no sucede nada porque las crisis son interiores, se sitúan bajo la superficie del relato. Mencionó a Anton Chejov como una de las grandes influencias de esa generación. Por su parte, Andrea Jeftanovic sostuvo que McOndo le pareció audaz en su momento, porque marcó una renovación en temas y estilos del Boom. Sin embargo, pese a esa audacia, lo que McOndo no corrigió fue el sectarismo que tuvo el Boom a la hora de escoger sus integrantes. Es cierto, dice, que gracias a ellos se esquivó la normativa de lo que debe ser un escritor latinoamericano, pero algunos de los errores sectarios del Boom -como el de no incluir mujeres en sus filas- no fueron subsanados por McOndo. Para Andrea, aunque no habló de una generación intermedia, sí existe una antología que de algún modo supera ese sectarismo y que, además, tiene la virtud de publicarse en editoriales alternativas de distintos países (rompiendo las inevitables fronteras latinoamericanas), como es la antología El futuro no es nuestro, compilada por Diego Trelles. Otro punto en común en que ambos coincidieron fue en que las lecturas nacionales tampoco son obligatorias. Cada autor va haciéndose una lista de influencias que resulta propia e intransferible. Enrique Planas, por ejemplo, comentó el descubrimiento de Alice Munro y Andrea Jeftanovic declaró que su mayor influencia, aunque ningún crítico la haya destacado, es Antonio Lobo Antunes. No me quedó claro si existe o no una generación intermedia, de hecho si calculamos por años tanto Andrea como Enrique solo son dos años menores que Edmundo Paz Soldán o Leonardo Valencia, miembros de McOndo. Y el primer libro de Enrique Planas, Orquídeas del Paraíso, tiene la misma edad de la antología. Como quiera, más allá de las etiquetas (en las que Andrea Jeftanovic dice descreer categóricamente) lo cierto es que existe una generación dispersa, sin un canon obligatorio, cartografías literarias propias para unos escritores que no tiene mayor deber ni obligación que sus propios procesos de escritura.

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2 de noviembre de 2011
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La técnica y el ser del hombre: del control del fuego a la medida cuántica IX

IX La naturaleza humana 

Que lo  concerniente al ser  indiscutiblemente de palabra, homo sapiens, es   en última instancia lo determinante para los protagonistas de este diálogo, se refleja en la  razón que Jordi Agustí nos da para considerar que Darwin sería el hombre de ciencia más importante de la historia: "Ha habido otros científicos como Isaac Newton o Albert Einstein que revolucionaron la ciencia de su tiempo, pero sus teorías no cambiaron la comprehensión que tenemos de nosotros mismos".

 Si tremenda es una hipótesis científica que subvierte  la representación que nos hacemos de la naturaleza en nuestro entorno (por ejemplo la representación determinada por el prejuicio de que espacio y tiempo tienen realidad física), más parece en efecto serlo aquella que socavaría los cimientos en los que se sustenta la concepción de nuestra propia naturaleza. Y aquí me permito una precisión:

Es obvio que Darwin pone en tela de juicio las bases, aristotélicas en primer lugar, sobre las que se sustentaba la definición del ser humano, no es por el contrario seguro que ponga en tela de juicio tal definición. El propio Eudald Carbonell afirma al respecto con radicalidad: "Aun ahora no existe una definición más consistente que la que hizo Aristóteles: somos 'animales racionales'. ¿Lo somos  en virtud de algún designio trascendente al  orden natural? El gran aporte de Darwin es responder negativamente a esta pregunta: lo somos como resultado de un proceso que condujo primero a la hominización y después a la plena humanización (en lo que Carbonell denomina síntesis evolutiva  de nuestro género ); condujo en suma a la unificación del conjunto de rasgos que, especificándonos  en el seno del género homínido, permiten hablar de naturaleza humana.

Como el resto de las especies animales y obviamente nuestros próximos parientes los primates, nuestro genoma- fruto azaroso de la evolución- determina ese conjunto de rasgos. Y expresión del buen funcionamiento  del mismo  es lo que en uno de sus libros el profesor de Harvard Steven Pinker (crítico contra las diferentes  teorías antropológico-filosóficas caracterizadas por lo que el denominaba denial of  human Nature) denominaba instinto de lenguaje. Instinto de lógos, me permitiría por mi parte precisar,  instinto indisociablemente de razón y de lenguaje; "en razón de su propia naturaleza, el ser humano desea el conocimiento", dice la sentencia fundamental de Aristóteles: homo...sapiens.

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1 de noviembre de 2011
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Lecciones de ETA

La ciudad se abre a una de las bahías más hermosas de Europa. En un extremo de La Concha -más sugerente en la soledad invernal que con las multitudes del verano-, se alza El Peine del Viento, de Chillida. Más allá, uno puede internarse en las callejuelas del casco viejo o avanzar hasta la Kursaal, frente a la playa de Zurriola. Y, por si el escenario no bastara, aquí se encuentra la mejor comida de España: los pintxos convertidos en alta cocina en miniatura.
En 2006, viví por un año en San Sebastián (Donosti, en eusquera). Y tuve ocasión de recorrer el País Vasco, de Bilbao a las ciudades costeras del lado francés -Saint-Jean-de-Luz, Biarritz o Bayona-, y de los caseríos de Guipúzcoa, donde se concentra el apoyo a la causa abertzale, a la sobriedad de Vitoria, cuya población no quiere desgajarse de España.
Para un mexicano que aterrizaba en Euskadi, resultaba insólito observar cómo una de las sociedades más prósperas de Europa, dotada de un amplio autogobierno, podía albergar a una banda terrorista que, durante cinco décadas, había asesinado a más de ochocientas personas y mantenido a su sociedad amedrentada.
Y eso que, justo ese año, tomaba una copa en una tasca del centro, donde suelen reunirse los radicales, cuando los encapuchados anunciaron por televisión el inicio de una "tregua unilateral". Tregua que no tardaron en romper cuando colocaron una bomba en la Terminal 4 del aeropuerto de Barajas y provocaron la muerte de dos inmigrantes ecuatorianos.
A partir de ese momento, el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, que había intentado negociar con ETA -como antes lo hizo Aznar-, se decantó por una estrategia de duro acoso policial hacia la banda, cuyo resultado ha sido el reciente video en el que los encapuchados han proclamado, esta vez, "el cese definitivo de su actividad armada" (aunque no su disolución).
A sólo unos días de las elecciones generales, la discusión en torno al "fin de ETA" ha ocupado un espacio tan relevante en los medios españoles como la crisis económica. La sensación general es agridulce: fueron esos encapuchados quienes decidieron matar durante medio siglo y son ellos mismos quienes hoy declaran el fin de su "lucha". Sin lamentar jamás la suerte de sus víctimas.
Para colmo, la banda ha querido enmascarar su derrota como un acto de gracia. Poco antes de su anuncio, un grupo de "mediadores internacionales", con la evidente connivencia abertzale, se reunió precisamente en San Sebastián para exigir a ETA el fin de la violencia. De un día para otro, dócilmente, ésta aceptó la recomendación.
Recuerdo en cambio que, en 1997, los etarras no quisieron escuchar el clamor de miles de personas reunidas en todas las plazas de España para implorarles por la vida de Miguel Ángel Blanco, concejal del PP en Ermua, a quien habían secuestrado. Indiferentes al reclamo, los pistoleros de ETA le dispararon dos veces y Blanco murió horas después en un hospital.
Tal vez su guerra armada haya acabado, pero empieza otra: la guerra por la Historia. Como en todo conflicto que concluye, se impone un punto medio entre la reconciliación y la justicia -entre el perdón que puede ofrecer una sociedad democrática y el castigo para los criminales exigido por los familiares de las víctimas-, pero sin permitir que se equiparen las culpas del Estado con las de los terroristas, como pretenden ciertos abertzales.
Y es que, en algún sentido, éstos llevan la delantera. Acaso uno de los rasgos más preocupantes que uno puede detectar en el País Vasco -y en otras regiones de la Península- es el triunfo del nacionalismo excluyente: creer que importan más las pequeñas diferencias, como la lengua, en vez de los rasgos comunes. A pesar de todo, hay motivos para la satisfacción: al menos los ciudadanos podrán salir de sus casas -o escribir en los diarios- sin temor a ser acribillados.
Amigos españoles me preguntan si es posible equiparar a ETA con los cárteles del narcotráfico. Las diferencias son mayores que los parecidos, les respondo. Por supuesto, unos y otros son delincuentes que merecen ser enjuiciados, pero la legitimidad que en cierto momento tuvo ETA por su lucha contra Franco no existe en nuestro caso. Resulta absurdo afirmar, como Fox, que deba negociarse con los narcos o que sea el Estado quien proclame una tregua.
Si bien la estrategia para combatir a los cárteles se ha revelado equivocada -así lo indican los 50 mil muertos en 5 años-, ello no significa que debamos pactar con los asesinos. Algo podemos aprender, sí, del ejemplo vasco. Por más conservadoras que puedan parecernos, las asociaciones de familiares de las víctimas de ETA han preservado las historias de los muertos. Nos vendría bien imitarlas. Tenemos que saber quiénes son esas 50 mil personas. Conocer sus vidas y las causas de sus muertes. Y, una vez concluida esta fallida guerra contra el narco, estamos obligados a no olvidarlas.

twitter: @jvolpi

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31 de octubre de 2011
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En la avenida Telegraph

Lo primero que recuerdo de Berkeley es el C'est Café, en la esquina de la avenida Telegraph y Bancroft Way. En ese café nos reuníamos los estudiantes del doctorado de literatura latinoamericana; servía como lugar de discusión para las últimas ocurrencias teóricas de nuestros célebres profesores -Antonio Cornejo Polar, Julio Ramos, Francine Masiello--, y también como una suerte de oficina improvisada donde recibíamos a los estudiantes de la licenciatura en Español, de quienes éramos sus profesores de lenguaje. Pero había más: las ventanas de ese café eran un lugar privilegiado para ver pasar la fauna que discurría por Telegraph, la avenida más emblemática y concurrida de la ciudad. En ese entonces, principios de los noventa, Berkeley ya no era del todo una ciudad hippie, la cuna de la contracultura de los sesenta, aunque todavía no había muerto ese espíritu: circulaban por ahí chicos y chicas en tye-dyes, voluntariosos deadheads (groupies de The Grateful Dead). Pero los hippies también competían con los punks, que ofrecían su mercancía en las veredas -botas militares, manillas de metal, cadenas, pipas para fumar yerba-, los goths, que se apoyaban desganados en las vitrinas de las tiendas, y una nueva tribu que iba apareciendo, los estudiantes con pantalones de franela que le hacían a la música grunge y pronto convertirían algunas canciones de Nirvana en himnos generacionales. Telegraph, ahora que lo pienso, era un muestrario de la cultura juvenil de la segunda mitad del siglo XX: solo faltaba el estilo James Dean para estar completos.
 
Telegraph era una avenida muy larga, pero todo se concentraba en tres cuadras que iban desde una de las entradas al campus de la universidad hasta las librerías Cody's y Moe's; Cody's era la de prestigio, en esa época en la que no había Amazon, con una sección muy bien provista de literatura internacional, y un segundo piso en el que había presentaciones diarias de escritores conocidos (allí vi a Martin Amis y Carlos Fuentes, y quise ver a Karl Vonnegut pero no pude porque subestimé su popularidad y cuando llegué ya no había espacio); Moe's era de libros usados, y tenía una gran selección de libros académicos y siempre estaba promocionando a un autor entonces desconocido que se llamaba Jonathan Lethem y que había trabajado allí. Moe todavía existe; Cody's cerró hace tres años después de más de medio siglo de existencia.
 
En esa avenida también estaban dos disqueras célebres: Rasputin y Amoebas. Un martes de septiembre de 1991 recuerdo haber visto en las vitrinas de una de ellas múltiples copias de un solo disco de una banda de la que no sabía nada (Nevermind, de Nirvana). Al final no lo compré, pero tampoco era necesario: en las radios de Berkeley comenzaron a pasar sus canciones sin descanso (también predominaban otros grupos grunge como Pearl Jam y Soundgarden, y de los ingleses el ethos de la ciudad se quedaba con The Smiths). Una vez, al salir de una de esas tiendas, me topé con un adolescente desnudo (solo llevaba sandalias y una mochila) que caminaba con toda normalidad por Telegraph. Luego me enteraría que se llamaba Andrew Martinez y que era conocido en el campus como The Naked Guy. Martinez era un estudiante de Berkeley que creía que la ropa era una forma de opresión burguesa y había decidido no usarla; como ni la universidad ni la ciudad tenían leyes que prohibieran andar desnudo, Martinez, durante todo el semestre de otoño del 92, fue a clases así (se sentaba en la parte de atrás del aula, para no llamar demasiado la atención). La universidad prohibió la desnudez pública en diciembre del 92, y Martinez, en vez de adaptarse, prefirió dejarla; siguió viviendo en Berkeley hasta que la ciudad también prohibió la desnudez pública en julio del 93. El final del Naked Guy fue triste: se convirtió en un personaje de reality shows en la televisión, posó en Playgirl, se le diagnosticó esquizofrenia, y se suicidó en el 2006, a los 33 años.
 
Cuando veíamos al Naked Guy o a los múltiples predicadores que pasaban por la esquina de Telegraph y Bancroft camino a la plaza pública en el campus, mis compañeros y yo, con el tiempo, aprendimos a no sorprendernos. Decíamos, como en una letanía, "Estas cosas solo ocurren en Berkeley". Por supuesto, estas cosas ocurren en todas partes, pero en ese alucinado principio de los noventa, yo creía que el mundo y sus rarezas podía condensarse en la avenida Telegraph. 

 

(El Semanal, La Tercera, 30 de octubre 2011)

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31 de octubre de 2011
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Saudiólogos

En los mismos días en que Túnez celebraba las primeras elecciones democráticas en la historia de los países árabes y los rebeldes libios culminaban su victoria sobre Gadafi, incluidos su linchamiento y ejecución sumaria, acaba de producirse un relevo de significado político mayor en otro país árabe, Arabia Saudí. En este caso no es producto de movimiento popular alguno, sino crudo resultado de la acción de la biología sobre una casta real gerontocrática y enferma. El viejo rey Abdalá, nacido en 1923, ha visto morir a su sucesor, el príncipe heredero Sultán (1924), y ha nombrado al príncipe Nayef (1933) como nuevo heredero.

Arabia Saudí acumula una cuarta parte del PIB del conjunto del mundo árabe, tiene el poder y la legitimidad que le dan los santos lugares del Islam, de los que su rey es el Guardián Oficial, y ha demostrado durante la primavera árabe que es una superpotencia regional con energía y estrategias propias, hasta el punto de que se ha hecho cargo, mediante la invasión e intervención armada en Bahrein, de que la revuelta no se extienda en el entorno de su territorio. Su pacto con Washington, por el que ha venido suministrando petróleo a cambio de seguridad durante 60 años, se halla prácticamente roto. A Estados Unidos no le interesa depender del petróleo saudí ni que dependan sus aliados, y los saudíes confían cada vez menos en los estadounidenses, tanto en el flanco exterior, frente al Irán nuclear y al Israel de los asentamientos, como en el interno, donde Washington se pone al lado de los revoltosos y de la democracia en vez de la estabilidad y los autócratas como había hecho en el pasado. El relevo plantea, en cualquier caso, la cuestión esencial de la estabilidad monárquica en unos regímenes que ni siquiera tienen la pauta de la sucesión reglada. En 2006, el actual rey quiso introducir la apariencia de un poco de orden y probablemente evitar que Sultán nombrara libremente a su heredero, y creó para ello un Consejo de la Lealtad para asesorar al monarca en ejercicio en este nombramiento. A pesar de todo, sigue siendo un misterio la organización del poder de la casa de Saud, estructurada como un predio familiar en el que no debe entrometerse nadie. Los miembros de este Consejo de la Lealtad son, en su mayoría, viejos como cardenales. Pero, a diferencia de los príncipes romanos, los saudíes son prolíficos como conejos, siguiendo el buen ejemplo del fundador del reino y padre de casi todos ellos Abdelaziz ibn Saud. Mientras en China en 2012 va a llegar al poder la quinta generación después de Mao, pautada rigurosamente por la edad biológica, en Arabia Saudí están todavía en la primera, puesto que todos los reyes y príncipes herederos hasta ahora han sido hijos del fundador del reino Abdulaziz bin Saud. Claro que Saud tuvo 22 mujeres legales de las que se conocen 37 hijos varones reconocidos engendrados en una horquilla de 50 años, sin que cuenten para nada ni las hijas ni las concubinas y los hijos fuera de matrimonio engendrados con ellas. Nadie se ha atrevido, en todo caso, a la maniobra modernista que significaría nombrar heredero a un nieto de Saud de media edad en vez de otro anciano achacoso y rodeado de hijos ansiosos que esperan su encumbramiento. Los misterios e intrigas del Kremlin soviético y del Zongnanhai posmaoísta quedan cortos al lado del Palacio Real saudí, donde el hermetismo y el secreto son inigualables, el poder es como el de las monarquías absolutas europeas y el rigorismo religioso extremo, aunque naturalmente con la debidas exenciones para la vida privada de los príncipes multimillonarios, que pueden escapar fácilmente de las imposiciones y extravagancias del wahabismo oficial en sus mansiones privadas o en el extranjero. Una de las claves del éxito saudí en su ejercicio del poder sin control alguno es la incapacidad de los medios de comunicación para penetrar en el oscuro laberinto de la familia reinante, algo en lo que ha sido decisiva la complicidad occidental, pero que inevitablemente obligará cada vez más a intentar romper el muro de incomunicación con que este país se mantiene a resguardo de los efectos de la globalización. Y el primer paso es que cunda el interés y que empiecen a proliferar los saudiólogos, especialistas en desenmarañar estos ovillos de poder como sucedía durante la guerra fría con las intrigas y las sucesiones dentro del aparato del Partido Comunista soviético.

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31 de octubre de 2011
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Un paseo por el lado salvaje

En cierto modo Un  paseo por el lado salvaje es como una novela picaresca (a lo siglo XX) entreverada de un sibilino humor rabelesiano. “No conozco mucho a las mujeres”, dice Dove Linkhorn tras salir trasquilado de uno de los burdeles de ínfima categoría que él frecuenta, “pero si Dios ha hecho algo mejor que ellas yo no lo conozco”. O también:”A veces creo que si no hubiese nacido tendría más dinero que ahora”.

El lado salvajes es el que le ha tocado vivir a Dove Linkhorn, miembro de eso que ahora se llama una familia desestructurada, sin madre a la vista, con un padre enloquecido por la religión y un hermano que las horas del día que no las pasa borracho es porque  anda hasta los topes de maría. Entre predica y prédica, al padre Linkhorn se le ha olvidado mandar a su hijo a la escuela, por lo que cuando éste se harta de la vida en familia y decide vivir su propia vida tiene que ser una medio prostituta mejicana quien le enseñe unos rudimentos de lectura que serán su único medio de defensa cuando, una vez puesto en la calle por su peculiar protectora, deba enfrentarse a la turba de desheredados que pulula por los trenes de mercancías yendo de población en población en un peregrinaje sin final porque las poblaciones los arrojan a un camino que lleva a otra población donde también serán expulsados o encarcelados o ambas cosas. Putas, timadores, drogadictos, tahúres, chulos y descuideros se mezclan con vendedores puerta a puerta, lavaplatos y cocineros de chigres, todos ellos de ínfima categoría, y en los que la supervivencia, el llegar vivo al día siguiente, es la única ley respetada.

Es de resaltar que no hay la menor intención moralista en la narración de Algren.  Así son las cosas y así las cuenta, entre otras razones porque muchas de ellas proceden de su experiencia personal. Y se nota. No hay piedad ni compasión para los marginados y perdedores.  Ni en la vida ni en la literatura de Algren. Los personajes aparecen y desaparecen sin dejar el menor rastro de nostalgia ni deseos de volver a verlos. Bueno. No del todo porque, al cabo de tantas peripecias, Dove Linkhorn decide volver al origen aunque no a la casa del padre sino al mugriento local regentado por aquella medio prostituta que le medio enseñó a leer.

El caso de Algren es notable porque, mitad por destino y mitad por elección personal, vivió una trayectoria que empezó en el mismo medio en el que se desenvuelven sus personajes (cuando estaba trabajando en una remota gasolinera de Texas se le ocurrió que quería ser escritor pero no se le ocurrió mejor cosa que empezar su nueva vida robando una máquina del escribir, hecho que le costó unos meses de cárcel aunque también le aportó un montón de experiencias que luego usaría en sus escritos). Y terminó (su trayectoria) la víspera de que fuera a ser admitido en la Academia, momento en que cayó fulminado por un ataque al corazón atribuible a sus viejos excesos por la bebida. Además de beberse y jugarse a los naipes todo el dinero que ganaba con la literatura y el cine (tanto El hombre del brazo de oro como Un paseo por el lado salvaje fueron llevadas al cine proporcionándole tantos disgustos como alegrías) Nelson Algren se ganó la animadversión de los bienpensantes porque, por ejemplo en las novelas ambientadas en Chicago, no  mostraba el lado más sonriente y triunfador de la ciudad sino las backstreets pobladas de frikis y desheredados. O porque  escribía novelas como The Devil´s Stocking (la última), en la que contaba la vida de Rubin “Hurricane” Carter, el boxeador injustamente condenado por un triple crimen que no cometió y al que también Bob Dylan le dedicó una canción de combate. Dichos bienpensantes se la guardaron a Nelson Algreen hasta el extremo de que, una vez muerto,  obligaron a quitar su nombre a la calle que le había dedicado la ciudad de Chicago.

Otra causa que explica la vida semi marginal de Nelson Algren es la mala suerte de haber coincidido en su trayectoria profesional con monstruos mediáticos de la talla de Hemingway, Fitzgerald, Steinbeck, James T. Farrell  o Faulkner, quienes le oscurecieron con sus propios resplandores. Muy a su pesar, gran parte de su fama en Europa se la debe a Simone de Beauvoir, con la que mantuvo un ardoroso romance inicial que luego se prolongó en el tiempo porque (en opinión del propio Algren) ella se estuvo valiendo de él  como contrapeso a las infidelidades de Sartre. El problema es que se sirvió de ello públicamente (en sus escritos) y Algren, después de suplicarla que se fuese a vivir con él a Estados Unidos, acabó acusando acremente a Simone de Beauvouir y Sarte de servirse de sus clientes como las putas y los chulos se sirven de los suyos. Lo que de se dice, un amor con mal acabar.

 

Un paseo por el lado salvaje

Nelson Algren

Galaxia Gutenberg

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31 de octubre de 2011
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El Boomeran(g)
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