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El poeta Nicanor Vélez

 
Nicanor Vélez es el poeta que todos llevamos dentro.  Alguien que escribe sin prisa, de paso, y brevemente.  No escribe poesía, escribe poemas. Escribe porque escribe, a favor de una pausa del lenguaje, conversando con los poetas que admira y frecuenta. Porque sabe muy bien lo que es la gran poesía, a cuya devoción, ahora que lo piensa, le ha dedicado la vida.  Le ha dedicado, quiero decir, cuadernos, anotaciones, fragmentos, imágenes. No es el autor de una obra, es hechura él mismo de la obra que tributa, entre borradores y papeles que el tiempo pule y alguna editorial acoge.  Es el poeta reluctante que rescribe más de lo que escribe, sin énfasis ni demanda. Muy de tanto en cuando le regala a sus amigos un delgado cuaderno de pocos poemas, breves todos, y más entredichos que decidores.  De pronto, leyéndolo, sus elipses nos embargan con la nostalgia del silencio palpado por esta poesía verdadera. Siempre he creído que la emoción estética es una nostalgia de lo genuino.

 

Pero he aquí que su nuevo libro, La vida que respira (Valencia, Pre-Textos, 2011) es sin proponérselo, una plena revelación.  No sólo porque revela la destreza y certeza de un poeta liberado del lenguaje mismo, capaz de decirlo casi todo con un puñado de palabras, sino porque la noción de que la poesía es la última verdad creíble irrumpe aquí con intensidad y, a la vez, con sobriedad; de modo que da de hablar, por fin, al silencio, y nos hace parte de su lacónica elocuencia. Porque ahora la verdad es lo indecible, pero también aquello que el lenguaje aferra en un puño. Lo sabe el poeta, y nos dice lo que no se sabe:

El poema celebra

o abre la grieta del silencio;

con el dolor, una secuencia

indescifrable de palabras,

intenta recoger

el gesto, y se hace trazo,

intenta dialogar

con esa parte de nosotros mismos

irreductible a las palabras.

El poema no dice:

crea el misterio con su trazo.

Nunca acaba su gesto:

empieza, siempre recomienza.

(La poesía)

 

De la poesía, creo que nos confiesa, sólo nos queda su trayecto: aparece y desaparece, pero está cuando no está, y en esa tensa y tersa expectación nos devuelve, impecablemente, sin palabras.  Pero nos queda, entiendo, esa promesa de volver a nombrar, vana y feliz porfía.

Pero el poema es también la libertad de los nombres, y la epifanía del mundo en la mirada que recobra una palabra:

Roca que no precisa de alas,

pues cuando se vive profunda

se hunde en el mundo de lo oscuro,

al fondo del abismo:

levita, se alza y vuela como el pájaro,

su más cercano descendiente.

(Sobre la levedad del peso)

 

El temblor de lo ignoto recorre este libro desde las agonías de la muerte de los amigos, los parientes, y la madre. Pero esta biografía (“La lámpara se enciende./El cuerpo se calcina”) es una meditación sobre la dimensión del “graphos”, de la escritura, más que sobre la “bio” (“en ese hueco de la muerte/vertemos toda nuestra vida”). Y, así, es una reflexión vivencial sobre la propia precariedad. Y en esa dimensión es una lección moral (“nuestra concepción de la historia tiene que ver con nuestra concepción de la muerte”).  La escritura, al final, es una transformación revelada: fuego, pájaro, pez, le dice a José Ángel Valente, son el verbo hecho carne en el poema.  Unas palabras bastan para hacernos libres.

 

Con mi amigo Nicanor Vélez he compartido muchas horas de conversación amena, crítica, memoriosa, erudita y placentera.  Cuando preparé el tomo de la Poesía reunida de Rubén Darío para el Círculo de Lectores/Galaxia Gutemberg,  lo vi dedicarle tanto tiempo a una coma que me emocionó su pulcritud, y le pedí firmar la edición conmigo. Supongo que me vio tan conmovido que por cortesía aceptó. Nicanor ha sido responsable de las mejores ediciones establecidas y solventes  de la obra de Octavio Paz, Julio Cortázar, Pablo Neruda y Federico García Lorca. Su trabajo de alquimista editorial estaba dedicado a la poesía. Tanto a Valente como a Blas de Otero. Me doy cuenta, al leerlo ahora, que siempre hemos hablado de los poemas que no hemos leído pero confiamos leer como buenos lectores que lo esperan todo de un poema. No es tampoco casual sino de necesidad que Manuel Ramirez y Manolo Borrás hayan publicado, en el sentido más cierto de dar a conocer, este libro en su magnífica editorial. Pre-textos es una casa donde la poesía vive perdurable y suficiente.

 

Nicanor Vélez es el amigo más íntimo de la poesía, y por ello de todos los que todavía creemos en la gracia de lo gratuito.

 

 
 
      

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24 de noviembre de 2011
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Solo es el comienzo

Es una revolución y su camino, como el de todas las revoluciones, es incierto. La rapidez con que cayeron los dos primeros dictadores, Ben Ali y Mubarak, pudo crear el espejismo de un movimiento instantáneo, limpio y eléctrico como la tecnología usada por los revolucionarios para comunicarse. Nada más lejos de la realidad: una revolución es más un proceso que un acontecimiento. Sus vericuetos son sinuosos y con frecuencia no conducen a ningún lado o regresan al punto de partida. Tienen más de laberinto oscuro que de alameda luminosa. Su éxito no está asegurado ni es como un paseo militar.

Los egipcios, a diferencia de los tunecinos, solo han despachado al faraón, que ya es mucho. Pero nada han tocado del sistema, una dictadura militar desde la misma fundación de la República en 1953, tras la expulsión del rey Faruk por parte de los Oficiales Libres encabezados por Gamal Abdel Nasser. Ni siquiera la idea de la dictadura castrense agota lo que es el ejército egipcio. Su papel en el sistema económico es central, como lo es en la preservación del núcleo vital de los grandes intereses y los pactos estratégicos (Israel, Estados Unidos) que definen el Egipto contemporáneo. Para Shadi Hamid, director de investigación del centro que tiene en Doha (Qatar) el think tank estadounidense Brookings, "la revolución egipcia, en vez de representar una ruptura brusca con el pasado, puede ser entendida mucho mejor como un golpe militar de inspiración popular" (The Arab Awakening. Varios autores. Brookings Institution Press). El punto en que ha llegado ahora, a pocos días de la primera cita electoral para elegir un nuevo parlamento, es la segunda fase de la revolución, en la que hay una pugna entre los socios anteriores, los manifestantes y los militares, unos para sustituir el actual poder militar por un poder civil y los otros para seguir ganando tiempo y evitarlo. Los militares egipcios se guían, como los militares de casi todo el mundo, por el mito que les identifica con el pueblo al que se presume que defienden. De ahí que eviten o difieran hasta el límite la decisión de disparar a su propio pueblo cuando creen que están en juego los intereses supremos. Incluso cuando lo hacen, como ya ha sucedido este año en varias ocasiones, la más reciente esta semana, se evita usar a la tropa y se enmascara para eludir un punto sin retorno en el que el poder militar carezca de todo margen fuera de la represión. La tentación de zanjar Tahrir como Tian Anmen, la plaza pequinesa donde el ejército chino masacró a los estudiantes en 1989, cuenta con potentes argumentos disuasivos, sobre todo desde el prisma de los propios militares. El mariscal Tantaui no puede admitir ni siquiera que la institución que preside tenga deseos o intenciones de perpetuarse en el poder. Ha señalado fecha, junio de 2011 lo más tarde, para unas elecciones presidenciales que deben situar en la cúpula del Estado al primer presidente civil de la historia y planteado la necesidad de un referéndum para decidir si los militares deben entregar el poder inmediatamente. Pero no ha negado, en cambio, ninguna de las pretensiones castrenses, como es mantener un estatuto especial de guardianes de la Constitución, contar con presupuestos e inversiones fuera de la acción y el control parlamentario y seguir con un dominio reservado en un sector de la economía que se evalúa en un 25 por ciento del PIB egipcio. Por eso es de temer que maniobre y manipule la agenda electoral, y las urnas si hace falta, para salir de esta con el poder militar intacto. Hay una situación de doble poder, el militar por un lado y el de la calle por el otro, que los Hermanos Musulmanes quieren desequilibrar en su provecho. También hay dos modelos en competencia: el de una república tutelada por los militares y el de una democracia islamista. Ambos son de inspiración turca aunque referida a distintas épocas: el primero de la Turquía de Ataturk y el segundo de la Turquía de Erdogan y su partido de la Justicia y del Desarrollo. Cabe que del cruce y acuerdo entre ambos salga un híbrido peor, en el que cada uno de los vectores mantenga su vigilancia, militar y religiosa respectivamente, al estilo del muy iliberal modelo saudí. El futuro de las revoluciones árabes se juega de nuevo en Tahrir. En Mayo del 68 se hizo famosa una frase: ?Ce n'est qu'un début, continuons le combat? (solo es el comienzo, continuemos el combate). Era falsa: fue el final de una época y apenas hubo más combates de barricada como aquellos. Ahora es al revés, los últimos compases revelan que, a poco de cumplirse un año del comienzo, estamos todavía en el comienzo, el largo comienzo de una revolución incierta. Si Egipto avanza hacia la supremacía del poder civil, la revolución recibirá un nuevo impulso. Ya sabemos qué sucederá si quienes avanzan y consolidan posiciones son los militares.

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24 de noviembre de 2011
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A corazón abierto

Alberto Corazón inauguró en la Galería Marlborough de Madrid una gran exposición que posee, de un lado, la virtud de intensificar la identidad del artista y, de otro, la de acrecentar, ante los ojos del público, el organismo que bulle con él y con otros buenos artistas en los momentos de trabajar.
Pocos artistas pintan o escriben aquello que de antemano saben lo que van a pintar o escribir

Pero además, coincidiendo con esta muestra, aparece en las librerías, publicado por la editorial Antonio Machado, un libro de Corazón, con reflexiones y notas de viaje, titulado Damasco suite, somos imágenes.

Para un músico seríamos seguramente acordes, piezas sinfónicas, pero para un pintor o un fotógrafo es común que la vida se componga de una secuencia de estampas. El término instantánea lo expresa muy bien. La vida es un accidentado desfile de instantáneas.

Estas estampas son, además, estampaciones, puesto que Corazón trabaja también en ese oficio que en su diversidad gráfica, bajo cualquier procedimiento, viene a ser huella de su memoria. Memoria que barniza y colorea más emociones sin configuración que toman forma.

Una obra tras otra, una exposición tras otra, constituyen, siempre y repetidamente, porciones del recuerdo que guarda el autor. Esta marcada facultad que Alberto Corazón ha llevado su obra a saber, con evidencia, que lo que se ve son los pasos calcados de su cadencia a lo largo de la vida.

La muestra es pues una muestra directa en la que Corazón ha puesto tanto corazón que es relativamente fácil concatenar las obras con obsesiones de su biografía. Aunque, claro está, para no pocas de ellas, la explicación deberá recabarse de un psicoanalista ya que el mismo autor, sinceramente, es el último en enterarse del sentido de esos fuegos, esos cubos, o esas constantes elipses que se besan o se afrontan.

Pocos artistas de todo orden pintan o escriben aquello que de antemano saben lo que van a pintar o escribir, exceptuando a los muy realistas y muy figurativos pero acaso, también, a los muy tontos.

Para los demás, de la misma manera que carece de interés redactar una novela conociendo de antemano su estructura y sus peripecias con exactitud, sería aburridísimo pintar sin sorpresas, momentos de ridículo y de gloria venidos del azar.

La memoria fija y el azar disperso crean siempre juntos. Una parte de la memoria es inventada y otra parte del azar es realidad pero todo ello no puede saberse, ni tampoco importa. No se sabe nunca y de ahí el interés, casi mágico, del arte.

Y también el interés por la diversión, propio del artista. Uno pinta o escribe, cuando ya se es veterano en el oficio y el medio apenas obstaculiza, como si se cantara para sí o bajo la ducha. Más o menos, efectivamente.

En esa tesitura, la dificultad es parte misma de la creación y el borrón, el olvido de una palabra, el rebelde derrotero de una página o el vahído de la mancha forman parte de la misma conversación creadora.

Lo que se capta y lo que se pierde, lo que proporciona júbilo o desesperación generan, combinados, el quehacer de un cuadro o de un ensayo. Y afectan, aun sin decirlo, al que actúa como las radiaciones de un accidente.

A estas alturas de su vida, cuando Alberto Corazón ha producido miles de diseños y docenas de exposiciones por todo el mundo su presencia en la Marlborough será especialmente atractiva para él, no ya por los cuadros en sí, cosa acabada, sino por los ojos que sobre ellos ponen las visitas.

Porque en ese momento de la conexión nace, como bien se sabe, otra obra imprevista. La última y definitiva quizás. Aquella que pone al artista en su sitio, siempre frágil y necesitado, ansioso como todo humano, por ser comprendido y querido por el personal.

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24 de noviembre de 2011
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La técnica y el ser del hombre: del control del fuego a la medida cuántica XVI

XVI En síntesis...

 La techné a la que se refiere Aristóteles no es una modalidad más compleja de una potencialidad que en su generalidad compartiríamos con otros animales, sino la expresión de las facultades que singularizan al ser humano en el registro animal.

La historia de la techné pasa por múltiples escisiones: opuesta a la ciencia por un lado, opuesta al arte por otro lado, sin que pueda decirse que  tales polaridades esten firmemente establecidas. Herrero se ha podido decir del escultor Eduardo Chillida, y las conjeturas meramente teóricas de un Max Planck o de un Antton Zeilinger multiplican su impacto cuando surge el experimento técnico al que desde su propia formulación  están apelando.

En fin la disciplina científica que mayormente determina nuestra época no sólo vincula intrinsecamente el aspecto experimental y el aspecto técnico sino que en esta vinculación se pone de relieve que el technités que nosotros constituimos  es quizás la condición misma de posibilidad de que se den las propiedades que la técnica accede a medir, dando apoyo así a la vieja  idea de que el hombre es efectivamente medida de todas las cosas.

En un momento en el que tanto  la homología genética entre el ser humano y otras especies animales como por  la existencia de complejos maquinales que dan base a la idea de inteligencia artificial se buscan razones para poner en entredicho la  subversión que supuso la aparición  de la especie humana en el marco de la historia evolutiva y la irreductibilidad del lenguaje humano (por ende del pensamiento vinculado al mismo),  la persistencia de las aporías que desde hace casi cien años llenan de estupefacción a los grandes de la reflexión cuántica se erige en soporte para el mantenimiento de posiciones humanistas.

Uno de los problemas a los que se encuentra confrontada la teoría cuántica es el de que  también el instrumento con el cual medimos, al hallarse constituido por partículas elementales,  puede ser objeto de la medición  (lo cual acarrea entre otras cosas que el instrumento  meramente indicativo se halle intrincado en aquello que indica- gato  de Schrödinger en relación al dispositivo susceptible de descarga mortífera). Para evitar  la remisión al infinito von Neumann se atrevió a afirmar la irreductibilidad a la medición cuántica de aquello que el denominaba conciencia humana. La causa del  colapso de la función de onda ( la aparición pues de un gato vivo o de un gato muerto, con exclusión de ambas cosas a la vez) no sería otra que el observador consciente. El término conciencia probablemente  no era el más adecuado (quizás simplemente en razón de que von Neumann no estaba  al corriente de las dialécticas filosófico científicas en torno al mismo), pero lo que el gran científico quería enfatizar tiene aun vigencia:

No cabe reducir a mera presencia  en el orden natural la fuente misma de toda reducción. No cabe hacer del hombre un mero correlato del conocimiento, o sea  un objeto, no hay pues ciencia del hombre  y - en los términos que he ido plantando ultimamente esta reflexión- no cabe moldear por la técnica al technitès

 

 

La interpretación de la Mecánica cuántica conocida como Many  Worlds, múltiples mundos, es  hoy muy popular entre los físicos  en razón de que pese a su barroquismo tiene la ventaja de que cada uno de lo mundos que postula recupera las características de nuestro mundo clásico. Mas valen múltiples mundos que responden a lo que el sentido común atribuye al mundo de siempre, que un sólo mundo en el que no funcionan los principios de contigüidad, realismo, localidad etcétera, parecen decirse. Pues bien,

Si nos preguntamos en que difiere nuestro mundo -convertido de nuevo en clásico- de los otros mundos una respuesta mínima es que los otros son meramente postulados mientras que el nuestro es constatado, constatado por ese complejo unificado de facultades que constituyen el espíritu humano, al que a menudo nos referimos con el término conciencia (que en realidad representa tan sólo una rasgo- no siempre presente de tal complejo).

Los otros mundos son postulados pero no son  correlato de nuestra realidad  conceptual y lingüística, no son objeto concretamente de las mediciones cuánticas.

Todo lo que es posible es ciertamente real: tal es el soporte de la teoría de los múltiples mundos; sin embargo no todo lo que es real es actual, es decir por los instrumentos de medida dispuestos en última instancia por la condición humana. Una  sentencia a menudo citada a este respecto es la del gran físico John Archibald Wheeler: "no phenomenon is a real phenomenon until it is an observed phenomenon"

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24 de noviembre de 2011
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Genios con esmoquin

Tantas confesiones rodeados de los tapices de los gobelinos y de las cortinas brocadas, verde y oro, de la residencia del embajador de Francia. Alexander McQueen, hace nueve años, bebiendo vodka como si tuviera frío. Y susurrándome acerca de la enorme presión a la que estaba sometido entre los ejecutivos imposibles y la libertad creativa. Recuerdo sus palabras sobre sus comienzos difíciles, su espíritu anarquista y su fe revolucionaria. También sobre la Cruz de la Orden del Imperio Británico que le impuso la Reina Isabel II y su chaqué, sin asomo de irreverencia, «feliz de hacer felices a mis padres». McQueen fue nuestro primer Prix de la Moda. Toda una declaración de intenciones. Un genio insolentemente provocador golpeado por la tragedia, que dejó una inmensa huella. Con él construimos los cimientos para celebrar cada año una verdadera cumbre de la moda internacional en Madrid. Y con el espíritu de Marie Claire: reunir, mezclar e inspirar. Ya empiezo a escuchar las risas y los frous-frous en los jardines de la Residencia de Francia. El flequillo bohemio de Bruno Delaye, el embajador que tan gentilmente nos acoge en su casa. «La mejor fiesta de todos los tiempos fue “El banquete”, tal y como lo relató Platón ?nos contó el diplomático?; la primera noche se emborrachan todos, por la mañana, ni se acuerdan de lo que han hecho y se citan de nuevo diciendo: “Bueno, nos hemos pasado, reunámonos realmente para estar juntos y charlar”. Y hablan hasta el amanecer sobre Eros, el amor, y de esa discusión sale el maravilloso texto del pensador griego, fundamental en la filosofía occidental, donde dice que el amor procede de la búsqueda de la belleza». Sí: sin excesos ni amnesias, esa es la fiesta que deseamos. De la que quedó prendida la risa sonora de Alber Elbaz, con sus pantalones cortos y su esmoquin azul noche. Un hombre dulce y exacto, un ejemplo de sutileza que esculpe detalles sobre el cuerpo sin hacer ruido. O el allure mundano de otro de nuestros Prix, Stefano Pilati, otro abanderado de la nueva elegancia que llena de significado una palabra aparentemente tan vacía como chic. Cómo olvidar las manos enguantadas de Karl Lagerfeld, su curiosidad terrenal y su espíritu renacentista, reconciliándose ante mis narices con Clauda Schiffer después de diez años de silencios mal entendidos. O a Linda Evangelista, Alberta Ferretti, Frida Giannini, Carolina Herrera. Cuando estás a su lado, te sobra o te falta algo. Son mujeres que proyectan equilibrio a su alrededor, así como una actitud firme y creativa. En el jardín de invierno de la embajada de Francia, cada noviembre, se muestra cuántos rostros de la moda, la elegancia y el compromiso conforman la excelencia. Recuerdo cuando Naomi Campbell recibió un cerrado aplauso al dedicar su premio a todas las modelos de raza negra. O a Roberta Armani, Ali Hewson ?la mujer de Bono?, Lauren Bush, o Luciano Benetton demostrando que moda y solidaridad pueden tener un sentido oceánico. Nuestro álbum de fotos da probadas muestras de que necesitamos sentir el aguijón de la belleza, reivindicar una poética del mundo, sobre todo de la creación, y exaltar a las musas para sentir su aliento. Este año Haider Ackermann, Elie Saab, Irina Shayk, Tony Ward, Elisa Sednaoui, Ángel Schlesser, el grupo Puig Moda y María Reig serán nuestros homenajeados. Y formarán parte de la memoria que escribimos cada año, cuando la familia de Marie Claire se enfunda las plumas y el esmoquin para premiar el talento. (Marie Claire, diciembre de 2011)

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24 de noviembre de 2011
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I. Bañistas sin rostro

Armando Morales (1927-2011), quien acaba de morir a los 84 años de edad, se consagró como uno de los grandes pintores latinoamericanos del siglo veinte hasta convertirse en un verdadero clásico, uno de los grandes milagros del trópico centroamericano porque se hizo pintor a sí mismo en la Managua provinciana de los años cincuenta teñida por el gris de la dictadura somocista, con una sola escuela de bellas artes mal provista, pero, y he aquí otro milagro, dirigida por un maestro ejemplar que había estudiado en Italia, Rodrigo Peñalba. Desde esa humilde escuela partiría hacia su destino de pintor, en Nueva York, en París, en Londres, en Madrid y Barcelona, donde instaló sus talleres.

            Muy joven aún fue premiado en la Bienal de Sao Paulo, cuando pintaba abstractos, la primera de sus etapas, y a partir de allí fue capaz de entrar dentro de sí mismo para explorar sus propios recuerdos que tienen en sus telas la textura de los sueños, un paisaje recurrente extraído de las honduras de su memoria, el paisaje de su ciudad natal de Granada junto al Gran Lago de Nicaragua, habitado por bañistas desnudas en la madurez de su edad, que nunca tienen rostro, caballos famélicos triscando la hierba en la costa desolada o tirando de un coche sin cochero y sin pasajeros, el muelle antiguo que penetra en las aguas agitadas por un oleaje en sombras, un paisaje que habrá de repetirse en su obra con maestría obsesiva.

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23 de noviembre de 2011
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Transiciones peligrosas

No hay transición sin peligro. Nada es gratis en la vida, y no lo iban a ser también los cambios de régimen, de gobierno o de chaqueta. A los márgenes de incertidumbre inherentes a toda transición, hay que añadir los peligros exógenos. En cuanto empieza un tránsito, se relajan los viejos sensores y sistemas de control, se activan en cambio los detectores de las debilidades y se producen percances o incluso ataques desde los límites exteriores.

El peligro suele estar muy acotado en las transiciones más pautadas y experimentadas, como suelen ser los relevos del poder en los países democráticos, pero incluso estas transiciones suelen ser momentos delicados, especialmente en el escenario internacional. Los británicos, con sus añejas instituciones imperiales todavía vivas, efectúan el tránsito en un plis plas. El primer ministro derrotado apenas tiene tiempo de coger los bártulos porque en dos días tiene delante de la puerta del número 10 de Downing Street al camión con los muebles del vencedor en las elecciones y a la familia del nuevo premier que llega para distribuirse las habitaciones. Sus primos americanos, en cambio, hacen una de las transiciones más largas del mundo, entre la cita electoral del primer martes después del primer lunes de noviembre y el 20 de enero, aún a riesgo de encontrarse con disgustos notables, sobre todo en la escena exterior. Podemos hacer la lista demostrativa sobre las asechanzas del interregno presidencial: el desembarco y espectacular fracaso de Bahía Cochinos, preparado por la CIA, se produjo dentro de los cien días de John F. Kennedy; la larga ocupación de la embajada de Teherán, que electrizó todo el último año de la presidencia Jimmy Carter, terminó el mismo día en que Ronald Reagan prestaba juramento como presidente; la fracasada intervención humanitaria en Somalia, que termina con la retirada americana, empezó con Bush y tuvo que ser gestionada por Clinton: o el ataque israelí a Gaza, denominado operación Plomo Fundido, se produjo también aprovechando el intervalo entre Bush y Obama. Ahora mismo, la escena internacional se halla ocupada por la crisis financiera, que mantiene en vilo a todo el mundo por la solvencia cada vez más dudosa de algunas economías europeas, como la italiana y la española, y la creciente fragilidad incluso de otras economías aparentemente más a resguardo, como la francesa, la holandesa o la belga. Uno de los principios más elaborados de las teorías de la transición americana es que Estados Unidos no tiene nunca a dos presidentes a la vez. Para que esto sea así, desde el primer día se ponen a trabajar conjuntamente los equipos del presidente saliente y del entrante, de forma que quien sigue presidiendo y encabezando las decisiones es el primero pero nada se hace sin el acuerdo y el consentimiento del segundo. El relevo de gobierno y presidente actualmente en marcha en España plantea unos problemas muy similares, aunque en este caso la fragilidad internacional no viene porque se puedan producir crisis bélicas o de seguridad sino por la posibilidad de agravamiento de la crisis, con nuevos incrementos de la prima de riesgo, más caídas de las bolsas, rebajas en las calificaciones de la deuda y los ataques especulativos de rigor. Algo se ha hecho bien acortando al máximo los plazos. Hasta 1933 el presidente americano electo tomaba posesión el 4 de marzo, fecha que se avanzó en 42 días precisamente por las urgencias de la crisis bancaria que dominó la transición entre Hoover y Roosevelt. Era la Gran Crisis; ahora es la Gran Recesión. La parsimonia y el silencio no pueden formar parte de un método en estas circunstancias. Rajoy debe hablar. Que lo haga a su estilo: conciso, pero concreto. Pero que lo haga sin demora.

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23 de noviembre de 2011
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¿Quién mueve los hilos?

De nuevo, un término tan literario como abismo aflora en primera plana de la actualidad. Se utiliza sin mesura, aunque también sin intención poética. La imagen de una negritud indefinida, la frontera entre los contornos posibles y la nada. Nos acompaña el lenguaje catastrofista durante este año: hundimiento, debacle, precipicio… junto a una jerga técnica que el ciudadano, ayudado por la pedagogía de los medios, utiliza con progresiva desenvoltura: prima de riesgo, keynesianismo, default. La palabra que titula la primera década del siglo XXI es sin duda mercados. En plural, cobijada tras su sombrío anonimato. Dicen mercados cuando podrían decir bancos, de forma que el sujeto se esconde tras la suma de fuerzas abstractas responsables de que el dinero emprenda una caída en picado o aliente una remontada. Pero, sobre todo, ha conseguido que pasemos de lo físico a lo intangible. La economía ha ganado la partida a la política y ha tecnificado tanto el discurso público que sólo los tecnócratas ?que el mercado coloca al frente de los estados aparcando incluso transitoriamente la decisión de las urnas? parecen capacitados para manejar las arcas públicas mientras gobiernan un futuro incierto que Merkel cifra en diez años. El pensador de moda Jeremy Rifkin asegura que sólo el talento y la empatía, un compromiso activo que nos hace parte de una experiencia colectiva, nos sacarán de esta crisis. Pero hay que restar el declive del liderazgo que dominaba la retórica emocional y que ha sido eclipsado por el desplome de sus utopías. Así, ha emergido el profesional de la política, por dejación de aquellos que conseguían contagiar la esperanza con las metáforas de sus discursos. «Hoy no hay ningún líder idealista y esto conduce a la desazón de los indignados, esa especie de minirrevolución ciudadana por todo el mundo», asegura el consultor político Luis Arroyo, que ha llevado a cabo un estudio para la Fundación Ideas que pronto verá la luz. En él se llega a una curiosa conclusión: el 90% de los españoles está de acuerdo en la intervención estatal para evitar la acción de los especuladores. Y sin embargo la misma abrumadora mayoría se muestra contraria a ello si dificulta el libre funcionamiento del mercado. ¿Hallará Rajoy, que ha prometido poner en práctica un paquete de medidas anticrisis exprés, el dorado punto medio para encauzar la recuperación? ¿O será una pieza más de la economía globalizada que dicta medidas y tumba gobiernos? La prueba concluyente de la acumulación de poder en unas pocas manos la ofrece un estudio publicado en New Scientist que viene a confirmar a través de las matemáticas los eslóganes de los indignados en todo el mundo: un selecto grupo, menos de un 1% de las empresas multinacionales, tienen en sus manos el poder financiero mundial. Se llaman JP Morgan, Goldman Sachs, Meryll Lynch, Deutsche Bank, Credit Suisse… El propósito de la investigación era trascender la ideología para identificar empíricamente las redes de poder. Y no es que su acumulación desproporcionada sea negativa en sí misma, indica el estudio, lo más peligroso es la conexión entre estas compañías, de forma que contagian sus oscilaciones a la economía global moviendo los hilos del planeta. Nunca habíamos visto tan borroso, ni habíamos sentido reptar con tanta intensidad la incertidumbre a nuestro alrededor. La realidad nos empequeñece, por eso es tiempo de simplificar las rutinas y volcarse en los afectos desplazando ambiciones por placeres sencillos. Contemplar cómo avanza el invierno y cómo va emblanqueciendo el amanecer a pesar de que oscilemos entre números rojos y negros, mientras de nuevo nos decimos menos es más. (La Vanguardia)

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23 de noviembre de 2011
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La tumba de la poesía

Conocí hace un tiempo a un hombre que no leía poesía pero tenía una extraña predilección por las tumbas de los poetas. Era un buen viajero, y antes de cada uno de sus viajes se documentaba concienzudamente sobre los cementerios de las ciudades que visitaba, a la búsqueda de lugares donde reposaran los restos de algún poeta.

Al llegar a su destino siempre encontraba alguna hora para visitar la tumba decidida de antemano, sin importarle mucho si el poeta en cuestión era una gloria universal o un modesto talento local, ni si estaba sepultado en un suntuoso panteón o en un humilde nicho. Permanecía largo rato ante la lápida elegida y ese hombre, mal lector de poesía, tenía la sensación de que oía versos primorosamente recitados en las más distintas lenguas y, aunque no entendía las palabras, sí creía comprender el espíritu de los murmullos que llegaban a sus oídos. Estaba convencido de que todos esos versos aparentemente incomprensibles que llegaban a él en los distintos camposantos eran fragmentos de un único poema, cuyo espíritu sólo lograría captar si, de tumba en tumba, conseguía juntar las múltiples piezas del rompecabezas. Deduje, de sus explicaciones, que cada poeta particular no significaba nada para él, y que lo realmente importante era la poesía en su conjunto, no tal como la reflejaban los libros sino como la resguardaban las tumbas de los que habían escrito estos libros. Este hombre extravagante, que no leía jamás poemas, creía conocer, así, la esencia de la poesía.

Hace unos meses, en Peredelkino, me acordé de él. Peredelkino es una población dispersa compuesta por pequeñas dachas inmersas en bosques de robles. En ella vivieron muchos escritores que la describieron como un paisaje idílico. En la actualidad, cuando uno se aparta de la recia protección de los robles, surgen, amenazantes, los gigantescos bloques de viviendas con los que Moscú coloniza los campos circundantes. A medida que han muerto los antiguos habitantes de las dachas, o simplemente han sido desalojados, los nuevos ricos se convierten en moradores de lo que acabará siendo un barrio residencial de la metrópoli.

El dinero fácil ha hecho que se multipliquen los detalles de mal gusto y, en muchos casos, la anterior austeridad de las casas ha sido sustituida por esa ostentación en forma de partenones y cúpulas acebolladas con los que se deleitan los poderosos en Rusia. La perla del lugar es una imitación a gran escala del San Basilio moscovita que, según me contaron, se está construyendo para el solaz del patriarca metropolitano, quien, de este modo, ha trasladado parte de la plaza Roja al bucólico pueblo de antaño.

Sin embargo, pese a la invasión, Peredelkino sigue poseyendo la atmósfera singular de los escenarios en los que han sido creadas grandes obras del espíritu. Transformada ahora en pequeño museo, está la casa en la que Boris Pasternak vivió los últimos años de su vida y en la que escribió El doctor Zhivago. Muchos de los paisajes de esta novela están inspirados en los alrededores de Peredelkino.

La vida de Pasternak está unida a esta población, y también su muerte, pues está enterrado en su cementerio, una húmeda colina cruzada por caminos serpenteantes. Un sobrio monolito con la cabeza del poeta esculpida en bajorrelieve, advierte de la presencia de su tumba. Frente al monolito, a unos pocos metros, hay un banco de madera y, entre ambos límites, la frondosa vegetación no oculta el jarrón de flores que una admiradora del poeta depositó en el suelo, justo antes de mi llegada.

Me senté en el banco mirando, alternativamente, el jarrón de flores blancas y la cabeza -"caballuna", como él decía- de Pasternak. Traté de recordar algunos de sus versos pues en otra época me sabía poemas de memoria. Pero no recordé ninguno. Tenía la sensación de que los oía, e incluso de que los comprendía, sin que ningún verso acudiera a mi cabeza con mediana claridad. Era una experiencia sumamente agradable, por más que al principio me incomodara mi torpeza para recuperar los poemas de Pasternak. De hecho me di cuenta de que no estaba en condiciones de recordar ningún verso de ningún poeta. Entonces, inevitablemente, resurgió en mi mente la figura del aquel curioso visitador de tumbas que había conocido años atrás: quizá me ocurría, como a él, que los poetas ya carecían de importancia porque la poesía no podía ser captada en ningún otro idioma que no fuera el que recoge el roce del viento con los pensamientos sellados en las tumbas. O sencillamente me había vuelto amnésico, felizmente amnésico, porque hubiera continuado horas y horas sentado en aquel banco de madera en el que creía oír lo inaudible.

Habría querido contar esta experiencia a nuestra anfitriona de Peredelkino pero ella nos contó una historia que no me dejó muchas opciones. Durante años, según dijo, en aquel banco de madera frente a la lápida, que tanto me había cautivado, fueron instalados, por parte de la policía secreta, micrófonos ocultos para grabar todo lo que comentaran los ciudadanos que iban a honrar la sepultura de Pasternak. Se trataba de averiguar qué conspiraciones se escondían bajo la supuestamente frágil coraza de los versos. Boris Pasternak, calumniado en vida, fue perseguido también tras su muerte mediante la persecución de sus seguidores. Los micrófonos grababan lo que serían, luego, acusaciones. Una historia grotesca y atroz.

Sin embargo, lo que con toda seguridad no pudo grabar la policía secreta fueron los murmullos que oía el visitador de tumbas, y que yo creí oír aquella tarde. Afortunadamente ninguna policía del mundo puede sospechar que exista algo semejante.

 El País, 13/11/2011

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23 de noviembre de 2011
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Una elegante lamentación del tiempo presente

El breve ensayo de John Lukacs publicado por Turner es una elegante lamentación del tiempo presente y, ya en las páginas finales del libro, una sarcástica reivindicación de sí mismo. No
está exenta de ese inconfundible murmullo humorístico que distingue a una inteligencia cínica (en la más griega de las acepciones) y por ello puede mostrarse resueltamente hostil con los colegas y editores que le han defraudado.

Esos que se han negado a citar sus numerosos y radiantes ensayos históricos, ya sea por rivalidad o temor, envidia o simple malevolencia (esa forma de ociosidad tan productiva en
la comunidad intelectual), están socavando los notables logros de la tradición cultural de occidente. O esto al menos es lo que nos da a entender.  

La negligencia de las revistas especializadas, abrumadas por la abundancia de una bibliografía
descomunal, la especialización fragmentaria de los expertos en un solo asunto, las exigencias políticas de la carrera académica y el indolente abandono de los requisitos imprescindibles a un historiador -veracidad y honestidad-, contribuyen a consumar el más grave deterioro cognitivo de nuestra civilización: la pérdida progresiva de nuestra capacidad de atención.

El prolífico y radiante historiador norteamericano (nacido en Hungría en 1924) se pregunta en este reconfortante pero demoledor ensayo qué quedará de nuestra tradición culta y libresca. Qué futuro le espera a la Historia y cuál será el destino de los historiadores. Cuánta inteligencia sobrevivirá a la desparramada confusión contemporánea.

Reconocido autor de deliciosos relatos históricos (Cinco días en Londres, Sangre, sudor y lágrimas), Lukacs es un pensador que venera la literatura. Como historiador no deja de indagar la naturaleza de los hechos que estudia pero como escritor tan sólo quiere acompañar al lector en la delicada resurrección del tiempo pasado. Lukacs identifica los sucesos verdaderamente
significativos y centra toda su energía en lo que ya es el registro vertebrador de su método: "lo que piensan y creen las personas constituye la esencia fundamental de lo que sucede en este mundo".

Lukacs acoge con escepticismo la influencia de una tecnología que propicia la dispersión, la
superficialidad, y la conformidad con unas fuentes cada vez menos sujetas a la verificación.
Le asombra la ingenuidad con que muchos de sus estudiantes, que apenas leen libros, dan por buena la información que repliegan en Internet. Y no puede dejar de preguntarse una y otra vez a dónde nos conducirá el desenlace de nuestro suspense cultural. "La larga transición de la era verbal a la gráfica nos conduce a una nueva forma de barbarie llena de nuevos peligros".

Otra de sus observaciones adquiere en estos momentos su especial lucidez: "hay que darse cuenta de que las personas no tienen ideas. Las eligen".

Por breve que sea su recusación no deja de sonar con estruendo la descripción que hace de nuestra época: "desde 1920 la publicidad gobierna la opinión y los sentimientos de la mayoría". Y más adelante, sentencia: "lo que marca el devenir histórico de las sociedades no es la acumulación de capital, es la acumulación de opiniones".

Para Lukacs el historiador es sobre todo el investigador de la mentalidad dominante en cada
época. Y la huella de estas ideas, sensaciones, impresiones y creencias ha sido brillantemente captada por los novelistas. La novela y la Historia, dice, se criaron juntas. Y un Historiador, por ejemplo, del siglo XIX debe leer La cartuja de Parma, Guerra y Paz, Historia de dos ciudades y La Educación sentimental.

Sus reflexiones sobre la novela son augurios imprescindibles y no deja de ser alentador que de este mundo nuestro en transformación Lukacs espere la llegada de un escitor que finalmente renueve el género narrativo por excelencia y sepa elaborar lo que nuestra época necesita.

Como especialista en su campo, Lukacs está libre de muchas contemplaciones y no le importa arremeter contra lo que considera un intento fallido de hacer literatura histórica. (Contra Roth por su Conjura contra América y contra Mailer por su meta ficción sobre Hitler). "Muchos de estos libros, dice, quedan viciados cuando incorporan, tuercen, deforman y atribuyen pensamientos, palabras y actos a unos hombres y mujeres que existieron de
verdad".

Creo que invitaré a Javier Cercas y a Jordi Gracia a leer este libro. Sin duda será de su agrado,
y cada uno por sus respectivos motivos, acometer alguna refutación convincente.

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23 de noviembre de 2011
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El Boomeran(g)
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