Sergio Ramírez
Dentro de ese sueño de poder sin tiempo no se puede entender la realidad de la muerte. No pudo entenderlo el emperador de Etiopía Haile Selassie, León de Judea, Potencia de la Trinidad, y Rey de Reyes, cuando la periodista Oriana Fallaci le preguntó en una célebre entrevista qué pensaba de la muerte. Atónito, desconcertado, se quedó mudo. Le estaban hablando en un idioma que no era el suyo, en el que no existía la palabra muerte. Su idioma era el de la inmortalidad a pesar de que era ya un anciano. Y lo que hizo fue llamar, lleno de ira, a sus guardianes para que sacaran a la periodista de su palacio. Por supuesto que si no pensaba en la muerte, tampoco en el fin de su poder, que al fin llegó también, porque fue derrocado.
Es lo mismo que pasó al dictador de Rumanía, Nicolás Ceausescu, el Gran Conductor del Pueblo, y a su esposa Elena, la Madre de la Nación. En la Navidad de 1989, ambos, pues compartían el poder, convocaron a una manifestación de respaldo, porque había ya señales de rebeldía, y la plaza frente al Palacio del Pueblo se llenó con decenas de miles, acarreados como siempre en vehículos del estado. El principio del despertar de su sueño de poder omnímodo ocurrió cuando aquella inmensa masa de gente, fiel siempre a las consignas oficiales, comenzó a abuchearlos. El más desconcertado fue el Gran Conductor, que debió interrumpir su discurso porque los gritos en la plaza ya no dejaban oír sus palabras. La Madre de la Nación, en cambio, ordenó a los soldados de su guardia pretoriana que dispararan contra los manifestantes, pero no fue obedecida.