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Vocación eremita

Noche histórica, una vez más. No la del sábado en Madrid, sino la del jueves al viernes en Bruselas. E histórica por defecto. O por defección. Es decir, no por lo que se decidió, sino por lo que no se pudo decidir y, sobre todo, por quién faltó a la cita decisiva. La Unión Europea venía sumando desde 1957, cuando la firma del Tratado de Roma. Era un tren que iba añadiendo vagones sin descarrilar y acomodándose siempre al paso del más cansino. Hasta la pasada semana, esa madrugada del 9 de diciembre que ha pasado ya a los anales. Esta vez resta. El tren se ha roto. Europa avanzará a más velocidad, pero alguien quedará fuera. Alguien de tanto peso y prestigio como Reino Unido, con su capital financiera y su vocación de cabeza de puente con Estados Unidos y con la globalidad.

Lo que se quiso decidir fue una reforma de los tratados para hacer una Unión Fiscal de 27 socios, todos, una contorsión prácticamente imposible para el primer ministro conservador británico, David Cameron, euroescéptico él mismo, acosado además por el radicalismo antieuropeo del partido conservador y del conjunto de la opinión británica. Por primera vez, Alemania y Francia se presentaron con un plan B y dispuestos a no ceder en nada de lo fundamental: si no había reforma con los 27, habría tratado intergubernamental entre los que quisieran, que de momento fueron ya 23 y quizás serán 26. ¿Veto británico? No lo hubo. Veta quien impide un acuerdo. Hubo acuerdo. Y portazo: me voy, os dejo solos. Como nadie sigue a quien se va, no es veto sino voto ermitaño, soledad y abandono. Eso es lo histórico de aquella madrugada, más tangible de momento que esa Unión Fiscal de la que no sabemos si funcionará ni qué efectos tendrá de inmediato sobre la confianza en las deudas soberanas. Los europeos necesitábamos una noche histórica. Lo hubiera sido con el acuerdo de una Unión Fiscal entre 27, incluso si Cameron hubiera obtenido un arreglo aceptable para todos. Será también histórica, pero por el portazo que desune y resta; pero todavía no por la Unión Fiscal. El regocijo al otro lado del canal es indescriptible. Los que quieren cortar amarras están que no caben en sí de gozo. Piden más. Ahora un referéndum para irse. Luego negociar un estatuto especial. No han identificado todavía las sonrisas enigmáticas de Merkel y Sarkozy. La canciller alemana quería la reforma del Tratado para seguir con los 27 bajo la vigilancia del Tribunal de Luxemburgo y la moneda al mando exclusivo del Banco Central, dos entes independientes de cualquier gobierno: nada para la Comisión y apenas para el Parlamento; era su 'método de la Unión', alternativa al 'método comunitario' que considera obsoleto. Sarkozy quería una Europa intergubernamental, con la Comisión alejada de las decisiones, y un Consejo de presidentes y jefes de gobierno, soberanos en cada país y soberanos juntos, que señalaran el camino a todos, Banco Central incluido. Cameron abre la puerta a la solución de sus diferencias: impide el acuerdo entre 27 y facilita la coartada a la canciller para retirarse hacia la fórmula intergubernamental francesa, aunque ella misma se encargará luego de llenarla de contenido alemán. El error ahora de los conservadores británicos sería seguir yéndose, después de su primer retroceso en 38 años. Es lo que espera el federalismo europeo: tras la Europa fiscal, la Europa social, luego la Europa directamente política, quitarles protagonismo en política exterior, trasladar el peso de la City a París y Francfort... Cameron se va porque no se aceptaron sus exigencias para la City como condición para quedarse. Pero fuera hace mucho frío: será todavía peor. No valdrá ni siquiera la esperanza euroescéptica de que las cosas vayan muy mal en el continente, el euro se pierda y Europa se hunda. Su destino seguirá ligado al de los europeos aunque den un portazo cada día: también ellos se hundirán. No son ya un imperio. No pueden vivir solos en la globalidad. Estados Unidos mira hacia el Pacífico y no hacia las costas europeas, donde en todo caso buscan directamente a Alemania como cabeza de puente.

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12 de diciembre de 2011
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A sangre y fuego

Si fuera costumbre poner a la puerta de las librerías un Cuaderno de Recomendaciones casi seguro que una de sus primeras entradas diría: “Compre a ciegas cualquier libro de Manuel Chaves Nogales que caiga en sus manos porque todos ellos son excelentes”.

Después de muchos años de olvido, y tras un notorio esfuerzo por recuperar la figura y la obra del  excelente periodista sevillano, ahora coinciden en las librerías dos obras suyas de primera línea, aunque no sean de las más conocidas. Una de ellas es La defensa de Madrid, centrada en la figura del general Miaja, el hombre que tuvo a su cargo la defensa de la capital y que al final fue abandonado a su suerte por el gobierno de la República. Junto  con el viejo, melancólico y desengañado general, el protagonista del relato es el pueblo de Madrid, tanto en su faceta de combatiente sin apenas medios como en su calidad de población civil que vive en sus carnes el progresivo ensañamiento de la aviación y la artillería rebeldes contra objetivos no militares en un intento despiadado por  minar la moral de los combatientes. El libro es estremecedor porque, más allá de la retórica militar, el acento recae en el sufrimiento de unos hombres y mujeres sometidos al doble terror de los extremismos, ya fueran fascistas (desde el exterior) o revolucionarios (en el interior). Era la llamada Tercera España, desgarrada por sus extremos y a merced del odio y el afán de revancha de unos y otros. Y en medio un hombre, una sola voz clamando cordura, defensor de la libertad, aferrado desesperadamente al faro de la razón .

La objetividad en el punto de vista narrativo es la aportación más notoria  de Chaves a la cada vez más copiosa bibliografía sobre la Guerra Civil española. En la segunda de sus obras que actualmente se encuentra en las librerías, A sangre y fuego, el lector nunca sabe qué va a encontrar en cualquiera de los nueve relatos que componen en volumen: ejemplos de la eufemísticamente  llamada “justicia revolucionaria”; la guerra de exterminio llevada a cabo por una tropa de señoritos caballistas sevillanos; la violenta irrupción de fanáticos, desertores y saqueadores que se dicen a si mismos luchadores por el pueblo o estremecedores ejemplos de ferocidad y heroísmo en uno y otro bando. Al fin y al cabo quienes luchaban a uno y otro lado de las trincheras eran un solo y mismo pueblo al que Chaves Nogales se esfuerza por defender. .

Pero junto a la objetividad o ecuanimidad en el punto de vista narrativo, lo verdaderamente significativo en el quehacer de Chaves Nogales es su condición de escritor de una calidad extraordinaria. Y pongo varios ejemplos: en una estación de ferrocarril castellana ocupada por los  militares rebeldes se espera la llegada de un tren de dinamiteros asturianos. Pero en su lugar llega un simple tren de pasajeros cuyo maquinista es detenido y obligado a saludar “como Dios manda”. Y al pobre hombre no se le ocurre mejor cosa que dar un “Viva la República” que, obviamente, le cuesta la vida allí mismo. O esa pobre muchacha que baila desnuda en un escenario  cuando interrumpe el espectáculo la llegada de un grupo de forajidos armados hasta los diente: “los músicos de la orquestilla se callaron a destiempo, y la muchachita  desnuda que estaba en el escenario se quedó más desnuda y encogida cuando le faltó incluso el son de la música con que únicamente se arropaba”. Un  último ejemplo podría ser la descripción de Bigornia, un hombre gigantesco  “herrero, hijo de herrero y nieto de herrero, había conocido en su infancia una fragua que no difería gran cosa de la de Vulcano, y, aunque el raudo progreso mecánico del siglo hubiese  sometido su instinto y su fuerza natural a la deformación y el aguzamiento de la técnica, conservaba un fondo selvático de forjador primitivo, un hombre del bosque, fuerte y de gran resuello, que por primera vez junta el hierro, el fuego y el agua, sopla, golpea, templa e inventa el acero”. O las dos  frases que cierran el libro:

“Daniel  [un obrero sin más ideología que la del trabajo con el comprar pan para sus hijos], convertido en miliciano de la revolución, luchó como los buenos.

Y murió heroicamente luchando por una causa que no era la suya. Su causa, la de la libertad, no había en España quien la defendiese”.

                Chaves Nogales sabía bien de qué hablaba porque cuando en 1937 se vio obligado a exilarse, era buscado por fascistas y revolucionarios aunados en su deseo de fusilarlo porque la libertad, como bien decía él mismo, no había quien la defendiera.

 

 

A  sangre y fuego

Héroes, bestias y mártires de España

Manuel Chaves Nogales

Libros del Asteroide

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12 de diciembre de 2011
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Un descalabro

Para ampliar la columna de la otra semana, incluyo aquí el artículo de El País del sábado 10 de diciembre, por si no había quedado del todo claro. 

 

 ***

Creo que la alarma debería haberse disparado hace ya bastantes años, pero en todo caso un partido socialista capaz de considerar como valor indudable para la sucesión de Zapatero a una profesional del humo como Carme Chacón, de la que nadie conoce una sola idea, es un partido que da señales de parálisis.

El abandono de los votantes puede tener muchos motivos. También deben de haber optado por varias alternativas, muchas de ellas respetables. En todo caso yo sé cuál ha sido la mía y la razón principal para abandonar el partido al que he dado mi voto desde la muerte de Franco. Ha de ser un caso frecuente, así que (excúseme la inmodestia) escribo en nombre de varios centenares de miles de ciudadanos que han rechazado la imposible candidatura del PSOE. Y la causa es fácil de resumir: creo que han caído en el más absoluto desconcierto.

Por ejemplo, es de todo punto incomprensible que el presidente de los socialistas vascos sea Eguiguren, un melifluo valedor de quienes han defendido el asesinato como arma política. Aún confunde más el que Montilla, promotor del hundimiento del socialismo catalán, siga en su sillón, mudo, como es lógico. Los socialistas periféricos descubrieron el nacionalismo y fueron aplaudidos por la ejecutiva, pero pasarán a ser irrelevantes porque esa opción, a mi entender inequívocamente derechista, está muy bien representada por los grupos oligárquicos urbanos y los ruralistas, una unidad que ha funcionado perfectamente desde el siglo XIX.

No es menos confuso el sur, en donde el nacionalismo aún no ha cuajado (todo llegará), pero cuyos dirigentes se dedican a la compra de voluntades de un modo tan evidente que algunos acabarán en el banquillo. Así que mientras los socialistas catalanes apoyan las muy reaccionarias tesis de que Andalucía les roba el dinero, los socialistas andaluces se dedican a repartir subvenciones para ganar votantes. La contradicción parece que no preocupa a nadie en el partido, pero los votantes se preguntan qué están votando.

Descontadas las tres regiones hasta aquí mencionadas, el partido socialista simplemente ha desaparecido del restante mapa español. Algo se habrá hecho mal, deduce cualquier persona con un gramo de seso, pero luego observa las secuelas de la debacle y advierte que todo sigue igual, incluido el indescriptible presidente Zapatero y su corte de aduladores, o el curtido candidato que ha conseguido hundir las encuestas más pesimistas.

Con la mejor voluntad uno se dice que ese partido no sabe lo que quiere, excepto mantener el sueldo de sus jerarcas. Y con mala voluntad lo plantea al revés: siendo así que lo único que les importa a los jerarcas socialistas es mantener la nómina, no es raro que el caos se haya apoderado de unas siglas que habían suscitado la esperanza de millones de españoles hace décadas. ¿Cómo se ha producido un fenómeno tan extraordinario? ¿Cómo puede ser que le esté sucediendo al PSOE lo que ya le sucedió a la UCD?

Casi todos mis amigos y conocidos, o bien han ocupado cargos en el partido socialista o bien han sido votantes inquebrantables, exceptuada la última elección. Durante muchos años hemos hablado, discutido, nos hemos reído de las meteduras de pata y hemos celebrado los aciertos. Sin embargo, en los últimos años algo ha cambiado. Ya no era posible hablar libremente. Uno tenía que ir con cuidado porque los socialistas se ofendían fácilmente, signo inequívoco de inseguridad. Argumentar no estaba bien visto. En cuanto te apartabas un poco de la ortodoxia comenzabas a ser mirado de soslayo como un posible submarino del PP. Y si la diferencia era de gran tamaño, como era inevitable en Cataluña, no había conversación posible y uno era tachado de facha sin más transición. Y sin embargo los disidentes sabíamos que los fachas eran ellos porque querían aplastar a la disidencia.

La confusión se adueñó de los socialistas a partir del gobierno tripartito de Cataluña que significó un giro radical en el ideario histórico: del internacionalismo se pasó a un nacionalismo derechista. De rebote y por mantener una imposible coherencia, los socialistas vascos del ramo Eguiguren comenzaron a coquetear con los de Batasuna y los socialistas gallegos se compraron una gaita. Por milagro aún no han reivindicado los socialistas andaluces su a todas luces poderosa identidad nacional. A nadie del partido se le ocurrió que en Italia, país similar a España, pero con contrastes de identidad mucho mayores, sólo la ultraderecha plantea diferencias "nacionales".

Si a la deriva derechista se añade la política de imagen (y sólo de imagen) que consistió en montar una especie de ONG universal para sumarse a cualquier manifestación de agravio (o de agravia), en lugar de analizar con seriedad los problemas de las minorías (por ejemplo, los castellano hablantes de Cataluña) y considerar su componente de clase (baja) como elemento de conflicto, el resultado es la convicción de que ese partido derechizado tiene tan mala conciencia que sólo es capaz de políticas pánfilas, pero hipócritas.

Salir de ese pantano no va a ser tarea sencilla, sobre todo cuando han propiciado el poder omnímodo de un PP que si ahora congela sus extremos eclesiásticos y se centra, bien puede durar tres legislaturas. La renovación del PSOE se va a realizar con un horizonte sin estímulos y una travesía tan larga y triste que difícilmente alguien con talento y voluntad se va a poner al frente de la empresa. Sucederá lo peor: se impondrá la pereza, la resignación, la parálisis de quienes controlan el poder burocrático, lo que dará una oposición gritona y sin convicción.

Medidas serias, como la de obligar a los socialistas catalanes a que aparten sus manos del pastel nacionalista, o bien, si no, que el PSOE se presente en Cataluña con sus propias siglas, me parecen imposibles de alcanzar. Dejar atrás la estúpida dialéctica de "el pueblo contra los banqueros", que es una aceptable caricatura para Izquierda Unida, pero no para un partido con ánimo de gobernar, tampoco parece fácil. Justamente una de las últimas decisiones del gobierno socialista ha sido la de indultar a un banquero tramposo sin dar explicaciones. Y esa es otra causa de defección: exigir a los socialistas con tareas ejecutivas que justifiquen sus actos, que respondan de sus errores, chapuzas, fracasos y corrupciones, parece una petición de ingenuo idealismo.

Me parece a mí que estos dirigentes no entienden que las corruptelas y los desórdenes éticos se dan por descontado en la derecha y no afectan a su votación, como ha dejado bien claro el caso de Berlusconi, pero la izquierda debería tener como principios inalterables la honestidad, la cultura, la educación y la justicia. Algo de eso van a tener que proponer en su refundición aunque tengan muy pocos candidatos ejemplares.

Pero no van a tener más remedio. Algo que parecen no tomar en consideración los actuales dirigentes del socialismo español es que los votantes han cambiado considerablemente desde la época de Felipe, cuya presencia en estas elecciones, por cierto, nos ha afligido a muchos de sus antiguos votantes. A los ciudadanos ya no se les puede llevar de la nariz con un periódico y dos cadenas de TV. Hay ahora otros instrumentos para conocer con exactitud lo que están cocinando quienes se presentan como sacrificados amigos del pueblo.

En su inevitable refundación no estaría mal que los socialistas comenzaran, por ejemplo, diciendo la verdad sobre su confusa ideología y aceptando que la guerra fría ya ha terminado. La izquierda necesita otro lenguaje y nuevos conceptos. Si así lo hicieran, todos se lo agradeceríamos porque quizás sería posible volver a sentir simpatía por ellos e incluso a lo mejor recuperaban nuestro respeto, que es la condición imprescindible para volver a ganar unas elecciones.

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12 de diciembre de 2011
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El amor no tiene atajos

El simbolismo navideño es ante todo luminoso. Los tendidos de luces que cuelgan en las avenidas, cada vez más parcos, nos devuelven el aire festivo del encantamiento. Como si unas manos invisibles engalanaran el mundo que se dispone a abrazarse fraternalmente alrededor de un pavo. La parafernalia de la Navidad siempre lleva lazo, ramita de acebo y huele a canela y naranja, que el marketing olfativo etiqueta como aroma navideño. Se calcula que en estas fiestas la gente se gastará una media de 352 euros en regalos. También aseguran que el acto de regalar a menudo complace más a uno mismo que al destinatario. Ocurre igual que cuando se organiza un viaje: la máxima felicidad se alcanza al prepararlo, organizando rutas en una prolongación del deseo que busca un espejo en la realidad. Las expectativas nos fortalecen a la vez que nos desamparan. Por ello en vísperas de fiesta nos envolvemos con un lazo imaginario. El tan coreado amor universal acaba por rozar la mejilla de los cínicos y los outsiders, que se extraditan de los festejos. Y se acerca a ese ser interior que custodiamos, una especie de yo íntimo que nada tiene que ver con el yo social. El mensaje navideño vende bien y trae calor en plena escarcha: chispas de reconfortante fuego que adormecen las carencias. La idea de la familia emerge ante la necesidad de hacer piña en plena precariedad. En cuanto al amor, incluso los antirrománticos, en su fuero interno, albergan esa fantasía. ¿Por qué si no se siguen vendiendo libros de Jane Austen, ahora también en Kindle? Su ingrediente principal es la heroína que se debate entre un mundo insidioso y sus propias convicciones, esto es, la voz de su corazón, o mejor dicho, de su inteligencia. Amor y matrimonio. El hombre perfecto aunque sin brillo y el hombre atractivo aunque inconveniente. Claro que los finales felices de Austen son determinantes para mantener su hechizo, pero su admirable perspicacia y su capacidad de mantener en vilo al lector, mostrándole que difícilmente en el amor se hallan trajes a medida, son las claves de su éxito inagotable. El ensayista William Deresiewicz recuerda que, cuando se sumergió en la obra de Jane Austen, un viejo profesor le llamó la atención sobre la escena de una de las primeras obras de la autora, La abadía de Northanger, en la que Catherine le dice a Henry: «He aprendido a amar a un jacinto». Y ante la perplejidad de Deresiewicz, su profesor continuó: «Austen está diciendo que tenemos que aprender a amar las cosas, y que eso es algo que no sucede por sí mismo». La adicción al deseo conduce al autoengaño y a la euforia de la conquista le sigue la nostalgia del enamorar. Después sobreviene el tedio. Sobre todo porque aún se considera que el amor debe llegar de fuera, no de dentro. Y que a amar no se aprende, cuando se trata de la asignatura más ardua de todos los tiempos.

(La Vanguardia)

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12 de diciembre de 2011
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Una modesta propuesta educativa

Durante varios días los usuarios de redes sociales no han cesado de burlarse del traspié: tras presentar su libro México, la gran esperanza en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, Enrique Peña Nieto fue incapaz de responder cuáles eran los tres libros que habían marcado su vida. No sólo trastabilló como un alumno que no ha hecho la tarea, sino que confundió a Carlos Fuentes con —of all people— Enrique Krauze. De inmediato una avalancha de críticas se precipitó sobre él y LibreríaPeñaNieto se convirtió en tema central de Twitter. A continuación, en un episodio de vodevil, Ernesto Cordero quiso prolongar la mofa y él mismo convirtió a Laura Restrepo en Isabel Restrepo al mencionar los tres libros que —dijo con orgullo— ha leído este año.

No es la primera vez que un político incurre en un desliz semejante: Vicente Fox se vanagloriaba de su incultura e incluso Josefina Vázquez Mota, entonces secretaria de Educación Pública, también confundió a Carlos Fuentes… con Octavio Paz. No se trata, tampoco, de un fenómeno mexicano: en España se regocijan con la anécdota según la cual Esperanza Aguirre, cuando era ministra de Cultura, se congratuló por el Premio Nobel concedido a la gran escritora portuguesa Sara Mago.  

Sin duda, cualquiera puede tener un olvido, pero una cosa es no recordar un autor o un título y otra ser incapaz de mencionar los tres libros que le han cambiado la vida a uno. Quizás porque a ninguno de estos políticos los libros les han cambiado la vida. Lo he dicho en otro momento: leer no nos hace por fuerza mejores. Stalin era un lector empedernido, lo cual no le impidió asesinar a millones de personas (y a numerosos escritores). Pero un gobernante necesita conocer de cerca el universo de sus gobernados y para ello la lectura —incluida la lectura de ficción— resulta una herramienta indispensable.

Este penoso espectáculo demuestra más bien otra cosa: el espacio mínimo que la lectura ocupa en nuestro tiempo. Si nuestros políticos no leen, o leen mal, es porque no sienten que ensayos, poemas o novelas sean relevantes para su desempeño. Porque consideran que los libros —y en general la cultura— son formas de entretenimiento tan inútiles como elitistas. Porque no se dan cuenta de que la lectura, y en especial la literatura, podrían ayudarlos a convertirse en mejores políticos.

En otro sentido, Peña, Cordero o Fox son productos típicos de nuestro sistema educativo, tanto público como privado (y no sólo el mexicano, aunque éste sea el peor de la OCDE). De un sistema que, en vez de incitar la lectura, nos enseña a odiarla. Todos hemos visto cómo los niños aman los cuentos infantiles y cómo, una vez en la primaria, pierden todo interés en los libros. La razón es simple: mientras los relatos de magos y dragones son un placer, en la escuela la lectura se torna una obligación.

Como escribió el novelista Daniel Pennac: el verbo leer, como el verbo amar, jamás debería conjugarse en imperativo. En otras palabras: la lectura, en la primaria, nunca debería ser obligatoria. A lo más, padres y profesores deberían compartir con los niños su gusto por la lectura y demostrarles que, detrás de esas letras hostiles, se encuentran miles de historias y personajes con los que pueden identificarse. Otro error: considerar que la lectura es superior a otras formas narrativas, como la TV, el cine o los videojuegos, y condenarla a un estatuto tan alto como indeseable.

Mi modesta propuesta es muy simple: cambiar, de una vez por todas, un modelo educativo propio del siglo xix, que no ha tomado en cuenta la aparición del mundo audiovisual. Dejemos de enseñar literatura y pasemos a impartir una materia que propongo denominar Clase de Ficción.

Estoy convencido de que la ficción es la mejor puerta a la lectura. La ficción que está en los cuentos infantiles y en las pantallas que hoy rodean a los niños. Lo que éstos necesitan es un guía que los ayude a circular de las miniseries y las películas de animación a los videojuegos y de allí, con naturalidad, a las novelas y relatos. Entonces los maestros podrían enseñarles algunos parámetros que les permitan distinguir la buena de la mala ficción: unas caricaturas profunda de una superficial, una telenovela ambiciosa de una inverosímil, un videojuego estimulante de uno predecible, una gran obra literaria de un best-seller inane.

Todo ello representa trastocar radicalmente nuestra anacrónica idea de cultura. Formar maestros que posean conocimientos de todas las formas de la ficción. Proveer a las escuelas con los instrumentos tecnológicos necesarios para cada disciplina. ¿Es mucho pedir? Quizás. Pero no hacerlo representa permanecer en el pasado. Hoy, miles de ficciones rodean a nuestros niños y nosotros no les enseñamos cómo enfrentarse a ellas. Los tenemos abandonados. Y, al hacerlo, los impulsamos a renegar de la lectura. Sí: es mucho pedir, pero sólo así conseguiremos que en el futuro nuestros políticos —y nuestros niños— no se sientan intimidados por los libros.

 

twitter: @jvolpi

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11 de diciembre de 2011
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¿Qué dosis de Europa necesitamos?

La frase orteguiana vale para todos en este mundo globalizado. Las viejas naciones son el problema, y Europa es la solución. No hay vías singulares para que los países europeos, desde el más pequeño hasta el más grande, puedan conectarse con el mundo global sin pasar por Europa. Los caminos particulares nacionales conducen al desastre o a la irrelevancia. Alemania y Francia son los que más saben de esta vieja lección de historia europea que el anciano canciller Helmut Schmidt quiso recordar en el congreso socialdemócrata de Berlín hace una semana.

El problema es conocer la dosis exacta de Europa, es decir, la cantidad de soberanía que hay que transferir hacia arriba, cuestión de la que se han ocupado estos pasados días los jefes de Estado y de Gobierno de los 27. Pero no basta con saber cuánta Europa hay que echar en la retorta para dar con la fórmula que corte por lo sano esta crisis de la deuda, sino que además debemos tener en cuenta cuánta nación propia somos capaces de ceder. Ahí ya no juegan los mercados ni las agencias de rating, la opinión de los juristas ni las normalmente sabias estrategias de los banqueros centrales. Pertenece al territorio de dificilísima conducción de los sentimientos, siempre proclive a la demagogia y al populismo. Puede que los países europeos sepan cuánta Europa necesitan, pero puede también que no sean luego capaces de aceptar una dosis tan alta. Este es un problema político insalvable sin romper la unidad de los 27. Los procedimientos de ratificación de las reformas de los tratados, incluyendo en varios casos las consultas vinculantes, son tan largos y difíciles que aseguran por sí solos la avería irreversible. Los diez últimos años de fracaso de la Constitución Europea y de interminables demoras del Tratado de Lisboa están ahí para recordarlo. Luego hay que contar con las posiciones ya fijadas de los países que no están en el euro, no quieren estar en el euro y prefieren que la dosis de Europa sea siempre cuanto más pequeña mejor. Nadie encarna mejor esta posición que Reino Unido, país que necesita un euro estable, pero no quiere una Europa políticamente unida, de la que tendrá que descolgarse. El problema de la dosis desborda el marco europeo. Afecta a Estados Unidos, donde siempre ha interesado una Europa con límites, pero cuando los límites han sido excesivos se ha echado las manos a la cabeza. Ahora el temor, también brasileño o chino, es que la crisis de la deuda europea termine conduciendo a la recesión mundial. El mundo, no tan solo las viejas naciones europeas y Europa misma, necesita al euro. Pero veremos ahora si la dosis de Europa que los europeos vamos a dar al mundo es del gusto de todos: de los británicos no lo es, obviamente. Y si sirve para sacarnos de esta crisis: algo dirán de todo esto en los próximos días los famosos mercados.

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11 de diciembre de 2011
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Nuestro poder vivificador

 Anatomía de la influencia es de nuevo un tratado sobre los autores y personajes eminentes que pueblan la literatura universal. Pero en esta ocasión el tono de Harold Bloom es elegíaco y celebra sus ochenta años con un testamento: "Ya no lucharé contra los Resentidos. Nos uniremos todos en nuestro polvo común".

Bloom reitera en esta larga meditación su teoría sobre la ansiedad que corroe a los grandes escritores pero renuncia a cualquier pretensión doctrinal. Se eleva recreando la retórica de un discurso interminable.

Elogia la pasión de la lectura y nos remite al origen de su veneración: renueva el entusiasmo de la primera vez y el asombro que inspiran las grandes obras. Pero una charla con Bloom requiere gran familiaridad con los libros supremos y saberlos de memoria después de una lectura tan extensa como profunda.

Lo excepcional notorio en Bloom es su método de seducción y cómo rehúye los tediosos razonamientos del argumento académico. Si no se respira el aliento de la inspiración poética que ilumina al autor, da a entender, el lector no tiene nada que hacer.  

Su visión de la ansiedad y la influencia, el mapa de los senderos que unen a cada escritor eminente con todos los demás, es absoluta. Sus razones son sentencias y se sancionan a sí mismas como profecías. Omite la secuencia temporal que rige el orden del mundo y desvela la influencia que algunos escritores tuvieron en sus antepasados.

La retórica de Bloom es reiterativa, insistente, poética, pues cree que nada ha sido cabalmente entendido. Las obras maestras están por encima de nuestra comprensión y si salimos derrotados de este desafío caeremos en la Edad del Resentimiento. Salvo que nos propongamos leerlas una y otra vez, durante toda la vida, dice Bloom.

El crítico trata con desdén a los melifluos, torturados y hostiles guardianes de la ortodoxia y los repudia con la insolente alegría adolescente que vivifica el entusiasmo de la primera lectura: Bloom expande este espíritu devoto, lo incrementa, lo santifica.

A los grandes escritores les inspira una envidia sagrada, dice, pero nadie elige al maestro de su veneración; el autor será elegido por su antepasado literario. O aceptamos esta violenta premisa o la rechazamos. Pero no es objeto de discusión. La influencia produce ansiedad y ésta consiste en imitar, evocar, saquear la obra y suplantar al autor, pero sin la complicidad del muerto ilustre, todo será una patética patraña plagiaria.

Bloom se considera un laico de inclinaciones gnósticas, un esteta literario que idolatra a Shakespeare, un supuesto hereje gnóstico judío, un lector esotérico, un crítico longiano que celebra lo sublime como la suprema virtud estética, afirma que la gran literatura existe y que es posible apreciar el brío de una energía sobrenatural en su vigor lingüístico. Al final Bloom será un miembro destacado de esa Religión Americana que enunció Emerson y cuyo único dogma en la Seguridad en Uno Mismo. Una especie de entereza o unión de cada hombre con el sí mismo desconocido.

Si alguien, urgido por alguna torpe premura, tuviera necesidad de reducir todos los libros de Bloom a un único párrafo, quizá podría conformarse con lo siguiente:
 

Shakespeare, que no profesa ninguna creencia y que, según R.W. Emerson, es sabio sin énfasis ni agresividad, poseía su propio método de conocimiento -que nunca podremos descifrar del todo como no sea mediante infinitas y profundas lecturas- y es el precursor de todo el mundo: Walt Whitman, James Joyce, Melville, William Blake, Emily Dickinson, Freud, Proust, Becket, Kafka, Leopardi, Pessoa, Borges...

¿Por quién se siente elegido Bloom? A ratos por Ralph Waldo Emerson. Y en otras ocasiones por Samuel Johnson. Aunque esto debería decirlo él, y no yo. Cuando Bloom recuerda al elocuente retórico da la sensación de estar hablando de sí mismo: "leer a Emerson resulta a veces desconcertante, en parte porque es un aforista que piensa en frases aisladas. Sus párrafos resultan a menudo espasmódicos, y su mente incansable está siempre en alguna encrucijada".

Bloom es una figura señera de nuestro tiempo y se ha encargado a sí mismo la misión de decir lo qué debemos hacer con las obras maestras de la literatura, cómo leerlas, recordarlas y comentarlas. Sus libros acuden en socorro del lector que sin pereza ni ignorancia se enfrenta a los monumentales legados del pasado. Dice que leer, releer, describir, evaluar y apreciar es el verdadero arte de la crítica literaria en un mundo en el que el cinismo abunda, la realidad se vuelve virtual, los libros malos desplazan a los buenos, y leer es un arte que agoniza.

 

Esta breve recensión del reciente libro de Bloom debería concluir preguntándose cuál es la influencia de Bloom en España. Anagrama y Taurus lo mantienen en sus catálogos y parece que ha conseguido una considerable atención entre los lectores que aceptan lo esencial: que sólo pueden comprender una obra literaria a través de sí mismos -y la sentencia inversa sigue siendo cierta.

Pero ¿cómo modifica Bloom la conciencia que la literatura española tiene de sí misma? Leyéndole uno aprecia mejor un rasgo irreconciliable: el autor español quiere ser el Yo de sus lectores; el autor americano aspira a ser el Yo de sí mismo. Hay algo indolente y cansino en el hábito de la lectura nacional cuyo origen desconocemos y que nos obliga a indagarnos con una urgencia que no podemos descuidar.

Por este motivo la recensión que hacemos de Anatomía de la influencia concluye por el momento con la cita de Hamlet que Bloom hace en algún lugar de su libro:

 "hemos sido engendrados y creados/por nuestra
propia esencia y en virtud/de nuestro poder vivificador".

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11 de diciembre de 2011
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II. Cansado de ser el adalid del sistema

 

Supermán llega a la tierra en una nave espacial, procedente del lejano planeta Krypton, que estalla tras su partida, en el año de 1932, que es cuando la historieta creada por Jerry Siegel apareció por primera vez. Se trata, por tanto, de un personaje longevo, que ronda ya los ochenta años, pero que gracias a la magia que ilumina a los héroes de ficción, se mantiene siempre en plena juventud, sin riesgo alguna de envejecer o de morir.

En muchos sentidos ha encarnado los proclamados valores de los Estados Unidos, y la lucha por la justicia, la democracia y la libertad. Otros dirán que ha representado al sistema y defendido sus valores conservadores. Ha sido un inmigrante leal, el ciudadano ejemplar que jamás transgrede el credo establecido por los padres fundadores. Y es un ejemplo ideal para la juventud; no fuma, no bebe, no consume drogas, es monógamo; la inefable Sara Palin, antigua reina de belleza de Alaska, y cualquiera de los halcones del Tea Party encontraban en él al cabal representante de los Estados Unidos tradicionales. Ya no más.

Este año, en el número 900 de la revista donde aparecen sus aventuras, Supermán declara, decepcionado, que está harto de ser utilizado como instrumento político, y se prepara para anunciar delante de la Asamblea General de las Naciones Unidas que renuncia a la ciudadanía de los Estados Unidos. Según sus palabras, escritas en el globito del respectivo cuadro de la historieta, "la verdad, la justicia y el estilo de la vida americano ya no son suficientes". Así se lo expone  al Consejero Nacional de Seguridad de la Casa Blanca.

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9 de diciembre de 2011
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La literatura devuelve la vida al pasado físico

Gracias a Scott Herring, un profesor de literatura norteamericana, releo de manera distinta Las uvas de la ira, y especialmente el capítulo donde narra la huida de los Joad a través del desierto de Mojave hasta alcanzar el valle central de California, como tantos americanos que protagonizaron las migraciones internas durante la Gran Depresión. A pesar de la fama de exagerado de Steinbeck, Herring ?un apasionado del hiking y autor de Lines on the Land: Writers, Art, and the National Parks? demuestra que en el caso del viejo camión serpenteando una colina con el motor hirviendo, el escritor no hermoseaba a lo grande. Más allá del paralelismo con el éxodo judío, la descripción era literal y representaba con exactitud un problema de los coches de finales de los años treinta: sus penosos refrigeradores y anticogelantes. Los motores se calentaban, renqueaban hasta la extenuación bajo el sol del desierto, y mientras lo escribo asoma la imagen del Chrysler verde de mi padre que en los viajes largos también necesitaba hacer paradas, como los caballos. Y es que la literatura nos devuelve a esos lugares de la memoria en un estallido sinestésico capaz de palpar un tiempo vivido. En mi caso, los viajes en coche de Catalunya hasta Galicia conforman uno de los recuerdos de infancia más felices. No quería llegar nunca a destino, para seguir cobijada en aquel ensueño con el olor de cuero viejo tras la ventanilla empañada, de los Paxton mentolados que fumaba mi madre y con los cassettes de Chavela Vargas o María Dolores Pradera. Hoy no hay paxtons ni cassetes, tampoco aquel olor característico de motor recalentado. La literatura es un precioso estuche que contiene los contornos físicos del tiempo. Porque conocer el pasado, como indica Herring, significa conocer que llevaba la gente en sus bolsillos, qué hacían con las aguas residuales, dónde dormían sus perros… ¡De qué forma se ha desvanecido el olor del pasado! Primero, por la escasa importancia que ocupa la infracotidianidad, tal volátil, en el discurso social. Sólo se registra lo importante, lo trascedente, mientras la breve memoria de la vida privada se resume en un anecdotario. Segundo, porque el tiempo no es algo externo a nosotros. «Vive en nuestro interior», escribe Siri Hustvedt en Un verano sin hombres, y continúa, «Sólo vivimos el pasado, el presente y el futuro, y el presente es demasiado efímero para que seamos plenamente conscientes de él: sólo después lo recordamos y entonces lo hacemos de forma codificada, si no se disuelve en la amnesia. La conciencia es producto de la dilación.»  Sí, producto de la dilación, del maceramiento de las ideas que se alumbran. También de la reconstrucción. Las clases de literatura también son clases sobre la realidad. De lo que significa que nuestros antepasados incluso llegaran a dormir dentro de armarios. Durante toda la segunda mitad del siglo XX latió en todas las disciplinas artísticas norteamericanas, de la literatura al cine, pasando por la pintura o la música, una dicotomía: frente al análisis crítico que los teóricos, sobre todo europeos (Herring irónicamente los simplifica: «los franceses»), han aplicado a las obras artísticas, muchos autores y académicos norteamericanos proponen un acercamiento menos intelectual y más sensitivo. Da igual que pensemos en William Faulkner o John Ford, por poner dos buenos ejemplos, existe una tradición ?tan norteamericana? de enormes creadores que rechazan sistemáticamente considerarse artistas, así como cualquier interpretación «intelectualizada» de sus obras. El peregrinaje oakie desde el Dust Bowl hacía la soleada California nos remite tanto a Las uvas de la ira como a las canciones de Woody Guthrie («Atravesando las arenas del desierto ruedan ?en sus coches, evidentemente?, dejando atrás aquella vieja meseta polvorienta»). Recuperar la intrahistoria, algo cien por cien americano. Qué comían, cómo eran sus zapatos, cuánto sufrían los refrigeradores de sus vehículos en un peregrinar comparado con el que Moisés lideró hacía Israel. La Biblia es la Biblia, y en cada mesilla de motel el viajero encontrará la suya para aventajar su soledad. A día de hoy, en la Ruta 66 siguen congeladas algunas escenas de entonces, como espectros: casas abandonadas con la vajilla en la alacena, la huella de una huida desesperada, las viejas zapatillas junto a la cama. Adjunto una traducción del texto de Scott Harring, publicado en The Chronicle of Higher Education en agosto de este año.

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8 de diciembre de 2011
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El infierno del soberanismo

El soberanismo está de luto en Europa. Se está preparando para los próximos días la mayor cesión de soberanía que hayan protagonizado las viejas naciones europeas desde los tratados de Roma y de Maastricht. Con el primero de los tratados, en 1957, se cedió la política arancelaria, sentando así las bases del mercado único. Con el segundo, en 1992, desaparecieron las monedas, símbolos nacionales hasta entonces al mismo título al menos que las banderas, y las políticas monetarias (que permiten la fijación de los tipos de interés y de cambio), sentando a su vez las bases de la actual crisis de las deudas soberanas. Con esta cumbre se quiere demandar a los viejos Estados que cedan entera su política presupuestaria, que es como decir el alma política del Estado nacional.

La intervención directa del Estado en los presupuestos autonómicos españoles que temían algunos al principio de los recortes, sobre todo en Cataluña, se va a producir ahora a gran escala europea con los presupuestos de todos y cada uno de los socios que accedan a esta cesión de su poder soberano. Los gobernantes catalanes no querían perder márgenes de autonomía presupuestaria en favor del Gobierno español, por lo que la píldora será más dulce para ellos si ahora comparten la pérdida con gobiernos de nivel superior, el de Madrid incluido, y además en favor de instituciones europeas. Pero que se desengañen quienes siempre quieren sacar lecciones soberanistas de estos lances: la cesión hacia arriba convierte en obsoletos tanto a los Estados-nación como a quienes aspiren de forma más o menos explícita a hacerse con un estatus parecido. No hay salvación en el mundo global para los socios de la vieja Europa si cada uno va por su cuenta. No la hay ni siquiera para los países que juegan en la liga superior y se llevan todos los campeonatos, el Barça y el Madrid que son Alemania y Francia. No se trata tan solo de existir en el mundo, sino de sobrevivir en condiciones aceptables, que no empeoren sustancialmente el fantástico tren de vida que hemos tenido los europeos en los últimos 30 años. No están en juego tan solo los orgullos nacionales, las sillas en el G20 o en el Consejo de Seguridad, es decir, el peso, la influencia y visibilidad de los europeos en el mundo; sino cuestiones más próximas y tangibles como son lisa y llanamente nuestro bienestar y nuestras formas de vida, que solo se pueden preservar en el marco de una Unión Europea que funcione. La transferencia de soberanía dará lugar a una unión fiscal, pero esta será imperfecta, puesto que quedara en unión de estabilidad presupuestaria y de austeridad en el gasto y no será de transferencias, de solidaridad y de crecimiento. Al menos todavía. El método utilizado tampoco será el comunitario, con el protagonismo de la Comisión, el Parlamento y el Tribunal europeos, que identificamos más directamente con el federalismo y el europeísmo. Será intergubernamental y no va a incorporar a todos los 27 socios. Unos porque no quieren, como Reino Unido; otros porque no saben si quieren, como Dinamarca, y otros porque aunque quieran no han decidido todavía dar el paso, como Polonia. Las dos potencias europeas que más han pugnado entre sí, armas en mano en tres ocasiones, en su condición de ambiciosos y a veces expansivos Estados soberanos, son los que van a proceder a esta liquidación. Nadie más puede hacerlo. Es probable que solo ellos puedan hacerlo. Y lo van a hacer con el mayor protagonismo de ambos en la entera historia de la unidad europea, aunque será en detrimento de su propia soberanía. Francia y Alemania han sido el motor europeo desde la fundación de la Unión, pero ahora son mucho más que un motor; son el vehículo. Hasta el punto de que el proyecto que van a presentar en Bruselas está pensado para que funcione incluso en el caso extremo e improbable de que solo estos dos países estuvieran dispuestos a ponerlo en marcha. Esto ya no es un directorio europeo, es una Europa franco-alemana, federalismo de dos socios que invitan a añadirse a quienes lo deseen. Y si entramos en detalle, veremos que la aparente simetría esconde conceptos alemanes y retórica francesa, con el sigilo de Merkel y la pompa y circunstancia de Sarkozy. Volvemos así a un punto de partida anterior a la creación de la moneda única. El euro va a convertirse en un marco europeo, al igual que anteriormente todas las monedas europeas, incluido el franco francés, se pegaban y seguían al marco alemán en la serpiente monetaria. Y Europa va a dividirse en dos, los países del euro, junto a los que todavía no están pero quieren incorporarse algún día, y los países que ni están ni se les espera, al igual que antes de la adhesión de Reino Unido, cuando existía una potente Asociación Europea de Libre Comercio (EFTA) alternativa a las entonces proteccionistas Comunidades Europeas. En resumen, haremos Europa sin europeísmo o ?federalismo sin federalistas?, tal como ha señalado el director del Centro Europeo de Relaciones Exteriores (ECFR), Mark Leonard ('Cuatro escenarios para la reinvención de Europa'). De nuevo, con la esperanza tan europea y siempre renovada de que algún día la función termine creando el órgano, es decir, el europeísmo y el federalismo políticos que ahora se echan en falta.

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8 de diciembre de 2011
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El Boomeran(g)
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