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López Obrador, iluminado; Peña, espuma

Por 8 de enero de 2012 Sin comentarios

Jorge Volpi

Empieza 2012 y el año electoral mexicano. Aquí, mis perfiles de los candidatos oficiales a la presidencia por el PRI y el PRD.  La semana próxima, sobre los precandidatos del PAN.

 

 

LA SENDA BÍBLICA DE LÓPEZ OBRADOR

 

Todo empieza con el Éxodo. Tras largos días peregrinaje, guiados por un líder tan severo e iracundo como Moisés, los manifestantes por fin llegan a la tierra prometida: el Zócalo de la ciudad de México. En torno al profeta, unos cuantos discípulos  desentrañan sus murmullos. Su cabello aún no ha adquirido el tono plata que habrá de distinguirlo, pero están ya ahí el tono imperioso, el habla pausada y la beatífica convicción del mártir. Estamos en 1994, y el joven político ha convencido a sus seguidores de marchar desde Villahermosa hasta el DF para denunciar el fraude que le ha arrebatado la gubernatura.

En germen, podemos detectar en este primer acto los rasgos que definirán la imaginación política del tabasqueño. Los mandamientos de su agenda pública: su amor por esa entidad abstracta que reverencia como el pueblo, su apuesta por la justicia aun en contra de la legalidad, su talante de padre generoso o atrabiliario y su carácter de víctima propiciatoria en toda suerte de conspiraciones.

No deja de llamar la atención que el líder más relevante de la izquierda mexicana sea nuestro político más hondamente religioso. He aquí uno de los grandes malentendidos recientes: López Obrador no es, en realidad, un hombre de izquierdas -baste observar su conservadora agenda moral, tan cercana a los principios de la Iglesia-, sino un político de inspiración cristiana, mucho más cercano a Rafael Correa que a Hugo Chávez.

Su carrera se despliega, así, bajo los lentes del sermón y el sacrificio. No sorprende que la tozudez defina su carácter. Todo su relato político gira en torno a la reparación de la injusticia: una injusticia ancestral, sufrida por el pueblo mexicano en su conjunto, qué él se ve obligado a expiar con su sacrificio. Por ello, en los momentos de mayor tribulación, sus palabras adquieren el tono enfebrecido del Antiguo Testamento.

            Tras el Éxodo, el libro de los Reyes. Elevado al poder como jefe de Gobierno de la ciudad de México, López Obrador se convierte en un monarca sereno y generoso. No es que se haya moderado, como afirman algunos: la eficacia de su mandato, reflejada en sus pactos con los poderosos -fariseos y zelotes- emula la unidad conseguida por David o Salomón. Pero, en cuanto se renuevan las insidias en su contra, López Obrador regresa a su papel de chivo expiatorio.

La narrativa funciona: el burdo intento de Fox de apartarlo de la carrera presidencial mediante el desafuero lo transforma en la obvia víctima de una conjura orquestada por los impíos. Porque, en su visión del mundo como una feroz lucha del bien contra el mal, López Obrador sólo puede verse a sí mismo como un justo -a veces, el único justo-, elegido para combatir a los malvados.  

            Y son precisamente éstos -la mafia– quienes lo retratan como un enemigo para México y quienes propician el nuevo fraude electoral. Sólo que esta vez López Obrador no se conforma con otra peregrinación, sino que se empeña en obtener lo que es suyo mediante la escenenificación político-religiosa más abigarrada de los últimos tiempos: el plantón en Reforma y luego la investidura, en el Zócalo, de su presidencia legítima. La ceremonia con la cual inicia su Nuevo Testamento.

            Muchos piensan que López Obrador enloqueció en esa encrucijada. Se equivocan: alguien que ha trazado su vida como una senda bíblica necesita desesperadamente de los símbolos. Tenía que recibir la banda presidencial a cualquier costo: sólo así podía convertirse en el ungido, incluso si la mitad del país -fariseos y zelotes- habrían de desconocerlo. Nosotros sospechamos que, si en vez de inventarse un México donde él es presidente -Sancho Panza en Barataria-, hubiese acabado por aceptar el triunfo de Calderón, hoy tal vez encabezaría las encuestas. Él en cambio no se arrepiente de sus ataques contra las instituciones: la tarea primordial de un profeta es denunciar a los perversos.

            A lo largo de estos cinco años, López Obrador ha deambulado solo en el desierto. Ha visitado cada villorrio y cada provincia, convencido de su misión evangelizadora. Y, gracias a su fe en sí mismo, ha alcanzado su objetivo: convertirse otra vez en candidato. Para conmemorarlo, pronunció su particular Sermón de la Montaña. Errará quien busque el contenido de su República amorosa: no se trata un programa político, sino de la señal de que Moisés ha dado paso a Cristo. En un país desgajado por la violencia y el odio, él se presentará ahora como la sola fuente de paz y reconciliación.

Pero será difícil que logre convertirse en presidente: al dejarse imponer esa banda presidencial en el Zócalo, López Obrador no sólo le hizo un daño irreparable a la izquierda que ahora vuelve a ampararlo, sino que provocó que los priistas capitalizaran todo el descontento hacia el Gobierno. A veces un profeta es, sin saberlo, un falso profeta. Y quien le susurra al oído no es dios, sino el diablo. Al ofuscarse en su papel, el mismo López Obrador terminó por entregarles las llaves del Reino a los demonios.

 

 

PEÑA, ESPUMA

 

Jorge Volpi

 

Los miembros del Estado Mayor se retiran discretamente, comprobando el rumor que circula de mesa en mesa: el presidente Felipe Calderón no llegará al banquete de Los 100 -la reunión anual convocada por la revista Líderes mexicanos-, con lo cual el gobernador del Estado de México se convertirá en el único orador de la tarde. Enrique Peña Nieto no quiere desaprovechar la oportunidad y, en vez de leer el breve discurso que tiene preparado, improvisa uno que se prolongará durante cerca de una hora.

La expectativa es enorme: el aspirante del PRI a la presidencia podrá detallar sus propuestas frente a un auditorio inmejorable. Conforme los meseros traen y llevan los platillos, los rostros de los invitados pasan de la curiosidad al aburrimiento y de la decepción a la ira. A lo largo de esos inagotables minutos, Peña no hace sino exhibir la vetusta retórica priista, ese newspeak perfeccionado a lo largo de 72 años que consiste en enhebrar vaguedades, eufemismos y anacolutos.

Frente a algunas de las figuras más relevantes de México, Peña no articula una sola idea original, un solo planteamiento brillante, un solo destello de lucidez que escape al lugar común. Al final de la comida, las mismas preguntas flotan entre los comensales. ¿Éste es el joven líder que se presenta como el renovador del PRI? ¿Éste es el político que encabeza las encuestas?

Por supuesto, cualquiera puede tener un mal día. Parecería justo concederle el beneficio de la duda y contrastar ese discurso con sus intervenciones posteriores. La tónica se mantiene: una retahíla de oraciones subordinadas carentes de sustancia. Sin duda, Peña recibió lecciones de oratoria -esa disciplina que floreció en el priismo a través de concursos municipales y estatales-, y es capaz de memorizar largas parrafadas, conservando un tono arrebatado y vehemente, pero las ideas originales brillan por su ausencia.

Si no en sus apariciones públicas, quizás éstas podrían encontrarse entonces en su libro México, la gran esperanza. Un Estado Eficaz para una democracia de resultados, justo el que presentó en la FIL cuando no pudo mencionar los tres libros más importantes de su vida. Aquí la retórica priista ha sido maquillada con un lenguaje pretendidamente moderno, barnizado por algún experto en políticas públicas. Pero, si uno lo revisa con cuidado, la espuma es aún más escandalosa: un regreso al anquilosado presidencialismo priista, enmascarado bajo un alud de encuestas y tecnicismos.

 Según Peña, México posee un "estado ineficaz" por culpa de 12 años de panismo, sin recordar que ese estado fue creado por el PRI y que las reformas estructurales que éste ha necesitado desde el 2000 han sido bloqueadas por el PRI. Un ejemplo: su visión de la seguridad pública (a la cual dedica 15 páginas de 212): Peña culpa -correctamente- a Calderón por el incremento de la violencia, pero olvida decir que la gran mayoría de los estados donde ésta se recrudece se encuentran gobernados por priistas. Y concluye: "La meta es reducir la violencia, recuperar la seguridad ciudadana, construir un país más justo, hacer de imperio de la ley una contante para garantizar las libertades, el orden y la tranquilidad de nuestras familias". Otra vez, espuma.

Sólo se me ocurre un descargo a su favor: sin darse cuenta, Peña representa la quintaesencia del PRI contemporáneo: ese partido que, una vez derrotado en el 2000, jamás supo hacer autocrítica, jamás pidió perdón por sus abusos, jamás se renovó, jamás supo encontrar el papel que le corresponde en el 2012. Hoy resulta imposible discernir cuál es la ideología de la organización política que podría ganar las elecciones de julio. Ni derecha ni izquierda. Un pragmatismo reconcentrado que aspira a vencer por una sola razón: el desgaste del PAN y la fallida estrategia de Calderón frente al narcotráfico, aunque sin proponer ninguna alternativa.

De ahí la estrategia que Peña y el PRI han seguido hasta ahora: no decir nada, mantenerse en el vago reino de la oratoria y, sobre todo, tratar de no cometer errores. Dejar que sean los hechos -los horribles hechos que nos hostigan a diario- quienes derroten al PAN. Si somos sinceros, este silencio intencional es la única razón por la cual Peña acumula tal ventaja. Porque su pose de galán hollywoodense o el estar casado con una estrella de Televisa no son más que burbujas que serán reventadas en cualquier confrontación medianamente seria con sus adversarios.

Sin embargo, la indefinición y la cautela que Peña ha escenificado hasta ahora han comenzado a hacer agua. Sus deslices no son simples errores o lapsus: son las fugas que demuestran que el zepelín retórico del PRI está pochado de antemano. Si Peña no emprende una sólida crítica del pasado priista, si no apuesta por ideas y apuestas claras y si no escapa de la posición de niño bonito que lo ha llevado a adelantarse en las encuestas, la espuma que lo rodea terminará por asfixiarlo. Y el camino del PRI hacia Los Pinos, que hoy parece tan claro, terminará por convertirse en otra de sus frases sin sentido.  

 

twitter: @jvolpi

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Jorge Volpi

Jorge Volpi (México, 1968) es autor de las novelas La paz de los sepulcrosEl temperamento melancólicoEl jardín devastadoOscuro bosque oscuro, y Memorial del engaño; así como de la «Trilogía del siglo XX», formada por En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve y Deux-Océans-Grinzane Cavour), El fin de la locura y No será la Tierra, y de las novelas breves reunidas bajo el título de Días de ira. Tres narraciones en tierra de nadie. También ha escrito los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968La guerra y las palabras. Una historia intelectual de 1994 y Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Con Mentiras contagiosas obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 2008 al mejor libro del año. En 2009 le fueron concedidos el II Premio de Ensayo Debate-Casamérica por su libro El insomnio de Bolívar. Consideraciones intempestivas sobre América Latina a principios del siglo XXI, y el Premio Iberoamericano José Donoso, de Chile, por el conjunto de su obra. Y en enero de 2018 fue galardonado con el XXI Premio Alfaguara de novela por Una novela criminal. Ha sido becario de la Fundación J. S. Guggenheim, fue nombrado Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia y en 2011 recibió la Orden de Isabel la Católica en grado de Cruz Oficial. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco lenguas. Sus últimas obras, publicadas en 2017, son Examen de mi padre, Contra Trump y en 2022 Partes de guerra.

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