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I. El cielo se puso rojo

El mito arraiga mucho mejor en las sociedades en las que persiste un profundo sustrato rural, y es allí en ese sustrato donde también crece con renovado verdor la figura del caudillo. Rascacielos, carreteras de altas velocidad que se cruzan en complicados nudos, enjambres de antenas parabólicas, pero la sociedad rural sigue allí, trasladada a las colmenas bullentes que son las barriadas de los cerros de Caracas.
Mito y caudillo se encuentra en la muerte, donde florecen juntos. "El cielo se puso rojo. Estaba haciendo calor, bajó la neblina y llovió. Luego se puso rojo. Dicen que fue justo cuando murió Chávez", afirma una mujer de pobre condición económica que hace fila pacientemente bajo el sol para ver por última vez a su líder benefactor. Un temblor de magnitud 4 en la escala de Richter se ha sentido en Caracas el mismo día de los funerales de estado, comenta otro de los que esperan ver cumplida la gracia de contemplar el rostro del caudillo tras el vidrio del féretro. "Está bello, ha rejuvenecido", dirá otra mujer al salir de la capilla ardiente. "Parece que está a punto de hablar". Un cometa ha dejado su estela en los cielos lejanos.
No en balde María Lionza sigue reinando desde los cielos en Venezuela, montada a pelo en el lomo de una danta, la deidad campesina dispensadora de bienes cuyo culto nació en Yaracuy para extenderse a la nación entera, campos y ciudades.

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13 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La maldición del cuadro bonito

Hay una circunstancia que puede afectar mortalmente a un cuadro y es que resulte bonito. Lo bonito es una especie de la que -como de la peste- debe huir el buen pintor. Lo bonito provoca un efecto tan popular que puede contagiar a casi todo el mundo. Lo bonito, lo bonito del norte y lo bonito del sur, apesta. Lo bonito no tiene nada que ver con la belleza ni tampoco con la originalidad. Mejor dicho: constituye la negación de la originalidad puesto que si triunfa es precisamente gracias a su condición de cosa ya vista. Ya está visto y al volverlo a ver se obtiene un plácida sensación en cuyo seno baila lo bonito.

Otra cosa muy diferente es la belleza. Mi querido amigo Eugenio Trías opuso, en su libro inolvidable, lo bello y lo siniestro. La otra cara majestuosa de la belleza es su faz siniestra. Tanto en un caso como en el otro alcanzan la categoría de lo sublime y enriquecen con ello al espectador. Lo enaltecen o lo hacen sucumbir en un abismo excepcional. De una u otra manera el sujeto se halla frente a un suceso que le trasciende y la procura inmortalidad. Lo bonito, sin embargo, es además de mortal, altamente degenerativo.

Todo cuadro que se sintetice en la exclamación de bonito abdica de todo interés superior. O mejor, esta calificación lo ratificaría en su enanismo. Lo bonito vale para referirse a casi todo lo que no es arte. Cuando traspasa esa frontera, el arte acaba a sus pies.

Mientras lo bello se opone a lo siniestro, en el fondo cruzan sus divinas manos. Por el contrario, cuando lo bonito se opone a lo feo, en el fondo se cruza la mediocridad. Ahora ya puede decirse que es incomparablemente más cool lo que se basa en cualquier registro de la fealdad. No hace falta reunir ejemplos de la música, la moda o el cine. Lo bonito es un subordinado satélite de lo feo pero se comporta, además, con la náusea de lo feo escarchado.

El impresionismo, por ejemplo, es ya, a estas alturas, bonito. Fue al principio insoportable y salvaje pero ahora es doméstico, muy comestible y dulzón. Las colas que convocan su exposiciones son regueros de gentes ávidas por saborear su confitería cultural de ahora. No hambrientos por sus orígenes sino por sus presentes de azúcar.

O dicho inversamente, lo más dulzón y pastelero es reductible al orden de lo bonito. Justamente, la melaza de la que se compone lo bonito empastela al cuadro que la posee. No hay cuadro bonito que visto varias veces no lleve por tanto a la angustia. De este modo, ARCO es una ocasión para realizar esta experiencia digestiva.

Este año, dentro de la organización de la feria, funciona una asesoría para coleccionistas novatos (fresh collectors) que se propone orientar a todos aquellos que no tienen gusto alguno ni vergüenza en reconocerlo. Gracias a esta consultoría, ciertos artistas llegan a realizar sus ventas, puesto que lo primeros consejos efectivos a los coleccionistas, según los mismos asesores, son aquellos que abundan en lo que de antemano les ha parecido más o menos "bonito" a la clientela.

Hay que huir de ellos como de la peste. O quizás no. Porque lo que se trata es de vender cuadros y cuantos más mejor porque ¿cómo podrían vivir de otro modo los artistas? Hay que vender los cuadros mejores, los cuadros peores, pero sobre todo los bonitos. Porque los bellos de verdad es probable que tarden años en cotizarse. Es decir, demandarse tanto como portentos de la belleza o como gigantes de la monstruosidad. Como creaciones de excelencia o como malditos.

¿Malditos? Lo maldito es justamente la tenia que debilita el intestino de lo bonito. Gracias a ella, el lienzo va perdiendo entidad, se demedia y se hace definitivamente ridículo. O, lo que es más exacto, se manifiesta cursi de una vez.

Porque ¿cómo no admitir que lo cursi y lo bonito se acuestan y copulan incestuosamente, estrechamente juntos para alumbrar gusanos de colores fluorescentes que llaman la atención de los coleccionistas bobos, los despistados y determinados turistas?



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13 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Sombras suele vestir; La pérdida del reino; Las ratas

A mediados del siglo pasado gentes como Borges, Octavio Paz o Lezama Lima se preguntaban perplejos cómo era posible que José Bianco, su amigo, un escritor al que admiraban sin ningún tipo de reservas, podía ser un perfecto desconocido para el gran público. Hoy, esa injusticia no sólo se mantiene sino que José Bianco podría optar con toda clase de merecimientos a la triple A literaria, es decir el título de Autor más Anónimo de Argentina.
A quienes hablan de una voluntad casi luciferina por parte de Bianco de borrar todo rastro y quitarse de en medio a toda costa no les faltan razones en las que basar su sospecha. Entre 1938 y 1961 José Bianco fue secretario de redacción de Sur, la revista literaria fundada por Victoria Ocampo y probablemente una de las publicaciones más influyentes del Cono Sur americano, y por cuyas páginas pasaron lo más grandes escritores de la época. Es decir, un puesto clave desde el cual un tipo con ambiciones literarias podría haber llevado a cabo una fructífera carrera camino de lo más alto del escalafón literario. Y sin embargo más bien da la sensación de haber hecho lo contrario, y ahí está la intrahistoria de algunos de sus libros más significativos, como Sombras suele vestir, un magnífico relato de fantasmas que debería haber figurado en la Antología de la literatura fantástica, de Bioy Casares y Jorge Luís Borges pero que se quedó fuera porque Bianco aún lo estaba retocando cuando se publicó el libro. Salió en Sur un año después, sin apenas resonancia, y no fue incluido en la antología hasta 1967. O qué decir de otra narración espléndida, La pérdida del reino, escrita en 1950 pero no publicada hasta 1972 porque le aburría dar unos retoques que según él necesitaba.
Curiosamente, esa voluntad de anonimato podría ser trasladada a su escritura, diáfana, sencilla y admirablemente estructurada. En ningún momento tiene el lector la sensación de que le está siendo impuesto un lenguaje, y mucho menos un estilo. Y sin embargo tanto uno como otro son magníficos. Quien opte por dejarse de informaciones previas, biografías, reseñas académicas y demás interpretaciones ajenas y vaya directamente a Las ratas - que en mi opinión es el relato de más largo alcance y el que mejor refleja el quehacer literario del autor - se adentrará de inmediato en un universo cerrado aunque no asfixiante y en el que, quizás por estar narrado a través de la sensibilidad de un niño, nada acaba de ser cierto, seguro y definitivo. El padre, la madre, la tía y el hermanastro mayor, así como el personaje femenino que aparecerá después y desencadenará el desenlace, se mueven, hablan, sufren y buscan sin que nada afecte de lleno al narrador, que se limita a registrar la vida en derredor sin intervenir, muy al estilo del José Bianco ciudadano, un hombre situado en el epicentro de la vida literaria latinoamericana durante más de cincuenta años y que logró pasar prácticamente inadvertido, cosa que le ocurrirá también al narrador de La pérdida del reino, escondido primero bajo la apariencia del depositario involuntario de unos papeles es los que se relata la historia de un hombre que parecía destinado a llevar una vida pacífica y plena pero que descubrirá finalmente que se le ha escapado (ha perdido su reino) en una sucesión de insignificancias que sumadas dan como resultado una derrota vital.
Ocurre sin embargo que no se puede vivir sin juzgar, de la misma forma que no se puede escribir sin interpretar los signos. Y es ahí donde más destaca la capacidad narrativa de José Bianco: a fuerza de acumular una información en apariencia inocente, u objetiva, sólo registrada pero sin juzgar, llega un momento en que la propia lógica de lo narrado se va estructurando, cada acontecimiento termina ocupando el lugar que le corresponde y la acumulación de hechos se transforma en una vida, o vidas, ya no anónimas, ya no insignificantes, sino plenas de matices y sugerencias. Y todo ello sin alzar la voz, sin una sola salida de tono, y pongo de nuevo el ejemplo de Las ratas, un relato lleno de miserias, agresiones, lascivia, incesto, traiciones y, al final, incluso un asesinato entre hermanos sin que, como digo, nadie parece que llegue a despeinarse.
Y otro tanto puede decirse de las piezas en prosa incluidas en este volumen: su puede estar de acuerdo o no con la interpretación que hace de Proust, y de entrada puede interesar más o menos lo que vaya a decir de un personaje hoy tan anecdótico como Julien Benda o tan lejano como Ortega y Gasset. Pero como les ocurre a tantos narradores, lejos de ser lo que tradicionalmente se entiende por ensayos son piezas que se cuentan a sí mismas y en las que el autor habla tanto del personaje como de sí mismo, aunque lo haga tan discretamente como José Bianco solía hacer para referirse a sí mismo.

Sombras suele vestir
La pérdida del reino
Las ratas

José Bianco
Atalanta



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12 de marzo de 2013
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En torno al principio de individuación

Como expresión complementaria del principio de individuación, al que me refería en la columna "Compendio de los principios", añadiré aquí desde ahora dos principios de Leibniz de enorme peso, con un pequeño comentario.
Principio de identidad de los indiscernibles: Si todo predicado atribuible a x es atribuible a y, siendo cierta la recíproca, entonces x e y son indiscernibles. Y los tales indiscernibles comparten identidad.
Principio de indiscernabilidad de los idénticos: Si x es realmente idéntico a y (es decir, si su diferencia es puramente nominal), entonces todo predicado atribuible a x es atribuible a y o viceversa, no pudiendo en consecuencia ser discernidos (puesto que discernir es encontrar diferencias)
En relación al primer principio se añade el problema suplementario de si el lugar que una entidad ocupa es uno de los predicados exigidos por el mismo, es decir si para ser realmente idéntico hay que compartir también el sitio. En tal caso no podrían darse múltiples copias de lo idéntico. Sin embargo la posibilidad de la multiplicidad de individuos idénticos queda abierta si el sitio es una determinación extrínseca y no un predicado de la cosa; podría entonces lo idéntico proyectarse en diferentes sitios. La ciencia del situs sería en este caso la ciencia de lo propiamente individual sin diferencia de identidad. Y hasta cabría decir que la mecánica clásica, que distingue por las propiedades espaciales vinculadas al tiempo, se inscribiría en esta línea.
En suma: si el situs no cuenta entre las propiedades identificatorias cabría lo idéntico en diferentes sitios. La ciencia del situs sería pues la ciencia de lo propiamente individual sin diferencia de identidad.
Y hasta cabría decir que la mecánica clásica, que distingue por las propiedades espaciales vinculadas al tiempo, se inscribiría en esta línea. Sin embargo, todo ello es mucho más problemático si consideramos la mecánica cuántica dónde se ha mostrado empíricamente que un cierto tipo de partículas idénticas pueden no ser distinguibles una de la otra, ni siquiera por el sitio. ¿Cabe pues referirse a una pluralidad de individuos no diferenciables por propiedad alguna y tampoco por el lugar que ocupan? Esta es alguna de las interrogaciones que en esta reflexión juegan un papel central.

 

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12 de marzo de 2013
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El síndrome del impostor

Se trata de una sensación semiclandestina, entre sincera e incómoda, humilde y descarada, que tanto puede resultar agitadora como paralizante. Me refiero al síndrome del impostor. A ese miedo de ser un fraude andante, una mentira, un falsario. A no sólo parecer, sino también ser incompetentes o fraudulentos en alguna de nuestras actividades. A sentir que nos excede la responsabilidad, aunque debamos disimularlo. A examinarnos y criticarnos hasta el extremo de fustigarnos y ejercer un autorreproche que acaba por amargarnos las horas. Me ha ocurrido en varias ocasiones, cuando alguien ha aprobado alguna de mis ideas o actos ante los que yo misma dudaba de mi competencia, he acabado por confesar mi sentimiento de impostura y de desacuerdo conmigo misma, como si el cinturón me apretara hasta el punto de asfixiar mi seguridad. Curiosamente, del otro lado no sólo me ha llegado comprensión, sino también identificación. Escuchar “a mí me ocurre lo mismo”, no de cualquiera, sino de gente a la que admiro y respeto, de quienes considero los mejores en lo suyo, me ha resultado sorprendente y reconfortante. Por ello, pienso que no es marginal el porcentaje de individuos que a menudo damos un paso aunque nos cuestionemos. Acabo de leer a Julian Baggini en el Financial Times, y asegura que él también ha sido presa de este sentimiento: “Como muchos, sufro de una leve forma de síndrome del impostor: la sensación persistente o recurrente de que algún día seré expuesto como un fraude incompetente. Digo ‘sufrir’, pero en realidad creo que cierto tipo de temor a la impostura es completamente sano y apropiado”. La teoría de Baggini es balsámica, porque amparándose en el principio aristotélico de que gracias a la habituación acabas consiguiendo tu propósito, sostiene que esta clase de inseguridad es más positiva que, al contrario, partir de la sobrevaloración de uno mismo. En definitiva, quien actúa como un valiente lo acaba siendo. Cierto es que para alcanzar un reto se requiere una dosis de talento, otra de dedicación, una porción de suerte y otra de descaro. Y es este último el que produce palpitaciones y mal acomodo en la costumbre. De ahí la sensación de impostura. Hoy escuchamos repetidamente las palabras “oportunidad”, “transformación”, “desafío”… Pero ahí siguen los mismos de siempre, los que sin ninguna voluntad de disrupción -nueva palabra de moda-, lejos de plantearse abandonar su zona de confort hacen todo lo contrario: taponan el relevo y la regeneración. No les sudan las manos ni vacilan al tomar decisiones veleidosas o personalísimas, que sostienen con aparente firmeza. Me refiero a esa gente segura y con enorme poder de convicción que nos pilota en política, finanzas o empresas con rumbos inamovibles y que se resiste a permanecer, acaso porque nunca han sufrido el síndrome del impostor. (La Vanguardia)

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11 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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¿Quién ha disparado?

Las nuevas guerras, que ya están aquí desde hace tiempo, a veces ni siquiera confiesan que lo son: véanse las recientes acusaciones a China de ataques cibernéticos a Estados Unidos. Una de las mayores novedades que nos ofrecen es que en muchos casos tampoco se conoce la identidad de quien ataca.

Es evidente cuando se trata de armas meramente digitales, virus y gusanos que penetran los ordenadores del enemigo, captan sus contraseñas, chupan sus programas y preparan ataques masivos que podrían llegar a paralizar una empresa o un país. No sabemos si las manejan agentes públicos de un Estado o privados, subcontratados o vinculados a empresas o a grupos delincuentes. Tampoco si persiguen objetivos económicos, directamente militares o ambos a la vez.

También sucede con otro tipo de armas sigilosas, como son los drones o aviones no tripulados, que tanto realizan labores de espionaje como efectúan ataques letales, como ocurrió hace un mes en Warizistán, la zona tribal de Paquistán, donde un par de disparos efectuados desde drones liquidaron a nueve personas, dos de las cuales dirigentes de Al Qaeda. Como en otras ocasiones, el ministerio de Asuntos Exteriores paquistaní presentó la rutinaria protesta ante la embajada de Estados Unidos en Islamabad. La novedad del caso, según Declan Walsh, jefe de la oficina del New York Times en dicha ciudad, es que nadie en Washington admite que se haya efectuado estos ataques y se insinúa, incluso, que son los propios paquistaníes quienes podrían haber efectuado los disparos.

Hay jugosos antecedentes del caso. Uno de los más famosos cables de la filtración de Wikileaks, en diciembre de 2010, descubrió que el ex presidente de Yemen Ali Abddulá Salé había alcanzado un acuerdo secreto con Washington que permitía efectuar acciones aéreas contra Al Qaeda en su territorio pero atribuía a su fuerza aérea todos los bombardeos que efectuaba el ejército de Estados Unidos.

Los paquistaníes tienen todos los motivos para pensar que los drones son estadounidenses, a la vista de los antecedentes. En la zona tribal se han producido al menos 300 bombardeos desde 2004, en mayor cantidad con Obama que con Bush. Pero también existen motivos para la ocultación por parte paquistaní. Nada hay más cómodo que jugar a las dos cartas: disimular disparos que convienen a las autoridades paquistaníes, pero luego protestar a Washington, sobre todo si se han producido víctimas inocentes, como sucede con mayor frecuencia de lo que se reconoce.

Washington asegura que no se han producido ataques aéreos de este tipo desde el 10 de enero, en una larga tregua que corresponde precisamente, sea o no casualidad, con el procedimiento de nombramiento del nuevo jefe de la CIA y hasta ahora cerebro de los ataques con drones en la Casa Blanca, John O. Brennan, y sus comparecencias previas obligatorias ante el Congreso para responder a las demandas de los congresistas, principalmente sobre la autorización para eliminar por orden presidencial a ciudadanos estadounidenses implicados en actividades terroristas.

No puede descartarse, ni siquiera, que uno de los disparos se haya producido en una disputa entre talibanes paquistaníes, pero no con drones sino en un bombardeo convencional, puesto que no existe constancia de que puedan dotarse de momento de una tecnología tan sofisticada. En todo caso, la democratización de los siniestros drones, hasta que caigan en manos de Estados gamberros e incluso privadas, solo es cosa de tiempo, si efectivamente no se ha producido ya en esta zona tribal donde Al Qaeda tiene su principal refugio.



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11 de marzo de 2013
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Marsé sobre Marsé

Da gusto ver a Juan Marsé, cumplidos ya los ochenta, tan cinéfilo. Se le ve así, además de apuesto y muy bien hablado, en el recientemente estrenado documental ‘Juan Marsé habla sobre Juan Marsé', realizado por el director y crítico de cine Augusto M. Torres, el cual, resulta evidente, se supo ganar la confianza del novelista barcelonés, que habla por los codos ante la cámara. Su cinefilia tiene mérito, y no sólo porque la edad atempera las ganas de ver películas en muchos aficionados de toda la vida que conozco, mucho más jóvenes que él; Marsé pertenece a una generación literaria marcada por el desdén o la inquina al cine. De sus tres grandes amigos, mencionados varias veces en la entrevista fílmica, a Juan García Hortelano sentarse ante una pantalla grande le daba pereza, Jaime Gil de Biedma lo tenía como una fuente exclusiva de ‘camp', y Carlos Barral lo despreciaba olímpicamente, como pude experimentar en mi carne cuando al editar mi primera novela Seix Barral, que él dirigía, me dio un gran rapapolvo porque yo le comparé la ‘Nouvelle Vague' con el ‘Nouveau Roman'. "En esta editorial se habla de arte, y no de variedades", me dijo Carlos fulminándome con su mirada patrística.
Marsé ha tenido, además de afición sostenida, muchos contactos con el cine. Se han reeditado hace poco, en un libro compilado por Joaquim Roglan (‘Juan Marsé, periodismo perdido', Edhasa), artículos y entrevistas fílmicas entre otras piezas menores, muy variadas, de su ‘juvenilia', y el excelente novelista tuvo una etapa, no muy distinguida, hay que recordarlo, de guionista (de ella habla poco en el documental), colaborando, entre otros, con García Hortelano y Gil de Biedma a sueldo de los directores Germán Lorente y Jaime Camino. Y es, claro está, uno de los escritores contemporáneos más llevados a la pantalla, siempre mal, según él, que se despacha con gracia maligna contra los directores, Vicente Aranda, Fernando Trueba, Jordi Cadena o Gonzalo Herralde, que tuvieron la osadía de adaptar novelas suyas. "Bodrios" le parecen casi todas esas películas, evitando decir que también las que él escribió para ganarse la vida lo eran.
Siempre da morbo el escarnio de los artistas llevado a cabo por un colega. Marsé también se adentra con invectivas y chuflas en la literatura, relatando con detalle su famosa espantada como jurado del premio Planeta de novela y tratando de "funcionarios de Lara" a Carlos Pujol, a Pere Gimferrer y, sin nombrarlos, a los demás jurados que se sometían, según él, a los dictados de la empresa sin molestarse en leer los libros concursantes. Es de suponer que ese mismo sistema fue aplicado cuando lo ganó, años antes, con uno de sus títulos menos trascendentales, ‘La muchacha de las bragas de oro'.
Pero el entretenidísimo y elocuente monólogo de Marsé tiene momentos de menos malicia y más enjundia, al hablar de su modo de escribir, citando la maestría de Hemingway, de sus inicios como aprendiz de joyería y del terrible accidente sufrido por uno de sus compañeros de taller, y de la memoria íntima. Se nota que admiró mucho, y es comprensible, a Gil de Biedma (que no le dejó cambiar el título de ‘Si te dicen caí', idea del poeta, por el más vulgar ‘Adiós a los muchachos') y a Carlos Barral, de quien hace una semblanza muy viva. Los dos le marcaron, y con ellos el elegíaco se pone a la altura del sarcástico.

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11 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El Libro Rojo de Yomango

A poco que se haya estudiado, todo el mundo sabe que Gutenberg inventó la imprenta a mediados del siglo XV. Pero ¿qué nombre y apellidos han inventado Internet y toda la cosmología de los soportes digitales?

Copio de la revista Yorokubo (una publicación de cabecera, no de cabezadas) que las memorias flash, las tarjetas SD o los pendrives, tras haber cruzado por los CD, los DVD, los Blu Ray, los laser disc los DAT (digital audio tape), las VHS, las Betacam, la casete de gasolinera y... el e-book, componen un inmenso zoo de tecnologías de la comunicación arbolado por una plantación de formatos MP3, AVI, MOV, AIFF, PDF, DOC, JPG, Epub, FB2, MOBI, etcétera, que se sabe de memoria Antonio Dyaz, mi informador, pero que a su vez alerta él mismo no ya sobre la difícil mnemotecnia de este profuso mundo, sino sobre la dificultad de integrar todo ello en un equipo que nos lleve acertadamente de aquí para allá.

La obsolescencia calculada es la ley productora de nuestro tiempo. Tan grave como la obesidad mórbida y más dominante que los avances de la ciencia. Obsolescencia significa que no hay tiempo (el tiempo desaparece fulminado) entre una y otra invención, y cuando parece que acaso se demora enredado en los vericuetos de nuevos artefactos decisivos o en aplicaciones notorias, vuelve a revelarse como una tonelada de mercurio sin posible contenedor.

De ese modo, ¿cómo apresarlo en la música y los derechos de autor, en las regalías de modestos escritores ante libros fotocopiados, en la miriada de vídeos una y otra vez pirateados, en la velocidad sin amo que obliga, en fin, como también dice Yorokubo (Francesc Beltri), a crear nuevas formas de distribución (y de recaudación)? Menos policías sobre los puntos fijos y antiguos de reparto, y más innovación en el porte y el portador que acabe deslumbrando a la clientela.

A fin de cuentas, este mundo que pensamos más complejo no lo llegamos a imaginar nunca tan explosivo y sinvergüenza. Sin embargo, siendo las cosas así, tanto la política como la creatividad deambulan a bandazos entre la estafa y el marketing, entre la defraudación y el contrabando.

Precisamente, solo en España (lo cuenta Iñaki Berazaluce también en Yorokubo, "estar feliz" en japonés) han aparecido, al margen del dinero negro, formas sofisticadas de hurto en los grandes centros comerciales y también desde Mercadona hasta El Corte Inglés. Al menos dos famosos manuales (¡patrocinados ignorantemente por la Comunidad de Madrid!) enseñan cómo llevarse cualquier tipo de objeto, sea de la naturaleza que sea, sin pasar por caja.

Uno de estos libros, editado hace una década, se llama el Libro Rojo de Yomango, y otro más reciente se titula Libro morado (para ponerse morado, puede acaso querer decir).

El robo en el arte, en la música, en el vídeo o en la política ha creado una base cultural en la que la propiedad, blanca o negra, se encuentra, por una u otra razón, en la hoguera. ¿Principio de una nueva época en la que todo será gratis y prácticamente todo dejará de apreciarse a causa de no tener precio? Nada de eso. Más bien al revés, el producto dejará de estimarse a causa de tener precio. De este modo, todo lo que cuesta unos euros, desde el cine hasta el libro, del disco al cuadro, parecen ya productos derivados del capitalismo del siglo XX o del XIX. En el siglo XXI, lo característico es, de un lado, la ligereza e intangibilidad de las cosas; de otro, su creciente invisibilidad, y de otro, su código abierto al público.

De este modo, la llamada a innovar, emprender, imaginar, no viene a ser sino una voz para incrementar aún más la velocidad mercantil de los cambios y de los intercambios. En ese turbión, la política da vueltas sobre su eje desgastado, la cultura conocida (del libro o del cine) se tambalea entre fuertes sacudidas de muerte. Y, en definitiva, el porvenir del progreso, que se creyó en un tiempo rectilíneo, no deja hoy de trazar cabriolas y millones de garabatos.



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11 de marzo de 2013
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El Boomeran(g)
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