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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Lo común es de lo más extraño

El mayor atasco circulatorio de la historia tuvo lugar en China a finales de agosto de 2010. La cola de coches y camiones llegó hasta los 100 kilómetros sobre la vía que discurre desde Huanian a Pekín. Se tardaron 11 días en deshacer el embotellamiento, aunque las primeras previsiones llegaron a calcular que se necesitaría un mes. Más de 10.000 camiones formaban parte de esta caravana inmóvil. La caravana paralítica que, en cierto modo, es la metáfora de los muchos problemas enroscados en el subdesarrollo ancestral.

Los datos de este superatasco chino que dejaban chatas las peripecias parisinas de Cortázar en su cuento La autopista del sur (1966) se difundieron entonces por las redes y Norman Foster los recordaba en la conferencia inaugural del segundo congreso que la fundación Arquitectura y Sociedad ha recopilado en un volumen titulado: Arquitectura: lo común.

Unas 200.000 personas emigran diariamente del campo a la ciudad en los mayores países emergentes. Países que se alzan en unos puntos y siguen, no obstante, clavados en la extrema pobreza por doquier. India, Brasil, China, Rusia más otros innumerables lugares de Asia, África y América Latina presentan gigantescos problemas de urbanismo que nunca antes había conocido la Humanidad. Basta saber que el crecimiento industrial que en Europa requirió 200 años, se alcanza (o se abalanza) entre ellos durante un tiempo 10 veces menor.

La arquitectura, como la sanidad, aspira a ser universal y difundir vendas o vacunas

Los emiratos árabes, desde Dubai a Abu Dabi se rediseñan, en unos casos siguiendo el modelo de corrupción estrafalaria y en otros supuestos con intenciones de brillante y buena fe. En este último caso, Foster, ha creado incluso una flamante ciudad, Masdar, en Abu Dabi, que no solo se alimenta tan solo de sol, sino que en todos los órdenes se comporta como un ser autoabastecido. Los combustibles sólidos se hallan cerca, pero el desafío consiste en crear, como mandaba Vitruvio, obras nuevas que den buen cobijo, eficiente y placentero (firmitas, utilitas y venustas). Y de bajo coste.

Parece una oración benéfica de los años de Mari Castaña esta invocación al pasado tradicional, pero, de hecho, la moral contemporánea se ha degradado tanto que su putrefacción impulsa a buscar aromas en la inteligencia cabal que ha proporcionado supervivencia a los seres humanos. En Masdar, por ejemplo, la temperatura exterior llega a ser de 66 grados, pero el abigarramiento de las viviendas procurándose sombra mutuamente logra rebajar ese infierno hasta los 46 grados. Todavía podrían freírse huevos sobre el pavimento, pero, a medida que se penetran las fachadas, aparecen patios con columnatas que alivian del sofoco. Y, por añadidura, como comprobó Foster, si se planta vegetación en los patios y se multiplican fuentes y estanques surge un enfriamiento evaporativo que, por lo menos, permite respirar y hasta abrazarse.

En esas zonas existe una construcción tradicional llamada Torre del Viento, cuya poética labor consiste en aprehender las leves corrientes de aire que planean sobre el desierto y hacerlas discurrir por el interior de las viviendas y, en ocasiones, a través de unos trapos húmedos.

Estas torres de viento se usaban solo en las casas nobles, pero hoy la arquitectura, como la sanidad, aspira a ser universal y difundir vendas o vacunas para proteger las vidas. Para protegerlas y mejorarlas algo más.

El corazón del congreso que patrocinó la fundación Arquitectura y Sociedad en junio del año pasado tuvo como lema Lo común. Es decir, el espacio que se habita para la fiesta, la protesta política o el intercambio comercial en plazas o en pasajes.

La ciudad regresa como primera inspiración de los edificios y no azarosamente y temerariamente al revés. La construcción espectacular o especulativa que originó ciudades monstruosas se desacredita tanto o más que los políticos y sus instituciones ante la conciencia crítica de una Humanidad que cuenta ya -y cada vez más- con profesionales interesados en proteger vidas en esta Tierra y ganar, de paso, el cielo tanto para el cliente como para el autor.



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1 de abril de 2013
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Leila Guerriero: El arte de la crónica ‘a la argentina’

El  suplemento Cultura/s de La Vanguardia publicó mi comentario sobre la edición española de Frutos extraños, la colección de imperdibles crónicas, perfiles y reportajes de la maestra del retrato de no ficción a la acuarela Leila Guerriero, que es también mi editora en las revistas Gatopardo y Travesías. Leila publicó en Chile una nueva, amplia y suculenta antología, Plano Americano, pero por ahora, en España se consiguen su crónica de un "pueblo maldito" en la Patagonia, Los suicidas del fin del mundo, y estos extraños frutos, amargos y muy dulces...

Muy pocos cultores de lo que en Estados Unidos se llama periodismo literario y en Latinoamérica se conoce como ‘crónica' tienen un estilo propio, inconfundible. La periodista argentina Leila Guerriero, nacida en Junín en 1967,  lo tiene, y lo demuestra sobradamente en su primera colección de crónicas publicada en España. En Frutos extraños (Alfaguara, 2012) aúna riguroso apego a lo real y goloso afán literario.

La escritura de Guerriero es ascética como la de los poetas; sus frases, latigazos breves, son como las de los maestros norteamericanos de la novela negra; y hay algo que nadie hace como ella: cambia vertiginosamente de la narración al ‘aparte' dirigido al lector, como cuando un actor se acerca al proscenio y lanza un comentario al público para que no lo escuchen los otros personajes, para luego seguir con la acción.

Estas virtudes se notan en los comienzos de sus crónicas: ninguno es igual a otro, pero todos son puro Guerriero. Al avanzar, la prosa se siente como perteneciente a una larga tradición literaria. La autora ha leído mucho y con provecho, pero rara vez aparece una cita erudita: las lecturas se notan en la elección de un símil o un adverbio mientras cuenta la historia de un gigante del baloncesto derrumbado por su propio mito, o la de un mago genial y manco, o la de una anciana aterradora acusada de envenenar a sus maridos.

Desde comienzos de siglo, Guerriero se despliega por el territorio del periodismo literario latinoamericano en varios frentes: como editora de algunas de las mejores revistas del género, como profesora y conferenciante, y sobre todo como autora de excelentes crónicas que publica en una decena de medios y que en España aparecen preferentemente en El País.

Frutos extraños es una generosa antología que muestra la variedad de temas y personajes que cubre, desde las investigaciones de los miembros del equipo de antropología forense argentino hasta el perfil de un legendario crítico cinematográfico uruguayo o la vida y el desparpajo del líder de un grupo de rap con síndrome de Down.

Los excelentes y muy disfrutables textos de Guerriero muestran también hasta dónde puede llegar esta amalgama de rigor periodístico con soltura y talento literario, que para muchos es la tabla de salvación del periodismo escrito en estos extraños tiempos de obligada rapidez y brevedad tuitera.

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1 de abril de 2013
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Nuestros desconocidos

  Se ha obrado algo verdaderamente asombroso en mí, y no sólo puedo atribuirlo al paso del tiempo. Hubo una época en la que los otros, los desconocidos, la gente anónima con la que azarosamente te cruzabas en la calle o coincidías en una cafetería, una plaza, te resultaban casi invisibles. Eran tiempos en los que no dejabas de hurgar en aquello que con pomposidad juvenil llamabas “tu esencia”. Tú y el mundo. Con una afanosa curiosidad por habitarlo. Tú y las amigas. Tú y las cartas, donde describías el amor que anhelabas vivir, que creías posible. Lo importante, y de qué manera, eran los conocidos, aquellos que elegías para compartir el color de tus días, los que adjuntabas -ajuntabas que dicen en los patios de colegio-, a veces alentando grandes e infaustas expectativas. Apenas de soslayo veías a aquella señora con bastón y una bolsa de plástico en la cabeza que avanzaba lentamente bajo la lluvia; conserjes, vendedores, guardias, enfermeros, funcionarios e incluso vecinos, que no te interesaban lo más mínimo. Porque a esa edad, establecer lazos para ensanchar a quienes consideras “los tuyos” exigía tiempo y ensimismamiento. En Un tranvía llamado deseo, Blanche DuBois le dice al médico: “No sé quien es usted, pero… ¿qué más da? Yo he dependido siempre de la bondad de los demás”. En algunos tramos de nuestra existencia los demás son completos desconocidos en los que, sin ingenuidad pero con determinación, decidimos confiar (a veces sin opción). El anonimato es una de las más subrayadas condiciones de la hipermodernidad, según antropólogos y sociólogos. La multitud global representa el semblante de nuestro tiempo. Una masa informe y sin nombre. Hoy, lejos de ignorar rostros y voces ajenos, “los otros” me resultan más cercanos que nunca, incluso siento una natural simpatía hacia ellos aunque no sepa ni su nombre, libre del prejuicio de que puedan ser molestos, sospechosos o vulgares. La vida laboral nos ha enseñado que entre las señoras de la limpieza que a última hora entran en las oficinas vacías se esconden grandes historias. Y sabemos también que en las noticias del día, en las calles chipriotas o en las salas de urgencias de Castilla-La Mancha que Cospedal pretende cerrar, no faltarán los don nadie que lograrán un pequeña grandeza cotidiana capaz de hacer del mundo un lugar mejor. Sé que se trata de una expresión manida, buenista, como el Imagine de Lennon. Pero en los periodos de crisis y de cambio, está comprobado que sólo la voluntad de fortalecer los lazos de la comunidad consigue asegurar los cimientos, impidiendo que la sociedad se pervierta del todo. De ahí la necesidad de actuar en red. Porque ahora ya tienes la certeza de que entre esa masa anónima se encuentra aquél que te ayudará a levantarte cuando te caigas, y el que buscará casi con tu misma ansiedad tu teléfono en el vagón del tren, incluso el que un día puede salvar tu vida.

(La Vanguardia)

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1 de abril de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Los límites del diálogo

Nada se podrá hacer sin diálogo. Ni lo más, ni lo menos. Eso es algo con lo que no todos están de acuerdo. Algunos exigen líneas rojas en cuanto se habla de diálogo. Solo se puede hablar de cómo y cuándo celebrar la consulta para la independencia, dicen los de ese lado. De todo se puede hablar excepto de cualquier cosa que atente contra la unidad sagrada de la patria, responden del otro. El problema no es por tanto el diálogo que unos y otros aplauden, sino su contenido y su alcance. Las diferencias no versan sobre lo que se puede decir cuando se dialoga sino sobre lo que está implícitamente prohibido o limitado. Todos los que trazan líneas rojas son enemigos del diálogo. Su idea del diálogo es meramente instrumental, y en consecuencia engañosa: hablar para ganar tiempo, sacar un provecho circunstancial antes de la ruptura o cargarse de razones. Ese es uno de los usos más irracionales que se pueda hacer de la razón: en vez de creer en la argumentación racional y en la dialéctica entre dos posiciones, se fía todo a la retórica de la convicción pública. Y es argumento de perdedores: solo importa aparecer cargado de razones, aunque el otro al final tenga una razón última más poderosa y eficaz.

El diálogo solo puede ser abierto y sin límites. Los que establezca la ley, alguien susurrará inmediatamente. Claro que sí. Nadie va a sentarse con la pretensión de acordar una ruptura legal con quien está obligado, como es el caso del Gobierno, de cualquier Gobierno, incluido el catalán, a defender la legalidad. Pero a la vez, si no señalamos fronteras tampoco podemos coartar el futuro: la ley está al servicio de los ciudadanos, la democracia debe ser finalmente el origen de toda legalidad, y de ahí que no debamos tener miedo a los grandes consensos y a las grandes mayorías que nos conduzcan a reformar y cambiar las leyes y la Constitución.

Creo recordar que cierto monarca le dijo a un republicano que hablando se entiende la gente y su hijo tuvo también la especial sensatez de proclamar que Cataluña será lo que los catalanes quieran que sea. La política es, ante todo, intercambio de palabras, diálogo entre las distintas partes y partidos y, si se quiere, una gran conversación dentro de la comunidad política que tiene su foro central en el parlamento, lugar de la palabra y del diálogo. ¿Por qué deberíamos poner límites entonces al diálogo?

Si no hay límite, significa que lo que hemos dado por superado, los pactos fiscales rechazados, los estatutos amputados y las causas federales olvidadas y sin partidarios, todo puede ser objeto del diálogo. El diálogo es una segunda oportunidad, de la que se deduce que tampoco podemos poner límites temporales a la acción de la palabra.

Ahí los de las líneas rojas dirán inmediatamente que necesitan plazo y fecha. Solo faltaría que el diálogo significara perder la ocasión excepcional de la ruptura cuando la crisis proporciona las mejores condiciones imaginables. No habrá otro momento así. Y ahí es donde se aclara el valor falso de esas razones con las que se quieren cargar, como si fuera la munición de un arma. El diálogo debe ser también convencimiento en todas las direcciones. Hay que convencer a la propia comunidad política, por supuesto; pero también a la internacional, y, ante todo, a quien se siente en nombre de una comunidad más extensa al otro lado de la mesa. No sirve de nada cargarse de razones si no se convence a nadie porque no somos capaces de compartir nuestras razones con el otro.

Dialogar es admitir que el otro tiene intereses y razones de tanto peso como los propios. Es un primer paso antes de ceder. No es el camino de la rendición, sino de la única victoria posible en democracia: la que proporciona una buena transacción en la que ganan todas las partes y nadie sale perdiendo. Convencer es vencer.

Necesariamente debe haber diálogo, y del bueno, del que queremos casi todos. La alternativa es que nos precipitemos de la forma más atolondrada posible contra las rocas sin demora alguna, antes de que las cosas mejoren, que es lo que parecen desear fervientemente y vocean cada vez con mayor insistencia algunos que quieren ignorar u olvidar las severas lecciones que nos ha infligido la historia en los últimos siglos. La de Cataluña, sí.



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1 de abril de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Blancanieves invertebrada


Casi toda buena película es hoy sobre el arte de hacer una película.  El cine comparte hoy su mecánica del “cut” y el “montaje” con la novela; y de ser el último arte que creaba la “ilusión de vida” en su cámara oscura, ha pasado a ser, como la actual literatura, un lenguaje sobre su misma convención comunicativa. Ese artificio de la representación hace de las mejores películas un acto conceptual: revelan su propia hechura entre tipos y estereotipos, tropos y parodias. Por eso, el buen cine ha dejado de ser el lugar del gusto permisible.  Las pobres películas solían sancionarse, licenciosamente,  en buenas (las que me gustan) y malas (las que no me gustan).  Todavía hay espectadores que frecuentan el cine de los Flinston, y ejercen de picapedreros armados del mazo de su juicio. Pero casi todo buen espectador tiene educado el gusto y tolera el metalenguaje fílmico con complicidad.

Las mejores películas realistas han terminado siendo teatrales, como ocurre con “Amour,” cuya economía se debe a la escena. Es tan realista, en el  sentido de la representación verosímil, que recae en el anacronismo: resulta conmovedor ver a un actor de nuestra juventud, Jean-Luis Trintignant, leyendo el periódico.  

Tarantino es culpable de esta apoteosis autoreferencial y hay que reconocer que logra plagiarse con éxito, a diferencia del precursor Woody Allen, que se imita pésimamente, y a quien esperamos que ninguna otra ciudad europea le financie una película. En defensa suya, digo. En “Queremos tanto a Glenda”, Julio Cortázar cuenta de un club de admiradores de una actriz que, de pronto, empieza a degradarse en películas imposibles;  el club decide secuestrar sus películas y, con justicia poética, eliminarla.

Claro que en su último film Tarantino abusa de los lugares comunes, según algunos para actualizar el horror de los mitos sobre el Sur norteamericano.  Pero dudo de su capacidad didáctica, y admiro, mas bien, su irreverencia con la buena conciencia americana. No hay que olvidar  que la artista Kara Walker utilizó la técnica de  siluetas recortadas de negros y blancos del Sur para exhibir el horror de lo reprimido. La representación de otra representación, el montaje de esas  escenas resultaban inocentes en su material (moldes del taller de costura) y perversas en su ilustración del racismo.

En “Django desencadenado” hay un momento apoteósico de la convención escénica. Siempre se dijo que el "aparte" era el recurso teatral más convencional, al punto que resultaba burdo y propio de la astracanada. El peor ejemplo es el autor de comedias que  metió en escena cien personajes, y no sabiendo qué hacer con ellos decidió, en el siguiente acto, anunciar que habían tomado un barco, y el barco se había hundido. Tarantino pone a prueba a sus espectadores al usar el recurso en un momento decisivo: en la mesa del patrón, el mayordomo negro obliga a su amo a ir con él al cuarto adjunto, donde a puerta cerrada le revela la verdad de lo que está ocurriendo. Lo cual precipita la violenta economía del desenlace. Como demuestra María Pizarro Prada en su trabajo sobre el género policial, la verdad revelada mata. Tarantino, gracias a la retórica popular, se sale otra vez con la suya.

Este largo introito es para poder decir que “Blancanieves,” la película de Pablo Berger, me ha conmovido con su dolorosa ironía, calidad crítica, y apoteosis de lugares comunes. Ha sido comparada con “El artista” por su mera coincidencia en el cine mudo. Pero mientras la película francesa es simpática y liviana, esta espléndida versión de la "Bella durmiente” está situada en la experiencia de la crisis endémica de la verosimilitud como referente común. Y nos hace cómplices de una crueldad excesivamente nuestra; esto es, de una ideología premoderna, estereotípica  y patriarcal. 

Se trata de la pesadilla que sueña la cultura ibérica en una noche de lucidez desamparada. Esa imagen atroz parece una sublimación de la actualidad: para verse a sí misma en el espejo del mundo al revés, la España de 2012 (entre los desahucios, la corrupción y los parados) solo puede soñarse en el horror moral de 1928. No le atribuyo al director y su equipo semejante tremendismo alegórico; pero aún sin proponérselo y a pesar suyo, cada escena del pasado representa una España ideológicamente construida como inexorable, incólume y feroz. Como si lo real se debiese a la lógica de una pesadilla irreversible.

La patología ideológica en esta obra (que debe más al “teatro de la crueldad” que al pintoresquismo de las españoladas del XIX francés) se debe a la melancolía como refutación puntual del deseo de vida.  Los sujetos sucumben  atrapados en su destino antimoderno de clase, género, geografía, historia y violencia.  Este mundo se parece a La Mancha del Quijote, de donde no se puede huir sino loco y a donde solo se puede volver a morir.  Blancanieves  es un emblema del desvalor porque ella no puede imaginar un horizonte de futuro. La melancolía española (la imposibiidad de superar lo real construido ideológicamente) tiene en esta película su apoteosis de crueldad, ironía y horror.  Se trata, bien vista, de una denuncia tan cervantina como goyesca: sutil y aguda. Del fondo de la gran tradición hispánica de representar la agonía como ejemplar, se levanta en esta obra la voluntad liberal, moderna y laica que confronta la cerrazón ideológica que pasa como verdad irrefutable. Se trata del arte del luto español. Experto en traernos una flor de cementerio. 

La gracia perversa de Maribel Verdú hace del pasado actualidad. En la sociedad española actual, como ha visto la socióloga Isabel Madruga, la ruptura matrilineal y monoparental desampara a los hijos en la marginalidad.  Se trata, por lo mismo, de la estructura narrativa del “romance nacional” tópico: la fractura del núcleo familiar reproduce la improbabilidad de una familia nacional. A la niña deshauciada, que danza como la madre muerta y torea como el padre perdido, sólo le quedan la charlotada y la barraca, los márgenes de la cultura desheradada. En el mundo al revés, esta Blancanieves no tendrá casa, escuela, trabajo, seguro médico, ahorros, ni pensión. El mundo ideológico es el Infierno: su orden de clases y poderes son círculos desarticulados. Es, por eso, peor que el castigo: arbitrario y a la vez impensable. Sólo puede ser representado como Comedia, a veces divina, a veces humana, esta vez española.

No en vano esta película coincide en su ferocidad visual con el ardor sarcástico de Juan Goytisolo; con la denuncia del demótico castellano que propicia Julián Ríos; con la documentada protesta visceral de Manuel Vilas; con las hiperbólicas comedias bárbaras de José Ovejero; con el grotesco apoteósico de Juan Francisco Ferré; con la crítica de las representaciones naturalizadas con que nos reta  Robert Juan-Cantavella; con los nuevos espacios contra-ideológicos que postulan la mundanidad de  las heorínas de Lara Moreno; la libertad lúdica de las tersas historias de Elvira Navarro; y las parábolas de humor gótico que trama con brío Marina Perezagua,  entre varias otras voces de alarma de la España que despierta con furor creativo en su actual horizonte literario.

Cualquiera de estos narradores podria haber imaginado a Blancanieves trabajando en la barraca como Blancanieves. Y cualquiera de ellos habría postulado la hipótesis de una mujer ni viva ni muerta, dormida,  que llora una lágrima de sangre.

 

 


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31 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La paz de los sepulcros

la voz y, sin preocuparse por las descalificaciones de sus críticos, anuncia que se tomará atribuciones que no le corresponden para convertir a su municipio, el más rico de América Latina, en un lugar seguro, ajeno a la ola de violencia que se abate sobre la zona conurbada de Monterrey. Frente a estas palabras que apenas disimulan su tono de advertencia, el gobernador de Nuevo León, decenas de autoridades judiciales y policíacas y cientos de ciudadanos se lanzan en un vibrante aplauso, convencidos de que, para bien o para mal, el empresario Mauricio Fernández no se quedará cruzado de brazos.

 

            En la siguiente imagen podemos observar al reluciente alcalde en primer plano, con su voz profunda y su desafiante acento norteño -su apodo de joven era El Ronco-, narrando con orgullo cómo uno de los criminales que se han atrevido a atentar contra su vida, el Negro Saldaña, ha sido encontrado muerto en la ciudad de México. De no haber sido pronunciado a las 11:45 de la mañana, el anuncio no hubiese parecido sorprendente en medio del estado de guerra que sufre el país en ese octubre de 2009; lo extraño es que el cadáver del Negro, junto con el de dos de sus cómplices, sólo es hallado por la policía del DF a las 5 de la tarde. Sin ruborizarse, Fernández se jacta de predecir el futuro.

            Con estas perturbadoras secuencias se inicia El alcalde, el brillante documental de Emiliano Altuna, Carlos F. Rossini y Diego Enrique Osorno que ha iniciado su recorrido en festivales de cine de todo el mundo. En medio del sinfín de historias macabras generadas por la guerra contra el narco, hacía falta este afilado retrato de este hombre de poder que, en sus tres años al frente de San Pedro Garza García, lo transformó en una especie de isla: la única porción de la capital norteña resguardada de homicidios y secuestros, en la cual sus habitantes continúan disfrutando de una vida normal, contrapuesta al estado de sitio -con toque de queda incluido- que domina en los municipios aledaños.

            Centrándose sólo en su figura y sus palabras, con eventuales desvíos a su mansión -su alberca enmarcada por un arco gótico, el cráneo de Tricerátops que preside su estancia o el artesonado mudéjar que la cubre- y unas cuantas imágenes rescatadas de los archivos familiares -su fastuosa boda, sus cacerías de ciervos y elefantes, su pasión por las armas de fuego-, El alcalde deja que su protagonista se pinte de cuerpo completo con todas sus aristas. Carismático y dueño de una enfática oratoria -aunque en algún momento su llanto resulte obviamente chapucero-, Mauricio Fernández no duda en presentarse como un héroe, un político sui géneris dispuesto a revelar verdades incómodas -las masacres perpetradas por el ejército en el norte del país- y a actuar allí donde otros se muestras pusilánimes, arropado por un apoyo popular que no se reduce a las "grandes familias", sino a buena parte de la población del estado.

            En un país que se desangra, el alcalde de San Pedro se enorgullece de haber expulsado a sicarios y secuestradores, a la vez que admite que los propios capos del narco se han convertido en sus vecinos. En la grotesca fauna surgida en México en estos años de conflicto, Fernández es una rara avis: un multimillonario convertido en político y un político que, como los vigilantes de las películas hollywoodenses, pretende tomar la justicia por su propia mano, asegurándose de que los malvados reciban su merecido obviando las trabas e ineficiencias de nuestro sistema judicial.

            Por momentos el alcalde habla con una lucidez que enviarían varios políticos de izquierda- reconoce que las drogas ya son legales gracias a una ley que, no evita decir, fue aprobada por Felipe Calderón, y que los ciudadanos tendrían que decidir si quieren que éstas sean vendidas por los narcotraficantes o por el Estado-, mientras en otras ocasiones su discurso apenas se diferencia del esgrimido por los paramilitares colombianos y, de manera casi explícita, justifica los asesinatos extrajudiciales.

            El documental de Altuna, Rossini y Osorno no será del gusto de muchos: habrá quien piense que se trata de una apología de Fernández, cuya eficacia podría seducir a ese sector de la población que exige mano dura, mientras otros lo verán como una denuncia sin contemplaciones de un gobernante que oculta sus crímenes -tan viles como los de sus enemigos- bajo una desvergüenza populista. Allí está, sin embargo, lo más relevante de su perspectiva: en vez de valerse del maniqueísmo que Calderón quiso imponerle a su narrativa de la guerra, El alcalde exhibe esa zona de grisura moral que nos infecta desde entonces. Y, sin alaridos ni desplantes, demuestra que el éxito pacificador de Fernández en su isla de San Pedro, con su íntimo desprecio hacia la ley, es la medida de nuestro fracaso como nación.

 

twitter: @jvolpi

 



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31 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Otra vez Camôes

Este soneto del gran Camôes, cuyo original portugués es el nº 201 de la edición de Hernani (Obras completas I, Redondilhas e sonetos, p. 305), de esclarecida impronta heraclítea, se ha dejado trasladar y ensonetar, aunque según el sabio de Éfeso nadie lee en dos lenguas el mismo soneto:
 
Mudan tiempos que mudan voluntades,
muda el ser que muda la confianza; 
todo el mundo está urdido de mudanza,
tomando siempre nuevas calidades.
Continuamente vemos novedades
diversas en todo de la esperanza;
el mal deja heridas en remembranza,
el bien (si bien hubo), extrañeidades.
Tiempo cubre el suelo de verde manto,
que antes cubierto fue de nieve fría,
y en mí convierte en lloro el dulce canto.
Fuera de este mudarse cada día,
hace otra mudanza de más espanto,
que ya no se muda como solía.


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31 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Engañosas soberanías

Chipre no es un país soberano. No lo era antes, aunque quizá no lo sabían los chipriotas. Pero ahora queda claro que no lo es ni puede volver a serlo dentro de la UE. Si quisiera osar, debería recuperar una moneda propia y resignarse a retroceder varias décadas. Ni siquiera así recuperaría la soberanía, porque caería bajo otro paraguas soberano mayor y probablemente peor.

Soberano de verdad lo ha sido solo un poco, apenas o a medias. Habrá sido un sueño fugitivo, poco más de 50 años. Dejó de ser colonia británica en 1960, aunque permanecen las bases militares de Reino Unido, y desde 1974 la República de Chipre no ejerce su poder soberano sobre la mitad norte, ocupada por el ejército turco. Su Parlamento todavía creyó que era soberano cuando rechazó la primera oferta de rescate bancario que presentó su Gobierno a la vuelta de Bruselas. La segunda oferta, que no grava los ahorros inferiores a 100.000 euros, ya no pasó por la votación parlamentaria. Ahora se ha visto que la soberanía era un juego tramposo del presidente Nikos Anastasiadis, que se creyó con fuerzas para enfrentarse a la todopoderosa troika (BCE, UE, FMI) e incluso a la canciller Angela Merkel, que inspira los movimientos desde la sombra del escenario.

Lo que le ha sucedido a Chipre no es original. Les sucede a muchos, en distintos grados y formas. A quienes creen que son soberanos, y todavía más a quienes saben que no lo son, pero sueñan que todavía pueden serlo. A las viejas naciones surgidas de la paz de Westfalia en 1648, a las nuevas fabricadas desde el romanticismo hasta ahora, y a las novísimas imaginadas, todas ellas hechas de una soberanía indivisible, sin tajos ni atajos, y por definición compartida.

La denostada Alemania conocía de antemano la dura lección de humildad soberana que viene proporcionando la nueva geometría de la globalización a los europeos. Había sufrido ya un buen adelanto durante la misma guerra fría, cuando creció dividida y ocupada aunque próspera y europeísta. Siguió con la entrega del marco a cambio del euro sin recibir la contrapartida de la Europa federal unida que exigía. No cabe reprocharle un regreso al soberanismo, sino su escasa iniciativa y entrega a la nueva soberanía europea, falta en la que además casi todos los otros grandes le acompañan.

Lo peor de la soberanía no es que la pierdan las naciones viejas o nuevas, sino que se pierda en la nube desreguladora de la globalización. Soberano es quien se hace responsable de los propios ciudadanos. En derecho humanitario se dan las condiciones para la injerencia cuando un Estado ya no les protege. Se puede vivir con soberanías compartidas, pero no atrapados en la trampa de una irresponsabilidad soberana, sin que nadie, ni los viejos Estados, ni la UE, se haga responsable del bienestar y de los derechos efectivos de los ciudadanos.



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30 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Sorber y soplar

Nadie debe tratar mal a su banquero. Es el principio de Hillary Clinton, enunciado a propósito de las relaciones entre Estados Unidos y China, el mayor tenedor de bonos estadounidenses del mundo. El consejero de Economía y Hacienda catalán, Andreu Mas Colell, que pertenece a la misma escuela pragmática que Hillary, definió bien pronto y claro quien era el banquero de Cataluña: el gobierno de España.

No todos han entendido ni atendido el consejo, aunque cada vez sea más evidente que, sin los cheques del banquero Mariano Rajoy, su cliente Artur Mas no podrá pagar facturas y nóminas y Cataluña entrará en la suspensión de pagos y la bancarrota. Durante unos meses, desde el subidón nacionalista del pasado 11 de septiembre, muchos han pretendido olvidar el principio de Hillary, y han actuado como si Rajoy fuera el cliente y no el banquero. También han olvidado que reúne otras potestades nada desdeñables, además de disponer del líquido que necesitan las arcas agostadas de la Generalitat. En sus manos está la negociación con Bruselas sobre el límite en el déficit público en que puede incurrir España, y de carambola sus comunidades autonómicas, Cataluña entre ellas. También está en sus manos la renegociación del sistema de financiación catalán, que tiene vencimiento este mismo 2013. Incluso las escasas inversiones en infraestructuras que vaya hacer el Estado en Cataluña en esta época de vacas flaquísimas que atravesamos depende también de su buena disposición y voluntad.

Rajoy tiene mucha cuerda que soltar en una negociación con Artur Mas y este, en cambio, tiene muy poco que concederle, salvo evitarle dolores de cabeza gratuitos. No es gratuito el dolor que pueda darle a Rajoy con el mantenimiento del pacto de estabilidad parlamentaria firmado entre CiU y ERC, porque es el que le ha permitido seguir en la presidencia catalana sin traicionarse, al menos de momento, ante sus electores, como hubiera sucedido en caso de completar la mayoría con los escaños populares o con los socialistas, a falta de la mayoría parlamentaria extraordinaria que buscó y no encontró con el adelanto electoral provocado por una mala lectura de la realidad catalana. Así es como Artur Mas se encuentra comprometido con la ingrata tarea de tener que hacer dos cosas contradictorias: de una parte, hacerse el simpático para poder seguir gobernando y, de la otra, decirle a Rajoy que todo debe conducir al final a un divorcio por las buenas o por las malas. Quiere a la vez la tarjeta de crédito y la carta de libertad.

Para complicarle las cosas, ahí está su socio republicano, Oriol Junqueras, con cuatro eslóganes tan simples como eficaces. Sin expolio fiscal no habría crisis en Cataluña. Con la independencia, todo quedará solucionado. Solo hay un punto para el diálogo, el momento y forma de la consulta para la independencia. Acompañará a cada recorte una enérgica y sonora culpabilización de Rajoy como responsable de la crisis de las finanzas catalanas. Es evidente la dificultad de convencer al banquero con argumentos tan persuasivos y amables.

Artur Mas es un político y negociador proclive al secretismo y la confusión, tal como acreditó en sus pactos de 2006 con Zapatero sobre el nuevo estatuto catalán, a espaldas de Maragall y de Duran i Lleida. De ahí que encaje bien en su personalidad esta última versión que nos proporciona su último encuentro secreto en la Moncloa, en función de la doble tarea que tiene encomendada. De una parte, dialogar con Rajoy para asegurar que la autonomía funcione; de la otra, mantener imperturbable, al menos en apariencia, el camino hacia la consulta, sumando declaraciones, nombramientos, aprobación de leyes improbables e instalación de consejos patrióticos que desbrocen esta ruta larga e incierta, al ritmo en que Rajoy vaya soltando su cuerda.

Cualquier brusquedad gestual puede desbaratar los equilibrios entre la credulidad de unos y de otros sobre los auténticos propósitos de Mas. Se entiende así el método oscurantista elegido para reanudar el diálogo, que permite a cada quien lanzar la interpretación más a su conveniencia. Rajoy ha cedido o le ha parado los pies y Mas se ha rendido o ha cumplido con su compromiso de dialogar con Rajoy sobre la consulta, a escoger a gusto de cada uno. De momento funciona, gracias a la oscuridad, aunque al final no cabe engaño sobre la naturaleza contradictoria de las dos tareas en las que Mas está comprometido. Si hace una, no puede hacer la otra. Solo la penumbra permite crear la ilusión de que soplar y sorber pueda ser.



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29 de marzo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

Blogs de autor

El mundo que surgió del frío

Mary Shelley decía haber tenido la inspiración de su Frankestein en una ensoñación en el lago Lemán, un día de junio de 1816, “el año sin verano”, como se conoció en Europa y América. Byron y Polidori también paraban por allá y parece que escribieron por los codos. Hizo un tiempo tan infame, que no se podía salir de excursión, y los plumíferos ingleses tuvieron que dedicarse al aburrimiento y la creación (de hecho  hay quien sostiene que Frankestein es Byron apenas maquillado, o sea que Shelley lo retrató sin que él se diera cuenta). Igual que la peste en Bocaccio, el mal tiempo propició el cuentismo.
 
El año sin verano, pero con invierno glacial, fue un fenómeno frecuente entre 1500 y las primeras décadas del 1800: una época heladora. Hoy se sabe que el sol tuvo entre los siglos XVI y XIX una fase de baja actividad, con poco viento solar, lo que propició la formación de nubes y la bajada de dos grados en la temperatura media. Esto fue un cambio brutal para los europeos, sobre todo, después de lo soleada y cálida que fue la Edad Media, cuando Groenlandia estuvo habitada y en Noruega maduraban los viñedos.
 
Quizá haya que hacer un estudio de la influencia del frío reinante en todo ese lapso temporal que llamamos Edad Moderna. Influencia y condicionamiento medular en la creación literaria y, en general, las artes, los inventos, y la civilización occidental. Nuestro fondo cultural más macizo proviene del mal tiempo, las cosechas fallidas, las pestes, las guerras, la mala alimentación, la tuberculosis y el resto de distracciones que, contra la convención en vigor, fueron mucho más acuciantes a lo largo de la modernidad que en el medioevo.
 
Hacia 1500 vino el frío. Montaigne habla de la frecuencia con que se hielan las viñas en Burdeos. Brueghel pinta la matanza de los inocentes con fondo de helada siberiana. Mientras se festejan el Barroco y la Ilustración, desciende más que nunca la población europea por pura miseria. Y entretanto se pendolean los siglos de Oro, y se alcanza el cénit de la llamada música clásica.
 
Creaciones, modas, filosofías que vinieron del frío y la necesidad de estar a cubierto. El romanticismo, en cambio, con su descubrimiento del paisaje, vino de que por fin se pudo salir. 


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29 de marzo de 2013
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El Boomeran(g)
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