Joana Bonet
Hubo un tiempo en el que las niñas, pero sobre todo las madres españolas, se fijaban muy de cerca en las melenas rubias de las infantas. Elena y Cristina se convirtieron en nombres imperecederos, que iban más allá de los caprichos de las modas y de las santas mártires. Con sus diademas de terciopelo y sus vestidos nido de abeja estampados, las escenas domésticas de la familia real dulcificaban la esperpéntica imagen de la dictadura, aderezada con caspa y collares. Ya con la democracia, casi todas las jóvenes nacidas entre los sesenta y los setenta eran más de Cristina que de Elena. Parecía más espabilada, más simpática, más náutica que hípica. No es que vistiera especialmente bien, pero tampoco arrastraba el aire rancio de la villa y corte, el de los Loden y las mantillas. En una entrevista publicada en Lecturas, aseguraba que estaba contenta de sus primeros 20 años de vida, y añadía: “La libertad e independencia de la mujer es natural y necesaria”. Que, tras unas prácticas en la Unesco, eligiera vivir en Barcelona contribuyó a forjar su imagen de mujer abierta y emancipada que huía discretamente de la Zarzuela y se ganaba una nómina. Pero por aquel entonces ya casi nadie quería ser ni de Cristina ni de Elena. El mundo había abierto sus escaparates mientras las infantas seguían endomingándose con volantes y otras dificultades, bien lejos de emular la elegancia compacta de su madre.
Pero el verdadero problema surgió cuando hubo que buscar maridos corriendo, una dislocada carrera hacia el altar de aquellas que, a pesar del salto generacional, si se retrasaban en demasía en contraer matrimonio resultaban sospechosas. Cuántas veces escuché decir: “Cómo me gusta esta pareja”, refiriéndose a Cristina de Borbón e Iñaki Urdangarin. Un matrimonio por amor, se enfatizaba. Paralelamente, las desgracias de la hija mayor del Rey, marcada por las mofas del estigma Marichalar, engrandecieron aún más el triunfo de Cristina. Hasta que se rompió el jarrón. Y de qué manera. La ejemplaridad no sólo se mide por los centímetros de barbilla levantada. Por eso, las últimas imágenes de la Infanta cabizbaja indican no sólo que su imputación es inevitable -y equitativa-, sino el veredicto de un juicio público que le toca soportar sin dramas, y más en un contexto de crisis, desahucios, leyes de transparencia. Cierto es que se trata de una historia sin enemigos. Pero mientras un juez, que según parece actúa con independencia, la imputa, y un fiscal, lejos de señalar con el dedo índice, recurre, resulta innecesario que las cámaras apunten a los menores y los exhiban para ilustrar el caso, sin pixelar, tan rubios como ella cuando hacía los deberes con sus diademas.
(La Vanguardia)