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El conflicto es filosófico

Las hipótesis de una teoría científica tienen a veces que compartir el terreno con hipótesis que no casan con las mismas, pero que no es posible sacrificar a fin de poder explicar fenómenos diferentes de los que se explican con las primeras. El paradigma es la hipótesis de la naturaleza corpuscular de la luz, que no logra desterrar la hipótesis de la luz como continuo ondulatorio. Pero en las columnas anteriores planteaba una cuestión muy diferente. Se trata de un problema filosófico, quizás el problema filosófico por antonomasia para cuyo abordaje es absolutamente imprescindible buscar anclaje en la ciencia, la cual sin embargo nos conduce a una aporía.

La teoría cuántica de la medida y la teoría evolucionista (hoy sustentada en la genética) no tienen entre ellas problema alguno en el terreno estrictamente científico. Lo tienen sin embargo en el terreno filosófico y concretamente en el de la antropología filosófica. Pues la segunda disciplina naturaliza al hombre mientras que la primera conduce a preguntarse si tal naturalización es compatible con el comportamiento ordenado de esa misma de la que el hombre sería exhaustivamente fruto.  

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4 de junio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Deseo de ser punk

El primer disco punk que tuve entre mis manos fue uno de Generation X, la banda de Billy Idol. Era de vinilo y lo compré con mis ahorros; había visto a los amigos de mi hermana mayor bailar ese tipo de música en una fiesta y quería saber de qué iba la cosa. Todo era estridencia, grito, saltar y empujarse. Si eso era bailar, yo, que nunca supe llevar el ritmo, también podía hacerlo. Así que me puse a escuchar Generation X una y otra vez, y a saltar frente al espejo. Una de las magias del punk: ya sabía bailar.

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A fines de los setenta, en Bolivia, el punk era sobre todo un estilo de música. Llegaba descontextualizado, sin los rumores de una rebeldía juvenil ante las fallas del sistema (una idea fuera de lugar, diría el crítico brasileño Roberto Schwarz). Una protesta que hacía del defecto una virtud y enarbolaba para la batalla el grito nihilista de NO FUTURE. El estilo de ropa también era el emblema de una situación: los jeans rasgados, las poleras cortadas, el sujetarse los pantalones con ganchillos, hablaban de la precariedad de una clase social; los chicos de la clase media cochabambina le cortaban las mangas a las poleras para mostrarse al día y convertían el gesto de protesta en un símbolo vacío, apenas una forma de vestir. 

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Como todos los movimientos artísticos opuestos a la cultura dominante, el punk fue absorbido y cooptado por el sistema casi desde sus mismos inicios. Pienso en estas cosas al ver la exposición organizada por el Metropolitan Museum de Nueva York en torno al punk ("Del caos a la alta cultura"). La exposición puede comenzar en el caos de una réplica del baño del CBCG -el epicentro de la escena punk en New York--, pero muy rápidamente se mueve a lo que en verdad les interesa a los curadores de esta exposición: la forma en que la alta cultura se apropió muy rápidamente del estilo punk. Probablemente Johnny Rotten y Sid Vicious jamás se imaginaran que algún día habría vestidos punk de Burberry que costarían mil dólares.

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La forma en que una revolución triunfa es cuando ésta se vuelve invisible. Cuando todos los adolescentes del mundo se ponen a usar jeans rasgados sin saber qué implicaba el gesto original, la protesta anárquica ante la autoridad. Pero tampoco sirve de mucho tener demasiado éxito. El estilo punk fue demasiado exitoso para su propio bien. Allá por los noventa en Berkeley, tenía un amigo que les gritaba a todos los que hacían algo diferente, desde pintarse el pelo de verde hasta mascar chicle con la boca abierta: you're a punk! ¡Eres un punk! Le escuchaba esa frase al menos tres veces al día. Todos, de una forma u otra, eran punk, lo cual significaba que nadie era punk.

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Hace poco, en Barcelona, fui a ver a Titus Andronicus, una banda norteamericana que hace lo que un amigo describió como "punk épico". Fui porque me sedujo el concepto; quería ver de qué iba al punk hoy. La banda sonaba bien -era una afinada, intensa estridencia- y el cantante, Patrick Stickles, cada tanto decía "soy un perdedor", aunque también decía, en su chapurreado español, "ser un perdedor es muy bueno". En su disco más importante, "The Monitor", Stickles grita "el enemigo está en todas partes", y eso es cierto: para estos chicos apocalípticos de New Jersey, el mal puede hundirse en el pasado,  en la guerra civil, o referirse al presente, a la desastrosa economía de su estado. El grito de protesta de Titus Andronicus puede ser trascendente o también frívolo ("Daniel Johnston ha dejado de ser un ícono porque se ha vendido al sistema"; "los reseñistas de la revista Pitchfork no nos entienden"); lo importante es la furiosa protesta, dirigida a todas partes y a ninguna. Eso, al final, es lo que queda del punk.

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¿NO FUTURE? El punk ha tenido muchísimo futuro, sólo que en vez de evolucionar lo que ha hecho es expandirse hasta hacerse inofensivo. Su trayectoria es un resumen del destino de los movimientos artísticos que cuestionan al sistema capitalista. Lo que fuera un grito de rebeldía es hoy una marca registrada.

 

(La Tercera, 2 de junio 2013)

 

 

 

 

 

 



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3 de junio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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¿Por qué pintar?

Lo más parecido a pintar cuadros es escribir poemas. Yo fui un ferviente escritor de poesía hasta los cuarenta años, más o menos. Lo mejor de hacerlo fue su parecido con un juego de trayecto y resultado inciertos. El poema, como el cuadro, se escribe a través de un inexplicable diálogo con el autor. Y tanto es así que muchas de las obras se dan por finalizadas cuando el objeto es quien dice "basta". Hay otras formas de actuar pero en mi caso la falta de un plan previo y determinado es igual a emprender una libre aventura con el cuadro. En el transcurso del viaje se van intercambiando emociones y puntos de vista. Y nunca mejor dicho puesto que no sólo el pintor mira al cuadro sino que también el cuadro se mira a sí mismo y vocaliza sus emociones.

Al cuadro hay que dejarlo hablar desde el primer trazo puesto que viene a ser asombrosamente su estado de ánimo quien dicta. Podría pensarse que, por el contrario, es el ánimo del artista quien lo conduce pero, francamente, no sabría atribuirme exclusivamente lo que pasa. Pasa lo que pasa porque el humor del lienzo va conformándose con una autoridad que, en definitiva, lo pinta. ¿Y qué mayor experiencia mágica que observar un lienzo aparentemente blanco e inanimado cobrar vida y, por si fuera poco, adquirirla en colaboración con nuestra presencia y nuestro personal punto de vista?

vverdu@elpais.es

Obra pictórica: http://vicenteverdu.net/



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3 de junio de 2013
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La edad del sexo

Ocurre un fenómeno ilustrativo acerca del tipo de sociedad en la que vivimos: mientras los adultos se rejuvenecen constantemente, los adolescentes, e incluso los niños, quieren quemar etapas. No en vano, cuando el pequeño consigue un logro o afronta un nuevo reto, los padres complacientes le dicen: “Te has portado como un mayor”. Bien sabido es que una de las mayores fantasías a edades tiernas es la de cumplir años, inventándolos cuando no se llega a una cifra lo suficientemente elevada para cruzar una puerta. Existe la urgencia por ponerse tacones, tomar prestada la ropa de las madres, besar con lengua, pagar en un restaurante, fumar un cigarrillo, salir más tarde de las doce, conducir una moto, probar el vodka… Investirse de aquello que en los patios de colegios supone respeto. La premura por afirmarse a fuerza de conductas temerarias parece medir la personalidad y a la vez el coraje del joven capaz de estrenarse con impostada naturalidad en las cosas de los mayores. Qué fatal expresión: “cosas de los mayores”. Determina una línea sellada, fronteriza, incluso tendenciosa como si quisiera dividir el mundo entre lo trascendente y lo intrascendente. Cruzar esa línea no depende tanto de las presuntas agallas del joven para transgredir, sino de la voracidad por luchar contra molinos de viento invisibles, aunque rabiosamente reales para aquellos que han empezado a edificar sueños y a escribir versos. Y que neutralizan los miedos a fin de glorificar el sexo. Ahora, el Gobierno ha decidido establecer los 16 años como la edad mínima para que un adulto mantenga relaciones con un menor. Y la del matrimonio. Es una grata noticia. En letra pequeña -según informaba Celeste López en La Vanguardia- asoma la cifra de 38 niños menores de 16 años que se casaron en el primer semestre del 2012. Una cifra minúscula, agazapada entre las macrocifras mediáticas, pero que atiende a la anomia de un sistema -desde el progreso- que pone en riesgo a quienes deberían paladear el único tramo de felicidad consentida en la vida del ser humano: la infancia. El cambio de legislación parece urgente, y más teniendo en cuenta que España y el Vaticano -curiosa advertencia- son los estados más laxos en la edad de consentimiento sexual entre un adulto y un menor. Pero debería acompañarse, con la misma urgencia, de un plan de educación sexual en las escuelas. Y no me refiero a esas charlas medio impostadas, algo triviales, a modo de cinefórum. Sino a un ambicioso trasvase de conocimiento que, junto a la responsabilidad de las familias, pueda compensar el efecto que a diario supone que en el ordenador de un menor entren anuncios porno o vídeos eróticos. A la banalización del sexo que, sin moralinas, puede ser tremendamente comprometida a los catorce años, e incluso llegar a rasgar una biografía. Habrá que esperar a ver qué dice la Lomce. (La Vanguardia)

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3 de junio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La violencia en el espejo

Si bien la película aún no se ha estrenado en las salas mexicanas, numerosos observadores ya nos han puesto sobre aviso de las atrocidades que contiene, reconcentradas en los largos minutos en que, en un primerísimo primer plano, los espectadores nos veremos obligados a contemplar una secuencia en la cual un individuo debe soportar que le quemen los testículos. El premio al mejor director concedido por el Festival de Cannes a Amat Escalante por Heli (2013) no ha contenido las rabiosas o escandalizadas quejas de quienes asumen que este aparente regodeo en la tortura no hará sino exacerbar la violencia que persiste en nuestro país.

            No es la primera vez que Escalante es increpado por mostrar el horror de maneras tan directas como escalofriantes: baste recordar que en Los bastardos (2008), galardonada como mejor película en el Festival de Morelia, una mujer recibe un disparo que le descerraja la cabeza en dos mitades. Desde luego, las acusaciones contra el director mexicano no son las primeras en aparecer en los medios contra otras representaciones artísticas de la violencia que, a ojos de quienes las esgrimen, enrarecen aún más las terribles condiciones de seguridad que padecemos. En el fondo, el argumento contra las películas de Escalante reitera el empleado por el gobernador que trató de impedir la radiodifusión de narcocorridos: la idea de que las representaciones imaginarias de la violencia aumentan la violencia, o que la exaltación de los delincuentes en una pieza musical -o en una película o en una novela- se convierte en un aliciente para que un mayor número de jóvenes esté dispuesto a aventurarse en una carrera delictiva.   

            A la pregunta sobre si la violencia en la ficción contribuye a generar conductas violentas en la realidad, la respuesta que dan la mayor parte de los expertos en ciencias cognitivas es un condicional. Dado que nuestros cerebros no están diseñados para diferenciar las imágenes que provienen de la realidad de aquellas que surgen de la imaginación -excepto al asociarlo con una percepción precisa-, una exposición continuada a escenas violentas en libros, películas, series o videojuegos sin duda puede volvernos más insensibles y puede lanzarnos a imitar o repetir esos modelos que ya hemos vivido a través de estas ficciones. Este tendencia no implica, sin embargo, que los aficionados a los filmes gore o a los videojuegos de guerra por fuerza se vayan a transformar en mercenarios o asesinos seriales. Y, por ello, resulta absurdo pensar que la mejor manera de combatir el crimen radique en censurar estas manifestaciones.

Asumir que la prohibición de corridos que exaltan a los capos del narcotráfico o limitar las escenas hiperviolentas en el cine o la televisión es una medida efectiva contra cárteles y mafias no sólo es una muestra de inocencia política, sino del más puro cinismo. Frente al dilema entre censurar obras artísticas que podrían aumentar nuestra afición por la violencia, y proteger la libertad de expresión, las autoridades siempre deberían de decantarse por la segunda, pues ésta constituye una de sus obligaciones primordiales.

            Como señala el sociólogo francés Michel Maffesoli, la violencia es consustancial a las comunidades humanas -y a la suerte de la civilización- y, en lugar de simplemente negarla o silenciarla, como se ha intentado en vano en distintos momentos de la modernidad, tendríamos que aprender a considerarla una parte esencial de las fuerzas que animan nuestra vida social. De allí que las representaciones de la violencia en el arte, incluso las más grotescas y explícitas -como la ejecución de la mujer estadounidense en Los bastardos o la brutal secuencia de tortura en Heli-, adquieran un carácter casi ritual que no sólo nos permite sublimar nuestros instintos de muerte, como querría el psicoanálisis, sino asumir, con todo su horror, su presencia entre nosotros. Gracias a la inclusión de la violencia en los territorios del arte -de La Ilíada a Los fusilamientos del 3 de mayo y de Guerra y paz a Apocalypsis Now- hemos podido aquilatar su verdadera dimensión y, sobre todo, comprender mejor sus causas y sus consecuencias, así como los motores que se hallan detrás de ella.  

            Sólo los niños deberían conservarse al margen del constante bombardeo de imágenes violentas en televisión y videojuegos, pues éstas no hacen sino inculcarles patrones de agresión cuando sus cerebros aún no han recibido suficientes antídotos -modelos éticos y morales, ejemplos de altruismo y cooperación- que les permitan contrarrestarlos por sí mismos. En todos los demás casos, tendríamos que exigir que, en vez de preocuparse por censurar a Los Tigres del Norte o rasgarse las vestiduras frente a películas que en teoría no hacen más que perturbar la imagen de México como Heli -de protegernos contra la ficción-, políticos y comentaristas estén más pendientes por denunciar, combatir y limitar la injusticia y la impunidad que campea en nuestras calles.

 

Twitter: @jvolpi

 

 



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2 de junio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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92. La tacha se lee

 

Si usted cree que una obra tachada por completo no puede poseer ningún significado literario, no siga leyendo estas 500 palabras, destinadas precisamente a sostener lo contrario. / El poeta experimental Fernando Millán trabaja con técnicas de tachado desde 1965, aunque en 1980 decidió llevar la operación a la tachadura de un libro completo. La depresión en España, reeditada por Ediciones La Bahía, es la apropiación canceladora del tercer volumen de un texto médico homónimo publicado circa 1983. Como puede verse en la imagen inferior, casi todo el libro está tachado, salvo –significativamente– la palabra “Conclusiones” de la página 85, y algunas letras sueltas que los tachones dejan visibles. Es importante enfatizar que he contado hasta veinte tipos diferentes de tachado (alguno inquietante que convierte el castellano en una especie de escritura gótico-germana), de lo que se deduce que amén de propósitos lúdicos o críticos, que los hay, se ha llevado a cabo un severo análisis técnico. / La “lectura” del libro es angustiosa, no porque no leamos sino porque lo que leemos, precisamente, es el sacrificio del sentido. Comentando el poemario Alarma (1975), de José-Miguel Ullán, escribe Túa Blesa que “las marcas del tachón han terminado por ser trazos del texto que se hace público. Es, en fin, el tachón, junto a la escritura tachada, lo que se da a la lectura”. / Sin embargo, sabiendo que el libro médico elidido con tanto cuidado versa sobre la depresión, entendemos lo que dice Millán en el epílogo cuando explica que una de sus intenciones era “deprimir la depresión con una tachadura” (p. 128). La de(im)presión resultante es, en consecuencia, la negación de una negación. Es todo lo contrario al gesto destructivo, porque implica una especial energía, una creación intensa: “tachar es una acción sistemática, una labor, un trabajo” (Millán, p. 129). / El filósofo Rancière ha descrito un “teatro de la desfiguración para la pintura, donde las figuras son arrancadas del espacio de la representación y reconfiguradas en otro espacio distinto”. Y, en efecto, la figuración o representación contemporánea puede ser también una desfiguración, un grito contra la necesidad de expresar lo previsible, que se vuelve pre(in)visible. / Estoy recopilando otros muchos ejemplos de tachado significativo en este tablero de Pinterest, entre ellos la creciente tendencia de la “Blackout Poetry”, que consiste en escribir poesía a partir de la borradura controlada de periódicos. / Una de las formas discursivas de nuestro tiempo, en consecuencia, se levanta sobre la negación del discurso, mediante un tachado expresivo que podemos encontrar en obras de Pedro Maestre, Ramón Bilbao, Mark Danielewski, Jorge Carrión, María Monjas, Salvador Plascencia o Isaac Rosa (en ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil!, 2007, la tacha es discursiva, no visual). / “Pienso”, escribe Túa Blesa en Lecturas de la ilegibilidad en el arte (Delirio, 2011), “que la ilegibilidad del arte y de la literatura, las prácticas logofágicas, son sólo una sinécdoque de la ilegibilidad general del arte, que dice cómo todo arte es logofágico, ilegible” (p. 64). Oh, sí.

 

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(Fotos, tomadas por VLM: arriba, del libro de Fernando Millán; abajo, imagen de Alarma, de José-Miguel Ullán).

 

Millan

Ullán



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1 de junio de 2013
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