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Invitación al viaje

Una de las estrategias narrativas que más me sirven para escribir lo que en Latinoamérica llamamos una crónica es el relato de viaje.

En los diarios y revistas el relato de viaje se ha degradado. Se relega a las páginas de turismo, y pareciera como si el autor sólo pudiera viajar como adelantado de un supuesto lector que comprará en su agencia de viajes una gira rápida, superficial, previsible, a los sitios donde no disfruta estando sino que se enorgullece de haber estado. Ir para haber estado es dar por perdida la posibilidad de la experiencia desde antes de partir.

Obviamente, esto se debe a que el viaje es un negocio: negocio para los anunciantes. En sus manos están los suplementos y las revistas de turismo.

Pero todos sabemos que el viaje del turista que consume experiencias como quien consume productos no es el único viaje posible.

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El romanticismo comenzó, tal vez, con el viaje de Goethe a Italia. Fue un viaje transalpino, y en él descubrió otra forma de vivir – la de los italianos, que para Goethe representaban lo emotivo, lo vital, el placer de disfrutar el momento. Y la cultura, las ruinas, Roma como legado común. El viaje de Goethe a Italia fue un viaje de descubrimiento, de cambio, de crecimiento. Un viaje filosófico.

La historia de la literatura está llena de viajes transformativos: en los mares del sur D. H. Lawrence descubrió la llave para abrir los tabúes del erotismo como experiencia espiritual, en la India E. M. Forster se enfrentó con su propia homosexualidad, en Tahití Gaugain descubrió la libertad absoluta, incluida la libertad abyecta de disfrutar de los cuerpos de las niñas. No siempre los viajes nos cambian para bien.

Pero los que a mí me sirven como ejemplo son los viajes que transforman, por ejemplo, a Hermann Hesse, a Mark Twain y a Josep Pla. Cada uno aprendió a ver y entender su propia sociedad con mayor profundidad y ojo crítico después de haber convivido con sociedades distintas. Es de Yeats ese verso de que el buen viaje es aquel del que uno vuelve y mira su casa como si la viera por primera vez. Y, agrego, se mira en el espejo de su baño y se descubre con extrañeza.

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En el periodismo moderno hay un pequeño pero fascinante grupo de reporteros que usan el relato de viaje para contar un camino de descubrimiento y transformación. No siempre se trata de un cambio personal. Muchas veces es el viaje de la ignorancia al conocimiento, y en vez de hacer que el lector conozca nuestro cambio, lo llevamos de viaje para que, al terminar el libro o el artículo, se vea transformado.

¿Qué es un gran libro sino una propuesta de transformación? Que el que cierra la última página sea alguien ya distinto del que abrió la primera. A veces con respuestas a sus viejas preguntas. Pero otras veces con nuevas preguntas. Cosas que creía resueltas se le abren y complejizan a lo largo del viaje.

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El mejor viajero que conozco en América Latina es Martín Caparrós. Con una maestría verbal prodigiosa, una impresionante capacidad para ver, escuchar, describir y contar detalles que pintan todo un mundo, Caparrós es autor de dos grandes colecciones de crónicas de viaje: Larga distancia y La guerra moderna. Crónicas como el viaje al lujo insano de Hong Kong, el viaje al turismo sexual en Sri Lanka o el viaje a la dictadura implacable de Camboya ya son clásicos, estudiados en las escuelas de periodismo de Argentina y alrededores.

Caparrós puede llevarte a un lugar que creías conocer, como las ciudades y paisajes rurales de Argentina, en su guía de lo inesperado El interior. O contarte una historia desconocida, como el periplo vital de la chica argentina que se convirtió en okupa y terminó perseguida como enemiga del estado italiano, sentenciada y suicidada.

El yo que viaja en los libros de Caparrós es siempre reconocible: es brillante, socarrón, deslenguado, erudito, y entre frase y frase se atusa el bigote decimonónico. Es como un mago que nos muestra el mundo como si nos hiciera un truco de prestidigitación.

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Hay infinidad de formas de escribir relatos de viaje. Como hay infinidad de formas de viajar. Lo que a mí me gusta es que un buen viaje se cuenta solo: tiene su arco narrativo incorporado.

Me gustan sobre todo los viajes de vuelta a lugares donde pasaron cosas importantes. Es un viaje al recuerdo del pasado y al mismo tiempo un recuento de lo que se encuentra allí ahora. Fernando Benítez siguió La ruta de Hernán Cortés desde Veracruz hasta el DF, por las tierras sobrepoblados, los bosques explotados y los pueblos indígenas oprimidos de hoy, hasta la alucinante capital de lo que fue el imperio azteca.

El periodista catalán Placid García Planas aprovechó sus viajes a sitios donde hay guerras y conflictos hoy – es corresponsal de La Vanguardia – para revisitar los sitios donde transitaron los viejos reporteros de guerra de Barcelona, sobre todo el genial Gaziel, gran cronista de la Primera Guerra Mundial. Su libro se llama La revancha del reportero.

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Viajar para encontrar al otro. Viajar para encontrarse a uno mismo. Viajar para descubrir el pasado y entender el presente.

Una crónica puede ser el viaje del personaje a lo largo de la vida. O un viaje particular del personaje. O el viaje de nosotros, los periodistas. Pero siempre es una invitación al viaje del lector.

Este jueves parto para Bishkek, la capital de Kirguistán, en el centro de Asia. ¡Deséenme suerte!  

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10 de junio de 2013
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Querejeta al futbolín

Como por entonces yo no tenía que venderle ningún guión ni pedirle que me produjese un film, traté de un modo relajado a Elías Querejeta entre los primeros años 1980 y 90. Me invitaba a comer, eso sí, siempre en el restaurante de su elección, por la zona norte de Madrid, y él hablaba y fumaba, sin apenas comer. Yo comía y le escuchaba hablar, rara vez de cine, y cuando lo hacía me sorprendía: nada de Carlos Saura ni del realismo crítico español. De cine él sólo quería hablar de Bresson, y el maestro francés nos unía sin fisuras.

También hablaba de poesía y de teatro, lo que le interesaba de veras, decía. Poesía era para él Rilke. Ningún otro nombre le oí. En cuanto al teatro, por aquel entonces Elías tenía en proyecto dedicarse a él como productor y quizá como dramaturgo; claro que él siempre anunciaba su inminente autoría en todos los géneros, el cine, el teatro, la novela. No llegó a estrenar nada suyo, creo, ni a comprar un teatro en Madrid, ni a dirigir cine de argumento, ni a escribir la novela de su vida, pero ha quedado sin duda como el genio indiscutible de la "politique des auteurs' de nuestro país.

Al margen de esas palabras mayores de las artes, Elías y yo encontramos un campo más modesto para el esparcimiento común: la zarzuela vasca y el fútbol de mesa. En ambos territorios él se decía el mejor, y ahí sí le desafié.

Él cantaba mejor que yo, y contaba con la ventaja de la entonación local en la obra musical que nos unió, ‘El caserío', del vitoriano Jesús Guridi. Aún hace pocos años, cuando Elías estaba algo delicado de salud y nunca nos veíamos, un día que nos vimos por azar cruzando Juan Bravo entonamos a capella la preciosa romanza de amor de Joshe Miguel en la zarzuela de Guridi: "Yo no sé qué veo en Ana Mari...". Ese era el himno de nuestra entente. A Elías le fascinaba sobremanera que yo, alicantino innegable y en aquellos años recién llegado de Inglaterra, en vez de restregarle por la cara a Britten o al maestro Oscar Esplá, mostrara sensibilidad para el folklore rural vascuence.

Mi orgullo mayor fue ganarle una partida al futbolín, siendo él además ex-jugador de fútbol notorio en la Real Sociedad, y Javier Pradera sostenía que bastante bueno. Descubrimos esa otra afinidad, de origen infantil, claro, y yo le hablé de un bar de copas muy de moda en los años de la Movida, el Salón España de la calle Infantas, donde había en los bajos un futbolín de hierro, los únicos buenos: las barras eran recias, y los jugadores tenían dos piernas moldeadas en el metal. Muchas noches me medí yo en el Salón con diversas personas que lo frecuentaban, Juan Benet, Javier Marías, Blanca Andreu, Paloma Chamorro y una novia enormemente simpática y muy buena en la delantera que la periodista tenía entonces, cuyo nombre no recuerdo. También iban chicos de barrio al bar, y con ellos hicimos alguna liguilla: intelectuales versus macarras.

Con Elías jugué en el Salón España una sola noche. Y ganó el peor.

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10 de junio de 2013
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El sacrificio

Una argumentación moral articula el consejo del comité de expertos que insta al Gobierno a bajar las pensiones: “el sacrificio”. Se trata de un hallazgo, unas notas de música humana, casi animal, en mitad de un informe elaborado por tecnócratas. “El sacrificio es más fácil de aceptar en tiempos comprometidos que en medio de la bonanza”, razonan. Y te preguntas por qué han introducido una palabra propia de predicador entre cálculos, porcentajes y factores de equidad intergeneracional. Acaso una lección de psicología de masas. Como si no hubiera sido suficiente con el adiestramiento en la austeridad, tan vinculado al puritanismo. Desde tan elevado pedestal, doce expertos admiten el supuesto de que no hay ira que prevalezca por encima de las estrecheces cotidianas. Y coinciden en que no existen condiciones tan propicias como las actuales para que los ciudadanos encajen la necesidad de sacrificio, como si aún no se hubieran abonado a él. Tras años de estrecheces, la responsabilidad colectiva va ampliando su espiral de negritud. El mandato político y económico sostiene que la renuncia es obligación, una condena implícita. Nada que ver con aquella noción del sacrificio alentada para conseguir un propósito o los favores del destino. O para probarse a uno mismo y medir la voluntad y el coraje. Este sacrificio no es prueba ni meta, sino factor de sostenibilidad, afirman; y ahí sobrevuela la convicción de que el estoicismo deviene irreversible, por ello una sociedad cada vez más empobrecida se replegará al nuevo manual sin chistar. La imagen de una población sacrificada adquiere tintes heroicos, incluso un brillo conmovedor, un ruido de fondo ahogado en una especie de silencio íntimo. Aunque todo lo enumerado es pura palabrería. La realidad viene conformada por un amplio repertorio de voces de alarma que instan a actuar contra las auténticas hemorragias, como la desnutrición. Y contra la peor de las pobrezas: la infantil, funesto símbolo de un sistema fallido. Porque el mismo que celebra estrellas Michelin, comida emocional y sinfonía de panes, también cierra comedores escolares reubicando el hambre en el guión del mundo occidental. La dignidad sacrificada podría parecer doblemente digna mientras las sombras urbanas revuelven en la basura, y los profesores observan que, a falta de táper, los chavales comen pan con pan. Los comedores sociales ya no entienden de rango, y se multiplican las familias que recogen bolsas de alimentos. Al tiempo, diversos estudios aseguran que en época de crisis se consumen alimentos más ricos en calorías como una reacción del subconsciente de aquellos que deben estar preparados contra la adversidad. No podría hallar mejor resumen de sacrificio moderno que el hambre calórica. La búsqueda de la grasa como efecto saciante pero sobre todo como paliativo. (La Vanguardia)

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10 de junio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El peso del boxeador

En el peor momento, cuando más necesario era trazar el camino, Europa se ha quedado sin proyecto. Justo cuando entraba en vigor del Tratado de Lisboa, el 1 de diciembre de 2009, aterrizaba en Europa la crisis iniciada un año antes en Estados Unidos. Es verdad que desde entonces la Unión Europea ha avanzado mucho más en el camino de la unión económica, fiscal y bancaria que en todos los años en que el euro llevaba una vida tan feliz como inconsciente. Pero ha sido en una mera navegación a vista, justo para salir de una tormenta que amenaza con llevársela por delante, y de hacerlo con el menor coste para cada uno de los socios. Está sin proyecto, como España misma.

Así llevamos casi cinco años, los que han presenciado la plena emergencia de China, con las cifras del sorpasso en múltiples registros de su peso y actividad económica, y el giro exterior de Estados Unidos, la todavía primera superpotencia, que ha seguido alejándose de Europa, ha desplazado el pivote de su política global desde Oriente Próximo a Asia y ha emprendido una aproximación más modesta a su forma de liderar en el mundo.

En la nueva cancha de juego Washington pugna por mantener la fuerza de su protagonismo, adaptándose a los nuevos jugadores, empezando sobre todo por China. Los países ya emergidos saben que acaban de entrar en el ring junto a los pesos pesados pero todavía no tienen la medida de su capacidad para modificar un escenario y unas reglas de juego que ellos no establecieron. En el boxeo del siglo XXI solo los grandes de verdad harán cambiar las cosas porque estarán en la categoría superior. Estados Unidos y China, por supuesto. También Rusia, India y Brasil, los otros tres BRIC, a los que habrá que añadir un buen puñado de países con demografía, riqueza y geografía suficientes.

La Unión Europea debiera estar, pero no tiene proyecto y todo su enorme peso y riqueza resta en vez de sumar. Primero, porque su política exterior por unanimidad, que da derecho de veto a todos y cada uno de los 27 miembros (28 con Croacia dentro de muy pocos días), la paraliza incluso para mantener un embargo de armas a Siria. En segundo lugar, porque no hay entre sus gobiernos una voluntad política de reconstruir su proyecto y dotarse de la política exterior que necesita, y en cambio regresan los viejos reflejos soberanistas, que les hace ir cada uno por su lado.

El regreso del síndrome neonacionalista conduce a una pretensión inútil, como es la de actuar como agentes directamente globales, sin pasar por las instituciones europeas: este es el único y penoso proyecto que queda sobre la mesa. La tendencia centrífuga es bien clara en Londres, donde prospera el proyecto de salida de la UE. También en Berlín, donde Merkel puentea a la UE para tratar directamente con China e India. O en Francia, en este caso más en el terreno militar que en el económico.

Ningún país europeo tiene peso suficiente para boxear solo en el nuevo cuadrilátero multipolar o apolar. Han sido mal interpretadas las palabras de Mariano Rajoy acerca del tamaño. Iban dirigidas, naturalmente, a la limitada dimensión de una Cataluña independiente: los más pequeños son los que más van a sufrir en esta nueva cancha global. Pero todavía más se referían al mediocre tamaño y leve peso internacional al que quedaría reducida España sin Cataluña.

La cuestión del tamaño nada tiene que ver con la calidad de vida y el bienestar. Cataluña tiene mayor viabilidad que muchos países europeos de idéntica o incluso mayor dimensión. Pero no tendría peso alguno si combatiera sola en el ring global, y lo tendría muy escaso en Europa, como no lo tienen los socios pequeños y sí tiene todavía la España que incluye a Cataluña, a pesar de lo mucho que ya ha perdido.

La cuestión es saber si queremos tener peso para boxear en Europa y luego contar con una política exterior europea para boxear en la cancha global. Esa es la única política exterior que interesa a todos sin distinción. También es posible, e incluso legítimo, aunque dudosamente responsable, renunciar a este tipo de ambición y apostar por la irrelevancia, española y catalana, que es como quedarse encerrados en casa.



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10 de junio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El soldado y el poveretto

Severamente herido por los franceses al defender Pamplona en 1521 -mientras, en el otro lado del mundo, otro soldado español, Hernán Cortés, conquistaba México-Tenochtitlan-, Ignacio de Loyola sufre una repentina conversión. Entregado en su convalecencia a la lectura de Ludolfo de Sajonia y Santiago de la Voragine, no decide dejar atrás su experiencia militar, como señalan sus hagiógrafos, sino ponerla al servicio de un nuevo señor mucho más poderoso que el rey de España. Más adelante insistirá en que su modelo fue san Francisco de Asís, aunque en realidad no podría haber dos próceres de la Iglesia más opuestos, tanto en sus propósitos religiosos como en sus estilos de vida.

            Mientras el poveretto apenas escapó de ser tachado de hereje en una época marcada por las condenas contra los mendigos errantes que no cesaban de cuestionar el boato y la corrupción de curas, obispos y papas, la cofradía de Ignacio, bautizada con el término bélico de Compañía de Jesús, apenas tardó en ser aprobada por el papa Paulo III, quien creyó descubrir en los nuevos y aguerridos soldados de Cristo a un cuerpo rigurosamente entrenado para frenar la expansión del protestantismo en Europa.

            Pocas órdenes religiosas resultan más contrastantes que franciscanos y jesuitas, por más que sus fundadores coincidiesen en su fervor místico. Si los ayunos del de Asís lo condujeron a experiencias de comunión directa con la divinidad -la neurociencia ha demostrado que la privación de alimento puede causar alucinaciones tan vívidas como los psicotrópicos-, las interminables jornadas de autoexamen puestas en marcha por el de Loyola eran capaces de provocar cambios neurológicos equivalentes en un proceso que apenas se aleja del lavado de cerebro. La mayor diferencia entre ambos se halla, como señaló Roland Barthes en su Sade, Fourier, Loyola (1971), en la manía clasificatoria del vasco. La obsesión por dirigir minuciosamente la vida interior de sus seguidores dio lugar a sus célebres Ejercicios espirituales (1548), esa suerte de psicoanálisis avant-la-lettre destinado a que cada uno de sus discípulos examinase sin tregua sus pecados y se entregase a esa obediencia castrense que habría de mantenerlo sujeto a los dictados de sus superiores.  

            Frente a la férrea disciplina que Ignacio exigía a sus soldados, las arengas hippies de Francisco suenan casi conmovedoras. Anhelar la pobreza o amar a cada una de las criaturas de la Tierra no se contaban entre las prioridades del primer general de los jesuitas. De allí que, a lo largo de su azarosa historia, su orden jamás haya escapado a la sospecha y a la inquina de infinitos adversarios. Responsable de reinstaurar el catolicismo en Polonia y Lituania tanto como de extender su misión evangelizadora hasta China, la India, Quebec, Paraguay o California, los jesuitas no tardaron en ser vistos como una iglesia dentro de la iglesia, una sociedad secreta cuya ambición por el poder competía con la de papas, reyes y ministros. De allí que, forzado por los ministros de España y Portugal, el papa Clemente XIV decidiese suprimir la orden en 1773, una providencia que duró hasta 1813, cuando Pío VII revirtió el decreto de su antecesor.

            Desde entonces, los jesuitas han gozado de una celebridad que sólo el Opus Dei o los Legionarios de Cristo lograron arrebatarle en las postrimerías del siglo XX: la de siniestros conspiradores y hábiles políticos, maestros en el arte de la manipulación y la dialéctica. No es casual, por ello, que su máxima autoridad sea conocida con el nombre de Papa Negro. Sin embargo, no fue sino hasta el año pasado, cuatro siglos y medio después de su fundación, que un jesuita por fin llegó a ocupar el Trono de San Pedro.

            Como insigne miembro de su orden, Jorge Bergoglio conoce esta historia a la perfección y su pontificado tiene que ser estudiado bajo la particular lógica jesuítica. Así se explica que, igual que san Ignacio, la primera decisión del purpurado argentino haya sido la de imitar a san Francisco, al menos en apariencia y nombre. Si a ello se suma su repentina vocación hacia los pobres (despojada del matiz izquierdista que numerosos jesuitas próximos a la Teología de la Liberación le concedieron en décadas pasadas) y su publicitada renuncia a los oropeles de su cargo, la conversión del jesuita en franciscano parecería completa. Sólo que lo que ésta revela en realidad es la argucia estratégica tradicionalmente asociada con los miembros de su orden. Frente al laicismo y los escándalos de pederastia -equivalentes a las amenazas de la Reforma-, la Iglesia requería un soldado. Un soldado dispuesto a disfrazarse de humilde pastor para emprender una nueva cruzada evangelizadora, en especial entre los pobres y los latinoamericanos, su último caldo de cultivo. Si la intención del colegio cardenalicio fue encontrar a un líder capaz de paliar el creciente desprestigio de la Iglesia, hasta el momento el astuto papa jesuita ha comenzado a cumplir con creces su objetivo.  

 

Twitter: @jvolpi

 



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9 de junio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La gloria de los pobres

África, al fin, va como un cohete. Si es cierta, constituye la noticia del siglo. No es una información esquemática, al contrario, obliga a matizar y mirar bien los números del crecimiento, no fuera caso que sirvan para esconder problemas en vez de resolverlos. Lo más notable es que el continente olvidado atrae ahora inversiones de todo el mundo y espolea la rivalidad entre chinos y japoneses.

Veámosla al lado de otra buena noticia, esta de orden prospectivo: dentro de 17 años el mundo estará a punto de eliminar la pobreza extrema, la que sufren quienes tienen apenas un euro al día para espabilar. En las dos últimas décadas Naciones Unidas ha contabilizado que mil millones de personas han salido del umbral de la extrema miseria y quiere conseguir para 2030 que hagan lo mismo los mil millones más de seres humanos que hay en el pozo del hambre y de la indigencia. Entonces quedarán todavía cien millones de pobres de solemnidad, aunque será en África donde se acumularán estas últimas bolsas de pobreza extrema.

Desde 1990, cuando Naciones Unidas fijó la erradicación de la pobreza y el hambre para 2015 entre los llamados Objetivos del Milenio, el mundo ha sumado a la multitudinaria familia humana mil millones de seres más, justo la cantidad de miserables que aún nos quedan. No quiere decir eso que la lucha contra la pobreza sea una carrera de nunca acabar, siempre con más bocas que alimentos disponibles, tal como sostienen las tesis maltusianas. Así lo ve al menos la ONU, que ha fijado como alcanzable el nuevo objetivo, de reducir el actual 16% de pobres que tiene el mundo en desarrollo a un escaso 1,5%.

En toda esta historia un solo país juega de protagonista. China ha pasado del 84% de pobres al 10%. Ha sacado de la miseria a 680 millones. Y hay un antagonista, el mundo occidental, donde las cosas suceden al revés: regresa la pobreza, al igual que sucede con las clases medias, depauperadas en el Viejo Continente y, en cambio, convertidas en nuevas protagonistas en la educación y el consumo en África, Asia y América Latina. Con una salvedad fundamental para entender la aritmética del hambre: el umbral de la pobreza que fija Naciones Unidas no llega al euro diario, mientras que es de 48 euros en Estados Unidos y de 21,3 en España.

Al final, estamos hablando únicamente de un pequeño ajuste en la desproporcionada distribución de la riqueza que sigue favoreciendo a los países ricos de siempre. Y que tiene un corolario político: quienes pierden algo de riqueza suelen ser pesimistas y caer en el abatimiento, mientras que quienes consiguen comer y vivir dignamente por primera vez cultivan un ánimo eufórico y una voluntad de superación constante. Esa será al final su mayor riqueza, que les hará ricos de verdad un día no muy lejano. Deng Xiaoping lo dijo muy bien: enriquecerse es glorioso. No lo es ser rico de toda la vida.



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8 de junio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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91. Fragmenta

 

El surrealismo hubiera encontrado hoy un medio mucho más eficaz de escritura automática: dejar caer el teclado de un ordenador al suelo, o frotarlo contra todo tipo de superficies romas, agrietadas o desparejas. Abandonar el teclado frente a un bebé. Lanzarle pelotas de tenis. Arrastrarlo por un suelo lleno de gomas de borrar. Prestarlo a un gato. Dejarlo en la ventana para que lo pisen pájaros despistados. Colocarlo como diana en una escuela de tiro. Meterlo, como tercer cuerpo, en la cama donde hacemos el amor. / Es muy interesante el procedimiento con el que Manuel Rivas escribió, en su primer libro de cuentos, ¿Qué me quieres, amor? (1999), su relato “Dibujos animados”. Los nombres de los personajes son chocarreros y enfáticos: Fat Fatty, Mille Tausend, Green Grun, Danero Money etc.; nombre y apellido significan lo mismo en diversas lenguas. La historia es absolutamente increíble: la creadora de una serie de animación recibe la visita, en una noche tormentosa, de otro dibujante cuyo éxito va a dejarle sin trabajo. El competidor viene con intención de matarla, pero basta una frase de ella para tranquilizarlo. Hacen inmediatamente el amor, sin transición emocional. Ella después le prepara la cena, pero busca en la despensa cianuro para asesinarlo. La trama no puede ser más burda. Los personajes no pueden ser más estereotipados y simples. Sería difícil encontrar un lenguaje narrativo más llano, simple y directo. Todo es exagerado, infantil. Y sin embargo el cuento es literariamente exquisito. El motivo: el relato parece el resultado de que Manuel Rivas se formule la siguiente pregunta: ¿qué sucedería al escribir un cuento como un dibujo animado? Y este relato es la respuesta. Una aplicación puntual y no explicitada de los dibujos animados como género literario. / En 1925, cuando Virginia Woolf publica Miss Dalloway, para retratar a un personaje que está enloqueciendo bastaba escribir: “puede ser, pensó Septimus, contemplando Inglaterra desde la ventanilla del tren (…) puede ser que el mundo carezca de significado en sí mismo”. Eran otros tiempos. Pasados la II Guerra Mundial, el Holocausto, el horror nuclear y la actual falta de horizontes, para retratar a un loco basta lo contrario: sería suficiente presentar un personaje sin ninguna duda sobre el sentido de la existencia. / Sokal y Brincmont denostaron en sus Imposturas intelectuales a Lacan por hacer un uso impropio de la raíz cuadrada de -1. Para Musil, el -1 era un número intolerable, pues suponía reconocer que podía existir un significante sin significado, un puente sin pilares (Las tribulaciones del estudiante Törless, 1906). Para el Zamiatin de Nosotros (1920) es el símbolo de todo lo inverificable, esto es, la representación misma de la fantasía. En su angustioso mundo regido por las matemáticas, el protagonista, D-503, sufre pesadillas con -1, que acaba identificando con la libertad. Leí que ningún cuadrado de número real puede dar como resultado -1, salvo con números imaginarios. Algo me dice que esa operación imposible sustenta la auténtica creación. Quizá la poesía sea eso cuyo cuadrado es menos uno.

 



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8 de junio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Desprecia cuanto ignora

La censura es una de las formas de automutilación más efectivas para preservar el raquitismo nacionalista, siempre necesitado de aislamiento hospitalario y cuidados intensivos. No ya la censura protectora y desinfectante de los gérmenes forasteros que nos roban, ocupan y maltratan, sino la dirigida a los propios hijos del país, esos ingratos que se empeñan en usar la lengua colonizadora, recuerde el alma dormida el caso de los escritores catalanes excluídos del aplec francfortiano por escribir en castellano. 
 
Un caso de censura nacionalista notable fue el de Jorge de Montemayor, músico, cantor, poeta y novelista portugués nacido en Montemor-o-Vehlo hacia 1520, y muerto en un duelo, en Turín, el 26 de febrero de 1561. Montemayor ha necesitado casi cinco siglos de  maceración en olvido para su ingreso en las letras portuguesas, cierto es que lo ha hecho en una traducción elegantísima de Nuno Júdice, editada por Teorema y subvencionada por el ayuntamiento de Montemor-o-Vehlo. Que la corporación municipal apoyara el regreso a la literatura portuguesa de uno de sus hijos más preclaros es también mérito del editor Carlos da Veiga, gran señor de las letras lusitanas.
 
Júdice da noticia de una edición portuguesa de Diana, impresa en el taller de Pedro Crasbeeck en Lisboa en 1624, donde se menciona una eventual prohibición en Portugal de la obra de Montemayor por haberla escrito en castellano, a la que él habría replicado que “no sería mucho que un hijo fuese ingrato con Portugal, pues Portugal lo había sido con tantos de sus hijos…” Yo creo que la prohibición es apócrifa, porque no se hizo en tales términos, pero verdadera, porque sucedió. 
 
En 1559, Montemayor tuvo noticia de la inclusión de su Segundo cancionero en el Index de libros prohibidos. Cinco años antes, Juan de Alcalá, poeta sevillano y delator de guardia, lo había denunciado a la Inquisición por un error teológico detectado en un verso. 
 
Antes de partir a Flandes, en busca de refugio y gloria, y luego a Italia, donde lo mató una mano airada, Montemayor quiso ver publicada su novela en España y confió el libro  a Juan Mey, quien lo imprimió en Valencia ese mismo año. Con el título Los siete libros de Diana, fue uno de los grandes éxitos de su tiempo —40 ediciones en el siglo XVI, y 17 en el XVII— y toque de diana en el despertar novelesco europeo. Shakespeare, Corneille y Cervantes, entre otros numerosos autores, pintores y músicos, se inspiraron en esta obra renovadora del  viejo género bucólico y pastoril que venía de Teócrito y Virgilio. Tradición europea a la que Portugal se cerró, por haberla traído un hijo suyo.
 
Entre las novedades que traía Diana, la primera era la insólita estrategia narradora donde cada pastor y pastora cuenta y canta, además de la suya, la historia de otro u otra, desencadenando un juego de espejos en el laberinto. Para hacerse una idea de la preceptiva confusión, Sireno y Silvano están apasionados por la bella Diana, que traicionó a ambos. Selvagia, reina del equívoco, se prenda de Alanio, primo de Ismenia, a quien ella amó antes, aunque luego acreditó ser el propio Alanio, que era clavado a su prima. Declama luego Felismena la guerrera cómo se disfraza de hombre para servir de paje a su amado Felis. En eso, llega Belisa, que narra sus confusiones al envolverse en dos amores, uno por el susodicho Arsenio y otro por su padre Arsileo,  y como la semejanza de los nombres agrava los equívocos, el padre mate al hijo porque no se aclara. Los prodigios de Felicia son que Sireno olvide el amor de Diana, y que Silvano y Selvagia se apasionen. Entonces Belisa decubre que Arsileo no mató a su hijo Arsenio, sino que fue un encantamiento de Alfeo, que la ama con delirio. Felismena, desde luego, salva la vida a Felis. Aunque la novela termina con tres bodas, Sireno y Diana no hallan solución a sus enrevesamientos, que el autor promete solventar en una continuación. Todo el mundo anda cantando de amores en la bella Lusitania, entre magia, ocultismo, escenas homoeróticas entre Selvagia, Ismenia, Belisa y las pastoras del lugar, y grandes dosis de neoplatonismo, con Palas Atenea como estrella invitada.
 
En España, Diana nunca estuvo en el Index de los prohibidos. En cambio, fue condenada en Roma y Portugal por platonizante y obscena. Creo que esta condena es el origen de la referencia a la eventual prohibición en Portugal de Montemayor mencionada en la edición de Crasbeeck de 1624. El deslizamiento del motivo condenatorio, que pasa de “platonizante y obscena”, a “haber escrito su obra en castellano”, es revelador de que hubo un resquemor nacional con su autor “extranjerizado”.
 
Pero es que el castellano forma parte de la literatura portuguesa, no ya porque en esa lengua se leyera y publicara en Lisboa —cuando Montemayor dejó Portugal, en 1543, como cantor de capilla de la infanta doña María que se casaba con Felipe II, se publicó una edición en Lisboa de las obras de Boscán y Garcilaso, sólo unos meses después de la princeps de Barcelona— sino aunque sólo fuera porque Montemayor tradujo a Ausías March al castellano, y así lo leyeron Camôes y toda la poetería ibérica.
 
Antes de la traducción de Júdice, Diana solo conoció en portugués una versión resumida para niños elaborada en 1924 por el poeta Afonso Lopes Vieira, quien explicó que se trataba de una obra "castelhana por fora mas portuguesíssima por dentro". Por fortuna, Nuno Júdice y Carlos da Veiga velaron para que no pasase ni un siglo más sin que Diana fuera devuelta íntegra y bellamente a la literatura portuguesa.


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8 de junio de 2013
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