Vicente Luis Mora
Tus multísonas voces forman un solo eco
J. E. Rivera, La vorágine
Ya casi nadie recuerda al filósofo José Luis Aranguren, pero en su Ética pudimos leer lo que sigue: “La vía de la estratificación –tan frecuentada hoy por psicólogos, caracterólogos y psicoanalistas– consiste, como su nombre lo indica, en distinguir en el hombre diversos niveles o estratos, y procede, en definitiva, de Platón. El nivel inferior, de naturaleza biológica, es el de los impulsos o apetitos (la epithymía platónica) y reconoce por principio fundamental el placer. Sobre él se extiende el estrato del trymos, el de la fuerza (andreía) y la grandeza del alma (megalopsykhía); y, en fin, por encima de ambos se alza el nivel del espíritu. El tercer estrato provee de sentido a los dos primeros pero, a su vez, se alimenta de ellos. Los estratos inferiores son, de este modo, sobre todo el segundo, importantes factores de la vida ética”[1]. Si traducimos (con notable desparpajo) estos tres niveles platónicos como deseo, Violencia y meditación, estaremos en condiciones de acercarnos al complejo mundo retratado en Los estratos (Periférica), última novela de Juan Cárdenas (Popayán, Colombia, 1978). Una tríada conceptual que, por lo demás, asoma también en el majestuoso párrafo con el que comienza La vorágine (1946) del colombiano José Eustasio Rivera, uno de los referentes literarios de Los estratos:
Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia. Nada supe de los deliquios embriagadores, ni de la confidencia sentimental, ni de la zozobra de las miradas cobardes. Más que el enamorado, fui siempre el dominador cuyos labios no conocieron la súplica. Con todo, ambicionaba el don divino del amor ideal, que me encendiera espiritualmente, para que mi alma destellara en mi cuerpo como la llama sobre el leño que la alimenta.[2]
En tanto La vorágine aparece en una edición “muy manoseada”, (p. 35) en la propia novela, entiendo que la cita no es impertinente, si es que citar un párrafo como este puede ser impertinente alguna vez. Además, también en Los estratos la Violencia aparece con mayúsculas, en un homenaje deliberado que quizá encierre la repetición circular de la historia, o al menos de la historia colombiana. “Hacer historia es descubrir, bajo la espesa capa de la narración recibida, alguno de los numerosos estratos de realidad que, con o desde aquélla, han sido ocultados, silenciados o reprimidos”, escribió en una ocasión el poeta José Ángel Valente[3]. Hacer, escribir, rescribir la historia de la Colombia reciente es el propósito de Cárdenas, quien utiliza una sabia dosis de estratigrafía social y literaria a la hora de amontonar capas de lenguaje que van desde lo negro y lo indio a lo criollo; desde la selva hasta la ciudad posmoderna; desde la jerga mulata (algo que Rivera utilizaba asimismo en La vorágine) hasta la charlatanería hipster de los “modernitos” que acuden a exposiciones de arte contemporáneo; desde la riqueza de los potentados a la miseria de los niños movidos en camiones para que no estorben. El gran milagro de esta novela es asistir a algo esencial, algo menos frecuente de lo que debiese en las narraciones contemporáneas: la vida, la existencia no en el manido “estado puro”, sino todo lo contrario, la vida en la total impureza, en esa pavorosa inautenticidad que tienen las cosas cuando son de verdad reales y que parecen teñirse del velo de Maya (p. 51), de esa shakespeariana stuff that dreams are made of / and our little life is rounded by an sleep. La vida de Los estratos es tan absolutamente real y brillante que su hiperrealismo es hipnotizador y lisérgico como el de un videojuego, tan hiperpixelado y exacto como el de una secuencia de Alan Wake. Y esa precisa irrealidad, evidente sobre todo desde la astuta aparición del Detective en la novela (que lleva al protagonista a modificar su espíritu en la selva, como el Cova de La vorágine), es la que hace que Los estratos sea, además, una novela profundamente política. A su protagonista no le gustan las citas, pero no tengo más remedio que traer a colación una: “Todo esto (…) también pone de manifiesto el inherente conservadurismo estructural y el carácter antipolítico de la novela realista como tal. Un realismo ontológico absolutamente comprometido con la densidad y la solidez de lo real –ya sea en el ámbito de la psicología y los sentimientos, de las instituciones o de los objetos y el espacio- no puede más que considerar como una amenaza a la naturaleza de su forma la idea de que estas cosas son alterables y no ontológicamente inmutables”[4], dice con razón Fredric Jameson, y la magia negra (y/o india) que nutre de raíz todas las capas estratigráficas de la novela de Cárdenas es el mejor “remedio” contra la maquinalidad de la razón realista, que acaba convertida rápidamente (ya lo vio Antonio Méndez Rubio) en razón instrumental en la peor literatura de nuestro tiempo. Jameson y el Detective entienden a la perfección que la raíz de la naturaleza de las cosas está en el cambio y la mutabilidad, en dejar de ser constantemente lo que son, algo inaceptable para un ideal reaccionario. En la novela de Cárdenas hay lugar para las voces de lo incierto, para el lenguaje de lo incomprensible. Si para Rivera los árboles de la selva “dicen cosas” (La vorágine, p. 241), para Cárdenas “algo impensable y emplumado ulula en el follaje. (…) las palabras se trepan encima de las palabras, se camuflan imitando la superficie de las palabras” (Los estratos, p. 195). Se desactiva el peligro instrumentalista y se reconfigura, completo, el concepto de lo real de una historia. / Conectado con la vida desde su misma raíz biológica, azarosa y telúrica, unido como la lluvia a la selva colombiana y a los juncos japoneses que aparecen en algún momento de la trama, el lenguaje de Cárdenas es una fiesta que se despliega y se repliega ante los ojos del lector con los mismos ritmos, tan bellos como en última instancia incomprensibles, de la existencia.
[1] J. L. Aranguren, Ética; Alianza Editorial, Madrid, 1979, pp. 51-2.
[2] J. E. Rivera, La vorágine; Editorial A B C, Bogotá, 1946, p. 11.
[3] José Ángel Valente, “Formas de lectura y dinámica de la tradición”, en José Ángel Valente y José Lara Garrido, Hermenéutica y mística: San Juan de la Cruz; Tecnos, Madrid, 1995, p. 15.
[4] F. Jameson, El realismo y la novela providencial; edición de Julián Jiménez Heffernan, Círculo de Bellas Artes, Madrid, 2006, pp. 30-31.