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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Argentinos en Toulouse.- Una gran cantidad de escritores…

Argentinos en Toulouse.- Una gran cantidad de escritores argentinos participaron del encuentro de escritores ?Le Marathon des Mots" en Toulouse, Francia. También estuvo presente la cámara de Daniel Mordzinski, quien envió estas fotos especialmente para Moleskine Literario. ¡Gracias! 1) Fernando García Lao, Elso Osorio, Eugenia Almeida, Claudia Piñeiro. 2) Ernesto Mallo y Carlos Salem. 3) Alan Pauls y Pola Oloixarac.



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11 de julio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Yo corrí en San Fermín

Al final de la corrida le pego una bofetada a Ernest Hemingway. Se la pego a un costado de la cara, entre su oreja y mejilla izquierda. Pero eso sucede al final de la corrida que ahora está por comenzar. Quedan pocos minutos para un nuevo encierro, el sexto de este año en San Fermín, la famosa fiesta de Pamplona donde sueltan a los toros por las calles mientras miles corren eufóricos escapando de una cornada.

 

Hace cuarenta minutos que pasaron las siete de la mañana, y a los que hoy vamos a correr nos tienen encerrados hace más de una hora. A las ocho soltarán ocho toros, pero unos minutos antes abrirán el encierro de los corredores. Un mozo, como se le dice tradicionalmente a quienes corren delante de los animales en San Fermín, puede aprovechar esos minutos de ventaja y correr las ocho cuadras sin problema. De hecho, la mayoría de los que corre nunca ve ni de cerca a los animales. "¡Hay que esperarlos!", grita uno con sonrisa dura, en mitad de una espera llena de nervios. Hay gente asustada de verdad. Algunos abandonan a último minuto. Otros cantan sevillanas. "Yo me iré corriendo rápido antes de que los suelten", murmura uno de México, saltando como si tuviera resortes en las zapatillas.

 

Si bien no hay obligación, la mayoría de los corredores están vestidos de blanco y con cinturón o pañuelo rojo. Otra vieja costumbre que todavía se mantiene, especialmente los gringos en plan "¡Gran-tour-a-San-Fermín!", es correr con un diario enrollado en forma de palo. Así, dice la tradición, se le puede pegar y espantar al toro sin dañarlo físicamente. A diferencia del resto del mundo, donde se ven grandes investigaciones o crónicas periodísticas envolviendo pescado, en estos minutos previos al encierro veo cientos de notas periodísticas enrolladas y muy bien dispuestas para alejar a los toros en caso de emergencia.

 

En eso, aparece una voz por los parlantes y la ciudad estalla en aplausos llenos de vivas y de ¡olé! Los altavoces están por todo el recorrido. Los que más aplauden son los que no corren, los que miran de afuera, sin peligro, y que entienden que la fiesta está por comenzar. La voz de los parlantes viene dirigida a nosotros, a los que estamos encajonados esperando que abran la puerta. Nos anuncian a todo volumen unas medidas de seguridad que salen en castellano, francés, inglés, italiano y alemán. No hay indicaciones en euskera, aunque esta es una fiesta vasca, con origen vasco, en una región vasca y en donde todas las noches, en más de algún bar, se termina empinando la copa y gritando: "¡Gora Eta!"

 

Las precauciones a tomar parecen simples, pero al escucharlas por parlantes y en un encierro junto a personas que saltan nerviosas y con un diario enrollado en la mano, la cosa se agranda: "Si te caes al suelo tápate la cabeza con las manos; nunca toques a los toros; no te subas a las barandas mientras corres; no corras si bebiste". Lo del alcohol es ridículo: el 80 por ciento de los que estamos aquí adentro nos pasamos la noche despiertos, en fiestas, conciertos o en bares bebiendo kalimotxo, como le llaman a la mezcla de vino tinto y Coca Cola que riega la ciudad esta semana. La policía saca de entre los corredores a un par que ya no se puede mantener en pie y a otro que trae ojotas en vez de zapatillas, pero no mucho más. Si bien la mayoría pasamos de largo, hay algunos corredores que recién se levantaron después de dormir ocho horas para correr más despiertos. Casi todos son estadounidenses que han llegado en tours organizados con varios meses de anticipación. Traen zapatillas especiales, camisetas alusivas al viaje y chapas de San Fermín.

 

Para el resto, la noche previa, como todas las noches y días desde que con la ceremonia del Chupinazo larga San Fermín, son de una fiesta interminable y repetida. Basta una hora para saber lo que te va a esperar durante las 23 restantes hasta completar cada día de una semana, que empezó el siete y terminó el lunes pasado. Hay peñas folclóricas que pasan tocando tambores, trompetas y olés a las horas más insólitas, cuando la mayoría duerme. El negocio es gigante. La alcaldía acondiciona plazas para que los corredores sin alojamiento puedan dormir al aire libre. Todo el Casco Viejo de Pamplona se convierte en un enorme shopping al aire libre con todo tipo de souvenirs de la fiesta. Se acreditan más de 600 periodistas de todo el mundo, participan más de 3.000 voluntarios y en total hay más de 200 actividades. Además de los turistas, durante esta semana vuelven a Pamplona todos los que hicieron su vida en otras ciudades de España, por estudio o trabajo, y se reencuentran así con sus padres y amigos del barrio, con quienes comentan el crecimiento de la familia mientras en la mesa vecina se emborrachan unos alemanes. También llegan muchos sudamericanos que hacen tatuajes con henna, malabares con fuego, tocan guitarra o venden tejidos; y marroquíes y paquistaníes que se abocan básicamente a vender cerveza suelta y chocolate las 24 horas.

 

Queda menos. Se abre la primera puerta y comenzamos a avanzar por la calle San Nicolás en dirección a la Plaza de Toros, donde termina el encierro. Más adelante hay una barrera de policías que detiene a los mozos que avanzan más rápido: la idea es que haya corredores por todo el trayecto, por eso tantas barreras y detenciones antes de la largada. Aquí cualquiera puede correr. No hay que pagar inscripción, y todavía no es necesario registrarte por Internet en la web de Nike o de Reebok para correr de a miles. Cualquiera se puede sumar, libremente, con requisitos mínimos. La nueva barrera de policías sirve para una nueva revisión, esta vez sacan de la pista a un japonés que no quiere soltar su cámara de video. Está prohibido correr con cámaras. Si estás solo y no tenés quién te tome una foto, al final de cada encierro las casas fotográficas de Pamplona ponen a la venta cientos de imágenes sacadas por fotógrafos estratégicamente ubicados: después de cada encierro muchos mozos se van al centro del casco antiguo a ver si salieron en alguna foto, por la que deberán pagar 12 euros.

 

Ya no queda nada. Ahora los mozos estamos todos dispersos por estas ocho manzanas adoquinadas, las mismas que durante el resto del año transitan a paso lento y bastón en mano una mayoría de jubilados. Los que estamos adentro del encierro somos pocos y la mayoría de los visitantes han preferido -sensatamente- ver la escena desde tranquilas tribunas o desde balcones que se alquilan por buen precio y con meses de anticipación. Ya está. No queda tiempo. Alguien grita que ya son las ocho. Pasa un minuto más. Boooooooom.

 

El bombazo se escucha lejos y anuncia que acaban de soltar a los toros. Y que ya vienen hacia nosotros. Todos comenzamos a correr desesperadamente hacia adelante. A correr sin que importe si pisamos a alguien en el camino. Lo que hasta hace unos minutos era nerviosismo colectivo, ahora es individualismo desatado. Aparece San Fermín en su esencia. De pronto, todos estamos viviendo en directo la metáfora de la vida que nos quieren hacer vivir: aquí adentro nos salvamos aplastando cabezas ajenas y nos abrimos paso sin importar quién quede en el camino. Adrenalina pura.

 

La carrera termina en la Plaza de Toros de Pamplona, pero claro, para eso falta mucho. Esto recién empezó. Si bien oficialmente una corrida dura dos o tres minutos, aquí adentro el tiempo se alarga. Dos o tres minutos es muchísimo. Es como una semana sin adrenalina. Y seguís corriendo. El grito de los otros mozos te pone más nervioso. Todos gritan y todos corren desesperadamente. De los balcones lanzan papel picado y sobre tu cabeza cae una lluvia infinita de flashes fotográficos. La Televisión Española transmite en directo al resto del mundo, como todos los julio de cada año, las imágenes de Pamplona. Hay cámaras de televisión por toda la calle, como si esto fuera un gran set de televisión. Y seguís corriendo. Corrés mirando hacia atrás. Corrés arrancando. Corrés con el corazón en la boca. Corrés entre los turistas gringos. Corrés asustado. Corrés entre las familias de Pamplona. Corrés como un ladrón de carteras del DF, como un tira-collares de Buenos Aires. Corrés de los toros. Corrés con furia, como nunca corriste. Corrés frente a los fotógrafos, que más tarde venderán tu foto en la tienda del casco Viejo. Corrés sabiendo que te siguen, que están cerca, que ya se sienten. Cada vez más cerca. Corrés nervioso, pero con valor. Los toros se escuchan, porque traen en el cuello campanas que anuncian su presencia policial. Ya casi te agarran. Y corrés para salvarte el pellejo. Con todo. Que no te agarren. Hijodeputa que no te agarren, corré mierda, corré mierda, corré como nunca corriste por la puta madre. Y tus piernas se mueven más rápido de lo que pensaste. Estás en San Fermín, la famosa fiesta de los toros, y ahora los toros te pasan a pocos centímetros, cerca. Tratás de mantener la calma, pero el latido de tu corazón te parte la cabeza, y ahí acaban de pasar y sientes miedo de verdad pero no lo sabes.

 

Cuando entrás corriendo a la plaza de toros, junto a los animales, te recibe un estadio lleno de gente vestida de blanco y pañuelos rojos que te aplaude a rabiar por lo que acabás de hacer. Miles de personas sentadas en las tribunas, que esperaron pacientemente la muerte de alguno de nosotros, y que ahora te lanzan vítores y disparan fotos.

 

Cuando termina el nuevo encierro, en la plaza de toros sueltan unas vaquillonas para que los corredores se entretengan jugando a ser toreros. De los litros de kalimotxo ya no queda nada. La adrenalina de la corrida se llevó el alcohol. Sin embargo, aunque ya han pasado unos minutos del fin te sentís eufórico, como si te hubieras inyectado bebida energizante. Tenés ganas de gritar. Y gritás. Gritás como si estuvieras solo en la mitad de un desierto, gritás en el centro de la plaza de toros de Pamplona un mes de julio durante San Fermín, gritás con los puños apretados y aflojás y sacás toda la tensión de jugar a arriesgar la vida en una fiesta transmitida en directo por Televisión Española.

 

A la salida de la plaza de toros, una enorme estatua de Ernest Hemingway le hace un homenaje al escritor que hizo famosa la fiesta de San Fermín con la publicación, en 1926, de la novela Fiesta (The Sun Also Rises). En Pamplona están conscientes de los resultados que trajo la novela del escritor rudo, de puño cerrado, que le contó al mundo lo bravo que era escapar de toros sueltos por la mitad de las calles. Y ahí está Hemingway, mirando con ojos de bronce cómo salimos todos los corredores de la plaza de toros. Entonces, con la adrenalina descontrolada y la exaltación de sentirme superhéroe por un par de minutos, salto y me subo a la estatua del admirado Ernesto. Me acerco a su cara, lo miro fijo y le doy una bofetada. "Nunca te atreviste a correrla de verdad", le digo sin quitarle la vista, antes de irme a buscar un nuevo kalimotxo para seguir en la fiesta interminable.

 

 

@menesesportatil 

 



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10 de julio de 2013
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Encanto

No es lo mismo ser encantador que tener encanto. Lo primero puede ser un atributo accidental. Lo segundo es un don, mucho más excepcional y escaso. Una combinación de buena educación, ingenio, franqueza, armonía y un nosequé capaz de intervenir atmósferas y ánimos, procurando una suerte de bienestar que incluso hace sentir mejores a los otros. Sabios o mundanos, dueños de una cortesía sin envaramiento, sutiles e irónicos, detallistas también con la memoria, quienes tienen encanto reúnen sensibilidad e inteligencia y saben ser flexibles en la mirada hacia el otro. No les corroe la ansiedad, ni la búsqueda de un fin, sino que paladean el instante sin escabullirse, como si aquello fuera lo más importante que les ocupa. Leo en The Atlantic una interesante reflexión de Benjamin Schwarz, que define el encanto como una virtud social -que no moral-, desinteresada y actualmente en declive. Pues sólo tiene encanto quien es autoconsciente, comprometido y a la vez desprendido, y lo más difícil, quien sobrevuela terreno minado, si lo hay, sin dejarse inhibir ni condicionar por el conflicto. Hoy los requisitos para ser punta de lanza en nuestra sociedad responden a otro tipo de cualidades. Ya saben: ser emprendedores, proactivos, empáticos, productivos… Claro que se puede ser todo esto y, además, tener encanto. Pero su ausencia en la semántica social ilustra el escaso grado de valoración. Schwarz apunta que, si bien no llega a ser un síntoma de que nos hallemos en un tiempo de decadencia cultural, sí evidencia que nuestra época adolece de encanto emocional. “Cualquier cultura que celebra la juventud aboca el encanto, que, por definición, es una cualidad reservada a los adultos, a un terreno pedregoso”. Los valores dominantes de nuestros días difícilmente maridan con un caldo de lenta cocción. La sagacidad hipermoderna no entiende de anécdotas, como si la vida no tuviera tiempo de entretenerse en matices. Ni de cultivar la inclinación a ser atento, complaciente y delicado. Todo lo contrario, estas se consideran cualidades blandas en un lodazal de cínicos y “listos”. Es más, aquel que se afana en ser socialmente generoso puede llegar a levantar sospechas. Abundan las tertulias televisivas -¡incluso las del corazón!- en las que cuando presentan a sus participantes estos no sonríen, como si una mirada torva les otorgara más credibilidad. Un falso esencialismo, parco, huidizo, en extremo borde, gobierna una forma de interactuar en las relaciones sociales, en las antípodas del encanto. Porque quien lo atesora no es una persona insegura, ni inconsistente, ni susceptible, sino alguien que como mínimo se siente tan a gusto consigo mismo que puede ser -sin peajes, sin imposturas- encantador con los otros. (La Vanguardia)

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10 de julio de 2013
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I. Pavorreales a la carta

Alejandro Dumas, quien heredó a la posteridad libros tan populares como El Conde de Montecristo y los Tres Mosqueteros, también escribió un Gran Diccionario de Cocina, con recetas e que fue recogiendo a lo largo de su vida, metido como anduvo entre las cacerolas y quemándose las pestañas en el fuego.
Por estricto orden alfabético, explica cómo preparar el faisán, las codornices, los urogallos, las liebres y conejos en su propia sangre, estofados de jabalí, pasteles de ciervo, gallinitas de guinea en salsa de champiñones; y hasta hay recetas para pavorreales. ¿Se comen los pavorreales? Pues sí.
En su diccionario anota que Heliogábalo mandó confeccionar un pastel de lenguas de pavorreales, faisanes, ruiseñores y loros. Y Dumas confiesa haber probado el pavorreal cuando sus admiradores le ofrecieron un banquete en una plaza pública; en medio de la mesa lucía "un pavo real asado que había conservado todas sus plumas, con la cola abierta en abanico y su cuello de zafiro". Y en su diccionario incluye una receta de pavorreal asado a la crema agria.
"El jardín puebla el triunfo de los pavorreales", dice Rubén Darío en La Sonatina. Por tanto, no deberían comerse. Sacar a uno de ellos del jardín cada día, para que el cocinero los decapite y la princesa pueda degustar un muslo en el almuerzo, o la pechuga, como una forma de curar su fastidio mientras espera a su príncipe azul, sería un acto capaz de dinamitar toda la poesía modernista.

 

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10 de julio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Niños futbolistas

Que si la montaña no va a Mahoma está claro que Mahoma debe tomar medidas contundentes para paliar semejante escándalo es un hallazgo de la sabiduría popular que se ofrece a los niños de todo el mundo sin distinción de raza ni religión. Las cosas son así y ya está.
Lo que ocurre es que esa sabiduría servida a todos no es aprovechada por todos en la misma medida, y hay gente, como por ejemplo Juan Pablo Meneses, que han hecho de ella una especie de premisa universal aplicable a numerosos aspectos de la vida. Entre otros a su profesión, el periodismo. Si la noticia no acude a su Chile natal con suficiente asiduidad y premura cabe la posibilidad de trasladarse allí donde tenga lugar el acontecimiento. Total, si lo hace Mahoma por qué no va a hacerlo él.
Fue así como nació lo que él llama "periodismo portátil", que es para el reportero lo mismo que para el marinero tener una novia en cada puerto, o lo mismo que considerar el mundo entero una redacción en la que cada vez te sientas en la esquina donde te " sorprendió" la noticia.
El paso lógico siguiente era lo que él llama "periodismo cash", y que consiste en invertir una cierta cantidad de dinero para tener el privilegio de asistir en primera fila al desarrollo de la noticia cuyo inicio tú mismo has provocado. Sin ir más lejos, comprar los derechos de un niño futbolista y contar qué pasa cuando tratas de ponerlo en el mercado. Los riesgos inherentes a este estilo de periodismo son infinititos porque también lo es el número de personas sin escrúpulos capaces de poner en marcha cualquier bajeza si consideran que con ello se pueden lucrar. Es la famosa premisa de que el fin justifica los medios y que si se trata de vender nada te impide echar más leña de la debería arder.
Quizá por eso Juan Pablo Meneses entendió que la honestidad era una premisa básica, tanto de cara el lector como para su relación con la pintoresca fauna con la que iba a entrar en contacto, y por eso también deja muy claro desde el primer momento que con su libro no pretende denunciar la existencia de una mafia internacional dedicada al siniestro tráfico de niños, entre otras cosas porque no existe tal mafia.
Lo que si hay son realidades: sin ir más lejos, la existencia sólo en Latinoamérica de diecisiete millones de niños entre 5 y 17 años, para muchos de los cuales el fútbol es casi la única vía de escapar a una vida anodina y de privaciones. Si del otro lado ponemos que el fútbol se ha convertido en una gigantesca maquinaria de mover dinero a escala mundial, y que dicha maquinaria necesita imperiosamente engrasarse cada temporada con una nueva hornada de jóvenes héroes capaces de movilizar a millones y millones de personas, estamos describiendo una perfecta conjunción del hambre con las ganas de comer.
No es sorprendente por lo tanto que el verdadero trasunto del libro no sea la compraventa del supuesto ídolo del futuro sino la progresiva presentación del entramado de intereses que rodea el fútbol, nada más que en aspecto del suministro de futuros valores, pues aquí no se habla de estructuras empresariales (antes llamadas clubs de fútbol), contratos publicitarios y de explotación de imagen, venta de abalorios relacionados con los equipos y sus figuras, retransmisiones televisivas o la celebración de eventos de alcance universal, como puede ser un Campeonato del Mundo. Sólo se habla de qué pasa con unos niños nacidos en una remota aldea y que desde que dan las primeras patadas a un balón tienen muy claro que lo importante no es "salir" de su medio sino "llegar". En ese tráfico está involucrada una fauna fascinante que el lector va descubriendo al mismo tiempo que el autor según va pasando éste de unos países a otros y se va encontrando con realidades sorprendentes, empezando por la preferencia casi generalizada de los chicos de cualquier nacionalidad por acabar en el Barcelona C.F. (y el sonado fichaje de Neymar podría ser un ejemplo elocuente de ese sueño global) o el fabuloso negocio que se ha montado el Barcelona a costa de los miles de niños que controla en numerosos países por medio de acuerdos con entidades deportivas locales o a través de las llamadas escuelas de fútbol. Todo ello con vistas a la compraventa.
Con gran agilidad, y apoyado en su ya reconocida habilidad para un desarrollo ameno de los temas que expone, Juan Pablo Meneses no oculta la parte dolorosa e injusta del tráfico mundial de niños futbolistas, pero tampoco hace sangre de ello y el lector sale ganando porque tiene la oportunidad de conocer un universo repleto de personajes insólitos y del que se sospecha su existencia, pero del que no existen buenos testimonios de primera mano.

Niños futbolistas
Juan Pablo Meneses
Blackie Books



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10 de julio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Aforística del infierno

Las últimas descripciones fogosas del infierno como inframundo físico se redactaron en el Barroco. Después, durante la Ilustración, el tópico dejó de interesar, hasta que los románticos redescubrieron que una definición del infierno siempre puede ser motivo de lucimiento. 
Para Victor Hugo “el infierno se encierra enteramente en esta palabra: soledad”.  Y también, “una caída sin fin en una noche sin fondo, eso es el infierno” y, una vez más, “el infierno es la ausencia eterna”.
Victor Considérant profetiza: “Nuestro régimen industrial es un verdadero infierno, realiza a escala inmensa las concepciones más crueles de los mitos de la antigüedad”.
Baudelaire advierte al hipócrita lector: “Cada día descendemos un paso hacia el infierno, sin horror, a través de tinieblas que hieden”. Y más: “Los abolicionistas de almas, lo son necesariamente del infierno; están, sin duda, interesados, o al menos son gente que teme revivir”.
Verlaine repite a alguien: “Ella no sabía que el infierno es la ausencia”.
Rimbaud, durante su estancia allá: “Me creo en el infierno, luego estoy en él”.
Sartre, famosamente: “Entonces, el infierno es esto. Nunca lo hubiera creído… vaya broma, no hace falta parrilla, el infierno son los demás”.
Blanchot: “Nunca he distinguido en la posteridad más gloriosa más que un infierno pretencioso donde los críticos, todos nosotros, tenemos traza de de bastante pobres diablos”.
El último ha sido Philippe Sollers, el gran hacedor de frases y sumo sacerdote de Gallimard que, con motivo de la publicación de la obra de Drieu la Rochelle en la “Pléiade”, ha decretado: “El infierno es la moral”.
 
Y yo me permito aventurar si, al cabo, el infierno no será más que insomnio.
 
En homenaje a Heráclito: el carácter del hombre es su infierno. 


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9 de julio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Nuestras ficciones fundamentales

En los años noventa, uno de los libros de lectura obligatoria para los estudiantes de un doctorado de literatura latinoamericana en los Estados Unidos era Foundational Fictions, de Doris Sommer. En ese libro, la catedrática de Harvard proponía que ciertas novelas del siglo XIX narraban alegóricamente ciertos pactos entre clases y grupos étnicos que se proponían como modelos hegemónicos de configuración nacional. Cecilia Valdés y María eran más que novelas; eran ficciones fundadoras de una nación. Sommer no mencionaba a Bolivia, pero era claro que ese lugar lo ocupaba Juan de la Rosa.

Algunos académicos se abocaron a buscar novelas fundacionales de cada país latinoamericano para confirmar las tesis de Sommer. Con el tiempo, sin embargo, no faltaron las críticas a ese modelo de lectura. El crítico peruano Gustavo Faverón fue uno de los más lúcidos en su ataque a la lectura alegórica y en su propuesta de que todas las novelas, incluso la bienquerida María, eran un abánico de contradicciones que, más que proponer, deconstruían cualquier posibilidad de una lectura nacional. Faverón también criticaba la importancia que Sommer le asignaba al género novelístico en la construcción de la narrativa nacional; Sommer no daba ejemplos del Perú porque el centro del canon decimonónico del Perú eran las Tradiciones de Ricardo Palma, narraciones fragmentarias que no constituían una novela.

Recordé todo esto al ver a fines del 2011 la lista de "Quince novelas fundamentales" de Bolivia elaborada por un grupo de especialistas bajo el patrocinio del ministerio de Culturas. Pensando sólo en el género novelístico, era una lista sensata, que no se preocupaba tanto de la idea de una construcción nacional como de la de una propuesta narrativa trascendente. Pese a todo el debate que hubo sobre la incorrección política de Raza de bronce, la novela de Alcides Arguedas seguía entre las "fundamentales" porque, simplemente, nuestra narrativa ha producido pocas obras de ese nivel (no descarto que en los próximos años haya renovados esfuerzos por sacarla del canon). Dentro de esa sensatez se colaban algunos misterios: ¿cuántos habían leído de verdad a Arturo Borda? La última edición de El loco es de hace cuarenta años, así que imaginé a los especialistas revisando bibliotecas con afán, trasnochándose para terminar de leer sus 900 páginas antes de la votación.

Más allá de la sensatez, había algo conservador en esta lista y tenía con ver con la crítica de Faverón a Sommer, con el hecho de que todavía se seguía colocando al género novelístico como responsable de decir algo trascendente sobre la nación. Es cierto que los especialistas se mostraron más flexibles de lo que en principio parece e incluyeron en la lista un texto que no es una novela: las Crónicas de Arzáns. Pero no es menos cierto que ese texto aparecía como una excepción a la regla y que, si se había sido flexible con Arzáns, los encargados del proyecto debían haber desterrado de una buena vez la idea de privilegiar un género y haber hecho una lista de, simplemente, "libros fundamentales". Así, por ejemplo, se podría haber incorporado -o al menos debatido la posibilidad de hacerlo- títulos como Creación de la pedagogía nacional, Pirotecnia y Sangre de mestizos, y se podía haber discutido si Cerco de penumbras no era más central que Aluvión de fuego.  

La colección de "Novelas fundamentales" ya está circulando. Hay que leerlas, discutirlas y proponer revisiones, porque un canon siempre está en movimiento, construyéndose y desconstruyéndose a la vez. Mi propuesta para el futuro es la de descartar la idea de "novelas fundamentales" para reemplazarla por la de "ficciones fundamentales". Quién sabe, quizás así también podríamos incluir en esta lista privilegiada a libros de poesía como Castalia bárbara o La noche. ¿No que nuestra poesía es mejor que nuestra narrativa? 

 

(semanario El Desacuerdo, número 1, junio 2013)

 

 

 



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8 de julio de 2013
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Nunca profetices en tu tierra

Este juicio apodíctico de que nadie puede anunciar el futuro de su propio país, no sé hasta qué punto sea cierto para todos los países, pero sí que lo es para el nuestro. Me fui a un París lluvioso y gris, al congreso organizado por la Sorbona Paris-3 y la Diderot Paris-7 sobre Juan Benet. Nunca se ha celebrado nada semejante en las universidades españolas. No abunda el interés por quien sin duda es el más importante escritor de la posguerra. Está bien, uno de los más importantes.

    Casi veinte especialistas franceses, suecos, italianos, rumanos, rusos y naturalmente españoles, se dedicaron durante dos días a comentar al poco accesible escritor, justamente porque siendo oscuro y denso se agradece el escrutinio. El congreso se cerró en el Instituto Cervantes con una sesión de memoranza por parte de amigos suyos, los cuales fueron amonestados por hablar de lo mucho que se bebía en aquellos años. Así estamos de salud.

    Tampoco la prensa española ha dado noticia alguna del asunto, aunque el Colegio de Ingenieros le había dedicado, días antes, un homenaje. Bien está. Nada le habría divertido tanto a Juan Benet como constatar que sigue siendo un desconocido en su patria. Es un calificativo que rejuvenece, la eterna promesa.

    Y sin embargo, los especialistas que allí se reunieron tenían ese aura especial que adquieren quienes se dedican a un autor o artista con cualidades fuera de lo común o heterodoxas. Lo mismo sucede en los congresos dedicados, qué te diré yo, a E.M. Foster, por ejemplo, en los que todo el mundo parece salido de una película de Ivory. En los de Emily Dickinson, en cambio, suele haber mucho zueco. Y si son de Camilo, brillan los alamares y se escucha el entrechocar de las condecoraciones.

    De las numerosas intervenciones me impresionó gratamente la de Alexandra Bazhenova, de la universidad del estado de Moscú (Lomonossov), quizás por el modo en que entramos en su conocimiento. La directora del congreso, la admirable Claude Murcia, nos iba presentando uno a uno a los participantes. De pronto apareció una deslumbrante muchacha ataviada con un hermoso traje regional: larga falda floreada, corpiño de fruncidos, banda cabecera con guirnalda de flores, zapatos de raso verde, posible jarretera a tono. Fascinados por la visión, nos dirigimos a ella respetuosamente y le preguntamos de qué región rusa era su bello traje folklórico. "¡Oh, no, no, de ninguna! Es todo invención mía, ¿no les gusta?". Casi nos tiramos al suelo para manifestar lo muchísimo que nos gustaba. Luego Molina Foix dio con la solución: "Somos unos obtusos, es evidente que este es el traje folklórico de Región".

    Para los no iniciados, es preciso aclarar que Región es el lugar mítico de las novelas de Benet. Su Yoknapataupha, su Macondo.

    Haciendo honor a tan noble inicio, la rusa ojizarca dio una lección sobre el Vals K, la enigmática pieza para piano (de una tristeza devastadora) que actúa de presencia subterránea en Un Viaje de invierno de Benet, quizás su novela más desolada. La breve composición de Schubert es una leyenda. Posiblemente fue regalo de bodas para su amigo Kupelwieser, cuya familia es la que guardaba bajo llave el manuscrito, hoy desaparecido. El caso es que sólo se conoce gracias a una copia que Richard Strauss transcribió en 1943. De algún modo, el anciano maestro llegó a oír el vals y a guardarlo en la memoria. Por supuesto nadie puede saber cuáles fueron los añadidos y correcciones del austriaco, aunque Alexandra puso de manifiesto lo poco schubertiana que era buena parte de la escritura para el acompañamiento de la mano izquierda.

    Una vez terminada la exposición, Alexandra abrió su portátil, reclinó la cabeza sobre una mano y dio a un botón. Las lentas y conmovedoras notas del vals iniciaron la despedida. Me pareció ver a Benet, disimulado entre las últimas filas, dando su aprobación con leves cabezadas, muy suyas.

 

Artículo publicado en Jot Down.

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8 de julio de 2013
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