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Aquellos caballeros

Las clases dirigentes británicas, que son plebeyas, han heredado la capacidad de hacer el ridículo de sus antecesores aristocráticos

Los últimos sucesos en la Gran Bretaña extra europea están conmoviendo antiguas convicciones. Muchos teníamos a los ingleses por un modelo de racionalidad y comportamiento, pero más aún como personalidades a las que no asustaba la originalidad. En resumidas cuentas, como individuos que aceptaban su individualidad y era muy difícil que les afectara la infección colectiva e identitaria. Eran chovinistas, claro, imperialistas, sin duda, pero daban ejemplo de cómo comportarse cuando uno tiene esos defectos y no quiere hacer el ridículo.

La ironía con la que se trataban a sí mismos y a sus manías eran un escudo protector francamente envidiable para un país, el nuestro, que en estas cuestiones de nacionalidad y privilegios muestra el rostro más agropecuario. De ahí que nos gustara tanto la literatura autoparódica de los ingleses, la de Evelyn Waugh o la de P. G. Wodehouse, aunque ese distanciamiento estaba también presente en literatos de fuste como Dickens, James o Conrad y en artistas del cine como los Monty Python. En ellos aprendimos que el único modo de no hacer el payaso con las cuestiones nacionales era tomárselas con mucha distancia y sarcasmo.

Sin embargo, tardamos un poco más en percatarnos de que esas virtudes de la ironía y el sarcasmo no eran las propias de la aristocracia británica, sino más bien algo característico de los plebeyos. Fueron las clases medias y bajas las que se burlaron seriamente de las clases dirigentes desde Shakespeare, cuyos bufones tienen esa retranca popular y socarrona que siempre nos sedujo.

Voy a proponer un ejemplo a modo de prueba del nueve. Lo tomo de Pierre Assouline, cuyo trabajo sobre el retrato (Le portrait, ignoro si hay traducción), lo incluye como rasgo memorable de la personalidad del retratado. Cuenta que a los invitados a la enorme (y horrenda) mansión, la célebre Waddesdon Manor, de los Rothschild ingleses, cada mañana, tras correr las cortinas, el valet preguntaba:

-¿Té, café, chocolate, señor?

-Té, por favor.

-¿Aslam, Souchong, Ceylan, señor?

-Ceylan, por favor.

-¿Leche, crema, limón, señor?

-Leche, por supuesto.

-¿Jersey, Hereford, Montbéliarde, señor?

Podría ser una escena de Pickwik, pero debe subrayarse algo menos conocido. Los Rothschild eran, como todos sabemos, una extensa familia judía sin la menor relación con las clases dominantes, las cuales sólo se permitían el contacto con ellos cuando necesitaban un préstamo. La rama inglesa en particular carecía de cualquier refinamiento y sus gustos eran más bien de clase baja, como se vio hace unos años en ocasión de la subasta del amueblamiento interior del manor, comprado en su mayor parte por los árabes.

Los Rothschild tenían tanto poder que podían permitirse despreciar a aquellos pretenciosos lores y baronets que hacían ascos cuando veían a un judío. De manera que la escena podría muy bien ser una burla sarcástica, inventada por los propios Rothschild. Las actuales clases dirigentes británicas, que son claramente plebeyas, han heredado, sin embargo, la capacidad de hacer el ridículo de sus antecesores aristocráticos.

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1 de noviembre de 2022
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Residencia de Escritores Malba- Convocatoria 2023

 

 

 

 

Malba Literatura anuncia la recepción de aplicaciones para participar de la Residencia de Escritores de Malba (Buenos Aires) hasta el 27 de noviembre de 2022 (incluido).

Malba Literatura announces the reception of applications to participate in the Malba Writers' Residency (Buenos Aires) until November 27, 2022 (included).

Destinatarios / Benificiaries Escritores extranjeros que no residan en Buenos Aires. Foreign writers not residing in Argentina.

Fechas / Dates Abril-Mayo / April-May Agosto-Septiembre / August-September Octubre-Noviembre / October-November

Duración / Duration 5 semanas / 5 weeks

Ciudad / City Buenos Aires, Argentina

Beneficios / Benefits Pasaje aéreo / Airline tickets Departamento equipado para trabajar / Fully equipped apartment Un estipendio de USD 500 / One stipend of USD 500 Seguro médico / Medical insurance Presentaciones públicas, lecturas, actividades culturales y reuniones de trabajo / Public presentations, lectures, cultural activities, and meetings

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31 de octubre de 2022
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Mahler de principio a fin

 

Muerte o retorno. Ese es el tema que atraviesa la temporada 2022-2023 de la Orquesta Sinfónica de Barcelona y Nacional de Catalunya (OBC). Es el tercer nombre enigmático de una trilogía, que empezó con La Creación hace dos años y siguió con Amor y odio en la temporada pasada.
Sería lógico que esta se llamara “Muerte y retorno”. Algo así como agonía y resurrección. Después de las dificultades, la vuelta, la epifanía del reencuentro. Y, además, es el fin de una etapa para la orquesta de la ciudad, bajo la larga dirección del japonés Kazushi Ono, y el comienzo de una nueva era.
Para el flamante director titular de la OBC, el francés Ludovic Morlot, “el tema narrativo Muerte o retorno está íntimamente ligado a la obra de Gustav Mahler. Comenzando con la intimidad de la Cuarta sinfonía y las Canciones para los niños muertos, me permite empezar mi relación con la OBC en un nivel de intimidad: en la escucha, en trabajar juntos hacia la disciplina de la música de cámara, que es la que encuentro más cercana”.
Muerte o retorno. Esta dicotomía no resuelta hace pensar a muchos melómanos en la música de Mahler, en su sentido profundamente dramático de los temas musicales donde lo heroico da paso a una mirada paródica a las fanfarrias militares, y donde se suceden la alegría desbordante de bronces y maderas en éxtasis, la tragedia depresiva de cuerdas lacrimógenas, la risa y el llano, el hundimiento y la exaltación, como un eterno reflujo y circularidad de la filosofía oriental que tanto lo nutría.
En su juventud, en esa década de 1880 en la que brilló como admirado director de orquesta en Budapest, Hamburgo y Viena, Mahler fue un admirador de su contemporáneo Richard Strauss. Defendió desde el podio los bombásticos poemas sinfónicos de su rival, como la Sinfonía doméstica, Así hablaba Zaratustra y Muerte y transfiguración.
A la luz de sus nueve sinfonías y los fragmentos sobrevivientes de la décima, el camino del Mahler compositor podría ser una refutación de lo definitivo, rotundo, deliberadamente grandioso y autocomplaciente de las obras de Strauss.
¿Qué mejor que empezar esta temporada con la juguetona y melancólica Cuarta sinfonía de Mahler, terminarla con su desgarradora y vibrante Quinta? ¿Qué mejor que dedicar un concierto central a las Canciones de los niños muertos, uno de los ciclos que lo colocan como el gran maestro de la canción con orquesta, que es a la vez desolación y consuelo? En ese ciclo, en vez del habitual barítono, la voz será la de la gran mezzosoprano Sarah Connolly.
Es también un nuevo comienzo partiendo de donde acabó el ciclo anterior. El público habitual de la OBC recordará que la titularidad de Kazushi Ono terminó a fines de mayo con una interpretación muy emotiva de la Segunda sinfonía, Resurrección, de Mahler. Con el Mahler más cercano a la naturaleza, a un panteísmo a la vez elaborado y primitivo, se despedía el maestro japonés… y ahora el nuevo titular francés comienza con el Mahler de la Cuarta, cercano a la vida popular, a las canciones que escuchaba en su niñez.
Una de las experiencias que traerá Ludovic Morlot es su capacidad de acercarse a nuevos púbicos a través de videos, entrevistas públicas, redes sociales. En su largo período como director titular de la Sinfónica de Seattle, con la que ganó un Grammy y el premio Orquesta del Año de la Revista Grammophone, grababa frecuentemente charlas acercando las obras que iba a interpretar a públicos no acostumbrados a lo clásico. Están disponibles en Youtube sus divertidas respuestas a las preguntas de ciudadanos de a pie, bajo el nombre de “Ask Ludo”; por ejemplo, ante la pregunta de quién es el compositor más badass – rudo o malote – contestó sin titubear: “¡Mahler!”.
En muchas de esas ocasiones se refirió a sus sinfonías. Por ejemplo, en 2014, al presentar una interpretación de la Tercera de Mahler, recomendaba a los oyentes acercarse a la obra de Mahler a través de sus ciclos de canciones. “La estructura de las sinfonías es más compleja, pero muchas de las melodías y de los sentimientos que allí se expresan ya están en las canciones”, explicaba Morlot.
Ese mismo año, al inaugurar una de sus temporadas como director de la Sinfónica de Seattle, Morlot expresó en otro video que amaba la música de Mahler por la cantidad de capas y matices de su música.
Ante la pregunta de si Mahler ocupa un lugar importante en su repertorio, Morlot responde que sí, junto con muchos otros. “Todas sus sinfonías son tan distintas unas de otras que siempre encuentro en ellas las emociones que me dan consuelo en circunstancias diversas. Y como era un director excelso, estudiar sus partituras me permite aprender a balancear las distintas secciones de la orquesta, entre muchas otras cosas”.
El público de Barcelona está acostumbrado a la interpretación de las sinfonías de Mahler al más alto nivel, tanto en el Auditori como en el Palau de la Música y en el Liceu. De hecho, como parte de la relación del teatro de ópera de la Rambla con la Ópera de París y su director, el venezolano Gustavo Dudamel, en esta misma temporada acaban de tocar su apabullante Novena.
Hace una década, el profesor de la UAB y autor de “Com escoltar música” Joan Grimalt escribía que la obra de Mahler “es una síntesis del legado clásico y romántico, pero a la vez hace de portal a las novedades del siglo XX”. A caballo entre dos siglos, con una identidad que no termina de asentarse en una sola tradición (el mismo compositor se definió como “tres veces apátrida: bohemio para los austríacos, austríaco para los germanos, judío para todo el mundo”).
“Mahler es una continuación de las grandes tradiciones vienesas de Haydn, Beethoven, Schubert”, dice Morlot. “La naturaleza programática de su música hace atractivo programarlo junto con temas específicos u ocasiones especiales, y se aprende mucho tocándola con diferentes orquestas, así como la OBC aprende mucho tocando sus sinfonías con distintos directores. Este es solo el comienzo para mí: espero ayudar a que la orquesta crezca en repertorio, y yo también seguir creciendo como artista con ellos”.
¿Qué Mahler traerá a su nueva ciudad el maestro Ludovic Morlot? Falta muy poco para saberlo. En los conciertos de esta, su primera temporada, acechan en ambiguo hermanamiento las punzadas y caricias de la muerte y del retorno.

Este artículo fue publicado en Cultura/s de La Vanguardia el 3 de septiembre de 2022.

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30 de octubre de 2022
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Pena de la poesía

En el mes de mayo de 1918 un muy joven soldado y poeta británico de nombre germánico, Wilfred Owen, escribió un poema de guerra que pensaba publicar al año siguiente. El poema, llamado “Prefacio”, empezaba así: “Este libro no trata de héroes. La poesía inglesa aún no está preparada para hablar de ellos. / Tampoco trata de hazañas […] / Mi tema es la guerra y la pena de la guerra. / La poesía está en la pena.” (traducción de Gabriel Insausti, Acantilado, 2011). Otro poeta también de nombre germano-wagneriano y siete años mayor que Owen, Siegfried Sassoon, sería, habiendo muerto aquel en acción de combate en el continente el 4 de noviembre de 1918, quien recogiera “Prefacio” y la mayor parte de la obra, tan intensa como reducida, del fallecido Wilfred, en una antología publicada en 1920 al cuidado de Sassoon y de Edith Sitwell. Estos tres nombres y otros muchos, más o menos conocidos, de literatos y artistas, son los protagonistas de Benediction, la nueva película de Terence Davies, realizada cinco años después de A quiet passion (Historia de una pasión en su título español), el bellísimo retrato poetizado de la más genial poeta de todos los tiempos, Emily Dickinson. Benediction no trata de genios; su trama y su dramatis personae se detienen en los segundas filas de la cultura inglesa del primer tercio del siglo XX, y como tal ofrece en su (extensa) duración un panorama elegante, morboso a ratos y muy entretenido siempre de aquella atrevida bohemia hoy un tanto borrosa fuera de su contexto anglosajón y de su tiempo.

Pero es decepcionante que alguien tan refinado como Davies arranque el relato con el consuetudinario material de archivo de las trincheras y los bombardeos de la Gran Guerra, del que abusa en más de un pasaje. Viene después una torpe y ñoña escena en una iglesia en la que el ya anciano Sassoon le cuenta a su hijo su adulta conversión al catolicismo, un asunto en él igual de trascendental o más que su condición homosexual pero que, al contrario que esta, resulta irrelevante y pasa desapercibido en los 137 minutos del metraje de Benediction. El filme interesa de verdad y seduce desde que la cámara de Davies entra en el hospital psiquiátrico de heridos de guerra donde se conocen, malparados ambos, Wilfred y Siegfried, enamorados al instante el uno del otro sin posible manifestación sentimental o carnal; esta es una película de mucha dolencia y mucha sexualidad.

En una entrevista con Javier Yuste en El Cultural, Davies se excusaba del uso de tanto newsreel bélico, achacándolo al dinero: “con mi presupuesto no podía recrear las trincheras” (si es que hacían falta, apostillo yo). Peor inconveniente es la figura de estilo que también afea la película y no puede ser restricción económica sino decisión conceptual; Davies es un hombre proclive a los sueños, aunque yo pienso que solo en la antes citada Historia de una pasión el cineasta sacaba buen partido a tal querencia. En aquella tal vez era la propia Emily Dickinson la que le inducía a lo onírico real y a lo visionario, algo que en Benediction, por el contrario, se limita a un manido juego de saltos en el tiempo y alucinaciones de calibre grueso que se repiten a lo largo del filme pero descienden a su peor abismo en la chirriante escena de la condecoración militar arrojada al agua sobre el fondo de la pegadiza canción vaquera “Riders in the sky”. Un despropósito. Tampoco el desenlace, en el que el viejo Sassoon sentado en el parque rememora las figuras centrales de su vida de poeta celebrado y amante promiscuo, eleva el tono, con las apariciones de su madre, de la esposa con la que trató de disimular el estigma gay, y de quien, en realidad, podría decirse que ejerce de coprotagonista encubierto de la película, Wilfred Owen. Dicho desenlace seguramente busca inspiración formal en los bailes y fiestas fantasmales de la parte final de la gran novela de Proust, pero el set piece sentimental de Davies acaba convirtiéndose en gran guiñol patético, al que ayudan muy poco sus proclamas pacifistas y el recitado de fondo, si no me equivoco de versos, del gran poema de Owen “Disabled”(Discapacitado), una elegía a las víctimas de la guerra, acompañada aquí en la banda sonora por la Fantasía sobre un tema de Thomas Tallis, la sublime música de Vaughan Williams, otro magnífico creador de ese primer tercio del siglo XX.

Hemos hablado de los defectos o desproporciones de forma de Benediction. Hablemos ahora de su excelente parte central (más de una hora y cuarto), en la que Davies, que no es amigo de soltarse el pelo en la sensualidad descarada de sus imágenes, pinta aquí con infinitas dosis de camp unos personajes llenos de lo que los ingleses llaman, en francés, panache, es decir, brillantez, o como yo prefiero traducirlo en este caso, penacho, por no decir, más vulgarmente, pluma. La tiene en abundancia una historia tan circunscrita a las bendiciones como a los excesos, conviviendo pues el inmoralista contenido y el hombre de creencias religiosas que es en su vida Terence Davies (y hablo con cierto conocimiento de causa, ya que, hace algunos años, pasé dos días de trato amistoso y conversaciones públicas en el Caixa Forum de Madrid, que le rindió un homenaje, completado por la proyección de su filmografía).

Dicha parte esencial de nudo trepidante y sofisticado comienza en la memorable escena del tango bailado en el hospital psiquiátrico por los dos poetas heridos pero enfermos cuerdos, Wilfred (el actor Matthew Tennyson) y Sigfried (interpretado de joven por Jack Lowden), y prosigue en el tan bellamente reflejado universo eduardiano, años 1920 y 1930, en el que, muerto pero nunca olvidado Owen, Sassoon se lanza a la mala vida. Entonces aparece, y ahí no hay o no se notan las estrecheces de la producción, el Londres de los grandes teatros, los cafetines, los clubs y los salones, la música de danza de Stravinsky, la recreación gloriosa del estreno de Façade, la pantomima neodadá de los hermanos Sitwell (con música de un jovencísimo William Walton), animado todo ello por el gran plantel de actores que dan vida, entre otros, al idolatrado cantante de música ligera Ivor Novello, al director y diseñador escénico Glen Byam Shaw, al fiel amigo y protector de Oscar Wilde Robbie Ross, dejando para el final la creación hecha por el actor Calam Lynch de Stephen Tennant, un personaje real de leyenda de la cultura highbrow (en su tendencia low camp) de los felices veinte, y al que yo siempre he considerado una especie de contrafigura desatadamente marica de lo que fue Pepín Bello en los días gloriosos de la Residencia de Estudiantes y el 27: un genio del no hacer nada y del estar en todas partes y al lado siempre de los mejores. El verdadero Tennant nunca acabó la novela que se pasó toda su vida anunciando, pero cobró fama literaria siendo el inspirador de dos de los personajes novelescos de Evelyn Waugh, el Miles Malpractice (brillante nombre) de Cuerpos viles, y sobre todo el fulgurante Sebastian Flyte de Retorno a Brideshead; en cuanto a V. S Naipaul, que fue arrendatario suyo nada fácil, también hizo de Tennant carne de ficción en su extraordinaria novela El enigma de la llegada, eludiendo sin embargo Naipaul el posible chiste fácil de usar a efectos paródicos el apellido Tennant, que aunque escrito con dos enes tiene una pronunciación indistinguible de la palabra tenant, inquilino.

El mundo de la vida social y la frivolidad de artistas que supieron también ser profundos no siendo de primera fila queda recogido en Benediction con más encanto que acierto pleno, y al espectador de cine al que ni siquiera le suenen sus nombres, Davies le ofrece un delicioso compendio de tiempos idos, no todos recobrados, con alguna que otra caída en el purple patch. Leer, por otro lado, a Sassoon, a Sacheverell y Edith Sitwell y al mejor de todos ellos, Wilfred Owen, merece la pena. Ellos, y la película, tratan de la retaguardia artística, que no pocas veces en la historia de todas las artes irrumpe, a su manera, en la genialidad. Se dice, así, que en 1925, siendo estudiante en Oxford y colegial de Christ Church, el ya publicado Auden, líder adolescente de la vanguardia en verso y prosa junto a Spender y Day-Lewis, solía repetir con frecuencia, sin ton ni son, una frase: “The poetry is in the pity.” No era un eslogan ni un dicho, sino un verso, un verso de Wilfred Owen que ya hemos citado al comienzo. De haber sido más largamente contemporáneos, Auden habría compartido con Owen tal vez, y entre otras cosas, la pena donde habita el secreto de la poesía. Pero pity también se traduce como piedad, y esa palabra cobra sentido y resonancia tanto en la boca del poeta tempranamente malogrado como en el homenaje que al convocarle de ese modo le hacía el compatriota que tuvo una vida plena y se convertiría en el más influyente poeta del siglo XX.

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28 de octubre de 2022
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Malabaristas de la mentira

Aunque espinosa y esquiva, la verdad es indispensable para el desarrollo funcional de una sociedad. Nuestra relación con la historia, la política y los medios de comunicación variará según el grado de conformidad con la realidad que estos presenten de hechos, hipótesis, ideas… Por deformación profesional tiendo a pensarlo todo en relación con el oficio de traductor y sus bretes. Durante mucho tiempo se consideró que la finalidad de la traducción era transmitir fielmente “la verdad” de un texto, aunque esa afirmación conlleva adentrarse en suelo resbaladizo. Yo estoy más cerca de la concepción de Cortázar, que veía la traducción como un “terreno equívoco y apasionado donde se pasa de la versión a la invención, de la paráfrasis a la palingenesia”.

Digresiones aparte, no existen las traducciones definitivas: alguien vendrá después con una versión distinta pero igual de válida, mejorará incluso aspectos de las anteriores, aunque tal vez en otros no las supere. Las traducciones que se hacen de un mismo libro reman en la misma dirección, porque no se traduce contra un traductor, sino aupado a hombros de los predecesores: la admiración es mejor maestra que la envidia o la vanidad.

Ahí está la gracia, el atractivo de la traducción como metáfora, ya sea para hablar de consenso, de aceptación de la imperfección, de escucha, de humildad. La traducción es una actividad inconclusa, sujeta a mejoramiento y corrección. Después de un siglo como el anterior, en que la imposición de verdades supremas y absolutas llevó al mundo al abismo, en el actual las orejas del lobo son la relativización de la verdad y la banalización de la mentira.

En el repertorio de la posverdad entran expresiones como hechos alternativos, y a su vera hacen carrera los demagogos. Si la posverdad tiene una finalidad, es la de radicalizarnos y no dejar una sola institución democrática al margen de la erosión y el descrédito. Son dos caras de una misma moneda. ¿Cuál es la posición óptima? Se encuentra en el canto, ese lugar delicado y de frágil equilibrio. Cuando la moneda reposa sobre él, es fácil hacerla caer. De eso se ocupa la propaganda, la desinformación o el negocio que hay detrás de las teorías conspirativas.

En el Omnibus Theatre de Londres, una sala cuya atmósfera recuerda a la Beckett cuando tenía su sede en Gràcia, acaban de llevar a la escena una pieza teatral de Lesia Ukrainka (1871-1913), una de las intelectuales más destacadas de las letras ucranianas. En Casandra da el protagonismo a ese personaje femenino secundario de la tradición griega al que Apolo otorgó el don de la profecía, pero luego maldijo: sus profecías serán siempre ciertas, pero nadie las creerá. Todo gira en torno a la verdad en la tragedia de Ukrainka.

En el acto central, asistimos a uno de los diálogos más lúcidos sobre nuestra relación con ella, o con la mentira disfrazada de verdad, o la mentira que queremos que sea verdad para no dudar de nuestros esquemas mentales, asentados con el tiempo y la dejadez. Dialogan Casandra y su hermano gemelo, Héleno, que ejerce de oráculo: la primera intenta avisar del desastre que se avecina con su verdad desnuda, mientras que el segundo manipula las emociones para dirigir a la población. “Les digo lo que necesitan oír, lo que es útil, lo que les enorgullece… Los corazones de los hombres son mis armas”. Para Héleno no tiene sentido discutir sobre la verdad y la mentira, porque la realidad se construye con palabras, y no al revés. Él hace augurios, y los rectifica sobre la marcha para adecuarlos a las circunstancias, contradiciéndose si es preciso, y de ese modo se gana la atención de los troyanos.

Más de un siglo después, las palabras de Ukrainka –figura pionera del feminismo y de la crítica al colonialismo– en un teatro alternativo del Londres post-Brexit, con la guerra en Europa como telón de fondo y los partidos de extrema derecha y de ideología nativista en auge, resuenan con una fuerza inquietante: los Hélenos de turno (vendedores de humo, de patriotismo adocenado y antiintelectualismo) parecen campar a sus anchas y reírse en la cara de las Casandras, que se topan con que la verdad sin vestimenta es demasiado incómoda. Más que por un “nuevo orden mundial” –fórmula para relativizar los derechos humanos–, las autocracias se han alineado para retorcer la verdad. Dice Héleno: “¿Qué es verdad, y cuándo? En retrospectiva el filo de la navaja divide las mentiras de la verdad. ¿Y en el presente? Nada”.

 

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26 de octubre de 2022
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Juan Villoro, la música de las esferas

 

Juan Villoro, que ha recibido en Bogotá el Premio de la Excelencia de la Fundación Gabo, ascendió a una altura metafísica cuando en una charla en San Mamés hace un año, con motivo del festival Thinking, Letras y Fútbol, que promueve la Fundación del Athletic de Bilbao, imaginó una alineación soñada de escritores.

León Tolstói y Fiódor Dostoievski como centrales, Ítalo Calvino y Gabriel García Márquez carrileros, y Jorge Luis Borges en el medio campo acompañado de Diego Armando Maradona y Leo Messi, verdaderos novelistas de las canchas, aunque quizás "demasiado virtuosos como para complementarse”.

Publio Terencio Africano escribió en su comedia El enemigo de sí mismo una frase maestra: “nada de lo que mes humano me es ajeno”. Nada de lo que es humano le es ajeno, repite Juan Villoro, y tampoco ese esplendor que fulgura sobre lo cotidiano y que el ojo común no puede percibir, sino cuando lo ve consignado en la página impresa.

La narración de hechos reales, «admite la duda y la cordura de lo imaginario» porque lo real desborda tantas veces a la imaginación, y entonces es la crónica la que hace brillar lo que siendo verdadero parece mentira. Ejercicio periodístico y ejercicio literario. Villoro es el novelista que escribe crónicas y el cronista que escribe novelas.

Un chilango florentino que aprendió en la secundaria los rigores de la enseñanza entre alemanes, estudió sociología, ha escrito guiones radiofónicos y de cine, ha sido profesor de literatura, reportero, columnista, director de suplementos literarios. Y por si fuera poco, tuvo por padre a uno de los filósofos más reputados de México, a una madre psicoanalista, y a una abuela yucateca contadora de historias, que le reveló la condición mágica de las palabras.

«La vida existe para volverse cuento», le dejó dicho su maestro Augusto Monterroso. Y de un proyecto de cuento nació en 1991 su primera novela, El disparo de argón, el ojo puesto desde entonces en su ciudad de México donde son posibles todos los delirios, que será su paisaje siempre en movimiento y su personaje siempre de rostro cambiante, un mural que crece y se mueve,  primero hacia los lados, en busca del océano, como él mismo apunta, la ciudad infinita que luego se mueve hacia arriba en busca del infinito, pero que también pertenece a sus entrañas milenarias.

Es el retrato magistral que nos deja en El vértigo horizontal, un libro que es a la vez crónica, ensayo, prontuario, guía de viajero, mapa, memoria de vida, registro sentimental, autobiografía. En 1994 le pidieron que escribieran un texto sobre su ciudad. Y empezó por el metro: “O sea, el principio y el destino, como ocurre en todas las cosmogonías prehispánicas, que tanto el origen como el fin están bajo la tierra…una cueva de la modernidad donde estaba también el pasado”.

Los once de la tribu, Crónicas de rock, fútbol, arte y más, es una celebración del arte y el gusto de contar las ocurrencias sin reconocer límite: “uno de los misterios de lo “real” es que ocurre lejos”, explica: “hay que atravesar la selva en autobús en pos de un líder guerrillero o ir a un hotel de cinco estrellas para conocer a la luminaria escapada de la pantalla. En sus llamadas, los jefes de redacción prometen mucha posteridad y poco dinero. Ignoran su mejor argumento: salir al sol.”

Sin dejar aparte el futbol, el concierto de los Rolling Stones en México en 1995, “unos fascinantes carcamales escénicos”; Jane Fonda entre las diosas de la ilusión, la pelea estelar de Julio César Chávez contra Greg Haugen en el Estadio Azteca, la convención de la guerrilla zapatista en la selva lacandona, el subcomandante Marcos, símil heroico de El Santo, el enmascarado de plata, La familia Burrón, la historieta preferida de Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco. Nada de lo que ocurre a los ojos de los demás puede dejar de ocurrir en la crónica.

José Martí y Rubén Darío escribieron sobre los prodigios y las miserias de la era industrial, ciudades feéricas, rascacielos, velocidad eléctrica, la invención de la modernidad, y García Márquez fue el escribano insólito del insólito siglo veinte. Villoro nos muestra los acontecimientos que marcan el cambio de civilización, el espectáculo de masas como signo de la modernidad que se vuelve postmodernidad digital.

Para bajar entonces, de nuevo, a la cancha donde Dios es redondo, y rebota el Balón dividido, y sumo Ida y vuelta, su correspondencia cómplice sobre futbol con Martín Caparrós.  Estos son libros, no nos extrañe, de filosofía.

Y también de teología. “Dios ha muerto”, dice Nietzsche. “Dios no ha muerto, es inconsciente”, replica Lacan.  Dios está en la grama, rodando, por eso es redondo, responde Villoro. La música de las esferas.  Y entre tantas preguntas axiológicas, se hace una: “¿Por qué los húngaros tienen un sentido más filosófico de la derrota que los mexicanos?”.

Una religión laica. Y una mitología, con su Olimpo y sus dioses. “El futbol ocurre sobre la gama, peor también en la mente de los hinchas”.  Ocurre en las vidas de las gentes.

Un cronista tocado por la gracia. Por eso Tolstoi, y Dostoyevski, y Gabo, y Calvin, y Borges, están en su alineación.

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24 de octubre de 2022
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Ocurrencias

La teoría convencional del chiste dice que es en la parte final del enunciado cuando se produce la descarga, donde ocurre su razón de ser, la sorpresa hilarante. Mas las dos piezas que vienen a continuación (la primera, verídica) se benefician, cada una, de una doble sorpresa, sustanciada en la impertinente pregunta y en la lacónica respuesta.

A Germán Salgado Hervella, catedrático de griego en un Instituto de Enseñanza Media, le faltaba el total del brazo derecho; un desgraciado accidente infantil en su Galicia natal lo convirtió en manco, condición que se olvidaba al verle encender los pitillos utilizando cerillas y barajando el mazo de naipes en el Casino Principal de la ciudad de Jaca en la que residía. Fue, tomando el aperitivo en el ambigú de dicho casino, cuando un miembro de la banda municipal de música, uno de los muchos ciudadanos que doraban la píldora al profesor dada su alta respetabilidad e inteligencia, se dirigió a él en estos términos, “Don Germán, ¿usted caza?”, a lo que este respondió sin inmutarse, “no tengo perros”.

La revista infantil TBO disponía, en su portada, de una viñeta, situada en la parte superior izquierda, destinada a albergar jocosos chistes. Quizá uno de los más sonados fuera uno en el que se veía a a un individuo agonizante, tirado boca arriba en la vía pública, con un cuchillo jamonero clavado en el pecho, al que otro individuo se le acercaba para preguntarle “¿le duele mucho?”, a lo que el casi fiambre, sumergido en un enorme charco de sangre, respondía “sólo cuando me río”.

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23 de octubre de 2022
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¿Singularidad del ser humano? Posicionamientos inmunes a la argumentación científica

Supongamos que tras un computo que aspira a ser exhaustivo de los rasgos que presenta el ser humano, se llegara a mostrar que existe un conjunto de  disciplinas científicas que dan cuenta del mismo, de tal manera que por fin cabría hablar en un sentido estricto de “Ciencia del hombre”. La hipótesis  es obviamente aventurada, pues supondría que  fueran reductibles  todos los  fenómenos dependientes de la facultad humana de lenguaje (lo cual entre otras cosas  implica que la lingüística sea en todas sus modalidades una ciencia), pero aceptemos por un momento que es así. ¿Se conseguiría con ello que alguien  repudiara su convicción de que el ser humano (luego su propio ser) tiene un estatuto ontológico que le diferencia jerárquicamente de todos los demás seres?

Consideremos ahora el posicionamiento adverso. Supongamos que se tiene la capacidad de razonar con acuidad sobre los hechos científicos indiscutibles a los que recurren en general los detractores de las posiciones que diferencian jerárquicamente a la especie humana, y ello en relación a todas las disciplinas implicadas. Supongamos asimismo que tal  conocimiento condujera a la certeza   apodíctica de que esos hechos científicos son incompatibles con la hipótesis misma de que la ciencia (en concreto las ciencias de la vida, Genética incluida) pudiera dar cuenta exhaustiva del ser humano. ¿Conseguiría  con ello convencer  a los detractores de la tesis de la singularidad humana,  que tan a menudo buscan apoyo en argumentos científicos?

La respuesta a ambas preguntas es más bien negativa. Poca fuerza tendrán razonamientos filosófico-científicos eventualmente adversos ante convicciones erigidas en cimiento. En un caso la convicción es un eco  de vivencias matrices  por la que todo humano pasa, tal el estupor de un niño al apercibirse  de que la palabra le vincula a otro niño, pero no al animal compañero de juegos.  En el polo opuesto, se trata de fidelidad a una causa ideológica que (por variables en las que se imbrica entorno social y  peripecia individual) supone una promesa de superar nuestra singular finitud (fusión en nuestra animalidad o transhumanismo tecnológico).

La ciencia remite a hechos, pero ¿qué pueden contar los hechos de la ciencia cuando el absoluto, verídico o forjado, es quien legisla y en consecuencia establece lo que tiene base para ser considerado un hecho?

Tanto el humanismo entendido como afirmación de la singularidad humana como el anti-humanismo tendiente a diluir  nuestra condición, son  posicionamientos no sólo de orden diferente a lo que viene determinado por el conocimiento científico y sus corolarios filosóficos, sino incluso inmunes a los mismos: se responde a una u otra de ambas actitudes (tendencia a afirmar o tendencia a diluir la frontera que diferencia jerárquicamente al ser humano) y sólo en caso de que puedan ayudar a la causa se recurre a la ciencia o a la filosofía. Se trata en ambos casos de primacía de un sesgo, es decir de una disposición  apriorística que determina  el peso de los hechos y cómo interpretarlos, pero ello no significa que ambas disposiciones sean homologables.

El sentimiento de lo irreductible del ser humano es certeza inmediata, corolario de nuestra naturaleza que, como antes  decía, se sabe rara desde el momento mismo en que un niño se apercibe de su condición lingüística. Hay tras  la posición humanística un sentimiento  radical de que, pese a ser polos contrapuestos, vida y lenguaje se hayan inextricablemente ligados, siendo el hombre la expresión de esta relación polar. Por ello el cuestionamiento de tal irreductibilidad es vivida como una afrenta, a la manera que se vive el cuestionamiento por otro del propio origen racial o lingüístico.

Asimismo resultado de una disposición a priori es el hecho de enfatizar el carácter de  código de señales  del lenguaje humano (diluyendo su  frontera respecto a los sistemas de comunicación de otras especies) e incrementar el peso de nuestra pertenencia genérica a la animalidad. Y aunque diferente es también como expresión de un anti-humanismo que se afirma la similitud entre nuestra inteligencia marcada por el lenguaje y el tipo de conocimiento de entidades maquinales, como aspirando a una existencia  en la que la singular  modalidad de finitud que para la inteligencia constituye la vida no pesara en la balanza.

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21 de octubre de 2022

Una pareja de la mano
UNSPLASH/CC/ DƯƠNG HỮU

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¿Por qué no nos enamoramos?

A las mujeres, un coro invisible pero cuya presencia no despegábamos de nuestros pasos, nos concedió carta blanca para vivir la pasión amorosa a tutiplén. Heterosexual, eso sí. La pasión totalizadora se nos ofrecía como única vía de realización personal. A modo de dogma se instaló entre nosotras la idea de que una mujer sin un hombre que la ame es un ser incompleto. De forma que aceptamos tácitamente el papel de objeto –que no sujeto– de deseo, y en más de una ocasión nos contentamos con las migas de cariño de tipos que hoy nos producen sonrojo. “¿Cómo pude enamorarme de este imbécil?”, nos repetimos incrédulas, maldiciendo nuestra inseguridad y, sobre todo, aquel fútil encantamiento.

En la juventud, fuimos a remolque: ellos marcaban los tiempos. Corrían manuales de socorro –nunca te acuestes con él la primera vez, no respondas a sus mensajes enseguida...– que intentaban domar los impulsos erráticos de la defensa del romanticismo a ultranza. En Reinventar el amor (Paidós), premio Europeo de Ensayo, Mona Chollet emprende una ardua tarea: revisar y alejar todo sometimiento de las relaciones sentimentales para defender el amor de forma inventiva y confiada. La autora examina cómo las representaciones románticas están construidas sobre la sublimación de la inferioridad femenina.

Y cierto es que la sumisión, la tragedia y el abandono han construido el guion amoroso, tanto en las películas de Hollywood –esa Marilyn que hablaba con voz infantil a sus parejas– como en la literatura, desde Tristán e Isolda hasta El amante, de Duras, pasando por la novela río de Albert Cohen Bella del Señor o el Hamnet de Maggie O’Farrell, en la que Agnes, la esposa de Shakespeare, lo espera paciente sin arrugarse. Un día habría que reunir a todas las esperadoras de hombres célebres en la historia de la literatura, desde Penélope. En Pura pasión, Annie Ernaux escribe que cuando sonaba el teléfono y no era él, odiaba a quien la llamaba. Y en su imaginación va componiendo otro relato, que poco tiene que ver con el real: el de un hombre casado que nunca renunciará a su otra vida.

Los principios son siempre idílicos. Editamos lo mejor de nuestras vidas para ofrecer un retrato atractivo y vemos señales del otro en todas partes. No suele pensarse en los finales. Hasta que descubrimos que nuestra manera de vivir el amor carece de reciprocidad al otro lado. Hombres difíciles, narcisistas, alérgicos al compromiso integran una variedad muy cotizada en el flirteo. Ahora, no solo la inmadurez, el masoquismo y una visión patriarcal del amor son los responsables del fracaso en unos tiempos en los que el mercado del emparejamiento a través de las apps cotiza al alza.

“¿Por qué no nos enamoramos?”, se pregunta Liv Strömquist en su novela ilustrada No siento nada, la frase con que Leonardo DiCaprio termina sus relaciones. Revisando a los clásicos, ahonda en los recovecos del amor y afirma que todos nos estamos convirtiendo en DiCaprios, a quienes una mentalidad controladora e individualista dificulta crear vínculos fuertes. Impacientes, caprichosos, insatisfechos, ¿cómo vamos a entender al otro si apenas nos soportamos? Strömquist habla de hombres emocionalmente desapegados y de mujeres empeñadas en crear una familia, aunque sea solas. Y su anhelo, como el de Chollet, y el de tantas mujeres feministas, no es matar al romanticismo, ni reformularlo, sino el de escribir un nuevo contrato sexual a fin de que el misterio del amor nos alimente sin devorarnos.

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20 de octubre de 2022
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No todo tiempo pasado

 

Los monumentos en la antigua Roma se elevaban como desafío al tiempo, de modo que estaba prohibido repararlos o restaurarlos, pero los renacentistas italianos rompieron esa consideración de la temporalidad y dieron a las ruinas una vida perdurable

Contaba Albert Speer a sus amigos que cuando Hitler examinaba los planos de sus obras colosales, siempre exigía más volumen, más infraestructura metálica, más poderío. Speer se desesperaba, hasta que un día Hitler le expuso su plan: “Lo que yo quiero [dijo el infame] es que cuando dentro de miles de años estos edificios se hayan convertido en ruinas, tengan la misma grandeza de las antiguas ruinas romanas”. Speer idealizó la escena en sus memorias poniéndose como protagonista, mediante una acuarela con ruinas hitlerianas que, dice, agradaron mucho al monstruo.

Tiene la ruina, como objeto de culto, una doble imagen. No debemos olvidar que las palabras “ruina” y “ruin” son familia, pero si la segunda significa “vil, bajo y despreciable” (RAE), la primera sufrió una mutación en el Renacimiento italiano que la convirtió en símbolo sublime, un significado que no recoge el diccionario de la RAE. De tener un sentido peyorativo como amontonamiento de cascotes y pedruscos, pasó a significar la memoria de una Edad de Oro.

Como cuenta con talento y buen estilo Manuel Gregorio González (Las ruinas. Una historia cultural, Athenaica, 2022), esa transformación se llevó a cabo en los siglos XIV y XV por obra de los primeros humanistas, y provocó una revolución gigantesca, no por las ruinas mismas, sino porque inauguraba una nueva concepción del tiempo. En el momento en que aquellos restos lanzaban la imaginación hacia tiempos más grandiosos, dignos y elevados, se escindía la temporalidad en lo que comenzó a llamarse “edad oscura” como opuesta al “Renacimiento”. La oscuridad se debía justamente a la ausencia de luces que se atribuía a la Edad Media y lo que renacía era la razón, la armonía, el orden constructivo, el espacio perspectivo, la luz. La vida de la humanidad quedaba quebrada en dos gigantescos ciclos, el del cristianismo y el de un nuevo clasicismo.

Es sorprendente ese rescate de las ruinas como objetos simbólicos (que llega hasta Hitler) en una época como la nuestra, cuando no hay ni puede haber ruinas. Las que ahora dejamos son como los restos de la ciudad de Dresde, arrasada por el bombardeo aliado, vista desde la altura del Ayuntamiento. Las contempla una turbadora estatua de la Bondad, en una fotografía de Richard Peter tomada en 1945. Es una de las imágenes de entre otras muchas que figuran en este libro admirable.

La paradoja mayor es que en Roma, los monumentos (palabra que significa “momentos”) se elevaban como desafío al tiempo, de modo que estaba prohibido repararlos o restaurarlos. Aquellas familias que construían algo en memoria de sus hazañas debían gastar mucho dinero para que duraran lo más posible. Se dice que algunas noches acudían sirvientes a escondidas para arreglar los desperfectos. Los renacentistas italianos rompieron esa primera consideración de la temporalidad y dieron a las ruinas una vida perdurable que ha subsistido hasta hoy. Bien es verdad que con cambios substanciales: no tienen nada que ver la idea romántica de las ruinas y la renacentista.

Cavilemos, con Manuel Gregorio González, esos cambios y qué sentido tiene vivir en una época en la que las ruinas ya no son posibles más que en su sentido más destructivo.

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19 de octubre de 2022
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El Boomeran(g)
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