Juan Lagardera
California dreamin’ cantaban a mediados de los 60 The Mamas & The Papas mientras en la Universidad de Berkeley se preconizaba el amor libre. Al mismo tiempo, Steve Jobs por su lado y William Hewlett y David Packard trabajando en el garaje de su casa –lo que no hubieran podido hacer en la normativa Europa– se preparaban para cambiar la tecnología del mundo. Grandes fumadas de marihuana, experiencias psicodélicas, viajes rockanroleros… Una gigantesca bronca contra la guerra de Vietnam y el envío de soldados de reemplazo a las selvas de la Cochinchina. En el 67, Scott Mckenzie conseguía un hit universal con San Francisco (be sure to wear flowers in your hair). Habían llegado los hippies con sus flores en el pelo.
California es el gran espacio territorial de América con clima mediterráneo, habitado por el espíritu emprendedor y comercial de la cultura anglosajona a la que se unirían las raíces hispanas y, también, la emigración asiática. Buen clima y riqueza, densidad demográfica y suficiente espacio con montañas, valles, desiertos y playas. Un lugar idílico y tolerante. Excelentes vinos y campos de cítricos. El sociólogo urbano Richard Florida valoraba como un input favorable a la competitividad californiana la convivencia normalizada con la comunidad gay y con todas las creencias y prácticas religiosas. Ni el Sida ni las sectas paranoides consiguieron acabar con el sueño californiano. Conviene releer a Florida y su célebre ensayo sobre Las ciudades creativas, al que su editor español, Paidós (2009), añadió un excesivo subtítulo comercial: Por qué donde vives puede ser la decisión más importante de tu vida.
La costa Oeste ha seguido al mando de la democracia USA durante décadas gracias a la música concentrada en el Laurent Canyon de LA, el cine que se escribía y producía en Hollywood y los nuevos creativos del valle del Silicio. El modelo California era el modelo de la sociedad del talento y la tolerancia, donde el mito americano del ascenso social seguía siendo posible. Allí nacería la era digital: Apple en Cupertino, Arpanet en la Ucla, Pay Pal en San José, Twitter e Instagram en San Francisco… Solo el sarcasmo de Robert Altman (El juego de Hollywood, su adaptación de Carver a Los Ángeles en Vidas cruzadas), los hermanos Coen (El gran Lebowski) o Quentin Tarantino (Pulp Fiction, Jackie Brown, Érase una vez en Hollywood), han nublado la imagen de esta nueva Arcadia, salpicada también por los escándalos sexuales de Harvey Weinstein y las denuncias de la exdirectiva de Facebook, Frances Haugen.
Pero de un tiempo a esta parte las empresas tecnológicas nacidas al amparo de la creatividad californiana están emigrando hacia Texas. Más árida incluso que la costa del Pacífico, la tierra del estado de la estrella solitaria se enriqueció gracias a la chiripa del petróleo. Lo describe muy bien la película Gigante, el paso de los grandes ranchos de vacas a los pozos extractores de oro negro. Texas no es tolerante sino reaccionaria. Allí mataron a John F. Kennedy y allí vencen los conservadores más recalcitrantes de EE UU, que siguen armados hasta los dientes como se pudo ver en los atracos de Comanchería (Hell or High Water, 2016).
Pero sus políticas fiscales son muy favorables para las grandes compañías, y los sueldos de los empleados más bajos; allí la vida es mucho más barata, y no digamos el precio de la vivienda, completamente disparatada en los valles californianos: dosmil euros un apartamento de un dormitorio. Los hijos de las flores, enriquecidos, han empezado a migrar de Los Ángeles a Austin, la capital tejana. Tesla ya lo ha hecho, Apple está construyendo allí su segunda gran instalación, Oracle también… y algunas extranjeras como Samsung. Migran directivos demócratas hacia el estado más republicano y, de paso, favorecen la mejora de las condiciones laborales de la población latina.
Sin embargo, California no ha dicho su última palabra. Frente a los analistas que la declaran bloqueada tras medio siglo de éxitos ininterrumpidos como avanzadilla de América, California vuelve a la carga. En Silicon Valley han recuperado las sustancias psicodélicas. Del ácido lisérgico a los hongos alucinógenos, los más listos de la clase se mantienen en estado de permanente lucidez mental a base de microdosis. Se ha puesto de moda tomar infusiones y hasta pastelitos con sustancias vegetales cuyos alcaloides provocan potencia mental y clarividencia, pero esta vez bajo control.
En especial entre la gente mayor está haciendo furor esta especie de pastilleo de la inteligencia, píldoras que bautizan como nootrópicos, del griego nóos, intelecto. Nada de cocaínas o anfetaminas excitantes, ni siquiera de esas interminables tazas de café para despejar la mañana, se trata de mantener un estado de hipersensibilidad mental, capaz de abordar los problemas cognitivos más complejos, una farmacología auspiciada por nuevos médicos y psiquiatras que no dudan en afirmar que sustancias como la citicolina en pequeñas dosis consiguen multiplicar por dos la atención mental e incluso el archivo de la memoria. ¡Si Antonio Escohotado se levantara de su tumba!
El cerebro de Google, Ray Kurzweil, es uno de sus apóstoles, y recomienda, además, comer carne y pescado, así como tomar el sol a diario y vivir alejados de la nocturnidad lunar.