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Woody en el infierno

Siempre he sido bastante fan de Woody Allen, no tanto por su comicidad como por su melancólica dosis de existencialismo y por la transparencia epidérmica con la que hace pensar, sentir y actuar a sus personajes. También disfruté con Blue Jasmine, ese retrato tan bien perfilado de la ascensión y caída de un estilo de vida protagonizado por una elegante y atacada Cate Blanchett: la historia de la esposa de un millonario tan corrupto como infiel, que en un rapto de celos acaba delatándolo aun a riesgo de perderlo todo -incluso el amor de su hijo-, no está exenta de moraleja. De su anterior vida, sólo le queda un bolso de Hermès y una chaqueta de Chanel. Y una no puede dejar de preguntarse qué le quedará al gran Woody Allen después de la carta publicada por su hija Dylan Farrow en The New York Times. La revelación supone un baño de amargura, incluido ese minucioso, perverso y cinematográfico detalle del tren de juguete que la niña miraba mientras -confiesa ahora, a sus 28 años- el padre adoptivo la violaba. Y emerge en el ágora pública, con agigantadas negritas, el drama de los abusos sexuales en familia: un asunto nada marginal (ocho de cada diez, según las estadísticas) que nuestra sociedad aún no sabe cómo abordar. Allen nunca ha oficiado de dogmático ni ejemplar. Casarse con la hija de su entonces compañera fue un bombazo mediático, aunque acabó consiguiendo que incluso el puritanismo más feroz lo ignorara. Tras el affaire con Soon Yi, 35 años menor que él, Mia Farrow tiró de la manta denunciando turbios abusos por parte de Allen a una de sus hijas. La justicia, aunque con ambigüedad, dio el caso por cerrado. Y la opinión pública esgrimió el argumento de una mujer despechada, histérica y obsesionada con adoptar niños. Mucho se ha abundado en el asunto de la infamia y la genialidad. Del antisemitismo de Shakespeare o Quevedo al fascismo de Céline, pasando por las perversiones sexuales de Polanski y Kinski. Que fuera asesino o paidófilo no han impedido que las obras de Caravaggio sean exhibidas en las mejores pinacotecas. Todo apunta a que Allen se ratifica en su versión de hace más de dos décadas: que su hija no sabía distinguir entre realidad y fantasía a causa de la influencia de la madre. Y cabe preguntarse por qué la presunta víctima habla ahora, en la antesala de los Oscar. Pero ¿variará nuestra percepción artística de ese personaje brillante y creativo, tan querido en España? ¿Se atreverá a disipar su oscuridad en forma de guión, crudo y amoral, despiadado hasta consigo mismo? ¿O egoístamente pensaremos que, de los mitos, mejor ignorar su vida privada? (La Vanguardia)

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5 de febrero de 2014
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Comer como los príncipes

Unos amigos latinoamericanos se han congregado para comer en  el famoso restaurante parisino La Tour d'Argent el 21 de marzo de 1910. En el reverso de una postal con la fotografía de la fachada del restaurante, uno de ellos escribe unas líneas y todos firman: al oficiar ante el pato No. 32388, un recuerdo afectuoso.  Los comensales son Rubén Darío, René Pérez Mascayano, pianista y compositor chileno, y Eugenio Díaz Romero, poeta y periodista argentino. El destinatario en Buenos Aires es el pintor Roberto Schiaffino. No se sabe quién de los tres pagó la cuenta, o si la compartieron. En todo caso, debió haber sido un día de bonanza, dado los precios que allí se cobraban, pues se trataba de un lugar para turistas ricos.

El pato a la sangre fue inventado por el cocinero de la Tour d'Argent en la época del primer imperio napoleónico, y en aquel restaurante, fundado en 1582 bajo el reinado de Enrique III, servirlo llegó a convertirse en un verdadero ritual. Y por cada medio pato se extendía un certificado numerado. El propietario, Frédéric Delair, decidió en 1890 este sistema como una manera de perennizar su obra, tal si se tratara de las copias de un aguafuerte. 

Al mes siguiente, Eugenio Díaz Romero, uno de los comensales, escribe una carta a Schiaffino, el destinatario de la tarjeta, donde el  pato a la sangre viene a quedar reducido a simple "pato silvestre". De su lectura sacamos en claro que les fue preparado de las propias manos de Delair, el gran sacerdote que desplegaba su ceremonia delante de las celebridades de la época; y, pertinente aclaración, tal como ya hemos advertido, el pato era caro: "el pato de Frédéric es de digestión difícil, por su precio...", escribe Díaz Romero.

Atengámonos a la receta: se necesita un pato joven y gordo, de seis a ocho semanas como máximo, cebado en los últimos quince días. Se mata por asfixia, estrangulándolo, para que no pierda la sangre. Con los huesos de otro pato se prepara de antemano un consomé bien condimentado. Después de limpiar el pato se asa por unos 20 minutos, hecho lo cual se lleva al comedor. 

Se pica el hígado y se añade un vaso de oporto y otro de cognac. Se quitan luego las patas y se asan por separado a la parrilla. Se retiran sus muslos y pechuga. La carcasa, con lo que le queda de carne, los huesos y la piel, se pone entonces en una prensa, y delante de los ojos de los comensales se extrae la sangre. Esta es la parte cumbre de la ceremonia.

Se agrega a la sangre el hígado, mantequilla y coñac, y se bate durante 20 minutos hasta que adquiere el espesor y color del chocolate derretido. Otros ingredientes que pueden incluirse a la salsa son foie gras, oporto, vino de madeira y limón. La pechuga se corta en lonjas y se sirve bañada con la salsa, acompañada de papas sopladas; mientras tanto los muslos asados se sirven como segundo plato, acompañados de lechuga tierna.

Del vino que acompañó aquel festín  memorable no se habla, pero lo hubo sin duda, y de manera generosa, lo que habrá hecho aún más cara la cuenta.

Antes de morir, lleno de orgullo satisfecho, y de nostalgia insatisfecha, Rubén confiesa que sus entradas triunfales al disfrute de la vida galante y elegante, incluida la alta cocina, fueron espléndidas, dígalo sino el pato a la sangre. En el último mes de su vida, acabado por la cirrosis, desde su lecho comenta en Managua al periodista Francisco Huezo: 

"En ocasiones he gozado tanto como tal vez no lo han logrado los millonarios de mi tierra. He comido como príncipe, he vestido con mucho lujo, he tenido historias en el mundo de las supremas elegancias. Me he relacionado con los más altos personajes. He sentido con frecuencia el aletazo de la gloria. He derrochado dinero, que gané en abundancia. ¿Qué me queda por desear? Nada. ¡Que venga la muerte!"

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5 de febrero de 2014
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Asuntos metafísicos 34: gemelos inseparables

Un apólogo.

Acababa una columna anterior señalando que el resultado de una observación física nos informa quizás   menos sobre lo que había ahí antes de la observación que  de aquello que se forja en la observación  misma (enfatizo el "quizás" pues no es cierto que la última palabra al respecto esté dicha). Y   ya he considerado aquí varias veces el hecho de que, en razón de la teoría cuántica, ciertos conceptos pierden su estatuto de predicados omniaplicables, es decir atributos que toda entidad física posee necesariamente, para venir a ser como mucho predicados clasificatorios, siendo el ejemplo clásico, pero no único, el de la posición y el de la cantidad de movimiento (es decir, el producto de la masa por la velocidad). 

Para hacer cualitativamente perceptible el enorme interés filosófico de algunas de las constataciones de la Mecánica Cuántica, el  auténtico envite que suponen para nuestra razón, me serviré ahora de otro apólogo. Supongamos que a dos amigos A y B ubicados respectivamente en Santiago de Compostela y Barcelona se les solicita lanzar un gran número de veces una moneda al aire e informar después a un tercer observador de cuales de las tiradas  habían coincidido en el resultado "cara" o en el resultado "cruz". Lo que cabe esperar es que cada uno de ellos haya extraído más o menos cincuenta por ciento de cara y cincuenta por ciento de cruz.

Respecto a las veces en que hay coincidencia, cabe esperar que se trate de veinticinco por ciento de las tiradas para cara y otro veinticinco por ciento para cruz, en total cincuenta por ciento de correlación. Supongamos sin embargo que, al confrontar los resultados, el observador constata que han coincidido absolutamente en todas las tiradas. A menos de atribuirlo a una pura casualidad, buscaremos alguna explicación clásica.

Lo primero que nos pasará por la cabeza es la hipótesis de que en realidad no hay azar y que los dos amigos tienen algún procedimiento oculto que les permite sacar cara o sacar cruz a voluntad. Aun así, hay que explicar cómo sabe el uno lo que ha sacado el otro. Si presuponemos
que uno de ellos tira antes que el otro, lo lógico es pensar que  le comunica por algún sistema rápido (oculto asimismo para el observador) cual ha sido el resultado, lo cual obviamente está excluido si asumimos que las dos tiradas se efectúan al tiempo. En este sólo podemos conjeturar: hay efectivamente un control del aparente azar, pero además se pusieron de acuerdo antes de empezar el juego sobre  qué se elegiría  en cada una de las sucesivas tiradas.  En suma, la absoluta correlación constatada por el observador en los resultados de las sucesivas tiradas no sería sino expresión de una oculta pero  bien determinada estrategia. 

Pues bien: en la mecánica cuántica se dan casos de correlación con las características de la expuesta y para los que no valen en absoluto explicaciones como las que preceden, correlaciones sorprendentes sin estrategia posible que las haga inteligibles en el marco los arraigados principios ontológicos y epistemológicos, en primer lugar el principio de localidad, a los que me he venido refiriendo. 

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4 de febrero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Leopardi

Es seguro que escribir la biografía de Leopardi es una de las empresas más arduas que le caben a un estudioso.  El propio Citati ha declarado que terminó el libro tan agotado que su máxima preocupación era evitar transmitir al lector su propio cansancio. Gran parte de la dificultad se debe a que Leopardi, que no llegó a los cuarenta años de edad, tuvo una trayectoria exterior tan exigua que a su lado incluso Montaigne parece un aventurero. Por el contrario, su trayectoria interior fue gigantesca, con una obra poética tan importante, y tan influyente incluso hoy en día, que muchos la comparan con la de Dante.

Durante los primeros veinte años de su vida Leopardi no sólo no salió nunca de Recanati, un pueblo de las Marcas relativamente cercano a Roma,  sino que vivió en un doble encierro pues aparte de no salir nunca de su pueblo apenas si  tuvo vida fuera de la excelente biblioteca creada por su padre, un noble excéntrico y manirroto que si por una parte arruinó a la familia con sus extravagantes iniciativas económicas, al mismo tiempo supo aprovechar el paso de Napoleón comprando a manos llenas, y a precios irrisorios,  las bibliotecas de los conventos desamortizados  por el expeditivo  guerrero corso. Si en tiempos de Leopardi niño esa biblioteca llegó a albergar 10.000 volúmenes, en años posteriores sobrepasó los 20.000 y actualmente forma parte del Centro de Estudios Leopardianos ubicado cerca del palacio familiar.

Como vía de escape frente al doble  confinamiento impuesto por el padre, Leopardi se lanzó desde muy joven  a la búsqueda de horizontes muy lejanos en el espacio, y ahí está esa Historia de la astronomía escrita a los quince años, y también horizontes lejanos en el tiempo, por ejemplo el mundo Clásico que él convirtió en algo cotidiano aunque fuera a costa de aprender  por sí mismo el griego antiguo.  Lógicamente, el aprendizaje personal  de secretos del mundo tan insondables como el amor se vio obligado a efectuarlo de forma azarosa y un tanto a la que salta, y de ahí la tempestad de sentimientos que provocó en él la breve pero intensa visita al palacio familiar de una prima de  su padre llamada Gertrude Cassi-Lazzari, mujer joven y hermosa capaz de despertar en el enfermizo adolescente unas apasionadas sensaciones hasta entonces sólo intuidas y cuya evolución puede ser seguida paso a paso en su Diario del primer amor, líricamente sintetizado en el poema “El primer amor” que forma parte de los Cantos.

            Y esta es un poco la tónica que le cabe seguir a quien desee adentrarse en los pormenores de una vida interior múltiple, apasionada y contradictoria pero que apenas ofrece apoyatura exterior. Por fortuna para los biógrafos, y de paso para el lector en general, existe el Zibaldone de pensamientos, generalmente subtitulado Diario intelectual y vital,  un compendio de ensayo filosófico, prosa poética y aforismos de carácter moral que ocupa más de 4.500 páginas manuscritas y que apenas encuentra parangón en la cultura europea.

            En su minuciosa, y en algunos pasajes admirable biografía, Pietro Citati recurre de continuo al Zibaldone porque en él encuentra el hilo conductor que le permite buscar en los momentos cumbre de la poesía de Leopardi, el origen de una sensación, una idea, una intuición o como se quiera definir el chispazo inicial que pone en marcha un proceso – casi siempre agotador y muy doloroso – que puede acabar plasmándose en una composición lírica tan intensa y sugerente como es el poema “El infinito”, pero también en tantos otros hallazgos reseñados por Citati.

            Obviamente esta biografía no es un libro para leerlo de una sentada. La secuencia lógica sería: una inmersión total en la obra poética de Leopardi, y una vez asimilado todo aquello que puede captar un lector normal (un no especialista, quiero decir), es aconsejable ir al libro de Citati y rastrear con él la génesis y evolución de aquellos poemas que más profundamente hayan impactado durante la lectura ingenua o inocente. Aunque Citati da toda clase de pistas, los más capaces tienen a su disposición el tesoro del Zibaldone. Pero no creo necesario insistir en que si Leopardi, incluso con la ayuda de trabajos críticos tan notables como esta biografía de Citati, continua siendo una fuente inagotable de placer, también ofrece un misterioso fluir de sensaciones e intuiciones líricas que por fortuna son inexplicables y que quedan a disposición del lector para que les saque por su cuenta todo el partido del que sea capaz.

 

Leopardi

Pietro Citati

Traducción de Juan Díaz de Atauri

Acantilado  

 

 



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3 de febrero de 2014
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La ciudad antisexy

Con el estropicio de la crisis, cierran algunos emblemas identitarios de consumo que han cincelado la personalidad de las grandes ciudades europeas. Igual que París se quedaría coja sin Le Bon Marché o Maxim’s, y Londres sería otra sin Harrod’s -aunque pertenezca a los qataríes, como ahora el hotel Renaissance de la Ciudad Condal-, el cierre del Colmado Quílez y la amenaza que se cierne sobre otros establecimientos históricos acelera esa sensación tan fin de siècle que aún intentamos digerir los ciudadanos de los años diez. Acabamos de entrar en el 14, un año en el cual conseguiremos crecer un 1% según cálculos de Isidre Fainé. Ganar un punto en los ratings económicos provee de una sensación similar a la de perder un kilo cuando se inicia una dieta. Es el principio de algo. Una primera descarga de euforia, con resultado, marginal, más simbólico que factual. Mientras aguardamos la belle époque de los años veinte, deseosos de que la rueda del eterno retorno nos haga retomar el ciclo creciente, no podemos quedarnos de brazos cruzados. Por ello las ciudades deben hallar un nuevo modelo si quieren acallar la música de réquiem. Frente a la smart city de Xavier Trias, el proyecto de una ciudad cada vez más aireada, audaz y tecnológica, California trasplantada a Europa, bicis, patines, reposteros de nueva generación, hip-hoperos y artistas urbanos incluidos, ¿cuál es el proyecto de Madrid? Cierto es que entre el liberal Trias -un convergente con corazón socialdemócrata y empatía independentista- y la ultraconservadora Ana Botella hay un bache sociológico, ideológico y formal. Madrid se esforzó durante años por sentarse en la mesa de los mayores. Hoy, la principal diferencia entre Botella y alcaldes como António Costa (Lisboa), Klaus Wowereit (Berlín), el saliente Betrand Delanöe (París) o Boris Johnson (Londres) es su bajo perfil. Además de una política frugal en lugar de expansiva. Una ciudad creativa debe ser forzosamente comandada desde la flexibilidad y no desde el dogmatismo y la fe ciega. Lo aseguran Richard Florida y otros popes de la redefinición del espacio público. Madrid siempre ha sido muy de El Corte inglés y del Vips -a diferencia de Barcelona, donde puja la singularidad por encima de la uniformidad- y, así, no sorprende que ahora se doblegue ante las franquicias low cost, como los montaditos a un euro o los cubos de botellines de las cervecerías estruendosas. Atrás quedaron aquellas tiendas de pijerías llamadas Musgo, donde generaciones de madrileñas de postín encargaron su lista de bodas. En un momento en el que proyectos estrella, como la Ciudad de la Justicia o Valdebebas, se paralizaron -pese a los Florentinos, Arangos y aquellos que quieren ser paladines de la capital de España-, acaso bastaría con prender la mecha que tantos réditos ha aportado a Klaus Wowereit: “Berlín es pobre pero sexy”. Sólo que, hoy por hoy, es imposible que hablemos de Madrid.

(La Vanguardia)

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3 de febrero de 2014
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Filosofía hoy

La revista Filosofía Hoy es una empresa altamente singular. Sale cada mes y llega al kiosco envuelta en una bolsa porque incluye un libro. No cualquier cosa sino Hegel, Nietzsche, Stuart Mill, Platón... Tienen la gentileza de enviármela todos los meses, de manera que la vengo siguiendo desde el principio.

Debo confesar que en sus inicios la tomé con cierto escepticismo. Un intento de vulgarización de asuntos que de hecho son enormemente complejos y no admiten su democratización me parecía un tanto inútil. Poco a poco he ido variando de opinión. No es vulgarización, es divulgación y soy cada día más respetuoso con aquella "industria cultural" que ponía de los nervios a Th.W. Adorno. Debemos tomar cada vez más en serio este tipo de publicaciones dirigidas al público más joven o a los aficionados sin especialización porque cubren el vacío que dejan instituciones centenarias como los institutos de enseñanza media en los que han arrasado la asignatura de filosofía y son una excelente ayuda para los universitarios cada día menos capaces de hundirse de codos en textos difíciles.

A buen seguro muchos de mis colegas (no filósofos, que de eso apenas quedan dos o tres, sino profesores de filosofía) deben de tomarla por una publicación amarillista y próxima a las revistas del corazón. Quizás, pero en lugar de interesarse por quién se acuesta con quién, se interesan por lo que piensa éste o aquél antes de acostarse. Hay una diferencia y viva la diferencia. El último número que llegó a mis manos, por ejemplo, trae una entrevista con Jürgen Habermas, un largo artículo sobre la polémica teológica entre Dawkins y Flew, un retrato intelectual de Diderot, el feroz ataque de Günther Anders contra Heidegger, un dossier central sobre identidades políticas y tribales, y muchos otros artículos que resultan ideales para leer en el autobús. No es el Philosophical Quarterly, pero menos da una piedra (filosofal).

Como buena revista popular, incluye secciones de honesto entretenimiento y al poderse consultar por Internet la respuesta del público es espontánea, abundante y divertida. En este número, por seguir en el mismo, preguntan: ¿Con qué filósofo te gustaría pasar una tarde? El resultado me ha provocado una sonrisa. El ganador, con diferencia, es Nietzsche. Mayúscula sorpresa. ¿Qué tendrá él que no tengan los otros? ¿Entusiasmo, sentido del humor, la belleza del maldito? ¿Y es realmente una guía de la actual juventud, tan gregaria ella, aquel solitario empedernido que practicaba la "filosofía a martillazos"? ¡Ojalá!

Vienen luego los esperables, Aristóteles y Platón, pero por este orden, lo que me parece novedoso. Y vean ustedes los siguientes: Heidegger, Foucault, Kant, Hegel, ¡Kierkegaard! Llegados a este punto renació mi escepticismo. ¿Pero alguien lee al temible y tembloroso Kierkegaard, poeta supremo de la angustia, en estos días? Sería sumamente interesante conocer las opiniones de los votantes.

Hay opiniones, claro, no en vano la encuesta vino colgada en Facebook y, aunque breves, algunas son muy graciosas: siendo así que la encuesta estaba encabezada por la frase de Steve Jobs que decía "Si pudiera, cambiaría toda mi tecnología por una tarde con Sócrates", José Manuel Aleixandre comenta: "Es curioso que Jobs quiera pasar una tarde con el filósofo que menos ha escrito en la historia de la filosofía. Convendría concertar una cita con Sócrates y Platón a la vez". Tiene toda la razón y derriba al pretencioso Jobs de su altarcillo.

Al terminar de leer la página me pregunté yo mismo con qué filósofo querría pasar una tarde y como estamos en plena heterodoxia me contesté: con Erik Satie.

 

Artículo publicado el la revista Jot Down

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3 de febrero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Espejos para 2014

Cada tiempo busca y a veces encuentra sus propios espejos históricos con el auxilio de la magia irracional de las cifras redondas. Hace 1.200 años murió Carlomagno. Hace 300 el duque de Berwick cercó y venció a la Barcelona que se resistía militarmente al nuevo rey Felipe de Borbón. Doscientos han pasado desde que el biznieto del anterior, Fernando VII, revocara la Constitución de Cádiz, la primera en adoptar el principio de la soberanía nacional en España. Solo cien, desde que empezó la Gran Guerra Europea, bautizada posteriormente como Primera Guerra Mundial. El mismo período de tiempo, un siglo, ha transcurrido también desde que Cataluña obtuvo el reconocimiento de su personalidad y de su unidad territorial, justo dos siglos después de perderlas, mediante una institución como la Mancomunidad, que agrupó a las cuatro diputaciones provinciales y sentó las bases de la Cataluña autogobernada en distintos períodos del siglo XX y XXI. La fecha de 1914 es también la que marca el inicio del siglo XX corto, tal como lo caracterizó Eric Hobsbawn, que abarca hasta 1991, cuando colapsa la Unión Soviética, e incluye tres guerras mundiales, dos terribles y calientes y una tercera fría y heladora para la mitad de Europa, paralizada y sometida entre los brazos del oso soviético. Tras un siglo XIX plenamente europeo, el XX es todavía una época de dominio occidental, en la que Europa cede el testigo a Estados Unidos y el eje geopolítico y económico del planeta se traslada desde el centro del continente europeo hacia el mundo atlántico. No sabemos cómo serán las hegemonías del siglo XXI, pero ya somos testigos de una desoccidentalización acelerada y del desplazamiento del pivote mundial del Atlántico al Pacífico. Los europeos echamos la vista atrás en busca de espejos del pasado, entre otras la fecha trágica que marca el inicio en propiedad de nuestro siglo XX, sin tener en cuenta algunas reflexiones tan elementales como claras de muchos intelectuales asiáticos de nuestros días. Asia no existe, es un invento occidental. Europa, una pequeña península en el extremo occidental del enorme continente euroasiático. China, finalmente, representa la tercera parte de la humanidad que recupera la fuerza de su tamaño y de su peso tras casi dos siglos de eclipse. Estas frases las escuché hace apenas dos semanas en Barcelona en el seminario anual sobre paz y seguridad en el siglo XXI, que desde hace doce años organiza en Barcelona el CIDOB, nuestro brillante y primer think tank, y que estuvo dedicado en esta ocasión a Asia oriental. Los espejos europeos, y en concreto el de 1914, tan eficaces para explicar las cosas de occidente, no lo son tanto para las de oriente. Para esos asiáticos que solo existen a ojos occidentales, vale el siglo XX largo. Empezó en 1905, en la batalla naval del estrecho de Tsushima entre rusos y japoneses, cuando "por primera vez desde la Edad Media, un país no europeo venció a un poder europeo en una guerra mayor", según asegura el ensayista indio Pankaj Mishra en su libro 'From the Ruins of Empire. The Revolt againts the West and the remaking of Asia'. La culminación del siglo XX asiático también deberíamos situarla bastante más acá, tras la disolución de la URSS, quizás en el 11-S en que cayeron las torres gemelas, de nuevo en un ataque antioccidental de enorme trascendencia y envergadura; la guerra global contra el terror de Bush; la llegada de Barack Obama a la Casa Blanca, el primer presidente negro, más acorde con el perfil mestizo de los países emergentes y del mundo global; o incluso la crisis del euro. En todo caso, entre 2001 y 2010. La fecha de 1914 está inspirando a los europeos de cara a revisar el estado moral de sus sociedades y sus gobiernos respecto a los males que nos aquejaron entonces. Pero a la vista del actual paisaje geopolítico, no le falta razón al primer ministro japonés, Shinzo Abe, cuando la evoca para pensar en Asia, donde crece el gasto militar, hay una zona de creciente fricción bien definida en el Mar de la China, no hay instituciones multilaterales y también proliferan los políticos sonámbulos que tuvimos los europeos hace 100 años y que Cristopher Clark ha convertido en el motivo de su libro del mismo nombre ('The Sleepwalkers. How Europe went to War in 1914'). Shinzo Abe no ve el peligro del sonambulismo en Europa sino en su vecindario. No quiere que Asia empiece su siglo como Europa terminó el suyo, el XIX, hace cien años. Respecto a la fecha catalana, ese 1714 tan inspirador, basta con recordar que hace tres siglos entre China e India concentraban más de la mitad del PIB mundial, prueba de que no son países que emergen sino que recuperan el peso que corresponde a su tamaño. Las celebraciones suelen ser engañosas. Puede darse el caso de que creamos que estamos conmemorando nuestra grandeza y nos encontremos en cambio que solo estamos subrayando nuestra insignificancia.



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3 de febrero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El rebelde tranquilo

Con su voz entrecortada y dulce, su cabello entrecano, sus gruesos anteojos que escondían unos ojillos siempre ávidos, sus ademanes densos y apacibles semejantes a los de un morador de la sabana, la apariencia de José Emilio Pacheco en las últimas décadas -y quizás no sólo en las últimas- era la de un buda frágil y nervioso, una esfinge o un oráculo capaz de glosar en un poema o un artículo la historia de milenios. Él mismo cultivó esta imagen de manera quizás poco inocente: el tímido sabio de la tribu que, para sobrevivir en medio de infinitas pugnas y reyertas, ha de ocultar su astucia -y su desencanto, y a veces su furia- tras una máscara de anciano venerable.

Cualquiera podría certificar la sinceridad de su modestia o esa discreción que enarboló hasta el final de sus días pero, más allá de estas naturales estrategias de defensa, JEP -las icónicas siglas bajo las cuales también se camuflaba- era un inconforme y un rebelde, tal vez incluso más que Carlos Monsiváis o Elena Poniatowska, sus extrovertidos compañeros de batallas, sólo que su rabia hacia la pobreza o la injusticia nunca se transmutó en gritos en la plaza pública, sino en textos y poemas tan minuciosos como transparentes, tan implacables como eruditos. No, JEP no era un polígrafo entrañable o un erudito apacible, como su admirado Alfonso Reyes, o no sólo eso: era un sereno revolucionario que, inclinado sobre su mesa de trabajo, nunca se rendía y muy a su pesar se enfrentaba, irredento, contra los males de este mundo.

En febrero de 1968, JEP no había cumplido treinta años pero ya era el mismo JEP de hace unos días. Desde el suplemento La Cultura en México de Siempre!, donde al lado de Monsiváis oficiaba como factótum de Fernando Benítez, escribía, por ejemplo, sobre Vietnam: "Los acontecimientos de 1968 muestran hasta qué punto el país más poderoso del mundo resulta débil ante las naciones pobres. Aunque pudieran triunfar militarmente y exhibir como prueba el número de muertes, moral y políticamente han perdido desde hace mucho." Ahí está, esbozada, la crítica moral que nunca abandonará al escribir sobre la vida pública: esa mirada incorruptible ("Yo nunca ceno con políticos", me dijo en una ocasión, "porque temo que lleguen a caerme bien"), a la vez mesurada e implacable, con la cual desmenuzaba su entorno. 

Poco después, en abril de 1968, JEP volvía a criticar el autoritarismo, en este caso a la URSS que desbarataba las ambiciones libertarias de los jóvenes de Checoslovaquia y Polonia: "El gusto por el poder es un veneno que no conoce antídotos", escribió, para concluir, admonitoriamente: "Para oprobio de nuestro conformismo, y ante la apatía y despolitización mayoritarias, los estudiantes piden que se les dé mayor responsabilidad y comienzan a ejercerla pronunciando en voz alta los diversos nombres del malestar que otros callan."

En mayo, al calor de las revueltas en París, fue uno de los primeros en advertir de la posibilidad de un contagio en México. A partir de entonces, su columna "Calendario" se convirtió en uno de los más exhaustivos recuentos de los movimientos estudiantiles en el mundo. Y, una vez que su predicción se confirmase y los jóvenes comenzasen a manifestarse en México, JEP no dejaría de ser uno de sus observadores -y difusores- más agudos. Tras el 2 de octubre firmaría, al lado de Benítez y Monsiváis, una defensa de Octavio Paz tras la renuncia de éste a la embajada en la India. Y muy pronto seguiría sus pasos al publicar, el 30 de octubre, al lado de José Carlos Becerra, uno de los poemas que, junto con "México: Olimpiada de 1968", más claramente condenaron la masacre: "Lectura de los Cantares Mexicanos":

 

El llanto se extiende

                       gotean las lágrimas

allí en Tlatelolco.

(Porque ese día hicieron

una de las mayores crueldades

que sobre los desventurados mexicanos

se han hecho en esta tierra.)

 

El JEP que se atrevió a escribir esas líneas cuando la censura era atroz y las acusaciones contra los intelectuales como inspiradores del movimiento los convertían en blanco de serios ataques, es el mismo JEP que siguió escribiendo su columna -ahora titulada "Inventario"- semana tras semana;  el JEP que no dudó en secundar cada una de las causas de la izquierda democrática; y el JEP que, detrás de su inquieta bonhomía y su nostalgia de poeta, nunca dejó de ser ese joven rebelde, ese tranquilo guía cívico cuya voz, en estos tiempos en que a diario se silencian la inequidad y la injusticia, nos hará tanta falta.

 

Twitter: @jvolpi



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2 de febrero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La casa de la nostalgia

La casa que habita Fernando Vallejo en la ciudad de México desde hace cuatro décadas en nada recuerda a la idílica y endemoniada Casablanca en torno a la cual gira su novela más reciente. Ubicado en plena colonia Condesa, un apacible barrio de clase media hoy transformado en una atestada y ruidosa sucesión de restaurantes, bares y boutiques, el luminoso apartamento se abre a la arboleda de Ámsterdam, la excéntrica calle circular que aún guarda el antiguo trazo del hipódromo que alguna vez estuvo aquí. Presidido por un espléndido piano de cola, y con la presencia imperturbable de una hermosa perra de pelambre dorado, es una especie de remanso venido de otro tiempo, como si Vallejo hubiese sido capaz de conservar la paz que debió prevalecer en la zona cuando se instaló aquí a su llegada a México. Y, sin embargo, parece haber un nexo claro entre esta lugar y la Casablanca de Medellín: en ambos casos es la nostalgia, y la burda inutilidad de la nostalgia, el rasgo que predomina en una y otra. Porque, más allá de las rabiosas peroratas que el narrador despliega en sus páginas -marca de la casa-, Casablanca la Bella no sólo es una despiadada crónica de la banalidad que enfrenta cualquier proyecto humano, se trate de la inagotable remodelación de una finca o la escritura de una novela, sino una emotiva oda a la infancia y el tiempo perdidos. 

            "Sólo somos nuestros recuerdos", me dice Vallejo.

            "¿Y acaso el novelista tiene más herramientas para entender el pasado?", le pregunto.

"Los novelistas no tienen por qué entender", me rebate, "los novelistas tienen que hacer sentir".

"Toda novela es esencialmente una construcción mental", le digo, "pero en tu caso es más claro: parece que todo ocurre en la mente del narrador."

"Hace años resolví escribir siempre en primera persona. Siempre hay alguien que dice yo, y que no es un narrador omnisciente, que no está metido en la mente de otros personajes, que no sabe las historias o las biografías de los otros personajes. La novela en tercera persona no va para ningún lado, ya dio lo que tenía que dar. Balzac, Dickens, Dostoievski o Zolá no me dicen nada, no me llegan al corazón; me llega el que me habla desde el yo."

Y, de pronto, Vallejo ofrece un atisbo de su poética: "¿Cómo meter en un libro de 180 páginas toda la realidad? Meter toda la realidad es una locura, una empresa desmesurada, disparatada. Pero es que de eso es de lo que se trata: de hacer lo que no ha hecho la literatura hasta ahora, desde La Ilíada o La Odisea, desde el Ramayana y el Majábharata, meter la complejidad de la vida, la complejidad del hombre, la complejidad de la realidad, en una novela. Porque nunca el hombre tuvo un mundo tan complejo como el nuestro. ¿Cómo hacerlo? Yo no sé, yo tanteo en la oscuridad, doy palos de ciego; no sé, pero lo intento..."

"En esta novela parece que la voz unívoca del yo no te basta, y ese yo se desdobla en estas otras voces con las que dialogas."

"Primero escribí cinco libros autobiográficos, reunidos luego en El río del tiempo, pero después me di cuenta de que debía ir por otro lado. Por ejemplo, en La rambla paralela, que pasa en Barcelona durante una feria del libro en la que Colombia es el país invitado, aparece un personaje que habla de mí en tercera persona, y después otro que habla de él, como en una cajita china, metidos uno dentro de otro. Y luego de eso empecé a decir algo que desde hace muchos libros quiero decir: que yo ya me morí."

"En Casablanca la bella, el narrador incorpora nuevos nombres a su lista de fallecidos, como en un Libro de los Muertos."

"Es cierto, yo tengo una libreta en donde los anoto a todos. Hoy anoté a uno que me dijeron que acaba de morir anoche. Voy acercándome a los ochocientos."

"Y, además de los muertos, las voces de los animales."

"Yo quiero mucho a los animales, es el sentimiento más claro yo tengo en la vida, mi amor por ellos. Son nuestros prójimos; los defiendo y siento que, si la humanidad no los ve así, no tiene moral. Las ratas, en este libro mío, empezaron como una maldición en una casa que se derrumba, pero al final traían la luz desde las alcantarillas."

            "Y le otorgan a tu novela un carácter de fábula, como en Fedro."

"Pero los animales hablan desde siempre, ¡igual que los muertos!"    

"Y son los animales más despreciados por el ser humano quienes te permiten ver la inutilidad del proyecto."

"La casa es el proyecto de todo ser humano", reflexiona. "Tú puedes querer que el proyecto de tu vida sea hacer una casa muy bonita, ¿no es cierto?, o ser el presidente de México o el presidente de Colombia o el Papa del catolicismo. Tú armas el proyecto que sea, y todos los proyectos están condenados al mismo fracaso, a desaparecer con la muerte, a que se los lleve el viento, a ser borrados; son todos tan inútiles como la casa de Casablanca, la bella, que va hacia el derrumbe, a que se la lleve el viento y el olvido."

"Y, para destruir toda esperanza, te vales de recursos retóricos como la oratoria sagrada", apunto.

"Es que la mejor forma de destruir la religión es con un sermón", dice Vallejo con una sonrisa, sabiendo que se acerca a uno de los temas que más lo apasionan: la crítica de la Iglesia. "La religión la destruimos con un sermón, pero conociéndola desde dentro. Hay enemigos que, si uno no los conoce desde dentro, no los puede destruir. Y yo a la Iglesia la conozco desde dentro, y digo que es mi enemigo porque quiero a los animales y ella es la principal causante en Occidente de que sean vilipendiados y despreciados y atormentados y asesinados. Mis dos grandes temas son mi amor por los animales y mi odio por la Iglesia. La Iglesia es infame; los animales son inocentes; la Iglesia es malvada y perversa, como los políticos."

 "En la novela predomina la nostalgia hacia un Medellín que ya no existe."

"Es el Medellín de la infancia ligado a la Iglesia, y a la entronización del Corazón de Jesús en la casa, que es hacia dónde va el libro. El personaje detesta a la Iglesia, pero entroniza el Corazón de Jesús en su casa."

"Y, ¿existe esa casa en Medellín?"

"Sí, la hice y fue un éxito: quedó perfecta porque me la hizo mi hermano Carlos, que es un hombre muy práctico que está en el mundo de la realidad mientras yo estoy en el mundo de la ficción y del ensueño y de las ilusiones y de lo vaporoso. A mí no me importaba la casa, pero me dio un libro que no había podido escribir."

"Me parece que la novela conserva cierto optimismo", insisto.

"Optimismo no, porque al optimismo lo destruye la razón. Todos vemos que vamos hacia una guerra nuclear, que esto es un desastre, que esto es la mentira, que esto es un mundo en manos de impostores y de charlatanes. Pero si algo me genera un poco de felicidad, es todo lo que importa. He tenido momentos de felicidad, y a lo mejor más que la mayoría, porque tuve muchos en la infancia, cuando en general la infancia es miserable. La mía fue alegre dentro de lo que cabe; ya después la retraté como un infierno por lo que tenía de infierno, pero también tenía algo de paraíso que se fue; se quedó atrás, se quedó atrás mi juventud, se quedó atrás el país de mi juventud, el país de mi niñez, la ciudad de mi niñez, la ciudad de mi juventud, este México mismo que yo conocí cuando llegué ya se quedó tan atrás, está tan lejano."

Casablanca: la casa que el narrador admiraba, y acaso envidiaba, desde la ventana de Casaloca, la casa de sus padres. La casa que quiso comprar y remodelar como si fuera posible remodelar el tiempo para volver a la infancia. Al decirlo, Vallejo permanece inmóvil, sereno, casi sonriente en su otra casa, su casa de la Condesa: "Llegué a México hace cuarenta y dos años, y llevo casi todos en esta misma casa, en este mismo departamento."

La casa de la nostalgia.

 

Publicado en "Babelia" de El País, 1 de febrero, 2014



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2 de febrero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Singularidades

Una leyenda herodotea narra que el faraón Psamético se preguntó cuál era el lenguaje más antiguo del mundo y él mismo concluyó que el frigio era anterior a todos, porque un niño, al que nunca se había hablado, emitió espontáneamente un sonido semejante a “bekos”, que en frigio significaba “pan”. 
Aparte del antecedente de Rousseau y Chomsky que parece latir en semejante indagación, quizá valga la pena preguntarse por qué tenía el faraón ese miramiento y consideración por la lengua frigia.
El egipcio, la lengua del faraón, tenía escritura propia. El asirio, lengua del imperio más poderoso, tenía escritura propia. Y el griego, la lengua de los inquietos viajeros y comerciantes a los que el faraón permitió fundar Naucratis en el delta, tenía escritura propia. El frigio, en cambio, no tenía escritura propia, pero adoptó el alfabeto griego. 
El rey de Frigia, como el faraón Psamético, fue simpatizante de los griegos, se alió con ellos contra los asirios, envió presentes a sus dioses, acogió a sus poetas y favoreció la fundación de sus colonias. No por azar, la Cipríada y la Ilíada “suceden” en Frigia.
El faraón Psamético se sabía cómplice y continuador del rey de Frigia: sin el trigo egipcio, Mileto no habría resistido frente a Lidia, y tampoco habrían existido el foco intelectual jonio, ni el alejandrino.
De las singularidades, más allá de los autores, que han sido necesarias para que haya esta literatura y no otra, o ninguna, la primera sería el milagro griego, que imprimió carácter a la literatura y el pensamiento conocidos hoy, y se debió al patrocinio de dos soberanos bárbaros.
También fueron importantes las minúsculas latinas inventadas en la corte carolingia. Esa novedad trajo la redacción de corrido y facilitó la mecánica escribidora, aquel muñequeo aplicado que conocimos antes del teclado. Sin la escritura ligada, la literatura habría sido otra.
  Y qué diremos de la ley. El grabador Hogarth impulsó y consiguió la aprobación de una ley que vinculaba a las copias con el autor, cosa que hasta entonces se pasaba por alto, porque las copias eran cosa del editor. Esa ley hizo que se redactaran los primeros contratos modernos entre autor y editor. El modelo no tardó en aplicarse al libro. Desde Licurgo, que prohibió a los actores escribir morcillas en los textos originales e inventó el depósito legal, nadie hizo tanto como Hogarth por la legislación literaria.
Ahora, yendo al origen mismo de la literatura, es preciso recordar que el hígado era la primera víscera y principal en todas las culturas. Luego, a lo largo del siglo XVI, se empezó a hablar del cerebro, al principio lo hacían solo algunos médicos visionarios. Desde entonces, la literatura es una producción del hígado que se finge cerebral.


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1 de febrero de 2014
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El Boomeran(g)
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