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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Moda revolucionaria

A todos nos cuesta tomar conciencia del desplazamiento de poder que se ha producido en el mundo. Le cuesta a Obama, que en 2012 declaró el pivote asiático como su prioridad en política exterior y hasta esta semana misma no dedicará una semana entera a cultivar las relaciones con sus socios del inmenso continente. Y nos cuesta a todos, principalmente a los europeos, cada vez más metidos en los aprietos de nuestras habitaciones interiores y menos concentrados en organizarnos, ya no para un futuro incierto, sino sobre todo para este presente tan delicuescente. Un buen ejemplo del laberinto en el que andamos perdidos lo ofrece la socialdemocracia, condenada una y otra vez en cuanto gobierna a la adopción de políticas ajenas, Tony Blair las de Margaret Thatcher, Manuel Valls ahora las de Angela Merkel. Su tragedia de fondo es que se ha quedado sin el sujeto histórico que le había dado sentido y fuerza. La clase obrera ha desaparecido. O mejor, se ha ido. Está en Asia, garantizando con sus bajos costes salariales el desproporcionado aumento de la riqueza de los últimos treinta años que proporciona la masiva deslocalización manufacturera. No es el único factor que ha contribuido al exagerado incremento del patrimonio de los más ricos, tan bien descrito por El capital en el siglo XXI, el libro de moda sobre la desigualdad del francés Thomas Piketty. La tecnología, la desregulación y la apertura de mercados son factores entrelazados a tener en cuenta. Lo están en la industria de la confección, que obliga a procesos de fabricación fulgurantes en respuesta a un negocio organizado a partir de una frenética rotación de la oferta, cada vez más adaptada a la demanda exacta de un consumo compulsivo. Los socialistas están en Europa, pero los obreros en huelga están en China. Ahora mismo 30.000 de ellos en las factorías de Adidas y Nike en las provincias de Jingxi y Guangdong protagonizan la mayor protesta de la que existe memoria viva, en exigencia de mejoras salariales e indemnizaciones en caso de despido. Quienes les emplean ya están llevándose los encargos hacia el sur, a Blangladesh, donde es posible alcanzar costes de producción todavía más bajos, gracias no tan solo a las ínfimas retribuciones, las más bajas del mundo, si no a las pésimas condiciones de trabajo, salubridad e incluso seguridad física. Hace un año se hundió en Dacca el Rana Plaza, un edificio agrietado y fuera de toda norma legal que producía para las multinacionales de la moda. Perdieron la vida 1.139 personas y otras 2.300 quedaron mutiladas o heridas. Solo una tercera parte de las indemnizaciones han llegado a las víctimas. Un grupo de ong's ha convocado para hoy una jornada de protesta en conmemoración de la mayor catástrofe de la historia del textil y a la vez cruel expresión de los males del capitalismo globalizado. Es el día de la Fashion Revolution, la moda revolucionaria. Las fábricas están en Asia, junto al pivote del mundo, pero la partida se juega en el escenario global, aunque a veces no queramos enterarnos.



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24 de abril de 2014
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Asuntos metafísicos 46: la causa y el tiempo

El futuro del otro.

En el uso convencional del término, causa se vincula a tiempo y concretamente a precedencia en el tiempo. Obviamente esta última no basta para hablar de causa pero sí se presenta  como condición, no pareciendo concebible que el efecto pueda preceder a la causa y ni siquiera ser simultáneo  a la misma. Cuando además de tenerlo como antecesor, el acontecimiento B se halla intrínsecamente vinculado con el acontecimiento A, se considera que B es un efecto de A.  De tal manera que, cabe decir,  B es el futuro  de otro, de hecho el futuro del correlacionado, el futuro de A. Futuro sin duda frustrado cuando por alguna razón B no llega a hacerse efectivo.

Repulsa y atracción de la idea de inversión del orden causa-efecto.

La idea de una intervención sobre el pasado (que trasluce tras el tema de Luis Molina  evocado en la columna anterior) no  dejó nunca de estar presente, al menos como fantasma. Prueba de ello son los esfuerzos mismos de los grandes del pensamiento filosófico para no darle entrada. Si en Kant la posibilidad  queda excluida por la estructura misma del tiempo absoluto, al que sería inherente  la nota  de irreversibilidad, también Hume (contrapunto explícito de Kant  en la Crítica de la Razón Pura) da por sentado que la precedencia de la causa sobre el efecto es un principio rector del funcionamiento de nuestro espíritu. No será la teoría de la relatividad restringida la que aporte novedad, y las tentativas de algún filósofo del siglo XX  por argumentar en sentido contrario, han sido siempre puntualmente rebatidas. La auténtica novedad  vendría una vez más de la filosofía natural que está en acto surgiendo de la física contemporánea,[1] y en parte de las discusiones en relación al teorema de Bell y a experimentos como los de Alain Aspect o  Anton Zeilinger que aquí se han venido sintetizando.  La idea de que el pasado no es libre de ser perturbado por el presente está, en concreto, vinculada a algunas de las hipótesis barajadas  para dar salida al problema  filosófico que supone la constatación de influencia entre  partículas no explicable en el marco de los postulados ontológicos hasta ahora  invariantes, es decir, comunes a las múltiples concepciones del orden natural, por opuestas e incluso contradictorias que puedan ser entre sí.


[1]     Aprovecho para recordar que sigue siendo muy util la división por Hume de la filosofía en filosofía natural y filosofía de la naturaleza humana, aunque ciertamente el conenido interno a cada división no coincidiría hoy con el de Hume. Concretamente un  Tratado de la naturaleza humana debería dar tanto peso al problema de lo que designamos por "estética"  como al problema de la moral, es decir al temario de las kantianas Crítica de la Razón Práctica y Crítica de la Facultad de Juzgar.

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24 de abril de 2014
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El gran viaje argentino de Martín Caparrós

 Ambicioso, caudaloso, delicioso. Así es El Interior, un relato de viaje del cronista y novelista argentino Martín Caparrós por la mitad norte de su país. Ahora lo publica la exquisita Editorial Malpaso en su colección Lo Real, dirigida por Jorge Carrión (autor también del prólogo). Es mi recomendación de hoy para la fiesta barcelonesa del libro, Sant Jordi.  

 “¿Es la Biblia?”, me preguntó el mesero de la cafetería donde suelo refugiarme a leer. Miré con extrañeza el libro que tenía en las manos. Y sí: parecía una biblia. Sus 687 páginas, con el borde color ladrillo, estaban enmarcadas en una tapa dura, seria, negra. Desde ese momento empecé a leer El Interior de otra manera. Y empecé a ver más similitudes con un texto sagrado.

No es que Martín Caparrós sea muy religioso. Pintó el mundo de las creencias con aguda percepción y mucha ironía en uno de sus grandes libros de viajes: Dios Mío, una pintura descarnada de la religiosidad en la India. Así son la mayoría de sus libros de viajes, ya clásicos del periodismo literario en español: recorridos por lugares lejanos, encuentros con culturas extrañas y gentes que su mirada y sus preguntas hace fascinantes. Así son Larga distancia, La guerra moderna, Una luna.

El Interior es otra cosa. Después de viajar por tanto mundo, Caparrós se puso al volante de un coche llamado Erre y recorrió los caminos de su patria. En Rosario se enfrascó en una discusión con el gran humorista Roberto Fontanarrosa sobre qué es ser del interior; en Tucumán descendió a los abismos hilarantes de la corrupción de la mano de los mellizos Orellana; en Jujuy se asombró con los delirios indigenistas del profesor Toqo; en Córdoba se topó con los inmigrantes alemanes que construyeron una Baviera del sur. En todos lados, con campo, cielo, desierto, pueblos y ciudades (a los pueblos se llega; a las ciudades se entra, dice Caparrós). Y con las preguntas sobre el aroma y la identidad de su extraño país, tierra de mezcla, de frontera, de aluvión.

Así, el viaje a El Interior es un viaje con mayúsculas, que dice mucho sobre Argentina pero también sirve para entender cualquier periplo profundo. La lengua, en manos de Caparrós, es siempre una fiesta. De la crónica surge en cualquier momento el diálogo alucinante, la descripción feliz, la idea fructífera. Como lo verde en la Pampa, de la prosa de este autor (que en ocasiones se despliega en versos libres y en otras se desparrama en prosa lírica) hace crecer metáforas, comparaciones, reflexiones insospechadas. El largo viaje por El Interior hace que no queramos bajarnos de Erre: viajando con Caparrós uno siempre se siente más divertido y más inteligente.

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23 de abril de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El más raro de los nuestros

No podrá encontrarse en el ámbito de las letras españolas un escritor
semejante a Cristóbal Serra. Algunos hay con su imaginación,
ingenio y agudeza, pero ninguno que pueda compararse con él. La
singularidad de su obra creativa lo convierte en un ejemplar único y
destinado a una soledad no por ello gratificante.
Es en este apartamiento en donde Cristóbal Serra ha hecho de la fábula, la parábola y el
aforismo la posibilidad de un género que no sabemos nombrar.

Que Serra haya permanecido recluido en el circuito de los raros
literarios se debe no tanto a la austeridad ermitaña que glosó Octavio
Paz en aquél temprano encuentro con el poeta mexicano, sino a
la dificultad que la crítica y los profesores han tenido en catalogar una
obra escurridiza. La aversión de Cristóbal por la novela, género al que con
cierta coquetería calificaba de totalitario, provenía de la secreta inquina que
le inspiraba lo mastodóntico de las obras "mayores". El entusiasmo que despierta la
narrativa popular resultó para Serra tan incómodo como el consenso con que los intelectuales sacramentan el género novelístico.

Serra, el más raro de nuestras letras, se avenía mal con las promesas de la fama.
Se encontraba a gusto en la soledad de una vida ajena a los fastos y a las intrigas y se
dedicó a escribir sin hacer escuela. Pero esta arisca disposición de ánimo
no fue tanto el fruto de su carácter como la fatalidad de una época amarga.

La rama literaria que con más entusiasmo habría acogido a Serra en su seno es la de los
antimodernos franceses, con su estimado Léon Bloy a la cabeza.
Pero ¿cómo ser antimoderno en la España de la posguerra?
Para poner en solfa a la Ilustración hace falta vivir rodeado de maestros
republicanos; para repudiar al Estado luterano de los prusianos hace falta
vivir acosado por profesores grandilocuentes y arrogantes como Hegel.
A Serra le tocó en suerte, en su aldea natal, idílica en las postales y feroz en la vida cotidiana, contemplar la siniestra fanfarria de los fusilamientos, la
gravedad indocta de los camaradas locales y la pomposidad de las procesiones. En este
ambiente, una obra de contestación que ponga en solfa los
valores del modernismo (en su triple acepción política, literaria y teológica)
no es algo que parezca urgente. De ahí la sutileza del estilo adoptado
por Serra para hacer de la fábula, de la parábola y del aforismo un género adaptado al
escapismo social, la intuición mística y el simbolismo de la tradición mistérica.
En otro tiempo, en otro lugar, Serra habría manejado con más soltura el verbo airado de
Bloy, la sátira doliente de Swift y los atrevimientos visionarios de Brentano, y sólo por ello
habría provocado polémicas formidables. A cambio, acarreó la extrañeza
que causaba su obra y es con ella que forjó su dolida y melancólica evocación literaria.
Disimulando su inteligencia y deslizándose bajo las sutilísimas elipses de su amable y despiadado sentido del humor.



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23 de abril de 2014
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Amor oceánico

Cuando ya estábamos acostumbrados a combinar horarios, tolerar rutinas y repartir enojosas responsabilidades domésticas, la deslocalización de las parejas -que tan bien analizaba Cristina Sen el pasado lunes en La Vanguardia- nos obliga a un replanteamiento de la vida a cuatro manos. Un cuarto de españoles más que el año pasado emigra. Y en el 2013, más de 300.000 jóvenes han convertido el fango hispano del desempleo en una nómina chilena o saudí. Trabajar en el extranjero provisionalmente o vivir a caballo de dos continentes define el paradigma de la maltrecha Europa acuciada a vitaminarse con la energía de los emergentes. El exilio ya no fija el ancla, sino que flexibiliza los amarres. Familias que no se mudan enteras, como antaño cuando la mujer siempre seguía al hombre, conforman una tipología de expatriados que conjugarán realidad y virtualidad. “¿Y cómo lo hacéis?”, te preguntan a menudo quienes quieren indagar acerca de una relación a distancia. Los unos se llevan las manos a la cabeza porque creen que la distancia geográfica es sinónimo de tortura, mientras que los otros, por el contrario, aplauden dicha modalidad como una fórmula idónea para mantener la ilusión del amor. “La usura del tiempo de la convivencia castiga al eros”, señalaba el lunes en Madrid el actor José Luis Gómez en la presentación del libro Razón portería (Galaxia Gutenberg): deliciosos microensayos de Javier Gomà que analizan la emoción poética de la vida para “el más común de los mortales”. Gómez leyó “Viejo amor”, un texto que debería trabajarse en los institutos. Porque la soledad de las parejas -enorme título de Dorothy Parker- ha dejado tras de sí una sangrante resaca de afectos desgastados. La idea de que un cónyuge debe servir para todo, como la Thermomix, ha quedado obsoleta. “El amor va de más a menos, mientras que la amistad va de menos a más. Un viejo amigo es el mejor amigo. Pero ¿y un viejo amor? El emparejamiento duradero es una gran prueba para el ser humano”, razonaba el filósofo Gomà. La platónica sombra del alma gemela amortigua la incompletud humana avivando la neurosis del enamorado. Hasta que las coincidencias menguan y las diferencias se acentúan. De hacerlo todo juntos, el primer mandato de los enamorados, a administrarse en cautelosas dosis homeopáticas, transita el recorrido de una pareja que desafía los 15 años de duración media -menos que la de un colchón- de los matrimonios. La receta de Gomà: eros y filia, deseo y admiración, “poner el amor en una persona digna de tu filia, de tu amistad”. Visto así, expatriarse temporalmente ya no sólo es favorable para el bolsillo, sino también para mantener la llama del amor-pasión. O al menos para cambiar el colchón sin cambiar de pareja. (La Vanguardia)

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23 de abril de 2014
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Un clásico en las barberías

Gabriel  García Márquez es un clásico que no tardó en entrar en las barberías, en las galleras y en los billares, sitios donde se suele consagrar la literatura mejor que en los recintos de las academias y en las aulas de las universidades. Desde que apareció Cien años de soledad, y su fama se extendió por América Latina como un reguero de pólvora encendido en alegres chisporroteos, más de algún barbero, mientras triscaba con las tijeras encima de la cabeza del cliente, hablaba de los médicos invisibles que también lo habían operado con éxito a él mismo, dando entera razón al novelista; lo mismo que al rodear la mesa de carambola en busca del mejor tiro, el jugador diestro recordaba a Mauricio Babilonia entrando al cine de la esquina seguido por el enjambre de mariposas amarillas; y los galleros que casaban las apuestas en los palenques encendidos de gritos, se regodeaban en el recuerdo de las parrandas ruidosas y las comilonas desaforadas en casa de Petra Cotes, donde habían amanecido no pocas veces en compañía de Aureliano Segundo; y quién no había visto en los pueblos abrasados por la resolana, a Remedios la Bella subir a los cielos llevándose consigo las sábanas del tendedero.

Esta magia de la literatura que hace al lector compartir el mundo de mentiras de una novela como si viviera en ella, y como si todo lo que se le cuenta lo hubiera experimentado ya en su propia vida, es la que ilumina la escritura de ficciones de García Márquez.

Y al mismo tiempo, al escribir como cronista, cuenta las historias reales como si fueran novelas, bajo el mismo artificio literario de la neutralidad: impertérrito frente a los hechos más desaforados, aquellos que la realidad saca de madre y que no necesitan de exageración alguna, tal como en Relato de un náufrago, la historia del tripulante de un barco de la marina de guerra de Colombia que cayó al agua y se pasó diez días en altar mar, sin agua ni alimentos. Es la misma manera en que relata Bernal Diaz del Castillo los hechos de la conquista de México, en una magistral crónica que escribió para oponerla a la de López de Gómara, que nunca estuvo en el teatro de los acontecimientos, sino que los reconstruía desde lejos, en sus cómodos aposentos de Valladolid.

En García Márquez conviven el cronista de hechos y el narrador de mentiras, y es la misma mano la que escribe en ambas instancias, que pueden parecer hermanas siamesas pero entran en disputa, nada menos que la disputa por separar la verdad de la mentira, mientras tanto esa mano busca mantener a raya la tentación de adornar y trastocar a mejor conveniencia literaria las verdades cuando escribe el periodista. En Bernal no existe sombra de imaginación que lo aturda, y quiere ser fiel a los hechos que recuerda, tal como los recuerda. Es sólo un soldado convertido en cronista por la fuerza de la necesidad.

Su procedimiento es alejarse de la mentira para parecer real, y no un impostor como juzga a López de Gómara: "y aquí dice el cronista Gómara en su historia que, por venir el río tinto en sangre, los nuestros pasaron sed, por culpa de la sangre", se burla. El procedimiento de construir la realidad, no admite de exageraciones gratuitas o de imposiciones mentirosas.

Para parecer real, la realidad tiene que copiarse a sí misma.

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23 de abril de 2014
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