Los periodistas sueñan con llegar primeros. Los cronistas sueñan con llegar últimos.
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Los periodistas sueñan con llegar primeros. Los cronistas sueñan con llegar últimos.
Lima se ha convertido en la capítal de la literatura iberoamericana por unos días. Desde el lunes,...
El antiguo director del Times Literary Supplement, Jeremy Treglown, responde en una carta al director de El País (18.3.14) a lo que yo escribí sobre su libro ‘Franco´s Crypt' en un artículo de opinión del citado periódico (que el seguidor de El Boomeran puede consultar, si lo desea, en este mismo blog, donde lo reproduje con fecha del 18.2.14). La carta es templada, aunque no exenta de truco. De ninguna manera podrá el lector de mi artículo ver en él "falsas impresiones" como las que el ensayista inglés cree detectar. Su libro, un híbrido carente de dirección y de verdadera substancia, tiene graves omisiones, desde luego, pero también "errores", como el periódico, en un ladillo editorial de cosecha propia, subtitulaba, para contrariedad de Treglown. Los errores, en un libro lleno de hipótesis como ‘Franco´s Crypt', no sólo pueden ser factuales; hay errores de juicio, y esta obra de Jeremy Treglown incurre en ellos con frecuencia.
Al margen de uno de los más llamativos, su comparación peregrina de ‘La familia de Pascual Duarte' de Camilo José Cela con la obra de Samuel Beckett y Jean Genet, que Treglown trata de substanciar en su respuesta a mi artículo sin datos fehacientes, el autor de ‘La cripta de Franco' introduce una falacia no patética, sino más bien cómica, para justificar lo que sin duda constituye el defecto esencial (y contaminante) de su argumentación, la ausencia casi total de los poetas del siglo XX en su panorama de la cultura española de guerra y posguerra. La falacia consiste en pretender que si los eliminó fue para no traicionarles, ya que "la poesía, según la famosa definición de Robert Frost, es lo que se pierde al traducir". La frase de Frost es, por supuesto, un ‘boutade' sin mucha gracia, que asombra que un estudioso utilice como base de un libro como éste. Según tal argumento, no podrían existir en ninguna lengua antologías traducidas de los grandes poetas, bajo de riesgo de alta traición. El número de obras que prueban lo contrario es considerable, y uno imagina que Treglown las conoce. Todo parece indicar que le resultaba más cómodo prescindir del riquísimo y complejo núcleo que en el pensamiento cultural español del pasado siglo supuso la poesía, prefiriendo la anecdótica de alguna serie televisiva de éxito y algún lugar común lorquiano o almodovariano.
Tras el recordatorio de un aspecto relativo a la polarización de fotones en la última columna, estamos ya en disposición de enfrentarnos a uno de esos momentos singulares en los que el vínculo entre un protocolo matemático y la solución de algo que presenta de entrada una dificultad meramente técnica viene a constituirse en variable fundamental a la hora de determinar aquello de que se ocupan los físicos, es decir en variante de peso para la metafísica. Me estoy refiriendo al tantas veces evocado lazo entre el teorema de Bell y el experimento de Aspect mediante el cual se cuestiona la localidad como principio regulador del orden natural. Seguimos pues con la polarización de fotones pero antes una precisión y una referencia historicista:
No "efecto mariposa".
En el uso convencional y no científico de la expresión, se identifica el efecto mariposa a las consecuencias mayores que puede generar una pequeña perturbación que acontece a gran distancia. Por interesante que este fenómeno sea nada tiene que ver con el fenómeno cuántico de la no localidad. Recuérdese que si el intervalo temporal que separa dos acontecimientos no es suficiente para que la luz cubra la distancia espacial que se da entre ellos entonces dichos acontecimientos son dichos tener separación espacial, de lo cual es un caso particular el de los acontecimientos que son simultáneos. Pues bien: es en este terreno de acontecimientos espacialmente separados que hay que buscar la no localidad, efectos de correlación o anticorrelación que no se explican por mediaciones de contigüidad. Nada pues que ver con la influencia que pueda llegar a tener en la lejanía el movimiento alado de una mariposa.
Arqueología del principio de contigüidad. La convicción de Einstein de la localidad, de la imposibilidad de mantener la racionalidad de las ideas de la física sin aceptar la subsistencia independiente de una entidad al menos que un lazo de contigüidad la vincule a otras entidades, tiene raíces tan antiguas como la convicción aristotélica del tópos, concebido como lazo de contigüidad envolvente entre entidades, lo que hace que en el mundo cabalmente físico no quepa el vacío ni la acción a distancia.
En un texto de la Física en el que responde a la pregunta relativa a qué distingue al matemático del físico, Aristóteles nos dice que el matemático especula con volúmenes, con superficies y con líneas que son indisociables del conjunto unificado de elementos de la definición que constituye la ousía y que, sin embargo, el matemático considera como si funcionaran por sí mismos. Pero al volumen se añade algo importantísimo: toda entidad tiene lugar, pues, al igual que en la mecánica clásica a la cantidad de movimientos se añade forzosamente la posición, para Aristóteles el lugar se añade, como trascendental de la objetividad, a la polaridad movimiento-reposo. Pero, ¿qué es el lugar? Aristóteles responde a esta pregunta considerando previamente tres conceptos fundamentales, que el pensador extrae de un análisis del lenguaje ordinario: Dos cosas son consecutivas si no existe entre ellas ninguna entidad de la especie de la primera o de la segunda. Dos cosas son contiguas si, además de ser consecutivas, están en contacto. De la contigüidad se pasa a la continuidad si esas dos cosas constituyen una sola, es decir, si la frontera que las separa es, de hecho, una mera separación de partes. En otras palabras: cuando la superficie de contacto no es más que una, la relación es de continuidad.
Teniendo en cuenta esto, se puede dar la definición aristotélica de tópos: el lugar de algo es la superficie del cuerpo que lo envuelve, es decir: el lugar es la superficie de aquello que está en relación de contacto con la propia superficie.
La reflexión sobre la physis se ha efectuado en base a la postulación - implícita o explícita- de este principio de contigüidad, que excluye entre otras cosas la idea de una acción a distancia. Es reivindicando a Aristóteles que se ha podido llegar a decir que una teoría no local no puede siquiera ser considerada científica strictu sensu, que sólo localmente cabe conocer y actuar. Y Einstein cuenta entre los pensadores a incluir en esta reivindicación. Volvamos ahora a los asuntos de polarización.
Fotón marcado por el comportamiento del otro.
Cuando átomos de calcio en estado de vapor son sometidos a determinada radiación láser, se percibe una fluorescencia. Esto se debe a que, tras un primer momento de excitación o incremento de energía, provocada por el láser, que aleja del núcleo a los electrones de cada átomo, estos retornan a su estado básico, pues el suplemento de energía adquirido se traduce en emisión de fotones, dos por cada átomo, que se separan en opuesta dirección.
Supongamos que el fotón de la derecha es en su desplazamiento sometido a la acción filtrante de un polarizador. Sea cual sea la dirección en la que se ha dispuesto el polarizador, tenemos cincuenta por ciento de probabilidades de que pase, de tal manera que si repetimos el procedimiento para un gran número de fotones emitidos, constataremos que la mitad acaba por pasar (en conformidad a lo antes dicho sobre el comportamiento de un haz de luz aun no polarizada )
El hecho de que la (comprobada experimentalmente ) probabilidad 1/2 de que un fotón pase o no pase, sea indiferente a la dirección del polarizador indica que, antes de ser sometido a la acción de este, el fotón no tenía una polarización bien determinada. En efecto: supongamos que la tenía coincidente con un determinado eje z, entonces si el polarizador tuviera también dirección z pasaría con total certeza, y si estuviera dispuesto en una dirección ortogonal a z, con la misma certeza no pasaría. Así pues el polarizador no constituye un simple medidor de propiedad objetiva sino de alguna manera un forjador de propiedades. Cabe decir que, antes de ser sometido al filtro, el fotón tenía una potencia de polarización que sólo por la acción efectiva del filtro se actualiza, (apreciación sin embargo que será matizada algo más adelante)
En cualquier caso, si tras haber dispuesto el polarizador en una determinada dirección, z por ejemplo, constatamos que efectivamente el fotón ha pasado, entonces podemos afirmar sin duda alguna que ahora sí tiene una polarización bien determinada, coincidente con la del eje del polarizador. Armados con tal conocimiento dirijamos la mirada al fotón de la izquierda. Pongamos el polarizador en la dirección z. El hecho de haber medido lo que acontece a la derecha no tiene porque influir en lo que acontece a la izquierda, así que a priori la probabilidad de de que el fotón pase es de cincuenta por ciento. Supongamos que efectivamente pasa y que, tras constatarlo, repetimos exactamente el experimento con otras parejas de fotones, siempre con los polarizadores dispuestos en la dirección z. Pues bien. Ocurre lo siguiente: cada vez que el fotón de la derecha pase, el de la izquierda pasa también, y si el primero no pasa (es absorbido) el segundo tampoco lo hará. Sorprendidos ante esta reiterada constatación, introduciremos un cambio consistente en mantener el polarizador de la derecha en la dirección z pero el de la izquierda en una dirección perpendicular a z. Pues bien, experimentando con gran cantidad de parejas de fotones constatamos que en estas condiciones ocurre lo siguiente:
Cada vez que el fotón de la derecha pasa, el de la izquierda no pasa; cada vez que el fotón de la derecha no pasa, el fotón de la izquierda sí pasa, es decir, surge del experimento con una polarización ortogonal a z. Dada la correlación, ello podría hacer pensar que de hecho el fotón de la derecha tenía ya antes de encontrar el filtro una polarización objetiva perpendicular a z, razón por la cual (al ponerle un polarizador z) no ha pasado. Mas hay una segunda interpretación que tiene muchas cartas a favor, a saber:
Cada fotón considerado en sí mismo carecería efectivamente de una polarización bien definida (y por eso considerado individualmente tanto puede pasar como no pasar, sea cual sea la dirección del polarizador), sin embargo la pareja que ambos forman sí tendría una polarización compartida. Complemento de la explicación es que incluso el hecho de no pasar pone de relieve en el fotón de la derecha su polarización por así decirlo frustrada que, al cambiar la dirección, sí se actualiza a la izquierda.
En fin, cabe aun otra hipótesis, quizás la primera que puede pasar por la cabeza, a saber que los fotones no están de verdad sometidos a la condición de localidad y que alguna fuerza, no misteriosa sino simplemente oculta a nuestra observación, alguna fuerza electromagnética o incluso gravitatoria está operando y modificando los resultados que se darían si hubiera efectivamente un comportamiento puramente local. En cualquier caso, para posicionarse ante esta hipótesis, digamos conservadora, útil sería lo siguiente:
a) Mostrar con rigor los resultados a los que habría de responder un comportamiento de indiscutible localidad. b) Determinar si las previsiones teóricas de la mecánica cuántica relativas a la polarización de fotones como los considerados... respetan o no estos resultados. c)Asegurarse al máximo de que ninguna variable física conocida perturba el experimento abriendo la posibilidad de que la no localidad se debe simplemente a que hay una influencia exterior convencional. d) Comprobar si en tal situación de pureza, los niveles de correlación o anti-correlación empíricamente constatados en el comportamiento de las parejas de fotones responden o no a las garantizadas condiciones de localidad o ausencia de influencia clásica.
Todo ello ciertamente más fácil de decir que de hace. La tarea teórica (puntos a y b) fue emprendida por el físico John Bell y sintetizada en el teorema que lleva su nombre, que desde hace medio siglo ha dado pie a una enorme masa de escritos y controversias. La tarea práctica fue emprendida por el físico Alain Aspect y colaboradores hace más de treinta años con un impactante resultado obtenido en 1982 que, por primera vez, vino a dar una cobertura experimental a lo que de otra forma podría haber permanecido en el registro, fascinante pero limitado, de las conjeturas muy probables.
Ha llegado a Argentina La casa de hojas de Mark Z. Danielewski (editado por Pálido fuego y Alpha...
Esta mañana aterricé en el Aeropuerto Madrid-Barajas. Venía de Guatemala, de impartir y compartir un taller intenso y fascinante sobre memoria histórica de las masacres de una dictadura atroz. Unas horas más tarde, salía hacia Barcelona, pero por decisión urgente del gobierno español, el aeropuerto ya tenía otro nombre: Adolfo Suárez. Todos los diarios del aeropuerto y todas las cámaras de televisión tenían la mirada intensa del recién fallecido primer presidente de la democracia española. Las fotos de Suárez son impactantes: parece que nos está mirando a cada uno de nosotros.
En el vuelo me acordé de un libro que me hizo pensar de nuevo, de forma novedosa, que no me deja pensar como antes, en la figura del hombre a quien hoy todos rinden honores. Es Anatomía de un instante, de Javier Cercas. Hace tres años, cuando revisé y amplié mi libro Periodismo narrativo para Publicaciones de la Universidad de Barcelona (antes había salido en Chile, el mes que viene saldrá en Costa Rica), le agregué una presentación y análisis de dos grandes de estas tierras: Josep Pla y Javier Cercas.
Y de Cercas, dediqué estas líneas a hablar de ese libro excepcional, Anatomía de un instante, y de su héroe insólito, el joven falangista simpático devenido en fundador de la Transición española. En el día de su funeral, quería compartir estas páginas de mi libro. España y su historia reciente son algo distinto para mí desde que conocí a este hombre que hoy está en la memoria de todos, y que murió con Alzheimer, sin acordarse de todo lo que hizo, y de todo lo que le hicieron.
* * *
Los españoles de cierta edad recuerdan haber visto en blanco y negro algunos segundos de la escena del asalto al Congreso de los Diputados por una tropa de guardias civiles al mando del teniente coronel Tejero, la tarde del 23 de febrero de 1981.
Tejero manda a los diputados a tirarse al suelo y disparan al techo con sus fusiles. En un paneo de la cámara de Televisión Española que siguió grabando la escena por más de media hora, se ve que los escaños quedan vacíos, con manos o calvas asomando medrosas por detrás las sillas de adelante.
Todos menos tres: hay tres diputados que no se agachan. Que desafían a los golpistas, y que se enfrentan a un probable ajusticiamiento. El primero es el presidente del gobierno Adolfo Suárez, un joven ‘chisgarabís’ (palabra que Cercas usa una y otra vez para describir al pícaro arribista). Suárez había subido y subido, desde un puesto como ‘gallito de provincias’ en el movimiento falangista de su Ávila natal, hasta convertirse en el último secretario general del movimiento, luego director de Televisión Española, amigo y aliado del joven rey Juan Carlos, y sorprendentemente en presidente del último gobierno antes de la constitución, nombrado por el nuevo rey.
Y que, más sorprendentemente aún, se había presentado a las elecciones de 1979 con un partido centrista hecho a su medida. Y encima las había ganado.
Pero en 1981 la carrera de Suárez estaba acabada. Tras transformar España para siempre, había perdido los últimos apoyos que le quedaban: el del rey y el de su propio partido. Suárez había renunciado hacía tres meses; de hecho, la sesión del Congreso del 23 de febrero era para nombrar a su sucesor, Leopoldo Calvo Sotelo, y los primeros diputados habían empezado a votar cuando Tejero y sus hombres irrumpieron en la sala.
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El segundo que no se tira al suelo es el vicepresidente, general Manuel Gutiérrez Mellado, golpista en 1936.
A finales de ese año, en plena Batalla de Madrid, el teniente Gutiérrez Mellado había sobrevivido por muy poco a la masacre de Paracuellos, donde fueron fusilados sin juicio cientos de quintacolumnistas en el Madrid republicano. Gutiérrez Mellado había permanecido leal durante todo el franquismo, pero con la transición, convencido de que debía desmontarse el régimen, se había convertido en firme aliado de Suárez en su obra de instalar en España una democracia europea y su audaz empeño de legalizar el Partido Comunista.
Por todo esto, Gutiérrez Mellado era el segundo personaje más odiado por el estamento militar, que en 1981 seguía pegado a sus ideas y gestos franquistas. El más odiado, por supuesto, era Suárez.
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El tercero que no se agacha el 23-F, sino que sigue fumando erguido en su escaño, es Santiago Carrillo.
Carrillo fue el mítico líder de los comunistas españoles en el exilio, el que acordó con Suárez el desmonte de la estructura franquista a cambio de plegarse a una legalidad que instaurara el olvido, a abandonar la lucha armada y hasta los fines por los que tantos habían perdido la vida. En 1979 y 1980, poderoso diputado, Carrillo negoció con Suárez la forma y las leyes de la nueva España, para estupor y rabia de los viejos franquistas.
Por todo aquello, Carrillo era el tercer hombre más odiado por los hombres del golpe.
¿Qué pasado unía a estos hombres? En una vuelta de tuerca típicamente ‘cerquiana’, Carrillo había dirigido a las fuerzas de seguridad en el caótico Madrid de 1936, a los 21 años. Nunca se pudo comprobar su participación en la masacre de Paracuellos, pero es probable que la haya conocido y aprobado.
Es decir, probablemente tenga algo de responsabilidad, aunque sea por omisión, en la masacre donde a punto estuvo de perder la vida el entonces teniente Gutiérrez Mellado. Y ahora, a las dieciocho horas y veintitrés minutos del 23 de febrero de 1981, ambos enfrentan con una valentía sin aspavientos pero enorme a los mismos golpistas, sin saber que una cámara está grabando el gesto de ellos y de Suárez, así como el gesto más entendible pero sonrojantemente anti-heróico de los otros 347 diputados.
¿Qué pasa en ese instante? ¿Qué hacen estos tres dementes? ¿Quiénes son, de dónde viene, qué les debe pasar por la cabeza? ¿Y qué fue ese extraño episodio, que bien pudo acabar con la incipiente democracia española y que terminó reforzado la imagen y la autoridad de un rey que para la mayoría era, hasta ese momento, poco más que el joven educado por Franco y elegido por el dictador para sucederlo?
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Anatomía de un instante es, en parte, la historia de la transición española. Una historia única en el mundo, que se toma como modelo o como peligro en procesos de cambio aún hoy y a lo largo del mundo, y sobre la que los españoles siguen discutiendo como si hubiera sido ayer.
Es que no fue ayer: es hoy.
Y en su forma de unir en un gesto a tres hombres tan dispares y simbólicos como Suárez, Gutiérrez Mellado y Carrillo, Javier Cercas logra transformar ese instante es una fabulosa e inspiradísima manera de hablar de la historia reciente y hablar también de la psicología política de hombres que forjaron esa historia. Una historia escrita con la profundidad de los cuentos de Borges.
Ya sabíamos que Cercas era ‘borgiano’ Pero en esa introducción, donde el autor explica por qué abandonó su proyecto de novela sobre el 23-F y se puso a escribir un nuevo libro, de no ficción, deja claro su ideario y su credo narrativo al proponer averiguar y contar todo lo que averigua a partir de esa escena de los tres hombres erguidos, los energúmenos con sus fusiles y los escaños vacíos:
“De repente, me pareció una imagen hipnótica y radiante, minuciosamente compleja, cebada de sentido: tal vez porque todo lo verdaderamente enigmático no es lo que nadie ha visto, sino lo que todos hemos visto muchas veces y pese a ellos se niega a entregar su significado, de repente me pareció una imagen enigmática. Fue ella la que disparó la alarma. Dice Borges que ‘cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en el que el hombre sabe para siempre quién es’.”
Y Cercas quiso saber si estos hombres supieron en ese momento quiénes eran realmente, pero sobre todo le intrigaba, le hipnotizaba, le acicateaba la imagen de Suárez sentado en su banca mientras las balas zumbaban a su alrededor.
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Suárez es el hombre de Anatomía de un instante. Pero los otros, dos viejos soldados de la Guerra Civil, son los que permiten entender el extraño caso del hombre menos indicado para cambiar la historia de España, y el único que pudo cambiarla en un plisplás.
Si no estuvieran las imágenes en blanco y negro, el hecho de que quienes se negaran a cumplir la orden de tirarse al piso fueran precisamente tres personajes tan simbólicos y tan precisos como Adolfo Suárez, Manuel Gutiérrez Mellado y Santiago Carrillo parecería la invención fácil de un guionista de Hollywood. Pensaríamos que las cosas nunca pasan de forma tan diáfana, nunca los personajes políticos representan de forma tan precisa su papel en un segundo clave.
Y sin embargo así es como pasó ese momento. Y para entender y explicar ese momento, Cercas necesitó cuatro años de investigación y 462 páginas (comparadas con las 209 de Soldados de Salamina y las 304 de La velocidad de la luz).
La estructura de Anatomía de un instante vuelve a la maestría, la mano firme de Soldados de Salamina. Qué fácil es decir que un libro con una estructura clara, se lee y se sigue mucho mejor, y qué difícil lograrlo. Aquí sentimos otra vez que estamos en manos de un maestro.
Las páginas avanzan y retroceden en el tiempo. Por un lado cuentan minuciosamente los hechos del 23 al 24 de febrero, comenzando en cada una de las cinco partes en que se divide el libro con una descripción minuciosa y de alto vuelo verbal, de lo que se ve en las imágenes televisivas a medida que avanza la jornada golpista. Los relatos que siguen a cada una de estas introducciones permiten entender qué es lo que está pasando, quiénes son los que aparecen y los que no aparecen en la escena, y por qué pasa lo que pasa.
Una segunda serie de historias se abre a partir de la presentación de cada uno de los personajes fundamentales en el instante ‘cebado de sentido’.
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Cercas se detiene para contar, con alarde de datos y un gran talento para la psicología política, en la historia personal de los tres valientes y de los otros personajes importantes de esta tragedia: Juan Carlos I, su jefe de la Casa Real, Sabino Fernández Campo, el jefe de la unidad de operaciones especiales del servicio de inteligencia (CESID), José Luis Cortina y los máximos responsables del golpe y del fracaso del golpe, al menos hasta que otra investigación logre demostrar que hubo responsables más arriba: el untuoso general Alfonso Armada, antiguo jefe de la casa del rey y viejo educador del joven príncipe, el general Jaime Milans del Bosch, franquista de viejo cuño a cargo de las tropas en Valencia – la única unidad militar que salió a la calle para apoyar el golpe – y el mismo teniente coronel Antonio Tejero.
En su segunda mitad, Anatomía de un instante se pierde un poco, creo, en intentar resolver todos los enigmas del golpe. Con la cota puesta tan alto por el propio autor, al final me cuesta perdonarle ciertas páginas farragosas.
En conclusión, como obra divulgativa para quienes queremos entender el pasado reciente y el presente de España, toda la obra es necesaria. Pero para los que no, los lectores de otros países, por ejemplo, se detiene demasiado morosamente en personajes muy menores y reyertas internas. Es como si Soldados de Salamina trazara la biografía entera de todos los que fundaron Falange junto con Sánchez Mazas, y también se detuviera en los pormenores de la caída de Barcelona y la marcha a pie en el gélido enero de los miles de republicanos que huyeron a Francia en los últimos días de la guerra.
Pero la frondosidad no le quita un ápice de altura al gigantesco árbol de este libro. Qué menos que darle la razón a Cercas cuando dice que algunos episodios tienen tanta fuerza, tanta poesía, tanta capacidad para asombrarnos por sí solos que no hay que novelarlos. Que es mejor usar las dotes literarias – que a este autor le sobran – para intentar contar lo que pasó y tratar de sacar las conclusiones, extraer el sentido de un episodio, como repite una y otra vez, ‘cebado de sentido’.
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En el final descuella, poderoso y apenas mencionado, el padre de Cercas, un ‘suarista’ de la primera hora, un sobreviviente simpático, como lo fueron la mayoría de los que, sin ser héroes ni villanos, se abrieron camino negociando la conservación de algo de dignidad personal en las aguas pantanosas y pestilentes del franquismo.
El padre de Cercas murió en el momento en que Suárez, aquejado por las últimas etapas del Alzheimer, reaparecía en las noticias, como un fantasma sin memoria ni consciencia de haber sido vilmente traicionado. La foto, que inundó las portadas de los diarios, muestra a Suárez sin memoria caminando por los jardines de su casa, abrazado por el rey Juan Carlos, el hombre poderoso que lo dejó solo cuando el político centrista más lo necesitaba.
En unas pocas líneas puedo ver y entender al padre de Cercas, el porqué del libro, de crear un gigantesco edificio de investigación palabras para explicar la formación de la España de hoy. Y al mismo tiempo puedo maravillarme con la construcción de un gran personaje real, el chisgarabís (¿qué querrá decir esa dichosa palabra?) que no molestaba a nadie y fue puesto en el papel de presidente para que nada cambie, y se lo creyó y lo cambió todo, y en el instante supremo se jugó la vida.
El aborrecible falangista Sánchez Mazas, que existió para perjuicio de España, no se merecía ser el centro de atención de un gran autor. Miralles, el supuesto miliciano de la República, se lo merecía, pero no existió: para encontrar un miliciano a la medida de sus ideales, Cercas se lo tuvo que inventar.
Ahora sí, finalmente, Javier Cercas logró el que para mí es el mejor libro de periodismo narrativo de lo que llevamos de siglo XXI. Y su personaje, Adolfo Suárez, impagable, contradictorio y heroico a su pesar, a la vez verdadero y cierto, sí se lo merecía.
Los invitados han empezado a llegar desde ayer. Hoy, a las 17 hrs, con una conferencia de Mario...
La revista sueca Svenska Dagblader consiguió entrevistar a Philip Roth, en su dorada jubilación de...
Vivimos tiempos de formatos cortos. Aunque internet no nos ponga dificultades en extender alfombras de contenidos ilimitados, la necesidad de seleccionar, jerarquizar y sintetizar ha convertido a las listas en un género en sí mismo. “La lista es el origen de la cultura”, según Umberto Eco. Del libro del Génesis al ranking que acaba de publicarse de los ejecutivos españoles mejor pagados, el ser humano se ampara en una de sus herramientas organizativas preferidas. Ya sea el recuento de la creación del universo en seis días; la exploración de la virtud por Benjamin Franklin, apoyada en la fijación de objetivos; la sistematización de derechos y libertades del ciudadano o el top ten de cualquier cosa: ¿por qué sentimos tanta curiosidad por conocer qué atrae a los otros? ¿Y qué clase de autoridad real -cualitativa- otorgamos a los rankings cuantitativos? Ahí están las listas morbosas, como esa que tanto revuelo ha causado de periodistas y líderes de opinión antiindependentistas que viven en Catalunya; y las escandalosas -los millones que cobran Pablo Isla de Inditex o César Alierta de Telefónica- de efecto reactivo en la sociedad, a fin de determinar que el mundo parece hundirse sólo de un lado cuando una mínima élite acumula tales dividendos. Las listas no recogen la letra pequeña, y eso las hace sexis y resolutivas, aunque la obsesión por querer clasificar incluso lo inclasificable alerta acerca de nuestra pulsión dominadora. Las más seguidas tienen que ver con el dinero, la fama o la belleza; y las culturales con lo leído, oído y vendido. También nos entretienen las listas pedagógicas o lúdicas: de los 10 mandamientos de la enseñanza de Bertrand Russell a las grandes definiciones del amor, pasando por cómo preocuparse menos por el dinero, 100 cosas curiosas que no sabías o los mejores discursos para agradecer un Oscar. El periodista científico John Tierney y el psicólogo Roy F. Baumeister han coescrito un libro sobre la fuerza de voluntad: Willpower, que ha cosechado elogios de la prensa norteamericana por desmontar la entronización de las listas. Sobre la base de la mitología cultural contemporánea, los autores llevan a cabo numerosos experimentos relacionados con el autocontrol y la motivación. Y le dedican un capítulo entero a las listas: “Una breve historia de la lista de tareas. De Dios al comediante Drew Carey”, lo titulan, demostrando que si bien esas enumeraciones de tareas pendientes nos ayudan a crear un marco para no perdernos, procurando una sensación de bienestar al permitirnos avanzar marcando cruces o tachando con firmeza los objetivos cumplidos, también producen angustia o frustración cuando se pretende abarcar demasiado, de forma que algunos objetivos entran en conflicto. Veamos si no qué sensación producen las bucket list, tan de moda: cosas que hay que hacer antes de morirse. Menudo agobio. (La Vanguardia)
En un curso de doctorado, con el profesor Pedro Ruiz Pérez, hemos reconstruido parte de la historia occidental de las ideas a partir de las gafas: el nacimiento del empirismo medieval con la creación por Francis Bacon de los anteojos; el racionalismo more geométrico demonstratae a través del pulidor de lentes Spinoza; el moralismo con los gracianescos "antojos para no ver o para que viesen" del Criticón (I, VII), el catalejo de Saavedra o los "antojos de cuadrillos" de Covarrubias; el conceptismo barroco con los quevedos; la Ilustración, mediante las reflexiones del portugués Teodoro de Almeida sobre la concavidad de los cristales de gafas en su Recreación filosófica (1792); el Romanticismo, con el catalejo a través del que Nathaniel observa algo que le induce a la locura en El hombre de arena de Hoffmann; la alta modernidad, mediante los verres grossissants de la alcoba infantil de Proust o mediante el prisma cristalino con que la madre de "La novia" de Chéjov divide los colores de la vida; la baja modernidad con los impertinentes a las que los surrealistas sometieron a shock, con el fin de evidenciar su "aura perturbadora", o las "verdosas antiparras" tras las cuales se ocultaban los vacuos ojos del Tirano Banderas; el tardomodernismo con la lupa de mariposas de Nabokov; el posmodernismo con las gafas de Guillermo de Baskerville, protagonista de El nombre de la rosa de Eco, que se confiesa uno de los primeros "cuatro ojos" de la historia y amigo de Bacon (o en las gafas borrosas que un personaje de Deconstructing Harry, de Woody Allen, coloca a sus familiares para que vean tan mal como él); el poder de los media para cambiar la visión del mundo y la aparición del simulacro virtual se apreció bien con las gafas 3D; la crisis de la postmodernidad se refleja en el poema de Ben Lerner sobre las gafas tranquilizadoras (1), y la etapa pangeica vendría representada, claro está, por el pavor panóptico de las Google Glasses.
[Imagen de María González]
(1)
"PERSONAS CON CUALQUIER TIPO DE FOBIA, con temor a las alturas, las muchedumbres, los mercados, con miedo a hablar en público o a la sangre o a los números primos, han logrado sobreponerse al pánico gracias a unas gafas, no con lentes correctivas, sino de plástico irrompible, que no sólo introducen un plano mediador entre ellos y el objeto de su miedo, sino también aplican una presión tranquilizadora en el tabique nasal. Al toparse con alguien que es presa del terror, se debe presionar con suavidad esta estructura ósea y de inmediato se apaciguará. En época de lentillas y operaciones láser, es lícito suponer que, si alguien sigue usando gafas, es que está en tratamiento."; Ben Lerner, Elegías Doppler; Kriller71, Barcelona, 2015, p. 47.