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Eder. Óleo de Irene Gracia

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La finta del siglo XXI

El siglo XXI nos ha hecho una finta que solo ahora empezamos a percibir. Empezó con la amenaza de un terrorismo que atacaría las grandes metrópolis y convertiría el tráfico de aviones, trenes y autobuses en objetivos bélicos. Acreditada la amenaza por los atentados de Nueva York del 11-S (2001), Occidente cambió sus sistemas de prevención y seguridad e incluso se propuso modificar sus criterios en cuestión de libertades y derechos individuales. De cara adentro, el limbo legal de Guantánamo abrió sus puertas, los servicios secretos secuestraron y torturaron, se pretendió dar carta legal al asesinato extrajudicial y a la confesión bajo coerción. De cara afuera, EE UU se implicó en dos guerras, una con cobertura de Naciones Unidas y otra sin ella, para cambiar los regímenes de Afganistán e Irak y construir allí una democracia de costes colosales: los económicos, seis billones de dólares entre ambas, según algunas evaluaciones, contribuyeron dramáticamente a un endeudamiento insoportable; las pérdidas militares, 7.500 muertos, centenares de miles de heridos, dejaron al país exhausto y sin ganas de guerrear para muchos años; para no entrar en la difícil evaluación de los costes pagados por iraquíes y afganos: más de 130.000 víctimas civiles y la destrucción de ciudades, infraestructuras o de los equilibrios étnicos, religiosos y tribales que habían garantizado una cierta estabilidad. Luego llegó la rectificación, total con la retirada de Irak ya completada y la muy próxima en Afganistán, y parcial en libertades y derechos: Guantánamo sigue abierto, los drones hacen ahora a distancia lo que antes se hacía con riesgos y costes políticos y los derechos individuales siguen sacrificándose, ahora al espionaje digital. Con un resultado que es bueno de cara adentro: apenas hay terrorismo en territorio occidental; pero malo de cara afuera, como demuestra la escalada yihadista estos días en tres puntos de la geografía tan alejados como Borno en Nigeria, Mosul en Irak o Karachi en Pakistán. No hay coordinación ni conexión entre Boko Haram, el Estado Islámico de Irak y el Levante y los talibanes de Pakistán, los grupos responsables. Y poco tienen que ver el secuestro de 200 niñas, la ocupación de la segunda ciudad iraquí que es Mosul o el ataque al aeropuerto internacional de la capital financiera y comercial paquistaní que es Karachi. Pero todos tienen en su ADN el yihadismo de Al Qaeda y el objetivo de un califato donde se aplica la ley islámica o sharía a rajatabla y en su más primitiva y salvaje interpretación. También todos recogen la cosecha de sucesivos errores: primero la guerra global contra el terror y la democratización a cañonazos; y luego el desistimiento y la retirada precipitada. Y los frutos amargos de la primavera árabe: la guerra civil libia explica la fuerza de Boko Haram como la siria explica la de los yihadistas de Irak y el Levante. No llegan terroristas, llegan refugiados aterrorizados. Es el final de la finta del siglo XXI que Occidente paga a disgusto y sin comprender nada.



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12 de junio de 2014
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Todos los libros del mundo de una vez

La biblioteca personal es siempre una variante doméstica de la biblioteca babilónica de Borges con sus cientos de miles de páginas en las que es posible descubrir el pasado desde todos sus ángulos, el mapa de una geografía múltiple donde está trazado el camino que conduce a Comala y se puede caminar al lado de Juan Preciado que busca a su padre, un tal Pedro Páramo; es posible respirar el olor a pólvora y a podredumbre de los cadáveres de todas las guerras libradas y perdidas por Aureliano Buendía; sentarse en el piso del apartamento de Horacio Oliveira entre los miembros del club de la Serpiente mientras en el cuarto al lado agoniza Rocamodour; acercarse al lecho donde Artemio Cruz, aún lleno de soberbia, retrasa el momento de su muerte para poder contar su vida que corre desbocada en el recuerdo, amores, traiciones, poder, la revolución que se convierte a sus ojos en un baile de máscaras.

¿Por qué esa avidez por los libros de imaginación? De alguna manera todos somos Alonso Quijano, buscando encarnar en la lectura el personaje que en nuestras propias vidas nos está vedado ser, entrar en un paisaje o en una ciudad o en un tiempo donde nos esperan experiencias y aventuras desconocidas. Una manera de ser otros y con eso, conseguir nuestra libertad, la libertad que nos permite multiplicarnos, vivir vidas ajenas, ser otros. Cambiar la realidad sin escapatoria, por la imaginación que nos abre puertas múltiples. Esa quizás sea la razón esencial de la lectura, y de acumular libros en los estantes.

El cerebro humano está diseñado para imaginar. Cuando leemos un libro y convertimos la letra impresa en imágenes, una red de neuronas se activa en la corteza cerebral. En un estudio realizado por científicos del Darmouth College en Estados Unidos, se ha  tratado de responder a la pregunta: ¿qué hace el cerebro cuando imaginamos un abejorro con cabeza de toro? Las neuronas toman las imágenes conocidas de toro y abeja, y las combinan. De esta operación sencilla, a la que el cerebro está acostumbrado, nace el Minotauro, mezcla de hombre y de toro, y nacen también todas esas figuras de la espléndida galería de seres monstruosos, y maravillosos, de La Metamorfosis de Ovidio, como la Gorgona, una mujer alada que tiene serpientes por cabellos y garras de jabalí. O Quetzalcóatl, principal deidad mesoamericana, la serpiente emplumada, mezcla de ave y reptil. Los científicos llaman "manipulación" a este constante proceso de construir y deconstruir imágenes en el cerebro.

Antes, otro grupo de investigadores de la Universidad de Northwestern, Chicago, utilizando voluntarios para medir los impulsos cerebrales, demostraron que "la actividad neuronal destinada a la visión de cosas reales era similar a la actividad neuronal que posibilitaba la visión de imágenes mentales..."; y "cuando los participantes recordaban lo que habían imaginado, a menudo pensaban que lo habían visto, en lugar de saber que había sido producto de su imaginación".

La conclusión es que las zonas del cerebro utilizadas para percibir objetos, y aquellas otras que sirven para para imaginarlos, se superponen, y así, un hecho imaginado puede dejar en el cerebro la misma huella que un hecho realmente sucedido.

Si no podemos vivir sin imaginación, porque nuestra cabeza está diseñada para abrirse a ella, no podemos entonces prescindir de  los libros que nos cuentan historias inventadas que estamos dispuestos a percibir y aceptar como reales. Entendamos entonces a quienes quisieran tener en su poder todos los libros del mundo, y leérselos todos de una vez.

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11 de junio de 2014
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?Porna? para mujeres

Hay palabras adultas como porno, palabras gueto a pesar de que su uso esté muy extendido, que un buen día se universalizan y su significante se acaba aplicando a otros significados ajenos al original, casi siempre como adjetivo. Puede que sea por su sonoridad, su provocación o por sus connotaciones periféricas. El caso es que porno ha escapado de su propia semántica y se ha infiltrado en la cocina, en la moda o en Instagram, donde la cuenta Porn for Women, que ya tiene 82.000 followers y sin gota del porno verdadero. Si teclean pornfood aparecerán delante de sus ojos una colección de platos voluptuosos y calóricos con mostazas estratégicamente regadas sobre un solomillo enrojecido, o una mantequilla de cacahuete deslizándose en meloso goteo sobre un panaché de verduras. Pero también información sobre el nyotaimori: privados de restaurantes con un kilo de sushi extendido sobre el cuerpo desnudo de una mujer que yace sobre la mesa y huele a atún. También existe hoy la etiqueta pornshoes, como si tildar a unos zapatos de pornográficos sobrepasase la más sinestésica de las fantasías. El catálogo de pornshoes no se limita a tacones de aguja con straps hasta el tobillo, incluye una amplia colección de absurdas zapatillas deportivas. Todo lo contrario que la holandesa Dusk TV, que hace un par de años creó el primer canal de televisión temático sólo para mujeres, y acuñó porna. La feminización del término implica un diferencial en los contenidos de esos filmes con respecto al clásico porno: sexo explícito, sí, pero con parejas reales, hombres guapos y mujeres sin cirugías. Y fuera las clásicas escenas de machos alfa que a ellas, lejos de considerarlas proezas eróticas, les repugnan. Historias que avanzan de la insatisfacción al descubrimiento y el éxtasis sexual, a cualquier edad, contenían la mayoría de relatos que leí como jurado del premio de literatura erótica escrita por mujeres Válgame Dios. Sus promotoras, Beatriz Santamaría -una conocida agitadora cultural de Chueca- y su hija, la actriz Candela Arroyo, decidieron alentar una reescritura del género en femenino. El resultado: dominio del ansia por descubrir el placer verdadero mezclada con torpes clasicismos y confesiones terrenales, como la de una mujer que para emprender su placer solitario recurre siempre a una foto de Arturo Pérez-Reverte. El hijo del erotómano Berlanga, Carmen Rigalt, Fernando Rodríguez Lafuente, Sandra Berneda, Javier Rioyo, Oscar Mariné, entre otros, hicieron ganadora a una historia de Adán y Eva, de Laura M Lozano, escrita al revés. Sobre la fortuna que ambos experimentan cuando se ven por primera vez desnudos. Y se gozan. Puede ser que en esto consista el porna. (La Vanguardia)

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11 de junio de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El PostFútbol: El Mundial de los indignados

 
La cuenta regresiva recuerda el tic tac de una bomba. Todo en Brasil huele a suspenso. Los indignados del fútbol prometen, como nunca antes, hacer oír su reclamo. Los 15 mil millones de dólares invertidos en el campeonato colmaron la paciencia de la torcida. La "brazuca" parece ser una pelota inflada con gas en vez de aire.
 
El de ahora será recordado como el primer mundial con protestas contra el fútbol. Y ocurre precisamente en Brasil, el país con más copas ganadas y donde nos enseñaron que la celebración de un gol tapaba cualquier descontento. Hasta ahora.
 
No es que el fútbol haya cambiado las últimas tres semanas. Ni sólo en Brasil. Estamos viendo, frente a nuestras narices, el desarrollo de un nuevo juego ¿Es casual que el principal jugador del mundial sea acusado de lavar dinero en partidos benéficos? ¿Es normal que una empresa, cuyo principal rostro es un futbolista recién operado, presione para que apuren su recuperación? ¿Es lógico que una cadena de supermercados de Brasil sea dueña de un porcentaje del jugador más famoso de dicho país? ¿Alguien se sorprende que la sede del mundial de Qatar se haya conseguido con millonarios sobornos?
 
En el fútbol antiguo estás cosas podrían llamar al espanto. En el de ahora, en el postfútbol, son aceptadas como una realidad. El fútbol siempre fue un negocio. El postfútbol es una nueva cultura.
 
Hay algunos expertos, tan románticos como populistas, que dicen que la esencia del fútbol nunca cambiará. Y es más, aseguran que cuando la brazuca ruede el jueves, todo reclamo quedará aplastado por la maravilla del balompié. Ahí está el error. Seguir creyendo que el de hoy es igual al fútbol de hace 10, 20 o 30 años.
 
En youtube hay un video de Maradona, hace más de 40 años, cuando era apenas un niño futbolista pobre de Latinoamérica. Le preguntan cuál es su sueño con el fútbol. El niño Maradona dice "Mi primer sueño es jugar en el Mundial, y el segundo es salir Campeón del mundo". Hace poco tiempo, me tocó hacerle la misma pregunta a diferentes niños futbolistas del continente de hoy. Un chico de Colombia me contó que su sueño es poder comprarle una peluquería a su madre, uno de Argentina sueña con una carnicería para su abuelo, uno de Chile con un taxi para su papá.
 
Esos son los objetivos de los nuevos jugadores, parecidos a los de los nuevos hinchas y de los nuevos sponsors y de los nuevos dirigentes. Nació un nuevo deporte ¡Viva el PostFútbol!
 
 
Columna "El PostFútbol" publicada en el diario hoyxhoy 


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10 de junio de 2014
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Cine y gen

Ante todo fenómeno de la naturaleza, aunque sea de la naturaleza comercial, la tentación es quedarse en silencio, abrumados por la magnitud del acontecimiento. O salir huyendo: conozco de cerca a más de una persona que ha jurado no ir a ver ‘Ocho apellidos vascos' ni gratis, pero ya se ve que esas reticencias nada han podido contra los diez millones largos de espectadores de la película, una cifra que cuando lean esto seguro que habrá aumentado considerablemente. Es previsible que al acabar, algún día será, su exhibición en salas de cine, el film de Emilio Martínez-Lázaro haya sido visto casi por una cuarta parte de la población total de España.

 

     No voy a intentar aquí trazar la fenomenología del espíritu de este éxito sin precedentes, tarea que excede a mi capacidad y estaría en todo caso limitada por el marco periodístico. Sólo algunas hipótesis. La película es cómica, y en ciertos momentos muy divertida, pero su impacto, su atractivo irresistible para tal cantidad de personas de procedencias, clases sociales y condiciones tan distintas, nace, creo yo, de una incomodidad, de un factor inquietante, siempre patente, aunque de modo bufo. Que títulos como ‘Lo imposible' de José Antonio Bayona o ‘Los otros' de Alejandro Amenábar arrasen en taquilla tiene la explicación, al margen del indudable talento de sus directores, de que ambas exploraban el terreno sentimental de lo trágico y lo siniestro: la hecatombe que se lleva la vida de decenas de miles de personas en un instante y el pánico a los fantasmas sobrenaturales. Al espectador, tras pasar angustia y pasar miedo, le quedaba el resorte de la catarsis (la reunión feliz de la familia tras el ‘tsunami'), o la vuelta a la realidad desde el lóbrego caserón embrujado de Amenábar. ‘Ocho apellidos vascos', por el contrario, ha superado en tirón comercial a esos grandes ‘blockbusters' del cine español con una comedia astracanada, si bien el guiño al cine de terror que contiene, el plano general de la entrada del autobús de línea en el País Vasco, es de una gran brillantez y de un gótico subido.

      Se ha acusado a ‘Ocho apellidos vascos' de enmascarar en su humorismo la clave de lo que retrata, la desconfianza mutua, a veces el desprecio larvado de los habitantes que componen el mosaico español, y algo peor, el hecho de que la violencia abertzale no es comparable a la pelma de la Macarena. Estoy en desacuerdo con esa acusación. Efectivamente, el guión de Borja Cobeaga y Diego San José opera sobre el cliché, que es el sustento de los juicios generales que los humanos tenemos sobre el prójimo, y no elude el esperpento, el brochazo, el tremendismo, componentes señeros de nuestra tradición artística. Ahora bien, ni el lugar común ni el chiste, por edulcorados que puedan resultar, esconden la base de molestia, de desasosiego ‘nacional' (de una o varias naciones) que el espectador libera mientras ríe con los personajes un tanto chuscos del entorno de la guipuzcoana Amaia y del sevillano Rafa: los vascos de la película son auto-referenciales, un punto bestias y proclives a atentar contra los que no son de su tribu, pero la pertenencia tribal, el etnicismo invasivo, la pulsión fanática, también adornan a los andaluces, vistos con una riqueza de gamas del tópico que ni siquiera los autores franceses del siglo XIX se atrevieron a usar en la paleta de sus novelas y relatos viajeros.

       Los responsables de este taquillazo trabajan ya en una secuela, quizá sólo la primera, ‘Ocho apellidos catalanes', y a falta de ver cómo se conjugan ahí los demonios nacionales de un país tan distinto como Cataluña (¿enfrentado a ‘Madrit', o a todas las Castillas?), la idea de que esta saga fílmica haga un repaso global del ‘unheimlich' freudiano, el oscuro misterio identitario de todas las comunidades del país, es prometedora. Por mucho que la sal gruesa siga siendo lo que se echa desde la pantalla a la ancestral herida simbólica del espectador, tal vez, si no queremos elevar demasiado la nota, simple escocedura más que traumatismo.

       Pero hay a mi juicio otro motivo que explica el triunfo. Cuando se estrene la secuela hoy en pre-producción, el año 2015 es de suponer, el director de ‘Ocho apellidos vascos' cumplirá setenta años, lo cual no debería tener ninguna importancia, ni siquiera anecdótica. La tiene en nuestro país, que no es país para viejos en lo concerniente a la industria del cine. En Francia, que siempre es un buen ejemplo, los grandes nombres de la Nueva Ola se mantuvieron todos, mientras vivían, en pleno ejercicio: Chabrol, que murió a los ochenta sin dejar de rodar, al igual que Eric Rohmer, en activo hasta poco antes de cumplir los noventa, y Resnais, fallecido el pasado mes de marzo con más de noventa y nueva película poco antes estrenada; siguen vivos y coleando Jacques Rivette, Agnès Varda, nacidos ambos en 1928, y Godard, que presenta a concurso en Cannes una película realizada a la bonita edad de ochenta y cuatro. Martínez-Lázaro inició su carrera en los primeros años 1970, formando parte de la oleada siguiente al llamado Nuevo Cine Español, del que siguen que yo sepa en disposición de filmar Saura, Patino, Regueiro, Gutiérrez Aragón, Mario Camus, Josefina Molina, Gonzalo Suárez, Jaime Camino, Pedro Olea y otras significativas figuras que es posible que olvide. Disponibles y sin lugar en el escalafón cinematográfico.

     Antes de ‘Ocho apellidos vascos', Martínez-Lázaro había hecho comedias, algunas muy celebradas por el público, como ‘Amo tu cama rica', ‘Los peores años de nuestra vida' o ‘El otro lado de la cama', pero es un nombre ligado al núcleo duro de la renovación del cine de autor -en sucesivas fases- que supuso en nuestro panorama la larga y estimulante actividad de Elías Querejeta, productor del primer largometraje de Martínez-Lázaro. La edad no es una garantía de calidad ni la genética una razón de estado. Hay sin embargo unas maneras en el trabajo del director que le dan a este psicodrama atávico tratado como chirigota una solvencia narrativa y un peso específico que el público, aun el menos exigente, percibe o por lo menos recibe. La película es una película, y no el atolondrado capítulo de una serie descerebrada. Los actores actúan y no sólo aparecen, hay relato y hay dirección, no mero acumulado de escenas de situación. Un cine pensado para gustar más que para hacer pensar, y que ha logrado arrebatar sin que por ello dejemos de hacernos preguntas y vernos reflejados en el espejo deforme de la guasa. 

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10 de junio de 2014
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Asuntos metafísicos 54: si ante el Newton perplejo hubiera surgido un John Bell

Me he referido aquí en múltiples ocasiones a la enorme trascendencia del teorema de Bell, enfatizando el hecho de que a partir del mismo la filosofía de nuestro tiempo se ha visto forzada a poner sobre el tapete la cuestión  de los principios sustentadores de nuestras representaciones de la naturaleza. Para ilustrar esta tesis me permitiré hoy una hipótesis fantasiosa.

Sabido es que Newton no estaba en situación de dar cuenta de las razones de esa aparente atracción a distancia que supone la gravedad, y que toma la decisión (cargada de peso en la historia del pensamiento) de hacer abstracción del problema: "No he logrado deducir de los fenómenos las razones de la gravedad y no aventuro hipótesis alguna- hipótesis non fingo". Consecuencia de esta actitud fue el legitimar la generalización por inducción, haciendo de la misma el fundamento de lo que el denomina "filosofía experimental", posición que le sería reprochada en su día por Kant y antes por Leibniz, entre muchos otros. Pues bien:

Supongamos por un momento que alguien  al que denominaremos E. hubiera barruntado alguna hipótesis explicativa, como una premonición de la teoría del campo gravitatorio,  y que hubiera defendido en los medios científicos la necesidad para la física (reacia por hipótesis a considerar  fuerzas sin causa) de incluir entre sus objetivos fundamentales la necesidad de encontrar tales causas. 

Supongamos que en estas circunstancias un tercero al que  cabe denominar B preguntara a E cuales eran las condiciones mínimas a las que habría de responder su teoría aun  puramente en embrión, y que E avanzara efectivamente  una respuesta con pleno acuerdo de la comunidad científica. Fuera cual fuera,  la razón explicativa  de la gravedad que un día se llegaría a encontrar   tendría como rasgo esencial  R. Pues bien:

Supongamos que el protagonista designado como B hubiera entonces demostrado que el rasgo R implica que el cuerpo sometido a fuerza gravitatoria no puede en ningún caso superar una aceleración por ejemplo de 9.5 metros segundo al cuadrado.

Confrontando entonces la hipótesis con experimentos efectivamente realizados por un  investigador llamado A (que muestran por ejemplo aceleración 9.8 metros segundo al cuadrado en el entorno de la tierra) cabría inmediatamente concluir que la conjetura  no es viable, y que mejor es no aventurar hipótesis alguna que aferrarse a una que tiene como determinación esencial un límite matemático que entra en contradicción con los fenómenos.

Obviamente nada de esto ha ocurrido y por ello la gravitación ha encontrado en la historia de la física perfecta razón de ser. Simplemente, como tantas veces ha ocurrido en la historia del pensamiento,  Newton ignoraba aun tal razón, se trataba de una variable oculta al saber de la época, pero que con esfuerzo acabaría siendo desvelada. Mas identificando a Einstein con E, a Bell con B y al físico experimental Alain  Aspect con E, tenemos un análogo de lo que efectivamente sí ha ocurrido en el marco cuántico.

Pues precisamente, a diferencia de la atracción gravitatoria, la relación que se da  entre acontecimientos cuánticos   distanciados espacialmente (en el sentido técnico de que    en el tiempo que los separa la luz no llegaría a alcanzar la distancia espacial) se revela violentar el rasgo más general inherente a toda hipótesis explicativa. Y una cosa es que aun no haya explicación y otra cosa es que no pueda haberla, al menos si por explicación se entiende lo  único que cabe hasta ahora entender: insertar un fenómeno dado en un conjunto de principios, los cuales obviamente no pueden ser explicados ellos mismos. 

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10 de junio de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Haciendo amigos

Artur Mas lo tiene claro. Todo se juega en la expresión de la voluntad del pueblo, ese sujeto colectivo que dicta el devenir histórico. El resto apenas cuenta. Cuanto más intensa y concentrada sea esa voluntad, más fácil será que se exprese y se convierta en realidad. A la acumulación de voluntades y deseos lo fía todo, porque en otros ámbitos sus planes de celebración de la consulta sobre la independencia no avanzan ni un milímetro. La olla interna hierve y acumula energía, pero fuera no sucede nada. Pocos se enteran y casi nadie lo comprende. El último en decirlo ha sido Romano Prodi, el amigo de Pujol, totalmente cerrado a la simpatía con la reivindicación soberanista. Tres cuartos de lo mismo ha sucedido con Barack Obama en relación a Escocia, pero con lectura catalana, por más que se empeñe en decir lo contrario el buenismo independentista con su capacidad para adaptar cualquier guión a lo que le pide su público entregado. A pesar de la magra cosecha internacional, Artur Mas no quiere renunciar a su política exterior y a sus viajes presidenciales. ¿Qué sería un presidente sin relaciones internacionales y sin un símil de diplomacia viajera, periodistas sufragados por el erario público incluidos, que revolotee en su entorno? La dimensión interior de la proyección exterior es una componente perfectamente conocida, pues basta con ver su discreta repercusión fuera y su amplificación en los medios de comunicación locales. Pero en el punto a que ha llegado ahora, el reduccionismo es extremo: la dimensión interior es prácticamente la única de la proyección exterior. Todo lo que se hace fuera se dirige única y exclusivamente a los que lo miran desde dentro. A la propaganda, para ser más claros. El principio ya valía para el viaje que tenía programado Artur Mas a California a mitad de junio. Debía servir para insuflar energías en su alicaída imagen de presidente que alguna vez se entendió con los empresarios y que, en un pasado cada vez más lejano, fue amigo de los negocios y se ocupó de acompañar la marcha de la economía con acuerdos y pactos que animaran a las inversiones y a las iniciativas empresariales, en vez de pregonar sombríos anuncios de caminos hacia lo desconocido, choques de trenes y fechas y preguntas perentorias. Pero la agenda ceremonial desencadenada por la abdicación ha venido a añadir un nuevo elemento de política estrictamente interior a la proyección exterior: en caso de no asistir a la proclamación del nuevo monarca, como era su primer propósito --corregido luego a instancias de Duran i Lleida--, se sumaba a la abstención ya anunciada una nueva y todavía más plástica decisión rupturista con el pactismo catalán. Los motivos aducidos no quieren desmentir del todo el empeño por presentar las relaciones entre Cataluña y España en estado de desconexión. Irá solo por motivos de cortesía y buena relación entre vecinos, según se nos ha aclarado con cierta displicencia, sin tener en cuenta la tergiversación de la realidad legal y política que tal argumento contiene. Artur Mas no es el vecino de Felipe VI, sino presidente de Cataluña, nacionalidad histórica y comunidad autónoma reconocida por la Constitución española. Su autoridad deriva de que preside una institución del Estado, nada menos que la que representa a Cataluña, y ese es el motivo por el que era ineludible que asistiera a la proclamación del nuevo monarca. Hay otros motivos que aconsejaban a Mas a cambiar su negativa inicial a asistir a la proclamación, aunque no los haya utilizado o tomado en consideración. La ausencia del presidente de todos los catalanes, sin distinción de origen, lengua, opiniones políticas o posiciones respecto a la consulta, le hubiera convertido definitivamente en lo que ya está a punto de ser y que al parecer le atrae como la luz a la mariposa nocturna: el presidente exclusivamente de los independentistas. Eso sí es una desconexión, pero respecto a los ciudadanos. Las elites económicas, profesionales y empresariales catalanas, acostumbradas a contar con un buen canal de comunicación con el poder del Estado, no lo hubieran entendido, como les cuesta ya entender la reticencia constante y los exabruptos verbales como el que el omnipotente consejero Homs acaba de exhibir en Ginebra. Pero este es un argumento que no está de moda en tiempos de populismos, es decir, de enojo y reticencia con las elites. El argumento más firme es estrictamente pragmático. Con estos comportamientos y actitudes, Artur Mas cabalga hacia el más pavoroso aislamiento, eso sí, siempre resguardado por el calorcillo de sus numerosos seguidores. Nadie puede entender, salvo quienes no le quieren bien --como debe ser el caso de sus socios de ERC--, por qué ese presidente tan aislado internacionalmente e incomunicado con el gobierno del Estado, se empeña también en cortar las buenas relaciones con la Casa Real que han mantenido todos los presidentes catalanes y por supuesto el presidente catalán que más y durante más tiempo se ha relacionado con la Jefatura del Estado. Y ese es al final de las cuentas el hecho más preocupante: el presidente Mas y su escudero Francesc Homs no paran de hacer amigos, una estrategia que no puede servir para nada, ni para irse ni para quedarse.



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9 de junio de 2014
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El precio de una foto sexy

El fetichismo contemporáneo practica una obsesiva exhibición de la intimidad a través de los dispositivos móviles. Grabarse en vídeo para verse después y excitarse juntos, retratarse desnudos para provocar al partenaire enviándole la foto por WhatsApp o practicar el cibersexo, ocultando la identidad hasta que resulta inviable mantener el secreto, ejemplifican la portentosa desinhibición de estos tiempos, ciertamente temeraria. Cuántas muchachas se han encontrado su foto desnuda en los chats del instituto y han querido morirse -y así ha ocurrido en algunos casos extremos-, incapaces de soportar la vergüenza y el acoso. Entre las parejas, la vendetta se gasta hoy utilizando esos mimbres sin respetar la huella del amor que habitó un día entre ellos. Y es que aquel o aquella que fue tu hombro y tu sueño, tu aliento después de un mal día y tu cobijo cuando regresabas de la intemperie, el que reía contigo y se conmovía ante tu dolor o tu alegría, se ha convertido en un traidor miserable que expone tu desnudez en la inmensidad de internet. Ha de ser altamente violento para la conciencia, e incluso para la salud, humillar a tu ex violando en público lo que sólo debía de ser privado. Pero se han desdibujado los límites entre exposición y decoro, también entre original y copia. Porque traficar de esa manera con una confianza íntima ilustra el principio de incertidumbre, así como la poca experiencia en salvaguardar la propia imagen ante las redes sociales. Leo que aumentan en EE.UU. los acuerdos prenupciales que prohíben compartir imágenes personales en el infinito de la red. Se refieren a las de alto contenido sexual, por supuesto, pero también a aquellas “que puedan resultan dolorosas” por sus consecuencias o que sean humillantes. Entre los ricos de Manhattan se calcula que una infracción de este tipo puede salir por 50.000 dólares. “No es por falta de confianza, sino para proteger la privacidad”, dicen las parejas precavidas que firman estos pactos. Pero acaso lo más notorio de esta nueva tendencia sea la mancha ominosa que aún permanece sobre la desnudez, desde la signatura teológica del Génesis. Mientras las reinas del pop son cada vez más transgresoras y explícitas -riéte de Madonna con Miley Cyrus, Rihanna o Shakira-, las alumnas aventajadas de body art se autoofrendan simbólicamente. Como Deborah De Robertis, que acudió al Museo de Orsay para contemplar El origen del mundo de Gustave Courbet y, sin avisar ni anunciar su performance, se sentó en el suelo, y ante la mirada atónita de los visitantes descubrió su sexo. Lo que Robertis buscaba era todo lo contrario a lo que las parejas vengativas: sin móviles nadie se hubiera enterado de su relectura de la obra de Courbet, empeñada en que su pubis mostrara lo que “no se ve en el del cuadro”. Eso sí, tan difusa es hoy la frontera entre arte y escándalo como entre amor y escarnio. (La Vanguardia)

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9 de junio de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El doble cuerpo del rey

El rey abdica. Lo extraño de la frase es, por supuesto, el presente. El que hoy, en la segunda década del tercer milenio, existan reyes. Una anomalía, cuando no un llano anacronismo, en nuestra vida política. No deja de sorprender que, tras siglos de penosas luchas sociales, y cuando nuestra era por fin ha hecho suya la idea de la igualdad de todos ante la ley, aún existan demócratas a quienes la monarquía no les resulte aborrecible: la idea de que los miembros de una familia gocen de un sinfín de privilegios sufragados por el resto de los ciudadanos gracias a la herencia. Y resulta aún más descorazonador que la izquierda -en este caso el Partido Socialista español- se esmere en hallar razones para justificar semejante desvarío. "Un símbolo de unidad", balbucean (con evidente desazón) algunos de sus líderes, a sabiendas de que se trata de lo contrario: un odioso signo de desigualdad.

            Poco importa que la familia real contemporánea exhiba una conducta intachable o al menos discreta, como algunos monarcas del norte de Europa, o una sucesión de escándalos sentimentales de corte renacentista, como en el Reino Unido, o de plano se le asocie con la corrupción rampante del país, como a últimas fechas en España: toda monarquía es obsoleta. Y sin embargo no dejan de aparecer aquí y allá sus defensores. Aquellos que se llenan la boca al hablar de una "monarquía moderna": un oxímoron.

            Todo ello no significa desechar el contexto histórico o no aceptar que algunas sociedades se sientan mayoritariamente fascinadas por esta excentricidad política (acaso por la necesidad de mantener el nivel de su prensa rosa). Nadie duda que el rey Juan Carlos de Borbón ha cumplido un papel esencial en la vida política española de los últimos años. Aunque elegido in extremis por el dictador -lo cual le restaba cualquier legitimidad de origen-, en efecto consiguió servir de pivote para los acuerdos que dieron vida a la transición y más tarde, como ha documentado con enorme lucidez Javier Cercas en Anatomía de un instante, venció sus demonios y supo defender la incipiente democracia en su hora de mayor peligro. Sólo que, al frenar la intentona golpista, Juan Carlos no sólo alcanzó una legitimidad a posteriori, sino permitió que su familia pudiera seguir gozando de sus opacas canonjías.

            Durante años la prensa española se doblegó ante la ficción de que la figura del rey, de este rey demócrata, debía ser protegida de cualquier ataque -y de cualquier examen. Cuando una revista satírica se atrevió a publicar en primera plana una burda sátira de la Casa Real, debió sufrir las consecuencias, como si España fuese un emirato. Rehabilitada, la teoría medieval del doble cuerpo del rey era actualizada día con día: más allá de que el monarca fuese humano, demasiado humano, había que preservar a toda costa su derecho divino a gobernar, reconvertido en su intachable condición de "jefe de estado" y "símbolo de la unidad de España".

            Sólo cuando la engañosa riqueza de las últimas décadas mostró su condición de espejismo, la imagen del rey y su entorno empezó a deteriorarse y  a mostrar sus facetas ocultas. Al parecer, su conducta no era tan intachable como se decía; sus amoríos empezaron a brotar en la escabrosa prensa del corazón que de por sí coloniza el conjunto de la vida pública española; y de pronto se reveló que poseía la misma natural afición de sus antepasados por el deporte real, la caza. Hasta allí, el cuerpo mortal del rey se había erosionado, pero su otro cuerpo permanecía a salvo. Hasta que los negocios turbios de su yerno -y acaso de su hija- se volvieron en su contra. ¿En verdad había que seguir protegiendo el cuerpo divino de un rey cuya familia se revelaba tan prosaica como la de muchos de sus aliados empresariales y políticos?

            Fatigado por 39 años de reinado -y este alud de escándalos-, el rey abdica. Abdica en su hijo, el futuro Felipe VI. A principios del siglo XXI, éste ya no tendrá oportunidad para legitimarse a posteriori. La tentación de volverse un soberano populista -"moderno"-, como otro monarca absoluto en quien hace poco abdicó su predecesor, el papa Francisco, no será suficiente. La única salida que le queda a Felipe de Borbón consiste en revelarse contra su cuerpo divino. Así como su padre permitió la transición, él tendría que encabezar el llamado para que la permanencia de la monarquía -y acaso de todo el modelo autonómico heredado de su padre- sea votado en referéndum por los españoles.

 

Twitter: @jvolpi

 

 



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8 de junio de 2014
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Un proyecto multimedia para llorar: Final Salute, de Jim Scheeler y Todd Heisler

Cuando me tocó abrir el turno de preguntas, me llevé el micrófono a la boca pero no salían las palabras. Estaba en estado de shock.

El viernes 16 de mayo yo estaba moderando un panel en el segundo día de la 9ª conferencia anual de la Asociación Internacional de Estudios de Periodismo Literario (IALJS), pero no podía cumplir con la primera obligación de cualquier moderador, que es no emocionarse con lo que está escuchando.

Hace cinco años que acudo y hablo en las conferencias de este exquisito grupo de estudiosos y cultores del periodismo literario o narrativo. Cada mayo, me junto con colegas y amigos de Australia, Europa, Norteamérica y unos poquitos latinoamericanos. En mis presentaciones suelo traer a cronistas de continente, por lo general desconocidos para este grupo: en Londres hablé de Cristian Alarcón; en Bruselas, de Rodolfo Walsh; en Finlandia, de Gabriel García Márquez. Este mes, llevé a París la obra inmortal de Elena Poniatowska.

Pero unos meses antes me preguntaron si quería también moderar un panel. Era sobre las posibilidades de Internet y las herramientas multimedia para contar historias reales. Busqué en la web datos sobre los panelistas que tenía que presentar. A dos los conocía de otras conferencias. El que más me intrigó era Julian Rubinstein, prolífico periodista de tranco largo y profesor invitado en Columbia: tenía un proyecto sobre un pintoresco jugador de hockey y ladrón de bancos de Hungría, y en su proyecto multimedia incluía, junto con textos, fotos, videos y mapas, el audio de una canción que el mismo Rubinstein había compuesto desde el punto de vista del ladrón, y que cantaba con voz rasposa y afinada en estilo folk.

El último de la mesa parecía un chico apocado. En la foto de su web se lo veía con saco y corbata. Se llamaba Jim Scheeler y trabajaba en el diario local Rocky Mountain News. Iba a hablar de “cómo multimedia cambia una historia”.

Su crónica, que le valió un Premio Pulitzer en 2006, se llama Final Salute. Jim y su fotógrafo Todd Heisler pasaron un año siguiendo al Mayor Steve Beck de los US Marines. El mayor Beck es el encargado de ir a la casa de los familiares de los soldados muertos en las guerras que Estados Unidos despliega por el mundo a darles la mala noticia. La mayoría de las víctimas de los últimos años murieron en Iraq y en Afganistán.

Cuando ven llegar al mayor Beck con su uniforme impoluto tachonado de medallas, sus guantes blancos y su bandera doblada como un pañuelo, los padres y las esposas se ponen a temblar, o a llorar, o a gritar, presintiendo la tragedia.

Poco a poco, Jim y Todd fueron encontrando a su personaje principal. No era Beck: era Katherine Cathey, una chica de 23 años, recién casada y embarazada. Su esposo volvía del frente en un ataúd cubierto con la bandera de las barras y las estrellas, y en el aeropuerto militar, ella se zafó de la mano de Beck y corrió al ataúd, para abrazarlo como un náufrago al madero.

Cronista y fotógrafo siguieron a Katherine durante una semana. Grababan su voz, tomaban fotos que en el silencio de su casa cuyo ‘click’ sonaba como una bomba, pero sobre todo, permanecían a su lado. “Si quiere que nos vayamos, sólo díganoslo”, le decía Jim.

La última noche, después de la vela en el regimiento, Katherine quiso quedarse a dormir con su esposo por última vez. Los marines le prepararon un colchón al lado del ataúd. Es la foto que acompaña este relato.

“¿Todavía están ahí mis reporteros?”, dice Jim que Katherine le preguntó al marine de guardia.

Sin pestañear, el soldado dijo: “Sí. ¿Quiere que los echemos?”

“No. Solo quería saber que estaban ahí”.

Con esta foto todavía en el proyector de la sala de la Universidad Americana de París, me tocó ponerme de pie y abrir el turno de preguntas. No me salía la voz.

Sí, no me suelen caer bien los US Marines. Pero esta historia me interpelaba. El muerto podía haber sido yo. Katherine era yo. El pie de foto explica que en su última noche al lado de su hombre, prendió el ordenador e hizo sonar (¿para quién?) una canción que le gustaba a su apuesto soldado. Es lo que está haciendo cuando Todd Heisler gatilla su ‘click’ ensordecedor.

Y sí: las producciones multimedia también pueden servir para hacernos llorar.     

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7 de junio de 2014
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El Boomeran(g)
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