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Armarios

La vida en los armarios ha tenido buena cinematografía, como si una corriente centrífuga atrajera hacia ellos todo lo que no sabes dónde guardar, aunque sean los últimos lugares donde deban esconderse los secretos. Mi abuela custodiaba las cartas más íntimas junto a paquetes de Winston en un cajón, debajo del de las corbatas; entonces tabaco y amor aún iban juntos en la frase.También hay armarios que encierran libros prohibidos, como el Necronomicón, de Lovecraft. Y películas como Dos hombres y un armario en la que, de la mano de un jovencísimo Roman Polanski, los protagonistas se pasean por las calles de una ciudad cualquiera en un alegato contra la intolerancia. La expresión salir del armario se popularizó en los años sesenta, y los primeros Orgullos funcionaron como outings públicos, incluso a traición. Ha surgido un debate en las redes a partir de las declaraciones de la periodista Sandra Barneda en Telecinco, en las que, a propósito de la salida al armario de miss Canarias, pedía que se acabara con etiquetas y armarios y que se respetara la opción personal de cada uno, para acabar ratificando que ella está muy satisfecha de ser como es. La ortodoxia homosexual la acusó de ambigüedad, esgrimiendo la escasa visibilidad de lesbianas. Como si se hubiera de actuar por mandato. Goethe añadió a la segunda edición de Las desventuras del joven Werther la siguiente frase: “Sé hombre y no me sigas. ¡Síguete a ti mismo!”, debido a que muchos jóvenes se habían suicidado emulando el ejemplo de su apasionado protagonista. La resistencia al outing lésbico trasciende a la presión social y a la doble misoginia: muchas mujeres conocidas no quieren acarrear con el crédito de presentadora, empresaria o ministra lesbiana. Mejor sin subtítulo. Desde siempre, aunque no lo reconociera hasta poco más de año y medio, Jodie Foster fue aquella actriz y directora “lesbiana”, y Martina Navratilova aquella tenista “bollera”. Y así como los gais ya invitan a las autoridades a sus bodas, descorchando poder, las féminas homosexuales no poseen ni una tercera parte de su normalización pública. Por el contrario, el lesbian chic hace veinte años que está de moda. Imágenes sexis y descaradas, de chicas besándose y rozando su piel desnuda continúan encarnando la quintaesencia del lujo en afiches protagonizados por Kate Moss y Rihanna o Cara Deleavingne y Ondria Hardin. Mientras la bisexualidad trendy se agita con frivolidad y glamur, no pocas adolescentes que se descubren amando a otra mujer se sienten atrapadas en su secreto. “He sufrido durante años porque me daba miedo decirlo. Estoy cansada de esconderme y de mentir por omisión”, declaró la actriz Ellen Page, cuando decidió abrir su cajón.

(La Vanguardia)

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3 de septiembre de 2014
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Primeras letras con Borges

Mi primer encuentro con Borges tuvo lugar en San José de Costa Rica en una tarde de llovizna en octubre de 1964. Fue un encuentro sin presentimientos, como ocurre siempre en el infinito juego de azares y certidumbres imprevistas que es la existencia, según él mismo enseñaba.

Y así me detuve frente a las vitrinas de la Librería Lehmann que solía exhibir sus novedades acomodadas sobre un lienzo de seda recogido en pliegues, como si se tratara de estuches de joyas o frascos de perfume. Entonces, como todo es obra del azar, y de los espejos, estaban allí esperándome las tapas grises de Ficciones. Borges del otro lado de la vitrina mojada y yo mirándome en ella y en sus libros como en el espejo que prefija la continuidad de los encuentros hasta el infinito.

De vuelta en mi casa, recuerdo, puse mi firma en las portadillas, y la fecha, un hábito escolar de herrar los libros al entrar en posesión de ellos, que me sirve ahora, al volver a ese ejemplar tantas veces manoseado, para comprobar cuándo empezó Borges a ser mi maestro de primeras letras.

En apariencia, no hay nada tan lejano al mundo de Borges como el mundo del Caribe, de donde yo vengo, y de donde venía cuando me encontré la primera vez con él bajo una llovizna centroamericana. Pero fue el mismo Borges quien alguna vez estableció esas conexiones mágicas con el Caribe, cuando recuerda en Historia Universal de la infamia "la deplorable rumba El Manisero...la cruz y la serpiente en Haití, la sangre de las cabras degolladas por el machete del papaloi, la habanera madre del tango, el candombe..."

El Caribe, que tiene mucho que ver con el sur de Borges, porque son parcelas distantes de un mismo territorio arcaico y recurrente. Recabarren; el patrón de la pulpería en la pampa que tendido en el camastro va a presenciar pronto un duelo, o Juan Dalhmann que empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura infinita a que lo maten, también podrían haber sido historias de la Nicaragua rural y ganadera, o de la ciénaga de García Márquez.

Borges buscó siempre alejar al lector de la idea de que el acto de leer es el acto de congeniar con una mentira, tratando de fingir a fondo para lograr algo que fuera lo más parecido a la verdad, como las citas falsas de autores que nunca existieron.

Y su erudición como arma. No una falsa erudición, sino la erudición insondable, arcana, a través de la cual es posible construir todo un mundo imaginario, utilizando sus caminos y entreveros como si se tratara de un laberinto imposible donde el lector, que es el Minotauro, dueño falso de ese laberinto, que es el mundo apócrifo de la ficción, morirá siempre de una puñalada limpia.

Y frente a sus posiciones políticas, tan irritantes, aprendí a consolarme con la idea de que nunca fue un político, como él mismo también pensaba de Quevedo. Con humor nos dice que cuando Quevedo da su lista de los enemigos de Dios, lo que está haciendo "es mero terrorismo". Quienes como Quevedo o como Borges fueron tan grande humoristas, no pudieron dejar de ser, al mismo tiempo, grandes terroristas literarios.

El Borges que podía describir una y otra vez el duelo a muerte de Martín Fierro, al revés o al derecho, matando o muriendo, y siempre la eternidad que estaba en él mismo, en sus antepasados, en sus compadritos de faca urgida, y en su paisaje sin mesura.

El Borges del sur, el sur de Borges que pese a las distancias era como Nicaragua, como también el sur de Faulkner era Nicaragua, humo de lámparas de kerosén, olor a cueros al sol y a quesos rancios, y un vuelo funeral de moscas sobre el rostro de un muerto cubierto con un poncho bajo la luna pálida. Borges era mi país y era mi infancia. Y era la literatura como pasión, o como vicio, o como desesperación.

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3 de septiembre de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Europa, frente al califato

Algún día Europa tendrá una fuerza de intervención rápida, preparada para evitar que en su vecindario se instalen ejércitos terroristas como el del Estado Islámico de Irak, que milicias islamistas ocupen el aeropuerto de Trípoli o se produzcan invasiones sigilosas como la de Rusia en Ucrania. El día en que Europa tenga en su mano un instrumento de este tipo, es probable que se lo piensen dos veces quienes emprenden acciones violentas e incluso genocidas en los confines del continente. Estamos todavía muy lejos. De momento, la única fuerza europea de intervención rápida con que contamos es la que conforman los centenares de jóvenes yihadistas salidos de Londres, París, Berlín y Madrid que se han apuntado a una mili espeluznante en Siria e Irak, donde pueden asesinar a placer, cortar cabezas y morir en nombre de un remoto islam imaginario que se expandía a golpes de cimitarra. Alemania rompió su particular tabú en 1999, cuando por primera vez desde 1945 mandó tropas al exterior y precisamente a un escenario europeo como los Balcanes, donde las fuerzas de Hitler habían dejado la huella genocida que todos conocemos. Fue un Gobierno de coalición entre socialdemócratas y verdes el que tomó tal decisión. Desde entonces, Alemania había regresado a la senda pacifista, sobre todo gracias a la oposición a la guerra de Irak en 2003, a la inhibición en la votación del Consejo de Seguridad en 2011 que autorizó los bombardeos sobre Gadafi para proteger a la población civil y al mantenimiento de su prohibición de mandar armas a zonas en guerra. Cuanto más se acercan los tiros al continente europeo, más insostenible es el mantenimiento de la posición inhibida de Alemania en seguridad y defensa. No se puede cargar el peso de tantas responsabilidades económicas e incluso políticas en nombre de toda Europa sin pagar las contrapartidas en compromiso defensivo y en una política exterior más comprometida. La anexión de Crimea por Rusia y la presión rusa sobre las regiones ucranias limítrofes empujan hacia una definición más contundente. Pero todavía reclama mayor compromiso la instalación del califato asesino y genocida entre Irak y Siria, con el doble efecto de la eliminación de las minorías religiosas y étnicas que no quieren plegarse al rigorismo sunní y, lo que es todavía peor, el reclutamiento alarmante de jóvenes europeos para una yihad que amenaza a Europa con su billete de vuelta. La jugada no es fácil. El envío de armas a los peshmergas va a contribuir indirectamente a la consolidación de la nación kurda independiente. Sin contar con que puedan caer en manos de los islamistas, como ha sucedido con otros arsenales occidentales destinados a otros fines en Siria o en Irak. Es solo un pequeño paso de compromiso alemán, pero también es un paso comprometido. Señala una necesidad, pero revela a la vez la desproporción entre la demanda de seguridad y la disposición de nuestras opiniones públicas. Los europeos preferimos que los islamistas vayan a hacer la mili a Irak e imaginar así que nos dejan tranquilos en casa. Pronto tendremos de vuelta a los supervivientes con ganas de seguir su combate. Y entonces veremos qué hacemos con ellos. Hay razones morales para frenar el genocidio en Irak, pero las hay también prácticas, porque la seguridad de los europeos también está amenazada por el califato terrorista.



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2 de septiembre de 2014
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Vida de los escritores

No todos los escritores, del sexo que sean, son fotogénicos. Comparten esa carencia con el resto de los mortales, pero al igual que ellos, por el hecho de tener vida, aun siendo ésta trillada o irrelevante, tienen una biografía posible. Pocas se llevan a cabo de manera artística o pública; la memoria privada de sus seres cercanos es, en general, lo único que hace persistir a la mayoría de los muertos. Es cosa sabida que España, un buen lugar para vivir (al menos según los extranjeros que la visitan turísticamente), es malo biográficamente hablando. Los libros asociados al recuento de las vidas han escaseado siempre, en sus distintos registros, y no deja de ser paradójico que el país más entrometido que existe sea a la vez el que confunda, cuando suena la flauta, la voz de la verdad con la maledicencia. Siendo así en la literatura, terreno en el que nunca nos han faltado las glorias, tal pobreza también se da en el desdeñado cine español, y lo viene a recordar la coincidencia en las carteleras de dos interesantes películas europeas, ‘Violette' y ‘La mujer invisible' (sobre el adulterio de Dickens con Nelly Terman); el año pasado tuvieron reconocimiento, más las dos primeras que la tercera, que era la buena, ‘Hannah Arendt', ‘En la carretera' (con la presencia central de Kerouac y Neal Cassady) y ‘Camille Claudel 1915‘, extraordinaria semblanza de la desdichada escultora y de su hermano y genial dramaturgo Paul Claudel.

 

        Me acordé de Jaime Gil de Biedma en tanto que protagonista de ‘El cónsul de Sodoma' (Sigfrid Monleòn, 2010) viendo ‘Violette', un trabajo algo convencional de factura del director Martin Provost, sobradamente redimido por el interés de la biografiada y las magníficas prestaciones de sus intérpretes, sobre todo Sandrine Kiberlain en el papel de Simone de Beauvoir. No hay dos personas ni dos artistas más distintos que el poeta barcelonés y la novelista francesa Violette Leduc, y la homosexualidad predominante, aunque no excluyente, de ambos escritores, y el mandarinato intelectual y editorial que en ambos ‘biopics' queda reflejado no son razones suficientes para hacer sus vidas paralelas; a las dos películas las une su logrado afán de autenticidad, su anti-hipocresía. La de Monleón pecaba quizá del excesivo empeño en condensar en menos de dos horas vida, obra y contexto, pero además de sus virtudes cinematográficas y sus buenos actores interpretando a figuras aún vivas, era llamativo y a menudo fascinante el tratamiento revelador de estados amorosos que aquí, pero no en otras culturas próximas, aún escandalizan. Vidas sin santidad. Rosalía de Castro, Galdós, Lorca, Cernuda, los Machado, Josep Pla, las parejas Juan Ramón/Zenobia y María Teresa León/Rafael Alberti: el número posible de películas (ya que ahora hablamos de cine) haría la boca agua, si la industria nacional -torpedeada sañudamente por las medidas del gobierno Rajoy- no estuviera yéndose a pique.

    Una cuestión espinosa y para muchos frustrante en la relación de la imagen fílmica con el universo literario es la del parecido. Los públicos de cine se distinguen por su celo a la hora de comparar las películas con las precedentes novelas adaptadas. "Me gustó más el libro", se oye sin cesar en la salida de las mini-salas. No es este el sitio para explayarse, pero hay un número bastante mayor de películas superiores al libro de base del que se piensa, así como directores que llevando a la pantalla ‘El Decamerón', ‘Madame Bovary' o ‘El extraño caso del Dr Jekyll y Mr. Hyde' han honrado artísticamente a Boccaccio, Flaubert y Stevenson. La decepción puede ser aún más dolorosa si la infidelidad se extiende a la fisonomía. Ya no se trata entonces de que las películas no se parecen lo suficiente a nuestros libros venerados, sino de que el espectador, que siempre lleva dentro un enamoradizo en potencia, se siente como un amante traicionado al comprobar que no sólo el actor y la actriz dicen palabras distintas a las escritas en las páginas originales; en el trasvase cinematográfico se ha podido perder la nariz respingona, la voz rauca, los ojos de aguamarina o las gallardas piernas del personaje soñado. Ir al cine a ver lo que cientos de personas en equipo han hecho, dinero mediante, con una obra que sólo una persona ideó, elaboró, terminó y tal vez ni cobró es el camino directo a la desilusión y el encono del purista. Mejor quedarse en casa releyendo la obra maestra.

     Puede causar aún más despecho al escrupuloso que la disimilitud alcance a quien escribió la obra maestra. Ralph Fiennes hace en ‘La mujer invisible' un esfuerzo convincente para quitarse ‘glamour' y echarse los años que le asemejen al maduro Dickens enamorado de su jovencísima ‘fan'. En la embarullada y a ratos cursi ‘Howl, la voz de una generación', James Franco, infinitamente más guapo que Allen Ginsberg, recrea de modo impresionante la cadencia y el deje del poeta ‘beat', pero los directores del film, en una de sus pocas ideas juiciosas, rompen desde los títulos de crédito la ilusión facial, al incluir fotos de época de los personajes reales, en un contrapunto nada chocante con los actores que encarnan verosímilmente a Ginsberg y a sus amigos o amantes, Ferlinghetti, Peter Orlovsky, y los siempre ubicuos -sobre todo en las camas ajenas-  Cassady y Kerouac.

      Casi tanta fama como la obra de J. D. Salinger tiene la foto del anciano Salinger mirando con odio y levantando el brazo, no se sabe bien si para taparle el objetivo o darle un puñetazo, al fotógrafo que le retrató a bocajarro.  Otros escritores, sin llegar a esa iracundia, se niegan a dar entrevistas, a firmar sus libros en público, a dejarse pintar o fotografiar, incluso antes de que el posado junto a la lectora ferviente ante un móvil que suele disparar el novio de la interesada se hiciera la plaga que hoy es; Haruki Murakami la cortó de raíz, aunque con protocolo imperial, en una ocasión de la que fui testigo en Santiago de Compostela. La auto-protección de la privacidad es un derecho humano que también se le debe permitir al artista, por banal o ensimismado que sea. A veces, sin embargo, la lírica posee una épica que despierta la avidez del redactor-jefe, del productor de cine, y, por qué negarlo, del cinéfilo de buena fe. Es un rito de paso comprensible, una especie de sublimada fase del espejo querer ver, por ejemplo, reconstruida por Philip Seymour Hoffman, la pluma de Truman Capote (me refiero a la de sus muñecas incontenibles, no a la estilográfica), el ‘tour de force' de la Streep hablando inglés con la resonancia ártica de Karen Blixen en ‘Memorias de África', o la avejentada carnalidad de Judy Dench y Jim Broadbent al interpretar en ‘Iris' al matrimonio abierto formado por Iris Murdoch y John Bailey. Otra forma vicaria y noblemente curiosa de prolongar la admiración de sus libros, asistiendo a la posteridad figurada de quienes, fueran como fueran, los escribieron. Y después, nos guste más o menos la representación, volver a la novela o al cuento sabiendo que ahí no hay traición posible.      

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2 de septiembre de 2014
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La empatía y los Pujol

En las cenas de este verano que declina, uno de los comentarios más recurrentes sobre el caso Pujol empezaba con un nombre: Marta. “Detrás de todo está la Ferrusola”, escuchaba a los cuatro vientos. Muchos la dibujan como ambiciosa y maquiavélica, dura de pelar, la matriarca, “una bruja”, sustantivo que sigue adjetivando a las mujeres cuando se les quiere negar cualquier rasgo de feminidad. De aquellos vítores de “això és una dona” que endulzaron sus oídos en plena efervescencia del pujolismo, ha pasado al desprecio de quienes antaño la veneraron. Su causticidad, con esa media sonrisa resabiada, y su coraje inmortalizado en aquel vuelo libre, además de un parco vestuario, resumían el estilo Ferrusola: familia y nación, sacrificio y austeridad. En 1980, cuando Pujol ganó las elecciones, decidieron que con siete hijos no se iban a mudar a la Casa dels Canonges, decorada sobriamente por Bibis Salisachs en 1976, cuando la ocupó con su marido, Juan Antonio Samaranch, entonces presidente de la Diputación de Barcelona. Cuatro años después, la revista ¡Hola! solicitó un reportaje sobre la familia -hasta entonces sólo se habían ocupado de los Suárez-, y accedieron. Había que jugar fuerte en España. Los reporteros visitaron el piso de General Mitre, y ante la desalmada austeridad del crucifijo en el cabecero decidieron que el reportaje se haría en la Casa dels Canonges. La casa de los Pujol no tenía foto: ni sombra de ostentación. Durante su estancia en Queralbs, los medios han vigilado a la pareja y han mostrado a un Pujol sereno, sonriente incluso, y empático. Frente a ella, en cambio, la cámara se ha topado con un bloque de hielo. Y la imagen ha congelado el rostro de “la mala”, lo sea o no. Pero hay otro personaje que ha mutado también en estereotipo a lo largo de este caso: “la ciudadana Victoria Álvarez”. En EE.UU. probablemente sería una heroína digna de un biopic de Hollywood; aquí, lo más suave que le han dicho ha sido “mujer despechada”. De “fulana” a “montajista”, si bien ella insiste en que todo saltó, no por despecho, sino por la encerrona del micrófono oculto en La Camarga, Álvarez ha pisado todos los platós contando que no quiso ser cómplice de un saqueo de millones que iban y venían en maleteros. Pero su personaje se ha quedado en carne rosa y amarilla, con aplausos del público y cautela informativa. A pesar de ser la espoleta del culebrón, su testimonio carece de relato y su credibilidad es cuestionada, acaso por otro cliché: el de la chica del gángster. Dirán, un artículo más sobre el tratamiento de las mujeres en los medios, y sus etiquetas: buenas y brujas, monjas y putas. Se podría abundar en ello, pero lo que en verdad demuestran ambos personajes es la importancia de la empatía en el juicio público: al lado de Marta y de Victoria, Pujol pasa por un sabio despistado y alegre, un estadista ajeno a cuestiones mundanas. (La Vanguardia)

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1 de septiembre de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La ley de la oscuridad

Llegamos a los días decisivos entre setiembre y noviembre en mitad de la más espesa niebla política que se haya visto jamás. Tres son las espesas cortinas que ensombrecen el proceso de la consulta del 9 de noviembre y que han ido cayendo uno detrás de otro hasta dejarnos con la habitación en la penumbra más absoluta, sin que podamos ver a un palmo de nuestras narices ni saber qué diablos estamos haciendo. La primera en el tiempo y en la construcción lógica, es la espesa cortina de la oscuridad en los propósitos. La formación que dirige el proceso se presentó ante los electores y obtuvo su exigua e incompleta mayoría de 50 diputados en las elecciones de noviembre de 2012 sin explicar muy bien qué quería ni qué proponía. Una parte, la demócrata cristiana, no estaba ni está hoy por la independencia, sino por algo así como la confederación. La otra parte, descubrió súbitamente su vocación independentista poco antes de las elecciones pero prefirió ocultarla en su programa o dejarla en la ambigüedad para no perjudicarse electoralmente: los votos que obtuvo fueron estrictamente en favor del Estado propio dentro de Europa, sin saber muy bien qué sería eso, si como Baviera o como Eslovenia. Con estos bueyes hay que arar y así es como se conformó la actual mayoría y el pacto de estabilidad con Esquerra, que llevó a Artur Mas a adoptar el calendario y la posición de Esquerra --sí al Estado catalán y sí a la independencia--, sin haberla de ningún modo llevado en su programa ni haber obtenido el aval de su electorado, por mucho que ahora se quiera maquillar retrospectivamente. Los nacionalistas quebequeses la han revindicado siempre y Alex Salmond la llevó en el programa con el que ganó las elecciones, antes incluso de que Cameron aceptara en envite. Nadie podía llamarse a engaño: la claridad empieza por uno mismo. La segunda cortina, doble además, es la forma de la pregunta, confusa donde las haya. Dos preguntas a falta de una. Y sin manual de interpretación, para dejar más espacio a la discusión y a la incertidumbre. Sobre la primera --¿quiere que Cataluña sea un Estado?-- ya se ha hecho toda clase de bromas respecto a los estados de la física y las metáforas que ocultan. Todos queremos una Cataluña bien sólida. Aceptamos gracias al filósofo Zygmund Bauman que estamos en una Cataluña líquida. Y nos repugna abiertamente la Cataluña gaseosa, porque ni siquiera la podemos ver, aunque en cierta forma es la que más se asemeja a la Cataluña en penumbra que tenemos. Y en todo caso, poca broma: ¿Qué tipo de Estado? ¿Massachusetts o Baviera, Andorra o Ciudad del Vaticano, Quebec o Singapur? La primera pregunta no sirve para nada, salvo para confundir y aliviar malas consciencias: la buena, directa y clara es la segunda, por supuesto. Llegamos a la tercera cortina, gruesa también, que es la ley catalana de consultas no referendarias. Lo dirá mejor que yo un profesor de Ciencia Política de la Pompeu como Jaume López: ?Podemos decirlo clar i català: una consulta política efectuada al conjunto de los catalanes es un referéndum que, por razones jurídicas y políticas, no puede denominarse como tal? (Ara, 28 de agosto). Esta es una cortina mágica, con trampa por tanto, de las que utilizan los prestidigitadores para hacer desaparecer y reaparecer cosas. Aquí tienen ustedes una consulta no vinculante, un pañuelo, que cuando conviene se convierte en un referéndum con efectos políticos ineludibles, ¡y aquí está una paloma! Además de las cortinas hay un aditamento previo, que rebajó la luz y la difuminó, creando así un estupendo efecto visual para acostumbrar nuestros ojos a la oscuridad actual. Es el velo o gasa del derecho a decidir, ese inaprensible e inconsútil tejido que sustituye al imposible e innombrable derecho de autodeterminación. ¿Derecho de quién a decidir qué y con qué motivo? ¿A decidir la integración en el euro o la participación en la OTAN, la aceptación de las políticas de austeridad o la sustitución de la monarquía por una república? Busquemos el auxilio del mismo Jaume López en su artículo Consulta o referéndum las cosas por su nombre: ?Los juristas dicen que no existe. Que solo existe el derecho de autodeterminación, Tienen razón. No existe formalmente: no hay ninguna norma que lo recoja?. Conclusión: el Gobierno catalán pretende convocarnos a votar el día 9 de noviembre en ejercicio de un derecho inexistente, en aplicación del compromiso de una mayoría parlamentaria que tampoco existe, respondiendo a unas preguntas confusas cuyas respuestas serán de difícil interpretación y aplicando una legislación catalana que confunde adrede las consultas no referendarias y no vinculantes con los referendos consultivos de efectos políticos. Esta es la política de la claridad catalana. Que venga el Tribunal Supremo de Canadá y nos eche una mano, por favor.



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1 de septiembre de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Tirano(s)

Un típico país árabe, con sus desiertos poblados por beduinos, sus costas arenosas y sus atardeceres sanguinarios, sus plácidos oasis y sus abigarrados palacetes -con sus ineludibles cúpulas de oro-, sus oligarcas fatuos o corruptos y sus masas sojuzgadas y, por supuesto, sus fanáticos rebeldes dispuestos a inmolarse en la yihad. Un típico país árabe con el improbable, cuando no ridículo, nombre de Abuddín.

Luego, un típico dictador, Khaled al-Fayeed (en la correcta transliteración española, Jaled al-Fayid), tan brutal como comprometido con su patria, rodeado por su monstruosa familia: su primogénito Jamal, destinado a convertirse en su heredero, tan frágil como cruento, tan mujeriego como soberbio, y la esposa de éste, una misteriosa -y típicamente perversa- Lady Macbeth levantina, Leila; y, por último, el general Tariq, responsable del ejército y de las sucesivas olas de represión sufridas por sus habitantes. Hasta aquí, el escenario parecería calcado del Irak de Saddam Hussein si no fuera por la súbita aparición de la oveja negra de la familia: Bassam (mejor conocido como Barry), el hijo menor del tirano, el cual, luego de pasar veinte años en Estados Unidos, donde se graduó como pediatra y se casó con una rubia para procrear una típica familia estadounidense, regresa a Abuddín para asistir a la boda de su sobrino con la hija del dueño del monopolio televisivo del país.

            La premisa de Tyrant, la nueva serie creada por Gideon Raff (uno de los responsables de Homeland), producida por FX y actualmente al aire tanto en Estados Unidos como en México, radica en la confrontación entre estos dos estereotipos: la corte de Abuddín, inspirada tanto en los excesos de un sinfín de dictadores y jeques árabes como en los cuentos de las Mil noches y una noche, y una familia estadounidense normal, esto es, una pareja con dos hijos adolescentes: una chica frívola y un chico gay.

            En el capítulo piloto, observamos el primer choque entre estos dos mundos -en donde Barry/Bassam hace de puente- justo cuando el patriarca Khaled muere de pronto. A partir de aquí, la serie aspira a convertirse en un relato más sobre la lucha por el poder, al estilo de House of Cards, sin llegar a conseguirlo. Mientras Jamal asume la presidencia, Bassam se transforma en su consejero áulico. Con sus ideales típicamente estadounidenses, éste se dedicará entonces a tratar de educar a su violento hermano en los valores de la democracia y la libertad. La tarea no se revelará, evidentemente, sencilla, y nuestro héroe, en su afán por modernizar a su país, descubrirá que "para cocinar un omelette hay que romper varios huevos" y que sus buenas intenciones no sólo se verán traicionadas por su iracundo hermano, sino que su "intervención humanitaria" provocará decenas de muertes.

            Como metáfora de la invasión de Irak y del fracaso estadounidense a la hora de imponer allí una democracia por la fuerza, Tyrant se queda corta: por más que Barry/Bassam tenga que ensuciarse las manos y, por tanto, se convierta en otro de esos antihéroes que tanto encandilan a las audiencias televisivas hoy en día (con Tony Soprano y Walter White como epítomes), su papel como representante de la civilización -así sea corrupta- frente a la barbarie de Abuddín no hace sino confirmar todos los prejuicios occidentales frente al mundo árabe. Si acaso el deseo de sus creadores fue acercar esa realidad ajena a cada hogar estadounidense, no han hecho más que reforzar los peores prejuicios sobre esta parte del mundo, reiterando la costumbre que Edward Said estudió en su célebre Orientalismo (1978). Para muestra, un botón: mientras que Barry/Bassam se expresa en un inglés perfecto -de hecho, con un inverosímil dejo británico-, todos los demás, incluido el carismático actor árabe-israelí Ashraf Barhom (Jamal), lo hacen en un inglés quebrado por más que se suponga que están hablando en árabe.

Desde luego, sus productores no podían prever que el estreno de Tyrant coincidiría con el auge del terrorismo radical del Estado Islámico de Irak y de Levante o con la lamentable incursión israelí en Gaza -dos pruebas del fracaso de Estados Unidos en Medio Oriente-, pero su superficial y unívoco retrato del mundo árabe en poco contribuirá a que una comunidad tan variada -que va de Marruecos a Irak y de Líbano a Yemén, y en la que conviven radicales con moderados y musulmanes con cristianos- no termine una vez más identificada sólo con los pedestres y malévolos dirigentes de Abuddín. 

 

Twitter: @jvolpi



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31 de agosto de 2014
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