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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Paz

 París, Londres, Moscú, Alejandría, Nueva York o, cómo no, la joyceana Dublin han sido motivo y fuente de inspiración que se renueva de continuo sin dar muestra de agotamiento porque, en último término, toda ciudad es un estado de ánimo y conforma el alma de quien la pinta en la misma medida que quien osa pintarla deja en ella su impronta más profunda. Desde ahora el lector en lengua española puede añadir al elenco habitual el nombre del turco Ahmet Hamdi Tanpinar (Estambul 1901-1962), reiteradamente reconocido como maestro por el premio Nobel Orhan Pamuk. No por casualidad ambos escritores son un ejemplo elocuente de esa capacidad de renovación o renacimiento que tiene una ciudad, ya que en ambos Estambul es el telón de fondo contra el que se insertan sus personajes. Quienes hayan leído novelas de Pamuk, y más concretamente su libro Estambul. Ciudad y recuerdos y lea ahora Paz, de Tanpinar, reconocerán la ciudad a la que ambos recurren incansablemente como referente, aunque también podrán apreciar las notorias diferencias entre uno y otro. Pero no por otra razón se dice que tanto la Estambul de Tanpinar como la de Pamuk surgen de un estado de ánimo, cambiante como todo estado de ánimo, distinto según sea el amanecer o el ocaso, o según la ciudad esté bañada de luz otoñal o de invierno, o si el momento  lo vive alguien que está enamorado o si se limita a dejar pasar las horas sin saber qué hacer de sí mismo. Y si tales diferencias son notorias a lo largo de un día o una estación del año, cómo podrían ser iguales las descripciones de dos escritores que han elaborado sus respectivas obras con casi setenta años de diferencia.

Cabe señalar que Tanpinar es un extraordinario narrador: con el apoyo de cuatro o cinco personajes centrales, a los que tampoco les pasa nada del otro mundo (Ishat se pone seriamente enfermo y está a punto de morir pero se recupera; Mümtaz se enamora de la bella Nurat y los desenamoran en un plazo de meses; Surat, el amargado, se ahorca después de haber sembrado el odio y la desunión a su alrededor, y algunos parientes y conocidos de los anteriores que desempeñan cometidos discretos y nada vertiginosos), con esos mimbres, digo, Tanpinar tiene materia viva de sobra para sacar a la luz una ciudad prodigiosa, mitad oriental y  mitad occidental, sumida en la angustia de una Guerra Mundial que puede estallar cuando todavía no se han borrado los desastrosos efectos causados por la anterioir, cuyos habitantes apuran las delicias de vivir el momento con esa mezcla de voluptuosidad y fatalismo que se antoja profundamente oriental.

Pero la suya es una prosa culta, rica en resonancias y que aspira a capturar en el instante lo que de eterno hay en la cotidianidad. Y encima teniendo a gala mostrar un cuidado tan exquisito al crear a sus personajes principales como a un ser anónimo que tan solo acierta a cruzarse con la mirada del narrador. No pocas veces ese cuidado amoroso en la descripción da motivo a despaciosos rodeos, y ahí está ese camarero que tenía por costumbre regresar con su amante tras largas rupturas en las que descansaba  de las labores del amor porque, insomne y agotado, se balanceaba como un barco sin velas ni timón en la niebla aún no dispersa de los placeres de la cama de la noche anterior. Puntualizo que este hombre que merece un esbozo rápido per certero no ha salido antes y no volverá a saberse nada más de él. En cambio, si a veces la prosa se hace algo lenta y digresiva, es una verdadera delicia por ejemplo esa reunión de amigos, un auténtico simposio, durante el que comen y beben, recitan poesías pertinentes al momento, interpretan piezas de música antigua y, en definitiva, están juntos y dejan pasar el tiempo mientras cae la noche cargada de olores y luces (es inconcebible la cantidad de matices luminosos que puede provocar el atardecer en el cielo y el mar, en las casas y las colinas de enfrente, en las barcas que van y vienen o en el ánimo de quienes viven en las márgenes de un Bósforo prodigioso, vivo, cargado de olores y mareas y vestigios de un pasado que no necesitan retroceder mucho para encontrar porque está presente en todas y cada una de las 500 páginas de la novela).

 

Paz

Ahmet Hamdi Tanpinar

Traducción de Rafael Carpintero

Editoirial Sexto Piso .


           


 


 


 




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18 de septiembre de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Miércoles de ceniza

No solo los humanos somos mortales. También lo son las naciones y las civilizaciones, tal como recordó Paul Valéry justo al terminar la contienda europea de hace cien años. Todos lo sabemos aunque simulemos que no nos damos por enterados. Vivir es olvidar que estamos abocados a desaparecer. Y eso vale para los humanos como para las instituciones y las colectividades del tipo que sea, naciones y Estados incluidos. El referéndum de hoy jueves en Escocia es un miércoles de ceniza de las naciones. Hagamos penitencia porque podemos perecer. Las fronteras cambian y las naciones aparecen y desaparecen como por arte de ensalmo. La primera experiencia de mortalidad que tenemos las actuales generaciones fue el hundimiento del comunismo a partir de 1989, cuando cambiaron las fronteras de Europa, luego desaparecieron la URSS y Yugoeslavia, y surgieron puñados de naciones nuevas, algunas directamente de la nada como Macedonia y Kosovo. Ahora experimentamos una nueva oleada, que llega al corazón europeo y toca grandes naciones históricas surgidas de la Europa medieval. No son estructuras artificiosas ni imperios en disgregación, sino naciones hechas y derechas, que han atravesado siglos de guerras y de turbulencias sin apenas modificar sus fronteras. La moneda está hoy en el aire, pero ya no importa del lado que vaya a caer. Escocia será a partir de mañana una nueva nación independiente o ampliará su autogobierno y, lo que es más serio, obligará al Reino Unido a evolucionar hacia una estructura federal. La idea misma de la independencia, sea efectiva o quede meramente en el mundo de las ideas potenciales, ha tomado cuerpo y se ha hecho real en las cabezas de millones de ciudadanos. Si ahora no toma velocidad, porque sus partidarios no son todavía mayoría, lo hará en otro momento, cuando regrese la insatisfacción. No hace falta comentar los efectos que tendrá la victoria del sí en Cataluña ni el impulso que ha adquirido el derecho a decidir, incluso entre quienes desean rechazar la separación con una votación como la de hoy en Escocia. Convocar a los ciudadanos de un territorio para que decidan sobre el futuro de sus relaciones con un conjunto mayor ya no es únicamente una cuestión limitada a los territorios coloniales sino que se puede producir en pleno occidente democrático y civilizado. Una vez demostrada su posibilidad, ideas como esta se expanden a velocidad vírica. Así es como una vieja y fatigante quimera se convierte de pronto en un objeto real y consistente, deseado o rechazado, tanto da, por millones de europeos, pertenecientes a naciones pequeñas o grandes, independientes o subordinadas. Todas las naciones son mortales, como los sueños. Europa, cuando quiso ser fuerte, soñaba en su unidad y ahora, cuando se retrae y pierde pie, sueña en sus viejas y nuevas naciones. Son mortales todas, aunque unas vivan la ilusión de la vida soñada y otras la angustia del sueño de perdurabilidad que se desvanece. Polvo eres y en polvo te convertirás. Este es el mensaje del miércoles de ceniza de las naciones que nos llega este jueves desde Escocia. Y, además, la vida sigue.



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18 de septiembre de 2014
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Jaqueca universal

Cada vez es más difícil salir de casa sin un analgésico en el bolsillo. A pesar de las alarmas sobre al abuso de ibuprofenos y paracetamoles -de los que, sólo en España, se venden cerca de 50 millones de cajas de cada uno al año-, las pesadumbres diarias, acrecentadas por las multiformes caras del estrés y la crisis, empujan a servirse de una ayuda para aliviar el malestar en un gesto lícito y compasivo con nosotros mismos. La fantasía de una pastilla que combata por igual la tristeza y la faringitis ha hecho mella en nuestra sociedad, donde las constantes noticias sobre el creciente consumo de antidepresivos alertan de la descompensación entre realidad e ideal. Ya no aspiramos a conseguir la fórmula de la felicidad: nos contentamos con un aceptable grado de bienestar que nos permita minimizar las inclemencias cotidianas. De ahí que la parafarmacia se haya convertido en uno de los sectores de mercado que más crecen. Y que nuestra obsesión por vivir mejor, desactivar malos hábitos y cultivar tomates en un huerto urbano haya alcanzado un elevado grado de experiencia y sofisticación. Virginia Woolf se lamentaba de que poseamos un lenguaje rico para nombrar el amor, mientras apenas existen palabras para comunicar la fiebre o el dolor de cabeza. La propia descripción de esa niebla densa capaz de emborronar la visión que se esparce sobre las sienes no resulta demasiado atractiva para el lector, aunque la gran mayoría de los mortales nos reconozcamos en esa sensación de jaqueca pesante que nos impide mantener la frente erguida. En el siglo XIX, según cuenta la historiadora Joanna Bourke en The story of pain, el pionero de la homeopatía, Constantine Hering, proporcionaba una lista de adjetivos para ayudar a sus pacientes a verbalizar su malestar. Y les preguntaba si sus dolores eran pesados, palpitantes o punzantes… Todo un precursor del moderno cuestionario McGill, que trata de evaluar el dolor sistematizando su localización, intensidad o el tiempo que dura. En cambio, las dolencias y las enfermedades a menudo salpican el lenguaje del día a día: “Es como un cáncer”, se dice de algún fenómeno negativo que se extiende, banalizando una de las enfermedades que más inciden sobre la población. Y cuántas veces hemos escuchado decir: “Parece autista”, o “bipolar”. La ligereza con la que males tan funestos se esgrimen como metáfora, ofendiendo justamente a quienes los padecen, choca con la pobreza de imágenes que poseemos para profundizar en el malestar. El malestar invade y aísla, transforma el tiempo, enmudece; es fácil de imaginar y de sentir, pero imposible de compartir, y difícil de describir, aunque, al ponerle palabras, la sensación de control aumenta y el dolor palidece.

(La Vanguardia)

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17 de septiembre de 2014
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El niño que canta en la cuna

Celebramos este año el centenario del nacimiento de Joaquín Pasos. La precocidad, unida a una intensiva formación literaria, ha producido en Nicaragua esa imagen del "poeta niño", el primer título que tuvo el propio Darío, quien desde temprana edad era capaz de tocar todos los registros musicales en sus versos. Después de Salomón de la Selva, el siguiente sería Joaquín Pasos, el benjamín del grupo de vanguardia. Y el último, Carlos Martínez Rivas.

Pero entre todos, el poeta que nació siendo poeta y que vio al mundo como un poeta desde que andaba en pañales hasta su temprana muerte, es Joaquín Pasos. Su poesía nunca dejó de ser la poesía de un niño asombrado por la inocencia y las crueldades del mundo, como empieza expresándolo en Desocupación pronta y si es necesario violenta, el poema de pantalones cortos donde reclama la salida de Nicaragua de las tropas de ocupación de los Estados Unidos; asombro que culmina con Canto de guerra de las cosas, su elegía ante los horrores de la segunda guerra mundial.

Algunas vez oí decir a Coronel Urtecho, cuando a comienzos de los años sesenta recién había vuelto de Madrid y los adolescentes aprendices de escritores lo seguíamos en viajes de ida y vuelta por la calle Candelaria de Managua, oyéndolo perorar sin tregua, que Neruda era un animal que resollaba poesía.

Siempre medité sobe aquella afirmación, y entendí que se podía ser poeta como resultado de una función biológica, como el sudor o la orina, que es lo mismo que me pareció hallar en Joaquín Pasos. Lo releo por el puro deleite de entrar en la poesía como en una casa sin puertas ni cerrojos, y en la que siempre hay música y voces armoniosas; pero lo releo también para cerciorarme de esa calidad natural tan suya de exudar poesía, o de dibujarla con inocencia en las paredes de esa casa encantada, como un niño armado de un mazo de lápices de colores.

Con esos lápices traza el ambiente telúrico de su paisaje natal, el barro de los caminos, los frutos tropicales, la majestad de los volcanes, los indios dormidos como parte misma del paisaje inmóvil. Esta aproximación podría parecer demasiado tradicional y por tanto nada moderna, pero cuando pinta, o dibuja todo lo que puede ver y tocar, sentir, oler y respirar de cerca, transforma ese entorno en imágenes que irán a dar a un lenguaje que será capaz de representar, en las palabras, una realidad paralela.

 Cuando Ernesto Cardenal tituló la selección de la poesía de Joaquín que se publicó en México como Poemas de un joven, aludía a esa calidad primeriza, y primigenia, de una poesía siempre en estado futuro, en la que sobran los artificios; Joaquín Pasos, que murió a los 33 años, víctima de la bohemia provinciana, no recorre ningún proceso que vaya desde la inocencia de sus primeros versos, a la madurez. Es una poesía sin intermediaciones, la poesía del niño que siempre canta en la cuna, aunque se trate de los peores horrores de la vida y de la muerte.

Es, por tanto, una poesía que nunca llegó a adocenarse, ni a meterse dentro de ningún corsé escolástico. Espontánea siempre, Cardenal la organizó en cuadernos del nunca: poemas de un joven que no ha amado nunca, poemas de un joven que no ha viajado nunca....es la poesía siempre vital de la inexperiencia, del desconocimiento, del aprendizaje que no ha comenzado, y que por eso mismo sólo puede ofrecer la pureza de la imagen capaz de reflejar la realidad de primera intención, la búsqueda de esa imagen paralela a la percepción sensorial, que confirma el viejo dictum de Rubén: yo persigo una forma que no encuentra mi estilo....

Lo cual es, en todo caso, la empresa perpetua de la poesía, encontrar la palabra que haga calzar la imagen que a su vez haga calzar la idea, para que a su vez nos ofrezca un reflejo, aunque sea distante y difuso, del universo entero; en el caso de Joaquín Pasos visto con los ojos del niño que nunca dejó de ser.

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17 de septiembre de 2014
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Ciudad hospitalaria

Sant Pau es más que una ciudad dentro de una ciudad. La ambición del mecenas Pau Gil, cuyo legado (tres millones de pesetas de la época) permitió el inicio de las obras en el año 1902, era construir el corazón sanitario de una urbe utópica. Pero ese corazón era tan gigantesco que, como sucede en las mayores utopías de la humanidad, el proyecto quedó inconcluso. De los cuarenta y ocho pabellones planeados y encargados a Lluís Domènech i Montaner, sólo veintisiete se construyeron, y de ellos el gran arquitecto pudo únicamente diseñar y ejecutar doce, quedando el resto al cuidado de su hijo Pere Domènech i Roura, artífice fiel y voluntarioso pero desprovisto del chisporroteante genio de su padre.

Tras más de cuatro años de restauración y reacomodo, el Hospital de la Santa Creu y Sant Pau, su nombre completo, fue abierto en Barcelona a principios de 2014, en concurridísimas visitas (temporalmente gratuitas) con mezcla evidente de nativos curiosos y extranjeros ávidos de Art Nouveau, unos y otros en perfecto estado de salud; el conjunto modernista ya no atiende enfermos, pero al norte de sus instalaciones hay un Sant Pau moderno en pleno funcionamiento sanitario. Ahora las visitas al recinto, pagadas, permiten recorrer el vasto espacio lleno de maravillas, admirando la determinación del banquero Paul Gil (cuyas iniciales entrelazadas se advierten en los medallones de mayólica que adornan alguna de las fachadas) y la imaginación de Domènech i Montaner.

La palabra maravilla no es en este caso un eufemismo o un superlativo. Quienes conozcan otras obras del arquitecto y también activo político catalanista (fue cuatro años diputado a Cortes por la Lliga), saben de su exuberancia formal, de su don ingenioso para combinar colores, de los caprichos exóticos con los que a veces juega a deslocalizar y a fabular. El Palau de la Musica Catalana, la casa Lamadrid, el Castillo de los Tres Dragones, actual Museo de Zoología, dentro del parque de la Ciudadela, todos en Barcelona, o el Instituto Psiquiátrico Pere Mata de Reus son algunas de esas construcciones singulares que lo atestiguan. El Hospital de Sant Pau, con todo, es su cuento fantástico más hechizante. También el que le da a la enfermedad un acompañamiento paliativo que aun hoy, cuando no se ven allí medicinas, camillas ni batas blancas, resulta vigorizante: sin duda en aquel entorno uno, por mal que se sintiera, podía vislumbrar la salvación.

Aproveché el viaje a Barcelona durante el que pude visitar detenidamente el Sant Pau para hacer un pequeño repaso intensivo de la asignatura del Modernismo, que por mucho que se empolle siempre deja lecciones pendientes. Así que empecé a subir desde el Paseo de Gracia, donde ese ‘blockbuster' arquitectónico que sigue siendo la Pedrera rivaliza en taquilla con las visitas a las casas Batlló, del propio Gaudí, Amatller, de Puig i Cadafalch y Lleó Morera, un temprano espécimen de sabor gótico de nuestro Doménech i Montaner, haciendo de paso un breve desvío con parada para admirar otras dos obras suyas, la Fundación Tàpies (antigua sede de la editorial Montaner i Simón) y, por encima de la Diagonal, la grandiosa Casa Fuster, convertida en hotel de lujo. En mi camino recto hacia el norte vi sólo por fuera otra obra maestra de Gaudí, la Casa Vicens, que un banco andorrano ha comprado y tras restaurarla va a abrir museísticamente en 2016, pero sí entré y disfruté del ‘gaudiniano' parque Güell, que no había pisado en muchos años y tiene, desde la estación de metro de Vallcarca, un acceso cómodo por escaleras automáticas. Pero volvamos al hospital.

La ciudad sanitaria soñada por Pau Gil y trazada por su arquitecto era un jardín de los vivos, y no un refugio donde ir a sufrir sin remedio o a morir (en la concepción original, cada enfermo disponía de un espacio de 145 metros cuadrados). Nada tétrico ni agobiante hay en el colorido vivaz de sus interiores, ni por supuesto en la silueta feérica y el volumen cambiante de sus pabellones, que más parecen palacetes de ensueño en los que una cierta profusión de la voluta y el almocárabe entronca con la liviandad del pensil musulmán. La entrada principal, originalmente la Administración del hospital, es una de las construcciones más ricas de ornamentación y más sorprendentes en la mezcla de sus elementos. Transformada su naturaleza burocrática en lugar ameno polivalente, aún falta por encontrarle función a todas sus dependencias, pero lo que ya está en uso es bellísimo: la majestuosa escalera que arranca del vestíbulo y las vidrieras de la cúpula, de elegante policromía. Lo más deslumbrante de este edificio de acceso es, sin embargo, el antiguo salón de actos, de una invención inagotable, a veces algo recargado pero nunca feo. Hay en él mosaicos, piezas escultóricas de Gargallo, porcelana en relieve, y la curiosísima baranda de piedra cuyos balaustres son letras góticas que componen una piadosa plegaria: "Amparad Señor a los benefactores y a los asilados de esta Santa Casa tanto en la tierra como en el Cielo, e inspirad sentimientos de caridad hacia ella. Amén".

Diversas instituciones han ocupado o van a ocupar los amplios locales del Sant Pau. De mi visita guardo el recuerdo fascinado del que con el nombre de Nostra Senyora de la Mercè albergó en su día el Servicio de Ginecología y Obstetricia; hoy dos organismos internacionales tienen el privilegio de que sus empleados trabajen bajo un techo abovedado de cerámica vidriada que está entre lo más hermoso del modernismo barcelonés.

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16 de septiembre de 2014
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Asuntos metafísicos 65: A vueltas con el viajero galileano.

Indicaba en la columna anterior que la filosofía no puede consistir en esa  inmersión en los átomos del conocimiento que constituye la ciencia (y en ocasiones la simple erudición), sino más bien en el esfuerzo por hacer perceptible  las enormes implicaciones de tal o tal  conocimiento puntual a la hora de interrogarse sobre el bagaje de conceptos y postulados implícitos que posibilitan una relación con el mundo. Evocaré lo más clásico:

En comparación con  el verdadero  cataclismo que para la visión  de la naturaleza supone  la einsteniana relatividad restringida, el llamado  Principio de Relatividad de Galileo puede parecer inocuo. Pero  no lo es en absoluto, y  de hecho en el mismo está ya en embrión uno de los aspectos más revolucionarios de la teoría relativista, a saber, la imbricación del tiempo en el espacio cuando dejamos de considerar exclusivamente lo que ocurre en nuestro sistema de referencia para medir distancias en un sistema que se halla en movimiento respecto al mismo. Las tesis centrales de Galileo forman hoy parte de la llamada cultura general, lo cual no quiere decir que sean  "conocidas", a menos de llamar conocimiento a la mera información carente de concepto (saber que tal pensador  sostiene una determinada tesis no supone en absoluto ser capaz de avanzar por si mismo un argumento en favor de la misma). No está pues quizás de más una revisión, sirviéndose de un apólogo.

No hay cambio en el interior...

El problema puede ser abordado con una pregunta del tipo siguiente: si consideramos un único sistema físico, si hacemos absoluta abstracción de  la eventual existencia de otros sistemas que se alejan o se acercan a él  ¿cabe realmente  diferenciar en algo su situación en reposo de su situación en movimiento rectilíneo uniforme? El carácter absoluto de la diferencia entre  reposo y movimiento rectilíneo uniforme sería difícil de negar si en un caso u otro  hubiera diferencias  físicas, por ejemplo si  ciertas magnitudes dentro del  mismo sistema cambiaran. 

Sea ese  tren al que tanto recurre Einstein, que podemos considerar arbitrariamente grande, parado en una determinada  estación. Para facilitar la representación imaginaria conviene a tenerse  a dos coordenadas espaciales, reservando la tercera para el tiempo; el tren será así  bi-dimensional. Puesto que el tren se halla estacionado, las distancias espacio temporales entre acontecimientos que  ocurran  dentro del tren   pueden ser expresadas mediante el mismo sistema de coordinación (t, x, y) que el  del andén, y con origen espacial coincidente con  la cola del mismo. Visto el tren desde el andén, su situación de reposo se traduce en que la trayectoria espacio-temporal del origen del tren es ortogonal a (x, y), de hecho confundida con la coordenada t del tiempo (en cada instante sigue en el mismo sitio).

Consideremos ahora que  el tren ha pasado a hallarse  en movimiento con velocidad constante v a lo largo de la vía, identificada al eje de los  valores x (haremos abstracción de lo que pasó en el momento de inevitable aceleración). Supongamos que el observador, ajeno a la existencia de un  exterior (ventanas cerradas), empieza a percibir dentro del tren perturbaciones en las distancias espacio temporales. Ejemplo fantasioso: percibe que la distancia entre dos  objetos en reposo en el vagón se ha reducido. Es más: percibe que la distancia misma que separa la pared delantera del vagón y la trasera también ha menguado. Desde luego, si algo de esto ocurriera habría una razón para decir que el tren no está en la misma situación en la que estaba.  Y si sospechamos que esta  reducción del espacio se debe a que tenemos una velocidad no nula, aunque constante, podríamos temer un eventual incremento de la misma.

En suma, si al pasar del reposo al movimiento rectilíneo uniforme ocurrieran cosas como   las descritas podríamos decir que el ser un viajero del tren supondría para esa persona paso a un nuevo universo espacio temporal, por así decirlo  a un nuevo mundo...

Sin embargo nada de esto ocurre,  las cosas dentro del tren acontecen  exactamente de la misma manera, concretamente: el espacio  del vagón sigue respondiendo a las mismas propiedades métricas; y por supuesto,  en este espacio  el tiempo sigue determinando planos de contemporaneidad que abarcan el conjunto entero de puntos y acontecimientos, de tal forma que todo se ubica en el presente, o se ha ubicado en el pasado, de manera perfectamente regular.

Si nuestro vagón es un laboratorio, entonces los resultados de experimentaciones complejas realizadas en la  situación de movimiento uniforme son exactamente iguales a los verificados en la situación en reposo, lo cual equivale a decir que no hay nueva situación: no hay experiencia mecánica que pueda dar testimonio de que nuestro ámbito propio se desplaza uniformemente, en lugar de hallarse en reposo.

...Exterior del tren galileano.

Para que algo ocurra, el viajero debe simplemente abrir la ventana y hacer experimentos que implican el exterior. Constata, por ejemplo, que cuando estaba el tren en reposo la distancia que una señal  que se hallaba junto a la vía a una distancia determinada, se halla ahora más cerca. O que un objeto que dejaba caer desde la ventana sobre un punto determinado de la vía cae ahora en otro punto...sin duda el tren se nueve al menos que lo que se mueve sea la estación en el sentido contrario, pues los resultados de ambas mediciones serían idénticos. Es decir, hay equivalencia  entre sostener  que las cambios son consecuencia de que un sistema de referencia se desplaza en un sentido y sostener que es el otro sistema el que  se desplaza en sentido contrario.

Considerando de nuevo el espacio-tiempo de tres dimensiones (t,x,y), en términos geométricos la apertura a la contemplación  del otro sistema se traduce de entrada en que le vemos efectuar una trayectoria  inclinada respecto al plano espacial, mientras que la nuestra se nos antoja ortogonal  y de hecho coincidente con la coordenada temporal. (1) Cierto es que  el observador integrado en el otro sistema otro  podría afirmar  que es al revés,  que su propio sistema de referencia (su propio mundo) es el que está en reposo y  que el primero se está alejando  en el sentido negativo del eje de los x, por lo que la trayectoria de este otro diverge de la propia. En suma:  para cada uno de ellos el que se inclina es el  otro.

Por ello quizás, la verdadera apertura a la alteridad  consiste en interesarse no sólo por el movimiento respecto  del otro respecto a nuestro sistema de referencia, sino por lo que pasa en su seno, su interna estructura y por los eventos espacio- temporales  que allí ocurren. Supongamos además que hay diálogo con un observador integrado en el otro sistema, interesado a su vez por el nuestro. Podemos entonces comparar no sólo lo que vemos en su mundo con lo que perciba él del mismo, sino también  lo que sabemos de nuestro propio mundo con su perspectiva. Ello con ayuda de la conocida "transformación de coordenadas de Galileo" que no es otra cosa que la formalización de lo que implicita o explicitamente, de manera consciente o automática aplicamos en nuestra cotidiana relación con el entorno físico.  Y aquí si que habrá una diferencia entre lo que al respecto nos dice Galileo y lo que más tarde nos dirá la Relatividad Restringida. Diferencia que radica esencialmente en el hecho de que para Galileo el tiempo tiene ese carácter de invariante al que arriba me refería.

Cambio de tren....el espacio se achica.

 El postulado de la invariancia del tiempo marca en efecto la visión del viajero galileano y por ello hay cosas del mundo físico que de ninguna manera puede aprehender.  Supongamos que antes de subir al tren sabía ya la distancia exacta que hay entre  entre   dos  estaciones consecutivas  P, Q del trayecto  y  se propone simplemente confirmar tal saber. La cosa es complicada, (pues como veremos ha de considerar los extremos  como acontecimientos simultáneos ha de determinar  la posición de  ambos en el mismo instante), pero supongamos que nuestro hombre tiene algún expediente para ello. Pues bien:

Comprobará entonces que la distancia se ha achicado, y lo mismo le ocurrirá con cualquier otra distancia espacial del exterior.  Pero no será ésta la única sorpresa. Pues en realidad la extraña modificación de las distancias exteriores  que el viajero constata no sería posible si la propia coordenada temporal  hubiera seguido siendo  común a interior y exterior. De nuevo se da el caso de que sobre  el asunto hay más información sobre la cosa que concepto. Vale pues quizás  la pena seguir con el apólogo, considerando ya que el viajero que creía haberse subido a un tren galileano de hecho se había embarcado en un tren lorenziano, es decir, un tren en el que acontecimientos que el considera con toda  razón simultáneos no lo son  en el exterior...y viceversa.


 (1) Sea un sistema en reposo  con centro en (t x y) = (0, 0 , 0).  En ausencia de fuerza que en él se ejercite, cabría decir que su espacio bidimensional  "se alza"en el tiempo, pasando su centro  a los puntos (1,0,0), (2,0,0), etcétera, es decir, su trayectoria  espacio temporal es ortogonal como decía respecto al plano espacial.
Consideremos ahora  que hay un segundo objeto físico  ubicado en  en el punto (t, x, y)= (0, 0, 1), es decir, separado en una unidad espacial en la dirección positiva del eje de las y  en el instante t0  y que un observador lo contempla desde el primer objeto, constatando lo siguiente: mientras que en t0 está a su misma altura  a lo largo del eje x, en el instante t1  está distanciado en dos unidades, en el instante t2 se halla alejado cuatro unidades, seis unidades  en t3 etcétera. Será fácil para el  observador inferir que sus trayectorias espacio temporales divergen, y que lo hacen según  una relación constante de dos unidades de medida por segundo en una única dirección y sentido. Si él se considera en reposo (recordemos que nada en sus experimentos internos le impide hacerlo) estimará  que la otra trayectoria está inclinada respecto a la verticalidad de la suya.
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16 de septiembre de 2014
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El error y la ambición

Es mucho más fácil reconocer el error que encontrar la verdad -Goethe de nuevo-, pero algunas veces ambos resultan imposibles de distinguir”, lo escribe Annalena McAfee en su novela ¡La exclusiva!. En cambio, qué fácil es cometer un error y cuán difícil quitar la mancha sin que deje cerco. Ana Botella nunca lo tuvo fácil, por mucho que se crea lo contrario. Recibir tantos aplausos de Gallardón como deudas fue una perniciosa herencia. Y sus errores han abultado más por ser la mujer de Aznar. Aquel spa de Portugal, con sus vapores y chorros de agua, incendió el imaginario colectivo. Luego vino el basurero colectivo en que se convirtió la capital durante un mes. Y una ciudad sucia es siempre una ciudad fallida: el olor a orines rebaja miserablemente su autoestima.Los desafíos del Madrid no-olímpico deben dar lugar a una ciudad más moderna que castiza, que aún es difícil de entender sin sus Florentinos o sus Sabinas por mucho que se multipliquen los Podemos. Pero el restyling por el que clama la ciudad aún no tiene claros candidatos. Una automovilista díscola y una motorista accidentada han emergido como los primeros nombres tras el anuncio de Botella. Ambas pertenecen a línea dura ideológica, un liberal “ordeno y mando”, sin pelos en la lengua, supervivientes en el sentido estricto de la palabra: Esperanza Aguirre y Cristina Cifuentes. Aguirre, animal político, teatrera y rauda, la abuela que tiene tiempo para cuidar de sus nietos, concedió siete entrevistas la semana pasada, como si ya estuviera en campaña. “Estoy en manos de la providencia. Yo no hago planes”, declaró repetidamente en una bizarra exposición. El efecto bumerán de su error al volante ha acrecentado su imagen chulesca con inmediato efecto barbacoa. A la espera de conocer el fallo de la justicia, que estimará su desafío a los agentes y la repetida cantinela de que se ensañaron con ella porque era famosa, su foco se aleja oceánicamente del nuevo estilo de liderazgo. Por su parte, Cristina Cifuentes -delegada del Gobierno en Madrid- representa el perfil más ascendente del PP, pero no logra sacudirse el papel no-tan-secundario en el “tamayazo”. De la mano de Ricardo Romero de Tejada (exsecretario general del PP de Madrid) y Dionisio Ramos (exgerente de la Complutense), Cifuentes -funcionaria técnica de la misma universidad-, formó parte del complot para conseguir los votos tránsfugas, según narran algunas investigaciones periodísticas. Y, para mayor despropósito, fue portavoz adjunta de la Comisión de Investigación del asunto. Y no encontró nada sucio en semejante fango. La “derecha moderna” es un vocativo arraigado en España, donde en cambio nunca se dice la izquierda moderna, como si ese título se lo hubiera apropiado el activismo del 15-M. Mientras tanto, el fantasma de Tierno Galván pasea por el Retiro, impaciente.

(La Vanguardia)

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15 de septiembre de 2014
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El Boomeran(g)
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