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Asuntos metafísicos 71: De la mano de Aristóteles.

Indicaba en varias  columnas anteriores que, por difícil que ello sea, retornar a la disposición de espíritu de Aristóteles es la condición de posibilidad de que la filosofía se reencuentre consigo misma, y ello empezando por la actitud del Estagirita a la hora de sentar las bases que posibilitan la práctica misma de la disciplina. 

Aristóteles nos ayudó a ser lógicos, a apercibir la importancia de establecer criterios que posibiliten la distinción y la clasificación, a aplicar estos criterios al ámbito primordial de la frontera entre lo inanimado y lo animado, a  adentrarnos en el primer ámbito, a fin de descubrir los rasgos que permiten reconocer el ser en su forma primaria, la naturaleza elemental, y  a percibir la complejidad que en relación a tales rasgos supone la vida...

De la mano de Aristóteles, Linneo establecía sus calificaciones y del método clasificador de Aristóteles no se apartan excesivamente los genétistas contemporáneos.  Aristóteles  intuyó que la diferencia individual no es reductible a forma y que por eso no hay ciencia de los individuos, asunto en el que no anda tampoco muy lejos la genética contemporánea, obligada a referirse a secuencias del genoma no codificadoras de proteínas por cuya azarosa iteración dos individuos se distinguen (de ahí la dificultad para pasar de mapas genómicos de especies a determinación genómica de individuos). Aristóteles tuvo impresionantes intuiciones topológicas (lo que permitió que un matemático de nuestro tiempo lo caracterizara como el primer y más grande pensador del continuo), y en lo concerniente al tiempo tuvo una impresionante premonición del segundo principio de la termodinámica.  Aristóteles rechazó  el vacío y  defendió una concepción finitista del universo que los partidarios del modelo cosmológico de la esfera de Riemann nunca podrán rechazar de manera tan tajante como lo hacen con la infinitud  del espacio de Newton.

Aristóteles introdujo la crucial distinción entre la entidad en potencia y la entidad en acto, aspecto por el cual es parcialmente redimido en el seno de la teoría cuántica, la cual sin embargo es la que  con mayor radicalidad pone en tela de juicio los pilares mismos del aristotelismo. Aristóteles nos ayuda a percibir la causa  que provoca la representación trágica y (aun no siendo ateniense) con sus Constitución de Atenas nos da las claves del esfuerzo consistente en forjar un ámbito configurado por la ley. 

En fin, sin la tarea de Aristóteles catalogando y mostrando los vínculos entre  los problemas de sus predecesores, quizás  no hubiéramos siquiera tenido acceso real a  esos pensadores hoy llamados presocráticos.  Motivos  para un eterno agradecimiento filosófico a Aristóteles.  Y sin embargo...he señalado aquí en varias ocasiones la necesidad  de tomar distancia, de alejar en cierto modo de Aristótles y ello precisamente cuando en dos años celebraremos el XXIV centenario de su nacimiento. Volveré sobre este asunto en la próxima columna.  

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4 de noviembre de 2014
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Vida de Kavafis

Es probable que  escribir la biografía de Constantinos Kavafis sea una de las tareas más arduas que se le pueden plantear a un biógrafo. Para empezar era poeta, y desde que los poetas dejaron de tener relevancia social y pasaron a pertenecer a pequeñas sociedades cuasi secretas carecen por lo general de peripecia vital digna de mención e incluso de visibilidad. (Si acompañáis a un relevante poeta capitalino mientras visita una ciudad de provincias veréis cómo aparecen por las esquinas unos seres anodinos que sacan del bolsillo un librito publicado en alguna imprenta local y lo intercambian con el librito, algo mejor editado, que el poeta capitalino ya tendrá preparado para efectuar el trueque).

Por su parte, el propio Kavafis hizo todo cuanto estuvo en su mano para pasar por la vida como  a hurtadillas: en los casi 30 años que ejerció de escribiente interino en el Servicio de Riegos del Ministerio de Obras Públicas de Egipto no logró un contrato fijo porque tenía la nacionalidad griega, pero en Grecia tampoco le veían como uno de los suyos porque además de pertenecer a una familia arraigada en Constantinopla vivió la práctica totalidad de su vida en Alejandría.   Y por si fuera poco, tampoco hizo gran cosa por darse a conocer del público lector, ni entre la minoría griega de Alejandría ni por supuesto en Grecia. Acostumbraba a escribir poemas en unas hojas sueltas que distribuía personalmente entre sus amigos y su cada vez más amplio círculo de seguidores, y aunque publicaba  artículos y ensayos en revistas marginales que ocasionalmente le incluían poemas, nunca quiso ver éstos  editados en forma de libro. Ni siquiera consiguió vencer su reticencia uno de sus más viejos amigos y ferviente admirador, el escritor E.M. Forster, y eso que éste le dio toda clase de facilidades para corregir una y otra vez la versión inglesa de sus poemas y hasta le puso en contacto con la prestigiosa Hogarth Press.

La única incursión de Kavafis en la periferia aventurera de la vida fueron sus relaciones homosexuales, siempre esporádicas y tan ocultas  que llegó al final de su vida sin dar jamás el más leve motivo de escándalo, bien que sus poemas estén llenos de alusiones a su obligada clandestinidad: “Dijo el poeta:”Es amada / la música que no pudo sonar”./ Y yo creo que la más selecta / es aquella vida que no pudo vivirse”.

A pesar de contar con tan exiguo material biográfico, Miguel Castillo Didier, profesor de griego antiguo y moderno en el Centro de Estudios Griegos de la Universidad de Chile y traductor entre otros muchos poetas de Kavafis, se las ha arreglado para hacer una biografía que con toda seguridad va a ser una referencia obligada para todos los estudios que se hagan en adelante sobre Kavafis. Recurriendo a capítulos muy cortos y contundentes que dinamizan la narración, y que llevan títulos muy explícitos (El poeta y su familia, Los padres, Los hermanos, Constantino, En Constantinopla, La pobreza en la Polis, etc) el biógrafo sitúa el entorno familiar, la infancia y los difíciles avatares familiares de la infancia y primera juventud del poeta, marcados por las dificultades económicas y las sucesivas pérdidas familiares.  Hecho lo cual se adentra en las cuestiones que mejor definen su perfil de creador, como la lúcida elección de una profesión (Ser poeta), las décadas decisivas de 1890 y 1900, las luchas interiores y las ideas morales derivadas de las mismas. Pero sobre todo se tratan los aspectos más relevantes en la afirmación de la voz poética de Kavafis, la difícil relación con Alejandría y la evolución desde un primitivo odio y rechazo hasta la reconstrucción de una mítica ciudad universal asentada en sus raíces egipcias y helenas y que se ha ido afianzando con las aportaciones bizantinas y demás vetas vivificadoras procedentes de su rico y complejo pasado histórico. Son muy completos los análisis de la vinculación de Kavafis con la Grecia clásica o el reflejo en su escritura de su formación bizantina, rastreable incluso después de pasar por el tamiz de la traducción.

Inevitablemente, y ante la falta de peripecia vital relevante, el biógrafo no ha tenido más remedio que buscar una referencia excesiva en la obra y acaba produciéndose una identificación recurrente entre el personaje civil y lo que éste dice en sus versos. Quizá por eso el lector, indiferente al hecho de si Kavafis era sincero cuando manifestaba su amor, o su odio, por Alejandría, rescata sobre todo aquellas imágenes que por usar la afortunada expresión de Octavio Paz, “son palabra en el tiempo”. Por ejemplo cuando invoca al destino en nombre de su interlocutor deseándole que, en su viaje hacia Ítaca, el camino sea largo y lleno de aventuras y conocimiento. Pero palabra en el tiempo es una forma elegante invocar a las verdades eternas, esas que hacen referencia al deseo de llegar, en una mañana de verano,  a puertos nunca antes vitos. Aunque también vale cuando, al escuchar  a medianoche  los maravillosos instrumentos de un festejo misterioso, ha llegado la hora de decir adiós, sin llanto, a Alejandría que se aleja.

Vida de Kavafis

Miguel Castillo Didier

Edidiciones Universidad Diego Portales    

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3 de noviembre de 2014
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El perro

Ah cuando los moribundos vuelven a la vida después de un viaje solitario por el dolor y las sondas. Cuando van despertando sus pulmones callados, el corazón tímido, el estómago esquivo. “Ya toma líquidos”, dicen. Es una señal de oro, el zumo que se acomoda a la boca para recorrer dócilmente el laberinto de órganos. Después viene el simulacro de la ducha, la bendición de sentir el chorro del agua caliente deslizándose sobre el cuerpo, aunque sólo sea un trozo de carne. En una habitación de hospital, la vida de afuera permanece ajena, tan lejos con sus risas y sus motores. Y no digamos si ese cuarto es el de una paciente infectada por el virus del Ébola y que durante su agonía sólo pudo ver rostros humanos por el teléfono. El viernes, El País reproducía una conversación de Teresa Romero con su marido: “No quiero entrevistas, lo que yo necesito es a mi perro”. “¡Sólo quiero que me den a mi perro… ¿Qué le han hecho a mi perro esos hijos de su madre? ¡¿Por qué me lo han matado?!”, se oye gritar a Teresa, llena de rabia e impotencia, escribía el periodista José Antonio Hernández. Traspasar la intimidad de ese cuarto del hospital es algo así como llegar hasta el fondo de una mina. Y no sólo por el peligro letal y las escafandras, sino por escenificar el estado de ánimo de un ser humano víctima de una gestión política de pandereta en la cual el consejero de Sanidad llegó a acusarla, sumida en estado de extrema gravedad, de mentirosa. También porque delata una psicosis que, al margen de la ética animalista que tanto ha calado en nuestra sociedad, decidió matar al perro sin seguir protocolo alguno, en una expresión de ridícula firmeza. Cuál debe de ser el grado de desesperación al regresar desde las mortajas a la vida, sin aquello que tanto sentido le daba. Excalibur, la espada del rey Arturo, un curioso nombre para un american stafford, fue fulminado por una praxis chapucera que, lejos de modales europeos, lo hizo a la manera de una tribu supersticiosa. Como tantos, he seguido testigo admirada del amor que se profesan los animales y sus dueños. De cómo se parecen: en realidad hablar del animal significa hablar de ellos mismos. Cuando murió mi abuelo su perra Ona, cada tarde a la hora en que él tocaba a Bach y La cumparsita, se enroscaba en los pedales del piano y gemía. No podía haber elegido más certeras palabras Lord Byron para despedir a su terranova, Boatswain: “Tenía todas las virtudes humanas sin ninguno de sus defectos”. La historia está cosida de historias sentimentales de gran calado donde a menudo prevalece el sentimiento de indefensión del animal, escuetamente protegido por las leyes. En una habitación del hospital Carlos III una moribunda regresa a la vida con rabia y duelo. Y con una historia que cuestiona si este país está preparado para la emergencia. En esta ocasión Josef K fue el perro. Pero lo podemos ser todos. (La Vanguardia)

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3 de noviembre de 2014
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La cuarta contrarreforma

En medio de una notable ignorancia social y de una absoluta indiferencia política España está arruinando, de nuevo, las posibilidades de construir una comunidad moderna y culta. Cada vez es más evidente que el desastre puede comprometer el futuro a lo largo de décadas, sino de todo el siglo XXI. Me refiero al progresivo deterioro de la cultura y al drástico abandono de programas de investigación científica que tienen su encarnación más evidente en el éxodo de decenas de miles de graduados universitarios. Lo que está en marcha es una auténtica contrarreforma, la última de las que han impedido el acceso a una sociedad con arraigo ilustrado.

Sin embargo, esta nueva contrarreforma, quizá por ingenuos, nos ha sorprendido a muchos de los que pensábamos, hace unos lustros, que, por fin, España avanzaba por la senda de una mentalidad moderna. Aunque aparenten ser muy lejanos no lo son tanto los años en que parecían encauzarse poderosas energías en esta dirección. Pese a las servidumbres políticas de la Transición, no hay duda de que la primera etapa democrática se vio impulsada por las tendencias hegemónicas en la cultura antifranquista, de manera que el modelo que se dibujaba para la nueva España se sustentaba en criterios modernos, laicos, ilustrados, federales y, pese a la aceptación obligada -o casi- de la Monarquía, republicanos. Durante una veintena de años, hasta mediados de los noventa, aquel modelo implicó las complicidades suficientemente fuertes y eficaces como para que, si gustan estas denominaciones, se pueda hablar de una Generación de la Democracia, con una acentuada excelencia en el terreno de la creación y el pensamiento -homologable a lo que en aquellos momentos se realizaba en Europa- y un reforzamiento sin precedentes de la investigación científica.

Muchos de los científicos que ahora dejan las universidades españolas emprendieron entonces el camino opuesto para fomentar aquí centros prometedores, que dieron frutos notables en los años inmediatos. Con el cambio de siglo y las nuevas condiciones políticas aquel juego de complicidades intelectuales, procedente de la cultura antifranquista, fue debilitándose progresivamente, hasta el punto de que el ideal ilustrado dejó de estar en el centro del tablero. Los años de la opulencia especulativa no llevaron, para nada, aparejados, años de opulencia cultural. Finalizados aquéllos, e instalados en la hipócritamente llamada austeridad, se pusieron en marcha los mecanismos del desmantelamiento científico y del desprecio por la cultura. Aquella nueva España democrática -laica, moderna, ilustrada- era arrojada al desván de las ilusiones perdidas mientras ocupaban el escenario una debilitada dignidad escéptica y un cada vez más vociferante coro contrarreformista. Es, y ojalá me equivoque, una contrarreforma en toda regla, sucesora y consecuencia, al menos en parte, de otras contrarreformas que jalonan la historia de España, y con las que somos poco dados a confrontarnos críticamente.

Un ejemplo que, en su momento, me llamó mucho la atención fue la pérdida de una oportunidad de oro en 1992. Era una época todavía muy vigorosa en el desarrollo cultural de la joven democracia y, además, marcada por grandes acontecimientos colectivos, como las Olimpíadas de Barcelona o la Exposición Universal de Sevilla. Se conmemoraba el 500º aniversario del descubrimiento de América. Se hicieron muchos discursos apologéticos pero -¡500 años después!- no hubo una autocrítica profunda de la Conquista y la Colonización americanas y, por tanto, no se dio una enseñanza más compleja de aquellos hechos decisivos. Pero hubo un caso peor. En 1992 hubiese debido conmemorarse también el quinto centenario de la expulsión de los judíos. Hubo pocas, muy pocas, palabras alrededor de este tema. Se pasó de puntillas sobre una circunstancia capital, demostrándose, con creces, la incapacidad para observarse en el espejo del pasado como aprendizaje y no como venganza. ¿Podía la sociedad española mirar cara a cara lo sucedido en la relativamente reciente Guerra Civil si era incapaz de hacerlo con respecto a sucesos acaecidos cinco centurias antes?

Y, no obstante, la expulsión de los judíos, una monstruosidad en sí misma, ha marcado el devenir de la cultura y la mentalidad españolas a lo largo de los siglos. Con esa expulsión se eliminó a una minoría -muy amplia, por cierto, en relación al conjunto de la población- que reunía unas condiciones singulares: sabía, por lo general, leer y escribir. Se cortaba de cuajo uno de los caudales por el que podía circular la cultura más avanzada de la época. De hecho pienso que España, con universidades como las de Salamanca y Alcalá de Henares, estaba en condiciones privilegiadas para recibir el enorme impacto que la cultura del Quattrocento italiano iba a causar en Europa durante el siglo XVI. El Humanismo se expandió, es cierto, pero la fecundidad del Renacimiento pronto se vio debilitada por la Contrarreforma que, si bien tuvo en la Inquisición su referente más vistoso y lúgubre, afectó todos los planos de la vida social, mutilando en buena medida el futuro de la cultura hispana.

El menosprecio de la libertad y de la cultura crítica fue el argumento que articuló la primera gran contrarreforma. Y algo similar ocurrió con la segunda, la que cerró la puerta al movimiento ilustrado. Hoy día deberían ser materia de lectura obligatoria los escritos de Jovellanos. El lector encontraría suficientes paralelismos entre aquellos anhelos frustrados y los actuales, no, claro está, en lo que los economistas llaman "signos exteriores de riqueza", mucho más evidentes ahora, sino en la pobreza mental, donde la similitud es mucho mayor. Y, tras Jovellanos, también Goya debería habitar entre nosotros para que, como entonces, su ojo captara, aunque fuese a través de las pantallas, la miseria espiritual de nuestro tiempo, y su pincel pudiese reflejar, en colores nuestros, hasta qué punto la algarabía mental y el populismo demagógico se imponen grotescamente. Si la primera contrarreforma cercenó el humanismo renacentista, la segunda contrarreforma cerró las puertas a la Ilustración que vertebraba la civilización europea.

La Guerra Civil fue el inicio brutal de la tercera contrarreforma. Conocemos las consecuencias pero, como siempre que se trata de mirar autocríticamente el pasado, tenemos notables dosis de confusión respecto a las causas. También antes de que estallara esta tercera contrarreforma hubo grandes esperanzas e ilusiones perdidas. El enorme mérito de los que intentaron en el primer tercio del siglo XX -y desde finales del anterior- la modernización mental de España reside en la orfandad de la que procedían. A diferencia de la mayoría de los europeos, los escritores, artistas y pensadores que se lanzaron en aquella dirección carecían del respaldo histórico del Renacimiento y de la Ilustración. No es el caso de España. Pero esto ofrece aún más valor al movimiento intelectual que, con todas sus contradicciones, se presentó como garantía de un futuro libre. Se ha dicho que, sin la Guerra Civil, y pese a su inclinación por la violencia política, España habría culminado su proceso, como lo demostraría el enorme bagaje diseminado, tras la contienda, en los exilios exterior e interior. No lo sabemos. Únicamente sabemos que la dictadura edificó sólidamente su propia contrarreforma.

La cultura que emergió en 1975 también es huérfana. No solo de Renacimiento y de Ilustración sino, en buena medida, de lo que en general puede calificarse de Modernidad. Pero, como contrapartida, el empuje pareció arrollador, como si una entera sociedad quisiese, en pocos años, recuperar las décadas, y tal vez las centurias, perdidas. El proceso tuvo sus efectos, en especial después de la integración en la Europa política. Ahora percibimos, sin embargo, que bajo la apariencia más o menos brillante, quedaban, como pesados anclajes, demasiadas cuentas pendientes. Y cuando el suelo se quebró -por fragilidad o por agotamiento o por corrupción- reemergieron, con máscaras nuevas, las criaturas del subsuelo: el desprecio por la libertad y la crítica, el fanatismo, los populismos de todo tipo. Y la más dañina: la ignorancia autosatisfecha que contempla apáticamente la destrucción de la cultura y la dispersión del talento.

Ésta es la cuarta contrarreforma. Si hemos aprendido algo de las anteriores deberíamos detenerla a tiempo.

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3 de noviembre de 2014
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Sigue la primavera

Hay una primavera que siempre asoma en el crepúsculo de las dictaduras. Cuando son unánimes los responsos por la ola de revueltas democráticas que empezaron en el mundo árabe en 2011, primero ha surgido, el pasado domingo, la excepcional confirmación electoral del papel pionero y vanguardista desempeñado por Túnez y ha seguido a los pocos días una protesta popular en el vecindario saheliano que amenaza a otro veterano dictador, justo en el momento en que pretendía perpetuarse en el poder. Blaise Compaoré, de 63 años, capitán golpista en sus años mozos y ahora presidente y autócrata de Burkina Faso, llevaba 27 años en el poder, pero quería optar a una nueva reelección en los comicios de 2015, exactamente el mismo tipo de movimientos que realizaron varios dictadores árabes antes de las revueltas de 2011. Como sus vecinos derrocados, Compaoré combinaba su oportunismo geopolítico en sus alianzas con los países occidentales, ofreciéndose como garante de la estabilidad en la región, con un comportamiento autocrático e incluso criminal apenas maquillado en las formalidades electorales y parlamentarias y en la existencia de una oposición tolerada. El libio coronel Gaddafi y el liberaiano Charles Taylor,  condenado por crímenes de guerra, fueron sus amigos y aliados en su día, como lo eran hasta ayer mismo François Hollande e incluso Obama en los esfuerzos occidentales para combatir a Al Qaeda en el Malí vecino. Compaoré, como otros dictadores del continente, se ha perpetuado en el poder gracias a una astuta combinación de golpes de Estado, elecciones trucadas y reformas constitucionales para permitir su reelección una y otra vez. El objetivo, en este como en aquellos casos, es la presidencia vitalicia y como corolario la sucesión dinástica, que en Burkina Faso debía correr a cargo del brazo derecho y hermano menor del presidente, François, de 60 años, con sus pretensiones de sucederle en las elecciones de 2015. También como los autócratas árabes, Compaoré ha respondido a la protesta popular con el compromiso de desistir en sus pretensiones de reelección para 2015 a cambio de seguir presidiendo la transición. Y al igual que les sucedió a todos ellos, los jefes militares han preferido echarle del poder y abordar sin su influencia un periodo nuevo. La lección burkinesa es sencilla. Los señores del statu quo, incluidos los otros presidentes de la región, deberían tratar con mayor respeto y cuidado las aspiraciones democráticas de los pueblos, por más pobres que sean como es el caso de Burkina Faso, y evitar sobre todo que los dictadores en ejercicio añadan el insulto a la injuria con sus pretensiones de legalizar su perpetuación en el poder o la creación de auténticas dinastías. Así es como han surgido y seguirán surgiendo las primaveras democráticas, fruto en muchas ocasiones más de la desmesura de los autócratas que de la auténtica fuerza de los ciudadanos rebeldes.

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2 de noviembre de 2014
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La eternidad

 

El país está tan salpicado de fango que no te deja concentrarte en otras cosas. Te pones a leer una novela y la dejas por la mitad porque tienes delante otra novela, si no más emocionante si lo suficientemente perversa como para sumergirte en ella varias veces al día.

El eterno melodrama nacional tiene desde hace tiempo como protagonistas exclusivos a los partidos políticos, corporaciones que van a arrastrar siempre contradicciones abismales. ¿Acaso un partido político no es en sí mismo un sistema de influencias? Otra cosa es que ese tráfico sea más o menos beneficioso para el Estado, y más o menos beneficioso para ti mismo.

 

No creo que las contradicciones que alberga el concepto mismo de partido político puedan resolverse nunca, pero se podrían regular mucho mejor, pienso; luego me exijo a mi mismo olvidarme de la farsa nacional: esa representación llevada a cabo por pésimos actores que a menudo olvidan su papel y se dedican a improvisaciones tediosas y repetitivas, y cojo un libro que versa sobre el pensamiento débil. Según me adentro en sus páginas empiezo a experimentar una debilidad agobiante. Se titula: No ser Dios. Un buen consejo, aunque seguramente innecesario. Los dioses se fueron hace mucho tiempo, ahora andamos todos chapoteando entre figuras de barro. El drama tiene poca calidad, le faltan matices, abusa de los procedimientos groseros y recurre a demasiadas voces en falsete que desentonan mucho.

No estamos en una tragedia de Sófocles, estamos en un gallinero donde predomina el color negro y goyesco. La obra que representan en el parlamento y en la vida civil todas esas aves de corral en trance es interesante por su vacuidad. La obra aspira al más profundo centro de la vacuidad. Si te sumerges en ella experimentas una profunda vacuidad cada vez más expansiva, que lo torna todo vacío a tu alrededor. No tienes ganas de nada, ni de leer ni de pensar. Estás flotando en la vacuidad total del sistema, en su estúpido y grotesco melodrama en el que siempre está falseada la escena principal. El dramón nacional solo aborda desde hace décadas un único tema: la impunidad en la corrupción, por eso la obra está saturada de obviedades a la vez que llena de omisiones. A veces la trama parece derivar hacia lugares que no te esperabas, pero de nuevo retoma el tema de la corrupción, y así durante toda la eternidad.

No, decididamente no estamos en una obra de Sófocles. Las obras de Sófocles tienen un comienzo y un fin, en cambio la que representan todos los días en nuestro país ni tiene principio ni tiene fin, y su modernidad es muy relativa. De hecho parece un producto tardío y degenerado del Nouveau roman, con muchas escenas que se repiten y una estructura narrativa tan redundante como la música serial.

Al fin una sociedad tiene ante ella una imagen de lo perenne al juntar, de manera tan paradójica como letal, el concepto corrupción con la idea de eternidad. Ah, la eternidad de la corrupción... “Ah, el horror, el horror”, exclamó una vez aquel que llegó al corazón de las tinieblas en las que se sustenta toda representación.

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1 de noviembre de 2014
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