Vicente Molina Foix
Recuerdo la primera vez que vi comer en el cine. En la pantalla de un cine, quiero decir; comer se comía mucho cuando iba a las grandes salas de mi infancia, que quedaban al acabar la segunda sesión alfombradas de cáscaras de pipas y pieles amarillas de altramuz. Esa masticación vehemente no era dadá, como la que André Breton y su mentor Jacques Vaché llevaban a cabo -riéndose de la mímica de las actrices mudas- con los labios untados de foie gras y descorchando botellas de vino en los cines de Nantes, donde se conocieron en 1916, Vaché convaleciente de sus heridas en la primera guerra y Breton como interno de neurología en el mismo hospital. Mis amiguitos y yo, cuarenta años después, éramos menos díscolos; las películas solían ser en technicolor y de piratas, y comíamos frutos secos para saltarnos la triste merienda del pan con chocolate.
La primera vez que vi comer sobre la pantalla temblorosa de un cine al aire libre de Alicante fue en ‘Los cuatrocientos golpes’ de Truffaut, la película con la que empieza mi memoria cinéfila. El niño Antoine Doinel sí que era rebelde de un modo a veces para-surrealista, pero tras enredar y ser castigado por el odioso maestro, Antoine, solo en casa, sirve la mesa, empieza sus deberes y se aburre antes de la cena: la sopa clara, el pescado quemado, el padre bonachón, el cigarrillo altivo de la madre guapa. El director francés que más provecho sacó, sin embargo, de los ritos alimenticios de la burguesía fue Chabrol, gourmet él mismo y especialista en plasmar lo fácil que es que la degustación de un exquisito ‘boeuf bourguignon’ preceda a un horrendo crimen.
Es posible que esté naciendo un género, el cine culinario, que poco tiene que ver con el desasosiego de aquellas comidas de la Nouvelle Vague. Dos títulos de éxito, ‘Chef’, de Jon Favreau y la recién estrenada ‘Un viaje de diez metros’, de Lasse Halström, coinciden no sólo en la exaltación de los cocineros, los príncipes de la blanda cultura actual, sino en la relevancia de la figura del crítico de restaurantes en sus tramas; es significativo que en ambas aparezcan como seres esquinados y recelosos, dando la razón así al célebre dictamen del escritor irlandés Brendan Behan: "Los críticos son como los eunucos del harem; saben cómo se hace, lo ven hacer todos los días, pero ellos mismos son incapaces de hacerlo".
El sentimentalismo dulzón también las caracteriza, si bien se ve con mucho más agrado ‘Un viaje de diez metros’ (‘The Hundred-Foot Journey’), cuyos escenarios centro-europeos resultan además más amenos que los de Los Angeles y Miami en ‘Chef’. Tampoco hay color entre ver de protagonista omnipresente al propio guionista y director, el estomagante Jon Favreau (la presencia muy secundaria de Scarlett Johansson y Dustin Hoffman no compensa), y ver a Helen Mirren dando una de sus lecciones de virtuosismo interpretativo, en este caso hablando en inglés (su lengua, claro) con estudiado acento francés. La relación padre/hijo es capital en las dos historias, del modo edificante que suele darse en el ‘mainstream’ de Hollywood, y los cocineros, el padre en ‘Chef’ y la madre (muerta al comienzo de modo trágico) en ‘Un viaje de diez metros’, son los héroes de esta pujante épica de los fogones. Los hijos, un niñito muy despabilado en la primera y un joven hindú soso en la segunda, admiran a sus figuras patriarcales y las emulan, con tal de que el edificio de la familia mantenga vivo su fuego ancestral, desafiando los vaivenes del amor, el mal de los celos y la crueldad aviesa de los críticos que hacen sus reseñas y puntúan. Recordé otras dos comedias españolas sobre chefs, ‘Fuera de carta’, de Nacho G. Velilla (con el siempre agradable de ver Javier Cámara), y ‘Bon appétit’, de David Pinillos, las dos con poca gracia, una más gruesa que otra. El último festival de San Sebastián ha albergado una sección autónoma de cine culinario; el género, por mucho que se diga, no sube de lo mediocre.
Para quienes sufrimos el efecto de los críticos en nuestra propia carne (practicándolo, en mi caso, a la inversa), las dos películas que aquí se reseñan tienen su morbo, como lo tiene la italiana ‘Viajo sola’, dirigida por Maria Sole Tognazzi y en cartel todo este verano; en ella, Irene, la crítica (de hoteles), es la heroína, y resulta un alivio que su perfil no esté magnificado. Es pundonorosa, culta y muy elegante, y también una espía y una frustrada acusica. La frase de Behan.
‘Un viaje de diez metros’ destaca por su empaque, como no podía ser menos en una producción a medias entre Steven Spielberg y Oprah Winfrey, basada en una novela de éxito de Richard C. Morais (que no he leído) y bajo la dirección del sueco de origen Hallström, que hizo hace años obras tan estimables como ‘Mi vida como un perro’ o ‘Atando cabos’ (‘The Shipping News’). Para mí tiene una bonificación particular, que ya se advierte en sus planos de arranque y reaparece en la moraleja: el elogio del erizo de mar, el manjar más delicioso que conozco (al margen de sus legendarias propiedades lúbricas). No a todos les parece un plato de gusto. Hay otros valores, al menos de intención: el canto al cruce de civilizaciones, la abominación del racismo, y algo menos edificante pero más pertinente: la sátira del nuevo imperio de la comida de laboratorio, que en las escenas del restaurante de París donde fichan al genio de la cocina que es Hassan, tiene toques vitriólicos muy de agradecer. El inserto del critico de las guías Michelin tomando apuntes a escondidas, o la ansiedad histérica en el remozado restaurante El sauce Llorón por saber si han ganado la segunda estrella Michelín hacen reír, y sus connotaciones son extensibles a otros mundos donde el concurso y la moda priman. La música, de A. R. Rahman, a tenor de la fotografía, es melosa y empachosa.