¿Cómo es posible no escribir siquiera una vez de las grullas?
Al país de Homero, donde las grullas, alegria del éter, están rodeadas de montes de lejano crepúsculo, allá quería ir Hölderlin porque había oído que los poetas son libres.
Estos días y noches de alegría del éter se oye a las grullas que pasan y hacen variaciones corales con las onomatopeyas que las saludan en todas las lenguas. Luego sale el sol que reverbera en sus barrigas blancas y en el retiemblo de sus alas, y las grullas renuevan sus asambleas revolucionarias y sus gritos de alegría por encima de los tiros.
En vasco de esta comarca, la grulla se llama lertxun, que es también el nombre del álamo temblón. Dice el botánico Lacoizqueta que la grulla, “ave que se eleva y vuela muy alto” da nombre al árbol “aludiendo a la altura y esbeltez de esta especie que se eleva en los bosques sobre los árboles inmediatos”.
Pero lertxun está emparentado con ler, que es pino; por lo tanto sería un dendrónimo acendrado. Eso sugiere que en vasco se ha nombrado al ave con la característica del árbol: ese particular tembleque que propician los peciolos flexibles de las hojas del álamo que se agitan y reverberan a la luz como una bandada de grullas, esas aves vistosas y viajeras que siempre llamaron la atención de poetas y videntes.
Los vascos antiguos leían el futuro en el vuelo de los pájaros y los actuales, al menos los de Baztán, aún ofician danzas ceremoniosas que remedan los movimientos de ciertos pájaros para oficiar el buen augurio, si bien luego madrugan para matarlos a tiros. Y por encima pasan las grullas como ramas de álamo que lleva el río del éter.