Recuerdo cuando Mario Bellatin publicó su primer libro con la editorial Lluvia. Eran años de poetas,...

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Dentro de unos días, el 22 de noviembre vuelve al Gran Teatre del Liceu la soprano francesa Natalie Dessay, una artista única, inclasificable, de presencia escénica incandescente y voz firme, cálida, todavía fresca, siempre elegante. Así traté de describir su arte ayer, en Cultura/s de La Vanguardia.
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Barcelona tuvo la suerte de ver a Dessay en la última década en tres grandes óperas francesas, en las que pudo mostrar su apabullante dominio de su idioma natal. Lo trata con una dicción precisa que lanza consonantes como amables latigazos, y con una ligereza aterciopelada que recuerda a las grandes divas galas de antaño: la refulgente Mady Mesplé, la burbujeante Lily Pons, la enorme Regin Crespin.
1. Ofelia (en Hamlet, de Ambroise Thomas, octubre de 2003)
Fue una interpretación que muchos de los que estuvimos allí no olvidaremos. Y no creo que nadie estuviera más lejos que yo: en el último piso, en la segunda fila, de espaldas a la pared y justo debajo del parlante de donde ladraba la voz que recordaba apagar los móviles.
Las figuras mínimas de los cantantes se veían desde allí como hormigas en el lejano escenario. Y sin embargo, la Ofelia de Natalie Dessay transmitía con su voz y su cuerpo la profundidad del drama de Shakespeare por sobre la simplificación a la que le habían reducido los libretistas de Massenet. Ofelia estaba desesperada: una mujer expulsada del mundo de su prometido, un mundo tenebroso poblado de fantasmas vengativos.
En el último acto, en vez de ahogarse en el río, la Ofelia de Thomas se sumerge en una de las arias más endiabladas que se hayan compuesto jamás: en ocho minutos, Natalie Dessay se elevaba con pasmosa facilidad sobre las trampas de escalas de la partitura mientras descendía en una locura dolorosa de tan creíble. Fue el momento culminante de la obra. Todavía faltaba la apoteosis de Hamlet, pero ya estaba todo dicho.
2. Manon (en Manon, de Jules Massenet, junio de 2007)
Natalie Dessay volvió cuatro años más tarde con uno de los más grandes papeles de la ópera francesa. Manon comienza como una adolescente tímida rumbo al convento, seducida por Des Grieux, un joven con sueños y sin dinero, a quien luego deja por una vida de lujos y placeres. El joven se hace sacerdote y Manon lo arranca del convento con el poder tóxico de su seducción adulta. Destruida y condenada al destierro, Manon muere como una vieja prenda de lujo usada por los poderosos, implorando la protección de Dios.
La soprano mostró una progresión a la que llegan pocos actores, de joven inexperta a mujer fría y seductora, para acabar como muñeca rota. Dessay no es una seductora nata: por eso fue tan impresionante sentirla seducir desde la voz y la voluntad. En su extraordinaria composición, comenzó moviendo su cuerpo diminuto y esbelto, como un mimbre que danza. Se la veía habitada por el fuego de los grandes intérpretes.
En el último acto, exhausta y agónica sobre la nieve (pocos cantantes saben morir sobre el escenario como ella), Natalie Dessay agregó veinte años y una vida entera de abusos y sufrimientos a su personaje y nos regaló el aria final con una voz perfecta, cristalina por fuera pero destrozada por dentro. Ya era una actriz-cantante en la estela de María Callas.
3. Antonia (en Los cuentos de Hoffmann, de Jacques Offenbach, enero de 2013)
Hace dos años, se anunció que en una nueva producción de Los cuentos de Hoffman, la gran ópera de Offenbach, contaría con Natalie Dessay en los cuatro personajes femeninos principales. Las grandes divas, como Joan Sutherland, Edita Gruberova o Beverly Sills, han llevado a la escena y al disco este dificilísimo tour de forcé, que requiere cuatro registros muy distintos, que van de la coloratura a lo lírico y de ahí a lo dramático.
En la ópera, el poeta romántico Hoffmann cuenta sus encuentros amorosos con una humilde muchacha de cantina, con una muñeca mecánica que emite agudos sobrenaturales, con una cantante a quien el padre prohíbe cantar por temor a que muera de emoción, y con una cortesana altiva.
Natalie Dessay saltó a la fama hace dos décadas con el papel de Olimpia, la muñeca de los agudos imposibles. Su voz era un prodigio de la naturaleza, y lo lucía con insultante desparpajo por los grandes escenarios del mundo. Pero una dolencia vocal mermó su capacidad vocal. Ya no podía lograr la hazaña, pero vino igual, a cantar uno solo de los papeles: no Olimpia, sino Antonia, la cantante que por amor al poeta se lanza a un dúo febril y apasionado que acabará con su vida.
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En su retorno al Liceu cantará un programa inusual, consistente en arias de un mismo personaje y de una sola ópera: será la Cleopatra de la ópera más célebre de Georg Friederich Haendel, Julio César en Egipto.
En este, probablemente el personaje más complejo y fascinante de Haendel y de la ópera barroca, conviven la niña caprichosa, la hermana vengativa, la seductora sin escrúpulos, la enamorada frágil y la abandonada doliente. La Cleopatra de Haendel parece salida de una serie actualísima de HBO: nunca se sabe cuándo finge, cuándo es sincera, su repertorio de recursos para salirse con la suya es aparentemente interminable y maduro, pero en el fondo sigue siendo una niña caprichosa: toda la sabiduría musical de uno de los dos máximos pilares del barroco, junto con Bach (pero éste nunca compuso una ópera) está al servicio de este gran personaje.
En este programa, que Dessay ya grabó en un disco con los mismos intérpretes que trae al Liceu: Emmanuelle Haim y su orquesta barroca Le Conert d’Astreè, todos los demás temas y subtemas de la intrincada ópera barroca se eliminan, todos los demás personajes desaparecen: por una noche, Julio César en Egipto será solo Cleopatra.
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A medida que la voz de Natalie Dessay disminuye en la capacidad atlética para impresionar, crece en su fuerza dramática para emocionar, mientras que su cuerpo sigue siendo un prodigio de expresividad.
Todavía sale a saludar tras las óperas como antaño, plantando las manos en el piso sin flexionar las rodillas, como una niña bailarina feliz con el efecto que ha provocado en el público. Pero ahora ese efecto es la constatación de estar ante una de las grandes. Verla en escena, escucharla y sentir como se apropia de los personajes, es una de las experiencias más intensas que se puedan vivir en un teatro de ópera hoy.
Una conferencia de Natalie Noyaret sobre José María Merino, en la que ha recorrido la obra del excelente narrador leonés y donde ha descrito la operación de apócrifo a partir del ficticio Sabino Ordás (un personaje creado junto a Aparicio y Mateo Díez), me ha hecho caer en la cuenta de la importancia que lo manual -lo plástico- tiene para el autor de Novela de Andrés Choz. De pronto recordé una conversación que tuve con Merino en 2003, durante un viaje en coche que hicimos para presentar su novela El heredero en un pueblo de Córdoba, quizá Pozoblanco. Tuvimos oportunidad allí de hablar de muchas cosas, entre ellas de Jung, una pasión común a ambos y muy presente en su obra. La cuestión es que le comenté que me había llamado la atención el detalle con el que había descrito en El heredero una casa de muñecas que tiene mucha importancia en la obra. Para mi sorpresa, Merino me respondió que en parte para describirla a conciencia y en parte para relajarse tras las largas sesiones de escritura, había fabricado realmente una casa de muñecas con sus manos, tallando las figuras una a una, así como los muebles, para luego pintar cada miniatura con un pincel muy fino.
Junto a esta labor artesanal, tendríamos el detalle, apuntado también por Noyaret, de que Merino ilustró con dibujos propios sus Cuentos del libro de la noche (2005), donde dio rienda suelta a su vertiente de dibujante. Diseñó, asimismo, mandalas para abrir cada capítulo de El río del Edén (2012). Y también utilizó la fotografía, como hemos citado, para dotar de verosimilitud al supuesto Ordás. Así que ilustración, talla de madera, fotografía y dibujo dialogan de forma natural con su obra, demostrando aquello que apunta su narrativa -especialmente sus relatos breves-: la existencia de otro lado de la escritura que puede cobrar realidad y materializarse, como las sombras u otros yoes de sus personajes abandonan lo fantasmal y cobran forma también en sus historias. Lo ekfrástico encuentra su espejo en lo plástico, la mímesis deviene original (¿o es copia?) en tres dimensiones. Y luego pensé que esta actividad digamos performática de Merino, este lado físico y tangible con el que completa la abstracción de la escritura, tiene en realidad mucho sentido y plena coherencia: sencillamente, para José María Merino, la fantasía es algo que se hace con las manos.
millionsmillions:
A couple months ago, Melville House published a biography of Roberto Bolaño, constructed from interviews the author gave throughout his life. At Full-Stop, Andrew Mitchell Davenport readsthe biography, suggesting that the preponderance of myths about the author ?makes elucidating Bolaño?s biography a moral issue.? Pair with: our own Garth Risk Hallberg?s Bolaño syllabus.
Mao Zedong nunca se fue. Su cadáver, o algo que se parece, se exhibe todavía embalsamado en el corazón del corazón del país, en un mausoleo situado en la plaza de Tian Anmen, frente a la Ciudad Prohibida. A los seis años de su muerte, el Partido Comunista destacó en el balance oficial de su presidencia que habían sido mayores sus aciertos que sus errores. Condenó su papel en la Revolución Cultural, pero siguió reivindicándole como el principal inspirador de la revolución china. El maoísmo y sus símbolos pertenecen a otra época, cuando en Pekín no había rascacielos ni automóviles, solo cuellos Mao y proletarias bicicletas, y China era Tercer Mundo. Deng Xiaoping fue todo lo contrario. Nada de culto a la personalidad. Primacía de la política pragmática sobre la ideología. Reformismo en vez de rupturas revolucionarias. Apertura al mundo en vez del enclaustramiento maoísta. Gestión detallista en vez de grandes visiones filosóficas. Pero asumió el legado del Gran Timonel, expresado sobre todo en el monopolio del poder por parte del Partido Comunista. Y marcó con su personalidad discreta pero determinante el nacimiento de la nueva China que asciende de nuevo hacia el centro del mundo, como en la época imperial. Después de Deng, la idea de la dirección colectiva y la mediocridad de los líderes apartó toda idea de resurrección maoísta. Las sucesiones quedaron pautadas y limitados a diez años los liderazgos. Los sucesivos presidentes, Jiang Zemin, Hu Jintao, intentaron como Mao hacer grandes aportaciones filosóficas, pero quedaron en deslavazadas consignas y trucos mnemotécnicos. La cultura del capitalismo, con el consumo desenfrenado y la soterrada admiración por occidente, barrieron los símbolos, incluyendo el más famoso de todos ellos, la blusa de cuello Mao. Hasta que llegó Xi Jinping, el actual presidente, perteneciente a la quinta generación y dispuesto a resucitar, amortiguados y adaptados, elementos folklóricos del maoísmo, como el cuello Mao o los libros con sus propios discursos y algunos no tan folklóricos como la personalización y la acumulación de poder e incluso un cierto talante autoritario que no tenían los anteriores líderes. Esta ha sido su semana grande, su primera gran ceremonia de presentación internacional, cuando ha ejercido de anfitrión en Pekín de una nutrida reunión de líderes asiáticos y americanos, con motivo de la cumbre anual del Foro de Cooperación Económica Asia Pacífico. En los encuentros se ha visto que China, tal como querían los emperadores, incluido Mao, el emperador rojo, está de nuevo en el centro del mundo, de donde se sentía desplazada desde hacía dos siglos. Lo evidencian un alud de acuerdos sustanciales en todas direcciones: de seguridad, comerciales, medioambientales... Acompañados de caras serias con Japón; sonrisas cómplices con Rusia: por algo Ucrania es como Hong Kong; y un trato de tú a tú con Estados Unidos. Todos vestidos como Mao, en versión de lujo, en la típica y algo ridícula foto de familia de la APEC, símbolo redondo de la irradiación mundial de la nueva superpotencia que, a semejanza de Estados Unidos, también quisiera ser imprescindible.
En mi opinión, el mayor espectáculo del mundo en esta última década lo está dando un puñado de mujeres que cruzan con perversidad música y sexo. No hay nada más imponente que los montajes de Lady Gaga, Beyoncé, Miley Cyrus o Rihanna, a cuya sombra la pobre Shakira de caderas tartamudas parece una monja. Cinco dólares más y las veremos copulando sobre el escenario o devorando a su pareja.
Pensaba yo que esta progresiva crispación de la sexualidad se debía a la exigencia de mantener la excitación del espectador dada la cada vez más rápida obsolescencia de las diversiones. He aquí, sin embargo, que una exposición en el Museo ABC de Madrid me sugiere otra posible causa, la desaparición de la identidad fisiognómica. En la muy interesante obra gráfica de Francisco Sancha puede verse cómo a comienzos del siglo XX era todavía posible definir a los personajes por su aspecto.
El estilo de Sancha, que murió en una prisión de Oviedo en 1936, debe mucho a los grandes franceses como Daumier, pero su personalidad es rotundamente hispana. Es el tipo popular, el cochero, el farolero, el buhonero, el mendigo, el portero, su motivo para unas estampas casi antropológicas en un escenario urbano soberbio. Rostros grotescos, cuerpos anómalos, gestualidad animal, sus personajes tienen la huella realista y al tiempo expresionista del Baroja de La lucha por la vida.
La gente antigua tenía rasgos fisiognómicos fuertemente diferenciados y pensaba yo que nosotros venimos a ser todos iguales. En el proceso de modernización, no sólo se ha producido una severa igualación económica entre las clases, sino también una nivelación física. Es raro ver criadas, carniceros o funcionarios con los caracteres que Sancha retrata memorablemente. Hoy no se distingue por el porte a un pocero de un arquitecto.
Por ser todos cada vez más parecidos físicamente, las cantantes mencionadas se ven en la obligación de recuperar las mandíbulas simiescas, el bigote de hembra, los arcos prognáticos, la espeluznante delgadez, los ojos de huevo, las cejas unidas, o las glándulas mamarias de las amas, todo ello puesto al día, como es lógico. El éxito de los Zombis creo yo que obedece a lo mismo: ya que carecemos de identidad, nos untamos un kilo de afeite hasta parecer cadáveres. Es lo que más deseamos, dar miedo.
A esta igualación se le opone algo aún más sorprendente. Las viñetas de Sancha podrían publicarse mañana y nos parecerían de pura actualidad. Felipe Hernández Cava, autor del espléndido catálogo, resume así algunos temas de Sancha hacia 1904: la corrupción de los políticos, el desorden regionalista, las algaradas de los vascos, la insaciable clase política catalana, el despilfarro de la obra pública, la política como profesión de mediocres, los alcaldes infames, el tancredismo de algunos dirigentes, y así sucesivamente. Ciertas viñetas, como la que figura a los diputados catalanes con barretina y sacando bolsas de oro de Las Cortes, te llevan a pensar que en cien años nada ha cambiado.
Transcurrido un siglo, hemos perdido los rasgos físicos, sí, pero los rasgos morales tienen una incontestable persistencia.
Artículo publicado en El País.