Joana Bonet
En mis inicios profesionales, y justo después de haberme ensoñado con Nueve semanas y media o El corazón del ángel, un suplemento dominical me envió a Miami para hacer un reportaje. Por azar, en el hotelito art déco donde recalaba, me crucé con Mickey Rourke. Ocupaba una habitación vecina a la mía, y tal fue el impacto que mandé más de un fax a las amigas regocijándome de mi afortunado insomnio. El hotel pertenecía a un marielito, un simpático cubano aficionado al boxeo que se ocupaba de organizarle la carrera pugilística a un Rourke que bajaba a desayunar en albornoz. Ahora, más de 25 años después, aquel sex symbol despeinado que nos descubrió junto a Kim Basinger una nueva forma de disfrutar de las fresas con nata, es otro hombre más al que logré entrevistar. Hace unos días, sesentón tatuado, la cara ya suficientemente desecha, se arrastraba sobre un ring ruso para agrandar su ego, o su deriva, gracias a un combate amañado. Nada más puedo añadir, excepto que la foto que me hice con él y que amplié a tamaño póster descansa en algún rincón del desván junto al recuerdo de su susurro al despedirse: “Take care”.
La decadencia de los mitos -efímeros o portentosos- es un asunto que hincha de superioridad a las personas que hacen gala de su sensatez. Los cuartos oscuros en los que conviven la locura con la creatividad, o la autodestrucción con la presión del éxito, no merecen demasiada reflexión en una sociedad que se mide por resultados y titulares.
En general, la liga de hombres excesivos causa más rechazo que compasión, a diferencia de la femenina; “muñecas rotas” les llaman, declinando su fragilidad en contraste con la masculinidad aguerrida. Lars von Trier, tan buen cineasta como (auto)publicista, acaba de confesar que sin su botella diaria de vodka -acompañada de otros aditivos- no sabe cómo podrá volver a ser creativo: “Estoy sobrio, se acabaron mis buenas películas”. Y uno piensa en las desgarradoras escenas de Melancolía, que la crítica entera aplaudió al margen del estado mental en el que fueron alumbradas. Es incómodo reflexionar sobre el hecho de que muchas de las grandes obras de la literatura fueron escritas bajo el efecto de las drogas, o que bellas composiciones musicales, de la lírica al jazz, surgieron de la mano de un instinto de muerte. El trágico peaje de la excepcionalidad es una evidencia.
Nuevas investigaciones confirman ahora que el suicida Marco Pantani se encerró voluntariamente en un hotelucho de Rímini con 100 gramos de cocaína. Los ingirió hasta reventar: incluso trataba de tragar el polvo dentro de una hogaza de pan. “Deshechos humanos”, dicen quienes prefieren elegir el paraguas del malditismo para hallar una explicación acerca de las vidas trastocadas, en lugar de reconocer la complejidad que nos habita y examinar la suya. Porque hay pocas vidas geniales, pero también pocas vidas vulgares.
(La Vanguardia)