Joana Bonet
Abrí las maletas, en el cuarto hacía frío. Se oía el televisor de la habitación al lado y decidí poner música. Mientras buscaba los enchufes repasé las rutinas personales que definen las diversas formas de instalarse en un hotel: descorrer las cortinas, graduar el aire -casi siempre gélido-, mirar si hay Coca-Cola Zero en el minibar, contemplarse desnudo en el espejo, buscar un cenicero o algo parecido. Al agacharme para conectar el ordenador, vi que bajo la cama asomaban unos zapatos. Eran unos mocasines de hombre, lustrosos y bastante nuevos. Si fuera una película indie, la mujer se los calzaría y andaría unos pasos con ellos hasta enamorarse de su dueño, sin conocerlo. O tal vez los oliera. Mucha gente olfatea su propia ropa cuando se la quita -y no la ve nadie- en un acto inconsciente de fetichismo; también huele la de sus parejas.
Me inquietaba aquello. ¿Es que la habitación estaba habitada? O no habían pasado bien el aspirador? Tener que soportar los zapatos de un desconocido venía a ser como medio compartir el cuarto. Estaba a punto de llamar a la centralita con la indignación de quien cree que ha pagado lo suficiente para no acabar en una habitación helada con unos postergados mocasines del número 44 bajo su cama. Pero entonces reparé en que podía tratarse de una de aquellas novatadas para probar el carácter del cliente, y serené la voz: “Debajo de mi somier están los zapatos, pero no encontré al cadáver…”.
Según relata Jacob Tomsky en su libro Heads in beds, que recoge su larga experiencia trabajando en hoteles, en uno de la Gran Manzana, a los huéspedes prepotentes que llegaban exigiendo la luna se les asignaba la habitación 1212, en la que el teléfono nunca deja de sonar ya que su número coincide con el prefijo de Nueva York y recibe todas las llamadas de los huéspedes despistados que olvidan marcar el código para hablar con números externos. Era uno de los múltiples castigos que administraban a los clientes bordes, además de desactivarles la llave de la habitación cada dos horas.
En esa otra vida que se oculta en las tripas de un hotel, en sus sótanos y ascensores de servicio alejados de la rosa del room service, faenan sus verdaderos habitantes, los de lunes a domingo, un escuadrón de oficios encargados de que la maquinaria funcione aunque resueltos a jamás ser burlados. ¡Ay de a quien se le ocurra maltratarlos! Tomsky cuenta que en una ocasión, un botones escarnecido se pasó el cepillo de dientes del cliente déspota por el culo, y, no contento, vertió un tapón de orina en su perfume. Cuando lo vio cruzar el hall para salir a cenar, tan arrogante como perfumado de orín, sintió un profundo regocijo.
(La Vanguardia)