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El mañana es cosa del ayer

Desde luego, es posible que no suceda tal cosa y todo siga como siempre, ¡el nuestro es un país tan conservador por la derecha y por la izquierda! Pero también pudiera ser que asistiéramos a uno de esos inesperados cambios de régimen a los que estamos acostumbrados sin que ni siquiera lo advirtamos.No me refiero, por supuesto, a la emergencia de Podemos. La primera vez que les vi en pantalla se cogían por los hombros y se balanceaban cantando una canción de Lluis Llach que ya era cursi cuando triunfaba entre los colegiales de hace 50 años. Un partido revolucionario que usa como música de fondo a la Sarita Montiel del separatismo catalán no puede llegar muy lejos. Ganarán elecciones, pueblos y presupuestos, pero no añadirán ni una sola idea al coro político español. Fantasmagoría sin cerebro.

A lo que me refiero es a la fatiga de los materiales lingüísticos. Fue Víctor Klemperer en su fascinante La lengua del Tercer Reich (hay una selección en la editorial Minúscula) quien dio cuenta de cómo se iba corrompiendo el lenguaje y hasta qué punto las expresiones cotidianas ya no tenían ningún sentido a medida que los nazis avanzaban sus posiciones. En aquel caso un hecho sin precedentes, el ascenso de una fuerza política demente, estaba en la raíz de la transformación, algo que de un modo más ligero y trivial se está produciendo en Cataluña. Pero no es preciso que haya un suceso concreto detrás de esa fatiga lingüística, puede venir por el puro hastío. Y ese es el caso, creo yo, de la España actual.

Si uno repasa la terminología política se encuentra con grandes desiertos de sentido punteados por charcas de chifladura. Muchos políticos, sobre todo los amenazados por el desprestigio, el tribunal o la pura desnudez cerebral, dicen constantemente que lo que hacen es "profundamente democrático", o bien sólo "democrático". Nadie podría adivinar qué quiere decir esa palabra en boca de un defraudador, un evasor de impuestos, un oportunista, un cliente, un asambleario, un separatista o un político que jamás ha dado muestras de conocer lo que exige la democracia a un cargo público.

Por otra parte, esos mismos políticos citan constantemente metáforas y símiles futbolísticos para hacer comprensible lo que ellos llaman "sus ideas", sin percatarse de que el fútbol es hoy lo mismo que durante el nacional-catolicismo, una espesa maraña de intereses que pinta de purpurina la violencia étnica en algún caso, racista en otros y nacionalista en casi todos. Así que cuando dicen, por ejemplo, que "queda mucho partido" antes de las elecciones, están pavoneándose en el difuso fascismo blando que nos atosiga.

El hastío se generaliza cuando la izquierda no conoce otro lenguaje que la negación del de la derecha. Algunos elementos que tenían gracia, como la lucha de clases, han desaparecido, lo que hace difícil de entender qué papel juegan los "obreros", si es que los hay, en los programas. Peor aún, la extrema izquierda o su fantasmagoría, ya sólo sabe usar el lenguaje de la Iglesia para explicar sus quimeras, las cuales consisten en acabar con quienes no superen el examen de pureza de sangre (la casta), aplastar a los ricos (aunque aún no los califican de lujuriosos y violadores) y llamar benditos a los hijos de Dios, los santos inocentes, los pobres o como quiera llamárseles. Sentimentalismo burgués pasado por la sacristía.

Durante la Revolución Francesa hubo un tiempo en el que tuvieron un gran poder los puros, los moralistas. Se dedicaron a matar, claro, pero también a destruir las obras del "lujo corruptor", es decir, iglesias, palacios, estatuas, cuadros o jardines, como los actuales islamistas del EI. Un parlamentario que podría ser español, Babeuf, proponía la supresión de toda educación ya que contribuía a incrementar las desigualdades. Es decir, la diferencia entre tontos y listos. Esta encomiable pureza moral y amor por una "vida sobria y sencilla" recuerda aquel sermón de Arnaldo Otegui cuando decía que una vez separados de España, los jóvenes vascos en lugar de estar delante de un ordenador corretearían por los montes y valles de la patria. El lenguaje de esa izquierda española es puro catolicismo corrompido.

¿Qué demonios defiende la izquierda oficial, por lo menos desde el punto de vista del lenguaje? ¿La desaparición de los privilegios? No. Cataluña y el País Vasco tienen un estatuto superior. ¿La aplicación implacable de la justicia? No. La Junta de Andalucía hace todo lo posible por ocultar una Administración cleptómana que ha desvalijado a los españoles durante décadas. ¿Un programa educativo que ponga en manos del alumnado las herramientas eficaces de la crítica intelectual? No. Sólo defienden la estructura parasitaria de los sindicatos y la permanencia del analfabetismo estructural. Seguimos en el último lugar de toda encuesta sobre educación en Europa. ¿Acaso un mayor reparto de la riqueza? Resulta cansino repetir que fue el Gobierno de Zapatero, el peor dirigente que ha soportado España desde Fernando VII, quien desató la furia depredadora de los bancarios.

Así pues, no hay un lenguaje inteligible en la política actual y el que se usa o bien es grotescamente demagógico o está vacío de todo contenido. Para remediarlo es frecuente que los profesionales echen mano del viejo lenguaje de la guerra fría (derecha e izquierda) o el de la carnicería republicana (fascistas y rojos), como si un ciudadano de 1930 o la sociedad de 1950 tuvieran el más mínimo rasgo en común con lo actual. En buena medida, el éxito televisivo de Podemos se debe a que usan un lenguaje arcaico, simple y reaccionario que muchos entienden porque es el viejo lenguaje religioso del Tercer Mundo (Chaves era el mejor ejemplo de caudillo episcopal) y buena parte del país aún no se ha arrancado al tercermundismo.

El cambio de lenguaje supondría en verdad la superación de nuestro último capítulo como frontera africana. Asimilar la enseñanza de las democracias europeas debería pasar por la supresión de los restos tercermundistas a lo Marinaleda, una de cuyas secuaces se presenta por Podemos en Andalucía. Pero no somos los únicos en sufrir ese desgaste de materiales, también están ahí los feudales del Partido Socialista Francés que no puede admitir ni siquiera las propuestas de Valls. La izquierda debería tomar distancia con estos restos de feudalismo sureño, como los separatistas de la Liga Norte o los bocazas griegos. Y, en fin, aproximarse a aquellas democracias en las que la demagogia ideológica no se impone sobre el análisis crítico.

Todo lo cual es imposible mientras mantengamos a cientos de cargos inútiles, miles de empleados de partidos obsoletos, 17 Estados de juguete, una masa de aforados, un océano funcionarial cuyos sueldos son superiores a los de los trabajadores y un sistema judicial del siglo XIX. De ahí que el discurso mudo del poder sea, por ahora, todo lo que tenemos. Sin embargo, grande es el hastío. Y no hay nada tan peligroso como un hincha del fútbol que se aburre.

 

Artículo publicado en El País. 

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3 de marzo de 2015
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Economía (sentido original)

El economista belga Bruno Colmant invita a pensar cuando dice que la economía se ha separado de los demás hemisferios de la sociedad, y en consecuencia se ha separado de la realidad.

 

Las palabras de Colmant me trajeron a la memoria algunas ideas de Lévi-Strauss. En las sociedades que él estudió, anteriores a la escritura, la economía estaba íntimamente conectada con la mitología y con las leyes de parentesco, hasta el punto de que eran ámbitos que no podían separarse pues formaban entre todos un único universo material y espiritual. La economía, entendida como administración de la tribu, el clan y la familia, era una de las formas sustantivas de la realidad, inseparable de todos los demás elementos que constituyen el tejido social.

Curiosamente, “economía” quería decir en su origen “administración de la casa”. Más claro agua. Para los griegos y los romanos, “economía” venía a decir casi lo mismo que para los pueblos amazónicos que estudió Lévi-Strauss.

¿Dónde ha quedado esa idea de la economía, totalmente imbricada en la realidad y hasta sosteniéndola? ¿Dónde ha quedado esa economía real y esa economía de lo real? Diríase que ninguna palabra se ha alejado tanto de su propio origen como la palabra “economía”, y por lo tanto ninguna palabra se ha perdido tanto a sí misma.

Pero veamos, ¿realmente se ha separado tanto el concepto “economía” de su origen doméstico? En las familias de la clase media y la clase obrera no, en ellas la palabra “economía” sigue fiel a su sentido primordial, el que hace referencia a la buena “administración de la casa”, lo que implica llevar, sobre todo en estos tiempos, “una vida económica”, en el sentido antiguo del término. Dicho en otras palabras: una vida austera, digna y cabal. El concepto “economía” recobrando su sentido original.

Frente a esa economía de lo real y de la supervivencia, se proyecta una economía imaginaria dibujada por las finanzas y la especulación. Lo curioso es que la economía imaginaria determina completamente la economía real. No es nada extraordinario: los sueños de la imaginación producen monstruos mucho más peligrosos y despóticos que los de la razón. Platón veía en los sueños de la imaginación una fuente permanente de desdicha. Y ahora la economía es imaginación, a veces galopante, a veces no. (También la administración doméstica requiere imaginación, pero se trata de una imaginación conectada con la más pura realidad cotidiana).

Nos gobierna la irrealidad y se ve cada vez más necesario un nuevo siglo de las luces, una nueva era de la razón, que despoje a la economía de toda su irracionalidad y de todos sus vínculos con la magia y el delirio interpretativo. No deseo lo imposible, se dice que el mejor pensamiento emerge cuanto todo está pudriéndose y que la lechuza de Minerva alza su vuelo al atardecer.         

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3 de marzo de 2015
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Karl Ove Knausgaard on the road.- El NYT invitó al noruego y…

Karl Ove Knausgaard on the road.- El NYT invitó al noruego y escritor de moda, Karl Ove Knausgaard, a hacer un viaje por las carreteras de Estados Unidos, alojarse en hoteles y comentar lo que observa. La tradición que honra Vladímir Nabokov en Lolita y Jack Kerouac en On the road y que Knausgaard no deja de tener en cuenta. El único problema es que el noruego ha perdido su carnet de conducir. Así empieza este viaje por entregas, donde la historia de los vikingos llegando a América tienen tanto protagonismo como la nieve y las colillas de cigarrillos.Lean la primera entrega aquí (en inglés).

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2 de marzo de 2015
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El tiempo, ese gran jugador

En política el tiempo es una materia preciosa. El arte de la política es en buena parte el de la gestión del tiempo. Todo tiene su tiempo y no hay mayor virtud política que saber encontrar el momento exacto, es decir, el punto de madurez de las cosas. Hay ocasiones en que el tiempo aún no ha llegado y el político que se precipita lo pierde todo y se pierde a sí mismo. Sucede también el caso contrario, en que dejamos pasar el punto preciso sin tomar la decisión trascendental y, cuando la voluntad dicta el momento, ya no sirve porque el tiempo ha cerrado sus puertas. El tiempo es también un gran ingrediente de la fórmula para la solución de los conflictos. Pero es un ingrediente peligroso, que hay que saber manejar en vez de dejar que sea él quien nos domine. Hay que diferir los acuerdos necesarios cuando no se pueden alcanzar ahora mismo; aplazar la aplicación de las medidas más difíciles de admitir por las partes que negocian; convertir incluso en una vaga meta futura sin plazos precisos lo que sabemos que jamás obtendremos. Muchos errores tienen su origen en la rigidez temporal. Quien considera que ya ha esperado demasiado para lanzarse a por el máximo objetivo, en vez de seguir esperando tal como ha venido haciendo durante años con resultados positivos, se arriesga a perder cualquier oportunidad futura. El tiempo produce espejismos, a veces ilusiones autoinducidas por una inflamación del deseo que no se corresponde con la realidad. Uno de ellos, y quizás el peor, es el de la última oportunidad. Adornado de dudas y de escepticismo, el tiempo nos susurra que es ahora o nunca: quizás te equivocarás, pero más te equivocarás si no lo intentas porque nunca más habrá una situación tan interesante para intentarlo. Quien incurre en este error, por grande que sea su prestigio y veteranía, revela que ha prescindido de los instrumentos básicos de un buen político. Cabe dudar, de entrada, sobre el diagnóstico: que sea una oportunidad clara. Cabe dudar también de que sea la última. Si quien lo afirma es un político jubilado, sumergido en las cavilaciones de la vejez y corroído por los efectos de la corrupción en su familia y en su legado, hay que dudar todavía más de la justeza e incluso de la intención de su mirada. Siempre hay una nueva oportunidad para quien tiene tiempo por delante, pero ciertamente no la hay para quien está a punto de desaparecer. El proceso soberanista nos ofrece abundantes ejemplos de la acción del tiempo político. Venimos de una etapa en la que todo era perentorio y precipitado, con caminos balizados por hitos irreversibles, peldaños y rellanos que nos iban a conducir sin retroceso posible al feliz destino marcado por los líderes del proceso; y nos hemos adentrado en otra etapa lenta y confusa, de desenlace indeterminado e impreciso, en la que el mayor esfuerzo se concentra en disimular y combatir la división y el desánimo que está cuarteando las filas soberanistas. El 9N marca un antes y un después. Antes en ascenso constante, ahora estancado en la llanura o incluso en suave declive. Antes con una clara hoja de ruta, que mal que bien fue cumpliéndose paso a paso, ahora sin mapas ni guías para orientarse. Antes, los plazos organizaban y apremiaban, mientras que ahora son borrosos y desorientadores. Todo se fia a un 27N calificado como de plebiscitario, pero de pronto irrumpe el 24N municipal como una nueva primera vuelta del plebiscito e incluso el momento de la desconexión con el Estado según una de las últimas improvisaciones del presidente Mas. La mayor novedad es que el tiempo adopta un ritmo electoral. Ciertamente, en democracia, el tiempo es siempre electoral. Gobernar es desde el primer día hacer la campaña para las siguientes elecciones. Pero esta identidad entre elecciones y acción de gobierno es más precisa y eficaz en un año como el actual, con cuatro elecciones destinadas a cambiar el mapa español. Ahora el soberanismo comprueba en sus carnes el efecto centrífugo de las elecciones inminentes. Unidad y urnas son términos contradictorios. Cuando hay pastel a repartir cada uno va por su cuenta a buscar la porción más grande. Quien crea el cuento de la unidad sabe que se arriesga a quedarse sin porción. Cuando se fija la fecha tan precipitadamente como ha hecho Artur Mas, adiós a cualquier perspectiva unitaria. Anunciar las elecciones a nueve meses vista y hacer una lista unitaria soberanista como pretendía era una ilusión impropia de políticos experimentados. Cinco meses han pasado ya sin que pase nada, algo a lo que no estábamos habituados. El movimiento ha perdido inercia e iniciativa. Al entusiasmo decreciente de la militancia no le bastan ni siquiera las múltiples torpezas y maldades del centralismo para salir de su letargo. Y eso sin contar con las torpezas del propio campo, que no han faltado, como la inhábil jugada de las estructuras de Estado, invalidada desde el Consejo de Garantías. Ahora no hay más remedio que remar, a la espera de que la siembra, realmente indiscutible y eficaz, produzca suficientes frutos en las municipales y las catalanas como para mantener viva la esperanza. Históricamente, la impaciencia ha sido la peor consejera del catalanismo. Nada permite pensar que en el nuevo mundo global y digital tengan que ser las cosas distintas para los catalanes y que a partir de ahora sea definitivamente inútil nuestra proverbial y obstinada paciencia histórica. Aunque muchos impacientes así lo crean, esto es algo que está todavía por demostrar.

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2 de marzo de 2015
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Hermandad musical

Cuando los musicales no eran una franquicia internacional éramos más pobres pero más felices en las colonias. Dentro de Europa, los que viajaban a Londres podían ver en el West End alguno de los títulos señeros de ese teatro cantado y bailado, tan genuinamente norteamericano, hasta que en la España de los años 1970 empezaron a hacerse producciones locales de los grandes éxitos de Broadway, no todas a la altura de sus modelos. Pero Hollywood, otra potencia ‘yanki' colonizadora, para bien y para mal, nos traía incesantemente a nuestras provincias sus adaptaciones, dando pie a un género clásico y duradero, el del cine musical, cuya edad de oro, entre 1931 y 1970, constituye para mi gusto una de las glorias incomparables del séptimo arte.

 

    Se produce ahora una coincidencia que es rara y feliz. En Madrid, el Teatro de la Zarzuela presenta, con chispeante montaje de Emilio Sagi, un programa doble pícaramente imaginativo en el que la deliciosa revista del Maestro Alonso ‘Luna de miel en El Cairo' precede a la obra maestra de los Gerswhin ‘Lady Be Good!', uno de los hitos del musical desde su estreno en 1924, que reunió a seis hermanos: los protagonistas, Fred y Adele Astaire, los autores de las canciones, Ira y George Gershwin, y los personajes centrales de la comedia, Dick y Susie Trevor. Mientras tanto, por toda España, se estrena ‘Into the Woods', película en la que el esforzado artesano Rob Marshall hace su mejor trabajo a partir de uno de los títulos capitales de ese genio de la música escénica que es Stephen Sondheim.

    Entre nosotros se han hecho versiones teatrales de otros magníficos títulos del compositor americano, como ‘Follies' y ‘Sweeney Todd', pero nunca, que yo sepa, llegó ‘Into the Woods' a las tablas. Hay que ver sin falta esta película si uno acepta las convenciones del género y cree que el cuento infantil es una literatura de adultos enmascarada. La arriesgada y brillante idea de James Lapine, autor del libreto, y Sondheim, que como de costumbre compuso la música sobre sus propias letras, fue en su día, 1987, hermanar en una misma historia fantástica y sentimental cuatro cuentos tradicionales, ‘La Cenicienta', ‘Rapunzel', ‘Caperucita Roja' y ‘Jack y las habichuelas mágicas', utilizando como base conceptual nada farragosa las lecturas modernas que Freud, Bettelheim o Vladimir Propp hicieron de esas fabulaciones aparentemente ingenuas.

    El resultado es trepidante y a la vez inteligente, sobre todo en la primera parte del film, que anuda de manera arrolladora las cuatro tramas, situándolas en un hermosísimo espacio idílico y tétrico, el bosque, que resulta literalmente encantador. La productora Walt Disney ha suavizado algunas de las claves más oscuras y lúbricas del texto original de 1987, y eliminó del montaje final dos canciones, todo con la aceptación de los autores, pero aun así, la malicia nostálgica y el humor punzante del original permanece, sobre todo en los episodios de Cenicienta, su madrastra e hijas y su príncipe tan apuesto como lujurioso. Hay también apuntes de gran picardía en las relaciones de Caperucita Roja con su lobo, papel en el que Johnny Deep tiene más justificación que nunca para ponerse hasta las cejas de ‘rimmel' y de los coloretes nunca ausentes en sus papeles, haga de pirata o de llanero solitario.

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2 de marzo de 2015
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El fútbol zombi

En los ochenta, cuando la emancipación de la mujer era un hecho tan tardío como inexcusable en España, muchas mujeres empezaron a ver partidos de fútbol los domingos por la tarde para no quedarse solas. Al principio representaban algo parecido al casual travestismo del hombre que sostiene pacientemente el bolso de su señora e incluso avanza unos pasos con el clutch en ristre. Aquellas amas de casa o trabajadoras animosas que se calzaron la bufanda de su club tuvieron que ganarse la credibilidad a pulso: “¡qué vas a entender tú de un fuera de juego, cariño!” les amonestaban sus maridos, entregados al mecanismo social de la gran hipnosis. Ellas se cubrieron con forros polares y cambiaron las tardes de pastelería por las gradas de cemento, donde un rugido de fondo las sumergía en una burbuja considerada “cosa de hombres”. A estas mujeres se les había enseñado que el fútbol era un deporte bronco, poco indicado para damas por mucho que repartieran juego con cualquier tipo de balón que no fuera el que se patea sobre la hierba. El padre del olimpismo, el barón de Coubertin, ya había dejado dicho que “sólo los hombres pueden ser atléticos”. La profesionalización de las mujeres deportistas, a pesar de sus heroicas pioneras, fue ardua y, a día de hoy, aunque se multipliquen sus gestas (en las última olimpiadas España consiguió igual número de medallas femeninas que masculinas), ellas continúan recibiendo salarios de amateur y una visibilidad lejana a la del deporte rey. Para compensar las diferencias de potencia física y capacidad de resistencia, las mujeres -en fútbol, basket y otras disciplinas- rubrican un compromiso con la técnica y la estrategia. Pero, más allá de aquellas que disfrutan viendo o jugando al fútbol, pervive en su ambiente un imaginario sexualizado, el de la chica de calendario impuesta casi como tradición en las contraportadas de los periódicos deportivos. Que el deporte hegemónico, que mueve en el mundo cifras que superan el PIB de decenas de países (tanto en fichajes y retransmisiones como en conexiones con el poder), no logre desprenderse de un machismo que canaliza una desaforada violencia, da idea de la magnitud del desastre cultural que ejemplifica una parte de su afición. Dudo que la mayoría de seguidores se sienta identificada con los denigrantes cánticos con los que los ultras del Betis jaleaban a su jugador, acusado de malos tratos: “no fue tu culpa, era una puta”. Ojalá sirvan de algo las camisetas rosas del Real Madrid, la sensibilidad de una nueva hornada de místers o las cruzadas solidarias de algunos jugadores. Pero de lo que sí estoy segura es que bajo la masa del campo se permite lo inadmisible en cualquier lugar civilizado -ni en un concierto de rock se puede gritar puta y tan frescos- y hasta que no se señale fuera de juego, este estigma seguirá embruteciendo al deporte. (La Vanguardia)

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2 de marzo de 2015
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