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Los ojos de la cultura

Por 16 de marzo de 2015 Sin comentarios

Vicente Verdú

Mil veces hemos dicho que la ceración, sea la escritura, la composición o la pintura, vienen a suplementar la felicidad que no hallamos en otras partes. Sería así el arte como un  fármaco. A falta de buena salud, se comportaría como un buen sustituto para seguir viviendo incluso en un piso superior. Y hemos dicho, mil veces, que este repuesto artístico alternativo a la vida ha sido la bendita causa de las grandes obras.

Sin  embargo, atendiendo a los evidentes cambios de la cultura en nuestro tiempo, ¿no será esta ecuación de vida/arte una idea falaz? Nunca la felicidad ha contado con mayor bibliografía y coaches personales, con centros especializados y cotización social. 

Para ser feliz no se sabe del todo qué hacer pero siendo feliz, no cabe duda en la tasación social, que se puede hacer casi todo. Así, de acuerdo con la cultura medicalizada de nuestro tiempo, la mala salud daría para poca cosa  mientras antes, estar  enfermo, parecía un indispensable principio para ser artista.

Hoy,  en cambio, a casi nada puede aspirarse arrastrando una mala salud. Todos lo dicen: no estando bien físicamente se está mal también espiritualmente. Esta es la obviedad vigente mientras hace un siglo el malestar,  la melancolía, el alcoholismo o la tuberculosis daban mucho de sí para decidirse a crear. No gozaríamos de tantos escritores, novelistas o poetas, importantes si no hubieran estado crónica y gravemente enfermos. Diario de un artista seriamente enfermo, fue un título de Gil, de Biedma y El don de la embriaguez  un poemario de Claudio Rodríguez.

La enfermedad se comunicaba con el espíritu directamente y, por lo tanto, sería raro hallarse en plena forma física y producir algo de importante valor espiritual. La enfermedad aligeraba la fisicidad haciéndola cercana  a la evanescencia y, entonces, en una situación de casi transparencia todo se veía claro y proclive a ser genial. El genio se representaba en un vago humo que despedía el objeto,  como la inspiración sería una neblina  sensible que adquiría el sujeto para generar emociones y pensamientos desde el afinado occipital.

Con ello, estar cachas, jugar al fútbol, correr un maratón o, incluso,  no tener tos ni fiebre, descalificaba de antemano a cualquier autor. Todo autor era, sistemáticamente, el resultado de una debilidad física que cuanto más acerada mayores probabilidades ofrecía para componer una obra con vigor. Prácticamente todos los genios en la pintura, la escritura, la música o la escultura del siglo XIX y mitad del  XX han sido una legión de enfermos. O, lo que es lo mismo, la cultura que veneramos es un resultado de la clínica, la patología, la intervención quirúrgica y el hospital final. ¿Podía concebirse a un gran artista levantando pesas? Incluso la natación que es lo más próximo a la espiritualidad le costó la vida a la Le Corbusier que se creyó pintor. Por no hablar, claro, de las poetas que se suicidaron entrando en el mar.

El deporte ha sido estimado  tan opuesto a la cultura que todos los deportistas, por definición, se consideraban gárrulos. Y todos los gárrulos eran,  por definición y para su descrédito, felices.

La felicidad y la buena salud han llegado, sin embargo, a ser factores codiciados por todos, sean novelistas o no. Quienes se han suicidado por drogas, depresión o despecho amoroso siendo jóvenes desperdiciaron,  según criterios económicos, lo mejor de sí. Porque no sería lo mejor de sí aquello que dejaron hecho en sus comienzos sino, probablemente, lo que habrían sido capaces de entregar con un largo fondo de inversión y madurez.

¿La madurez? Sólo unos cuantos, Picasso, Goethe, Matisse son  citados como excepciones. El resto moría antes de los 34 años o no había nada que inspirara  interés después. Pero esto, al fin,  ha terminado en la presente cancha cultural.  La cultura, eternamente culta hasta hace poco, que ha tardado más tiempo en darse cuenta de su temporalidad.

La creencia cultural se proclamó dogmática  por los siglos de los siglos, a la manera de un  Dios. Ahora sabemos, no obstante, siendo ateos y madridistas que nada es absoluto en sí. No sólo hay diferentes grados de cultura en el espacio y en el tiempo, sino diferentes inculturas que tanto en el espacio como en el tiempo nos conducen a la barbarie.  Es el caso de la cultura del Islam en el siglo XXI y de la dulce cultura de Manon Lescaut (VE) en nuestros días.

 El bien y el mal, lo feo o lo hermoso no se alteran sino con la transformación del ser humano en otra cosa también humana pero en donde la estética fundacional  cambia como demuestran elocuentemente los productos de L´Oréal.   

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Vicente Verdú

Vicente Verdú, nació en Elche en 1942 y murió en Madrid en 2018. Escritor y periodista, se doctoró en Ciencias Sociales por la Universidad de la Sorbona y fue miembro de la Fundación Nieman de la Universidad de Harvard. Escribía regularmente en el El País, diario en el que ocupó los puestos de jefe de Opinión y jefe de Cultura. Entre sus libros se encuentran: Noviazgo y matrimonio en la burguesía española, El fútbol, mitos, ritos y símbolos, El éxito y el fracaso, Nuevos amores, nuevas familias, China superstar, Emociones y Señoras y señores (Premio Espasa de Ensayo). En Anagrama, donde se editó en 1971 su primer libro, Si Usted no hace regalos le asesinarán, se han publicado también los volúmenes de cuentos Héroes y vecinos y Cuentos de matrimonios y los ensayos Días sin fumar (finalista del premio Anagrama de Ensayo 1988) y El planeta americano, con el que obtuvo el Premio Anagrama de Ensayo en 1996. Además ha publicado El estilo del mundo. La vida en el capitalismo de ficción (Anagrama, 2003), Yo y tú, objetos de lujo (Debate, 2005), No Ficción (Anagrama, 2008), Passé Composé (Alfaguara, 2008), El capitalismo funeral (Anagrama, 2009) y Apocalipsis Now (Península, 2009). Sus libros más reciente son Enseres domésticos (Anagrama, 2014) y Apocalipsis Now (Península, 2012).En sus últimos años se dedicó a la poesía y a la pintura.

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