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Blake, Carroll, Beckett

Por 14 de marzo de 2015 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Jesús Ferrero

Es sabido que la figura de William Blake tardó bastante en ser canonizada por lo que tenía de desconcertante e insólita. Los críticos no sabían si considerarlo un místico o un visionario (teniendo el cuenta que no son lo mismo, pues el místico busca la abstracción absoluta de Dios y el visionario busca la figuración de Dios: su imagen). Tampoco sabían como encasillar sus libros, a menudo inseparables de sus magníficas ilustraciones. Su figura empezó a ser domesticada a partir del atributo de visionario, lo que dejó al margen sus textos satíricos y mordaces, que desfiguraban la imagen del poeta y hacían difícil su ubicación.

Una isla de la Luna, traducida y prologada por Castanedo, fue considerada durante mucho tiempo una estupidez. ¿Lo es? No si se tiene en cuenta que se anticipa a Carroll y a Beckett y que bebe de las fuentes más desconcertantes de Tristán Sandy.

Lo mejor para opinar sobre el libro es leerlo en esta magnífica traducción, además convendría recordar lo que en su momento dijo el crítico canadiense Northrop Frey, al que frecuenté sobre todo el mi juventud, cuando buscaba ayuda para entender cabalmente a Eliot. Frey llega a decir que se trata de un texto donde se mezclan “poemas claramente satíricos con otros de una seriedad y un candor estremecedores”. Algo similar, indica Castanedo, a lo que Blake buscaría poco después al contraponer las canciones de inocencia y las de experiencia. El mismo Frey aseguraría en algún momento lo siguiente. “Si es cierto el aforismo de Blake de que la exuberancia es belleza, entonces Una isla en la luna es una obra de arte extremadamente hermosa”.

 

Dicho lo cual quisiera expresar la impresión general que me invadió tras la lectura de Una isla en la luna. Ante todo es un libro enormemente divertido y a la vez absurdo, entendiendo por absurdo no exactamente la ausencia de sentido si no la multiplicación imparable de sentidos que se contraponen, se potencian, se anulan, se sublevan, se tuercen, se retuercen, descienden y se elevan; por eso recuerda tanto algunos momentos de Alicia en el País de las Maravillas y algunos diálogos teatrales de Becket. Obviamente, en el caso de Blake y sucesores nos hallamos en las antípodas de algunas escuelas desesperadas y desesperantes de ahora, que han abandonado la invención en el lenguaje y la invención sin más.

Admirable el trabajo que ha hecho Castanedo con esta obrita tan extraña como inclasificable. Algo muy de agradecer en nuestros días donde todo parece tan clasificado y tan previsible. Tiene además momentos de verdadera comicidad y es de una modernidad incuestionable.

 

Este opúsculo lúdico y jocoso forma ahora mismo parte de una cadena que va desde Sterne a Beckett, pasando por Joyce y Döblin, en la que la argumentación no está reñida con la festividad corrosiva de las palabras.

 

 

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Jesús Ferrero

Jesús Ferrero nació en 1952 y se licenció en Historia por la Escuela de Estudios Superiores de París. Ha escrito novelas como Bélver Yin (Premio Ciudad de Barcelona), Opium, El efecto Doppler (Premio Internacional de Novela), El último banquete (Premio Azorín), Las trece rosas, Ángeles del abismo, El beso de la sirena negra, La noche se llama Olalla, El hijo de Brian Jones (Premio Fernando Quiñones), Doctor Zibelius (Premio Ciudad de Logroño), Nieve y neón, Radical blonde (Premio Juan March de no novela corta), y Las abismales (Premio café Gijón). También es el autor de los poemarios Río Amarillo y Las noches rojas (Premio Internacional de Poesía Barcarola), y de los ensayos Las experiencias del deseo. Eros y misos (Premio Anagrama) y La posesión de la vida, de reciente aparición. Es asimismo guionista de cine en español y en francés, y firmó con Pedro Almodóvar el guión de Matador. Colabora habitualmente en el periódico El País, en Claves de Razón Práctica y en National Geographic. Su obra ha sido traducida a quince idiomas, incluido el chino.

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